Viernes 28º del TO

Viernes 28º del TO

Lc 12, 1-7

Queridos hermanos:

El Señor previene a sus discípulos del contagioso peligro de la simulación: esa apariencia de vida piadosa y religiosa que, en lugar de buscar la complacencia de Dios, se orienta hacia la aprobación de los hombres. ¡Qué necedad tan profunda! ¡Qué desprecio tan grave por la verdad y el amor divino! Todo ello a cambio de una paga precaria e inconsistente, que revela, además, el escaso valor que se concede a una vida verdaderamente piadosa.

¿Por qué preferir la falsedad de la impiedad a la virtud que, además de la estima de los hombres, alcanza la complacencia de Dios? ¿Por qué aparentar lo que no se vive? ¿Será cuestión de perversidad, de maldad, o simplemente de necedad?

Una cosa es cierta: el bien, la verdad, la luz y el amor implican siempre una negación de sí mismo, un morir interior, y por tanto, un dolor, un sufrimiento del que buscamos escapar. Por ello, la virtud se nos hace más difícil que la ficción perversa de la bondad. La hipocresía, que nos aqueja en mayor o menor grado, revela nuestra concreta incapacidad de sufrir —nuestra falta de sal—, enraizada en la experiencia del desamor, que engendra nuestro propio desamor y nos impulsa compulsivamente a buscar ser amados sin arriesgar, sin amar.

El hipócrita es, en realidad, un pobre de amor. Herido por el desamor y escandalizado por el sufrimiento, se encierra en sí mismo, rechazando la verdad de Dios y su bondad. Este engaño diabólico sólo puede ser sanado por la experiencia profunda del amor gratuito de Dios y de su misericordia infinita, que Cristo encarna y nos alcanza por la fe en Él. Mediante la acogida del Evangelio, es posible la conversión y la vida nueva en la verdad del amor. Por eso, el Señor exhorta a sus discípulos a no temer la muerte, pues su amor la ha vencido. Ese amor lo recibirán por la fe.

Hoy, la Palabra tiene como telón de fondo el juicio, y nos habla del fermento de la corrupción que es la hipocresía, íntimamente ligada a la necedad y a la impiedad. Frente a ella, se alza la verdad, acompañada por la sabiduría y la bondad del corazón amante y fiel. Lo que se opone a la hipocresía no es la mera sinceridad —que consistiría en no ocultar el desprecio por la Ley y por Dios—, sino la conversión a la Verdad del amor divino, que es Cristo. La conversión del hipócrita consistirá en ser lo que aparenta, y no en dejar de ocultar lo que tristemente es. Dios es Verdad, y en ella vive quien lo conoce. A Dios no se le puede engañar, y si pasa por alto nuestras falsedades terrenas y temporales en esta vida, es sólo por su misericordia y paciencia eternas, en espera de nuestra conversión, hasta que llegue el tiempo de la justicia y de la verdad, en el que deberemos rendir cuentas para recibir de Dios según lo que hayamos merecido con su gracia.

San Mateo, al hablar de la hipocresía, tiene como trasfondo la persecución. Cuando menciona la levadura, se refiere a la doctrina de los fariseos y saduceos: guías ciegos que guían a ciegos, cuya enseñanza debe ser cribada de sus malas acciones, que corrompen sus palabras. Las palabras convencen la mente, pero los ejemplos arrastran la voluntad: “Observad todo lo que os digan; pero no imitéis su conducta”. Marcos añade la levadura de la corrupción de Herodes, comparándola con la de los escribas y fariseos.

La levadura es figura de la corrupción, y como ella, se propaga rápidamente. La hipocresía instrumentaliza la religión, engordando al hombre viejo mediante la falsedad, mientras Cristo ha venido a testificar, con sus obras y con su vida, la Verdad del amor de Dios frente a la mentira diabólica. Quien vive en la verdad apoya su vida en Cristo, que lo hace libre; quien vive en la hipocresía es esclavo del diablo, homicida desde el principio y padre de la mentira, que lo engaña y tiraniza, interpretando sus sufrimientos y encerrándolo en sí mismo.

Jesús habla de una suerte fatal para los hipócritas, que serán separados de Él, no por su simulación, sino por sus obras. Él ha venido a testificar la verdad del amor gratuito de Dios, que cura el miedo a sufrir y a darse por amor. Trae Espíritu y fuego. El temor de Dios es fruto de la fe. El conocimiento de Dios —¡Amor!— fructifica en amor. “Los que no podéis amar, ¡venid a mí! Los que amáis, ¡temed a ese!” Temed a aquel que quemará la paja con el fuego que no se apaga.

Si sabemos por experiencia que hemos sido valorados y amados con el alto precio de la sangre de Cristo, ese amor expulsa de nosotros el temor que quiere apartarnos de la Verdad, del amor, y someternos de por vida a la esclavitud del diablo. Estamos en la mente y en el corazón de Aquel cuyo amor es tan grande como su poder. Si hasta los cabellos de nuestra cabeza están contados, ¡cuánto más llevará cuenta de nuestros sufrimientos y fatigas por el Reino, de nuestros desvelos por el Evangelio y de nuestra entrega por los más necesitados!

Somos invitados a unirnos verdaderamente a Cristo mediante este sacramento eucarístico de su sacrificio.

          Que así sea. 

                                                             www.cowsoft.net/jesusbayarri  

 

 

 

 

 

 

 

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