Santos Simón y Judas, apóstoles.
Ef 2, 19-22; Lc 6. 12-19
Los Santos Apóstoles Simón y Judas
En esta fiesta, conmemoramos a dos apóstoles del Señor: Simón, llamado el Cananeo o Zelota, y Judas de Santiago, también conocido como Tadeo, según lo nombra san Lucas. San Cirilo los denomina Obediencia y Confesión, y añade que fueron constituidos, junto con los demás apóstoles, como doctores de todo el mundo, para liberar a los judíos de la servidumbre de la ley y apartar a los idólatras del error gentil, conduciéndolos al conocimiento de la verdad.
Fueron apóstoles elegidos
por el Señor como testigos de la Resurrección. El libro del Apocalipsis los
presenta como fundamentos de la muralla de la Nueva Jerusalén. Hoy celebramos
su gloria, que no procede de su nacimiento, ni de su posición social o nacionalidad
—pues sabemos que eran simples galileos, rudos como la mayoría de los
apóstoles—; tampoco proviene de su elección para el apostolado, ya que también
Judas Iscariote fue elegido; ni de su virtud, pues Pedro negó al Señor y Pablo
fue perseguidor. Lo que los glorifica en este día es que fueron fieles hasta el
fin a la misión que les fue encomendada, perseverando en la voluntad del Señor.
Por ello, la tradición los considera mártires.
También nosotros somos
llamados a la fidelidad y al testimonio del Evangelio, por el don recibido como
miembros del Cuerpo de Cristo y piedras vivas de su templo. Sin embargo,
nuestra gloria no nos será dada por el mundo, sino que la forjaremos con nuestra
fidelidad y perseverancia en el servicio de amor hacia aquellos hermanos que el
Señor tenga a bien encomendarnos.
El Señor eligió a los
apóstoles de entre sus discípulos, después de una noche de oración, para que
estuviesen con Él y para enviarlos a predicar. De ahí proviene el nombre de
apóstol, que significa “enviado”. Como columnas de la Iglesia, los apóstoles fueron
los primeros testigos del Evangelio: de la vida, muerte y resurrección de
Cristo. Primero en Judea, y luego en todo el mundo. Dice el Evangelio que
acudieron muchos de la región de Tiro y Sidón, como primicia de los gentiles
que ellos habrían de congregar.
Así como a los apóstoles,
también a nosotros nos cuesta comprender la unidad de Cristo con el Padre, lo
cual equivale a querer penetrar el misterio de la Santísima Trinidad. Nos
resulta más fácil seguir llamando “Dios” a quien Cristo nos enseñó a llamar “Padre
nuestro”, como nos recuerda san Pablo. Pero el amor, la misericordia, la
bondad, la palabra del Padre nos han sido reveladas por Cristo y en Cristo:
“Quien me ve a mí, ve al Padre”; “El Padre está en mí y yo en el Padre”; “Como
el Padre me amó, así os he amado yo”; “Yo y el Padre somos uno”. No obstante,
la unidad entre el Padre y el Hijo no es identidad, aunque el Hijo sea igual al
Padre, pues Él mismo dice: “El Padre es más grande que yo” (Jn 14, 28); “Mi
alimento es hacer su voluntad”; “Yo hago siempre lo que a Él le agrada”.
El Evangelio menciona a
estos apóstoles únicamente en la designación de los Doce, y lo demás que
sabemos de ellos proviene de las escasas tradiciones surgidas en los lugares
donde ejercieron su misión. El Señor, en efecto, les dijo: “Id por todo el
mundo y predicad el Evangelio. Quien a vosotros escucha, me escucha a mí; y
quien a vosotros rechaza, me rechaza a mí, y a Aquel que me ha enviado”.
Lo que sí sabemos de los
apóstoles es que entregaron sus vidas por la misión, sostenidos por la fuerza
del Evangelio y del Espíritu Santo, que suplía su precariedad humana y los
hacía testigos del amor recibido de Dios por la fe en Jesucristo. Pocos fueron
los que escribieron, pero todos testificaron a Cristo con sus vidas, dejando
como herencia las Iglesias que fundaron en todo el mundo, de las cuales hemos
recibido la fe que nos salva.
Elevemos, pues, nuestra
acción de gracias a Dios, que nos envió a su Hijo, y bendigamos a Cristo, que
nos dio a los apóstoles, quienes nos han preparado la mesa de su Palabra y de
su Cuerpo y Sangre, que nos nutre para la vida eterna.
Que así sea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario