Domingo 18º del TO C

 Domingo 18º del TO C 

Qo 1,2; 2, 21-23; Col 3, 1-5.9-11; Lc 12, 13-21 

Queridos hermanos: 

Por la experiencia de muerte que todos tenemos a consecuencia del pecado, la precariedad del mañana nos empuja a tratar de asegurar nuestra subsistencia y a buscar seguridad en las cosas y concretamente a atesorar bienes y dinero. Una vez más, la malicia no está en las cosas, creadas buenas por Dios, que pueden ser muchas o pocas, sino en el corazón idólatra que las endiosa pidiéndoles la vida que sólo está en Dios, y se hace su esclavo. El diagnóstico del Evangelio es certero en extremo: ¡Necio!

El problema está, en que el atesorar involucra ineludiblemente el corazón y mueve sus potencias: entendimiento y voluntad de  forma insaciable, ya que el corazón humano es un abismo que sólo Dios puede colmar. “Sea el Señor tu delicia y él te dará lo que pide tu corazón”.

Todo en este mundo es precario, sólo Dios es eterna plenitud. Como dice la primera lectura, el afanarse por las cosas de este mundo considerándolas fines en sí mismas es necedad vana para los llamados a la ciudadanía celeste. Por eso enriquecerse y atesorar, sólo tienen sentido en orden a Dios, que no pasa, y en cuyo reino las riquezas no se corroen y los ladrones no socavan ni roban. No es igual codiciar que atesorar. Atesorar puede ser amar, considerando que el Reino es un tesoro escondido, mientras codiciar es siempre idolatrar. Ya decía san Agustín, que no hay nadie que no ame, pero el problema está, en cuál sea el objeto de nuestro amor.

Por medio de la caridad y la limosna, se cambia el amor al dinero por el amor a Dios y a los hermanos: “Dad en limosna lo que tenéis (en el corazón), y todo será puro para vosotros”.Te aconsejo que me compres oro acrisolado al fuego para que te enriquezcas.” Para san Basilio de Cesarea, al rico de la parábola le pierde su falta de generosidad con los necesitados. Enriquecerse en orden a Dios equivale a empobrecerse en orden a los ídolos, a cuya cabeza está el dinero, que se acrisola salándolo con la limosna como cruz purificadora. No se condena la riqueza sino la codicia.

A aquel “joven rico” del Evangelio Dios le da la oportunidad de trasladar  sus riquezas a las santas moradas, pero es incapaz de despegarlas de este mundo, recibiendo la tristeza como recompensa. Los dones de Dios en un corazón idólatra se convierten en trampas. La necedad está en dejar que la codicia guíe nuestra vida sin calcular lo efímero de la existencia; y la sabiduría, está en poner en el Señor nuestro cuidado, y en la caridad nuestro afán. En el Señor solamente está la verdadera seguridad.

“Dichoso el hombre que esto tiene; dichoso el hombre cuyo Dios es el Señor.” Dios es la vida, y enriquecerse en orden a Dios, lleva a enriquecer nuestra vida hasta hacerla eterna, cuando nuestra entrega sea total, hasta el extremo, como la de Cristo. Para eso ha venido Cristo: para sanar el corazón arrancando de él el pecado, para que su Espíritu viva en nosotros y sacie plenamente nuestras ansias de vida, haciéndonos libres de toda codicia.

San Pablo nos exhorta en la segunda lectura a buscar los bienes de “arriba” donde está Cristo, dando muerte a la codicia y la avaricia que es una idolatría.

La Eucaristía nos ayuda a unirnos a la entrega de Cristo, diciendo amén a la comunión con su carne que se entrega para comunicarnos vida eterna. 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Miércoles 17º del TO

 Miércoles 17º del TO

Mt 13, 44-46 

          Queridos hermanos: 

          Para descubrir el valor del Reino: tesoro o perla, hace falta sabiduría; discernimiento entre lo que se nos ofrece y lo que podemos ofrecer para conseguirlo. Se nos ofrece oro y eternidad, a cambio de un poco de tiempo y polvo de la tierra. Cualquier precio sería, no obstante, insignificante para adquirir el tesoro del Reino. Lo que se nos propone es, por tanto, la compra del campo que lo contiene, porque el valor del Reino es infinito para quien lo descubre. A cambio, se nos pide, solamente en prenda, como garantía o como aval, apenas lo que poseemos en bienes, tiempo o dedicación, o dicho de otra forma la propia vida, que debe ponerse a su servicio sin límite alguno, hasta el punto de negársela a uno mismo según nos sea solicitado. Ya lo decía la Escritura desde antiguo: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas. Haz esto y vivirás”.

          El llamado joven rico calculó erróneamente, pensando que sus bienes tenían más valor que la vida eterna del Reino, y no compensaba su compra. Era rico en bienes, pero pobre en sabiduría y discernimiento, y no pudo valorar el tesoro escondido en la carne de Cristo, ni siquiera viendo los destellos de su palabra y de sus obras. Al llamado joven rico de la parábola Dios le da la oportunidad de atesorar limosna, entrega, pero prefiere atesorar riqueza.

          Jesús señala al rico una vía de salida de su peligrosa situación: «Acumulaos tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan» (Mt 6, 20); «Haceos amigos con el dinero injusto, para que, cuando llegue a faltar, os reciban en las eternas moradas» (Lc 16, 9). Sala tu dinero, blanquea tu dinero negro con la limosna. La vida eterna es la herencia de los hijos, por eso, cuando hayas vendido tus bienes, “ven y sígueme”; hazte discípulo del “maestro bueno”; cree, y llegarás a amar a tus enemigos, y “serás hijo de tu padre celeste”, y entonces tendrás derecho a la herencia de los hijos: la vida eterna.

          Lamentablemente el discernimiento y la sabiduría, no se venden, ni los prestan los bancos, y en cambio, están relacionados con la pureza del corazón que obra un amor que madura, y ambos pueden recibirse gratuitamente acudiendo a Cristo, que generosamente se ha entregado a la muerte para obtenerlos para nosotros. 

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La fe

 La fe, no es tanto la aceptación racional del discurso acerca de la existencia de Dios, susceptible siempre de la duda, frente a un concepto que supera infinitamente nuestro raciocinio, cuanto el testimonio interior y gratuito que el Espíritu Santo da a nuestro espíritu, consecuente con el obsequio de nuestra mente y nuestra voluntad a Dios que se revela. Este testimonio disuelve toda duda que pretenda imponerse a nuestro espíritu desde nuestra limitada razón.

La duda es, por tanto, un indicio claro de la ausencia del Espíritu en nosotros, por el motivo que sea, que nos deja a merced de nuestra razón sola, tan precaria en sí misma como la sinrazón.
Creer sin haber visto hace dichoso al discípulo, por estar en posesión de un testimonio superior al de los sentidos, tantas veces engañosos.
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Domingo 17º del TO C

 Domingo 17º del TO C 

(Ge 18, 20-32; Col 2, 12-14; Lc 11, 1-13)

 Queridos hermanos: 

          En medio de los pecados de los hombres, Dios ha querido otorgar su misericordia a través de la oración.

          Desde la oración de Abrahán con sus seis intercesiones, sólo en favor de los justos y que se detiene en el número diez, a la perfección de Cristo, que intercede por la muchedumbre de los pecadores a cambio del único justo que se ofrece por ellos, hay todo un camino que recorrer en la fe que hace perfecta la oración en el amor de Dios. A tanta misericordia no alcanzaron todavía la fe y la oración de Abrahán para dar a Dios la gloria que le era debida, con la que Cristo glorificó su Nombre, y con la que el Padre fue complacido por el Hijo. En efecto, se salvó Lot, pero Sodoma no se escapó de la destrucción.

          Con este espíritu de perfecta misericordia, los discípulos son aleccionados por Cristo a salvar a los pecadores por los que Él se entregó asumiendo su culpa.

Hoy, la palabra nos plantea la oración y la escucha fecundas de perdón para nosotros y para los demás. Así es la vida en el amor de Dios. Necesitamos la oración para ser conscientes de nuestra necesidad de la Palabra, y para obtener el fruto de ser escuchados por Dios. La oración es circulación de amor entre los miembros del cuerpo de Cristo, abierto a las necesidades del mundo.

La oración del “Padre nuestro”, habla a Dios de lo más profundo del hombre: su necesidad de ser saciado y liberado, y lo hace desde su condición de nueva creatura, recibida de su Espíritu. Busca a Dios en su Reino, y le pide el pan necesario para sustentar la vida nueva y defenderla del enemigo.

Dios nos perdona gratuitamente y nos da su Espíritu, para que nosotros podamos perdonar, y erradicar así el mal del mundo y para que así, seamos escuchados al pedir el perdón cotidiano de nuestros pecados. Esta circulación de amor y perdón sólo puede ser rota, por el hombre que cierre su corazón al perdón de los hermanos. “pues si no perdonáis, tampoco mi Padre os perdonará”.

El mundo pide un sustento a las cosas, y a las creaturas. El que peca está pidiendo un pan, como lo hace el que atesora, el que va tras el afecto, el que se apoya en su razón ebria de orgullo o en su voluntad soberbia. Panes todos que inevitablemente se corrompen en su propia precariedad. Los discípulos pedimos al Padre de nuestro Señor Jesucristo y padre nuestro, el Pan de la vida eterna que procede del cielo. Aquel que nos trae el Reino; “pan vivo” que ha recibido un cuerpo para hacer la voluntad de Dios; una carne que da vida eterna y resucita el último día. Alimento que sacia y no se corrompe; y alcanza el perdón.

Este es el pan que recibimos en la eucaristía y por el que agradecemos y bendecimos a Dios, que nos da además el alimento material por añadidura. 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 16º del TO

 Sábado 16º del TO

Mt 13, 24-30 

Queridos hermanos: 

Todos somos llamados al amor, pero esta llamada implica un camino a recorrer de conversión y de afirmación y maduración en la caridad; tiempo en que es posible la transformación de la cizaña en grano, hasta llegar a la santidad necesaria que nos introduzca en el “granero” de Dios.

          Como en otras parábolas del Reino, ésta de la cizaña, nos presenta en el ámbito de la libertad propio de la creatura humana, la dialéctica frente al bien del Evangelio y la seducción del mal, al que Dios concede un tiempo para insidiar al hombre, que deberá ejercitase en la virtud, elegir el Bien y afianzarse en la Verdad.

          Como a los siervos de la parábola, la existencia del mal en el mundo perturba a muchos que minusvaloran la fuerza del Evangelio y el poder de Dios, rechazan las fatigas del combate y están escandalizados de la libertad.

No podemos olvidar que también san Pablo, como nosotros, fue un tiempo cizaña, y Dios permitió el mal que hizo, y con su paciencia y su gracia lo salvó, y así dio tanto fruto, venciendo el mal a fuerza de bien. El punto de partida de este itinerario de conversión es la humildad, que además acompaña toda la vida cristiana. Así lo expresa el Padrenuestro, en el que nos reconocemos pecadores y testificamos al mismo tiempo que el amor de Dios en nosotros ha comenzado a fructificar.

La misericordia divina siembra la verdad y la vida a la luz de su Palabra, mientras la perfidia del maligno hace su siembra en el secretismo de la oscuridad de las tinieblas que le son propias, esparciendo la mentira, el engaño, y la muerte. Pero como las tinieblas no vencieron a la luz cuando fue creado el mundo, tampoco cuando fue recreado de nuevo y salvado de la muerte del pecado. Ahora es tiempo de paciencia y de misericordia: “tiempo de higos”; tiempo de potencia en el perdón; tiempo del eterno amor en espera de la justicia y el juicio.

La Revelación nos muestra que Dios, no es sólo justo, omnipresente y omnisciente, sino sobre todo y en primer lugar, Amor misericordioso, que crea al ser humano para un destino glorioso en la comunión con él en el amor, y por tanto libre para rechazarlo, y cuando éste elige el mal, le concede la posibilidad de la conversión al bien y de la redención del mal. El Dios revelado de la fe, no sólo permite la existencia del mal y un tiempo para la acción del maligno en espera de su justo juicio, que mira sobre todo a la conversión y salvación de sus criaturas, sino que concede al hombre la posibilidad de vencerlo con su gracia, a fuerza de bien, y de redimir al que ha sido seducido por el malvado. No existe por tanto contradicción alguna entre la existencia del mal en el ámbito de la libertad, y la del Dios revelado Amor, aunque si pueda haberla con un ente de razón inexistente al que queramos llamar "dios", "dios justo", "dios omnipresente" o "dios omnisciente". 

Que así sea.

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Santa Brígida

 Santa Brígida

Ga 2, 19-20; Jn 15, 1-8 

Queridos hermanos: 

Lo mismo que Cristo nos ha hablado del pan de su cuerpo que sacia para dar al mundo la vida divina, hoy el Señor nos habla de la vid como la madre, o la fuente, de la que brota el vino nuevo del amor divino, como abundante fruto en su sangre para la vida del mundo.

Nueva imagen eucarística por la que la vida del Señor pasa a sus discípulos como a los sarmientos de la vid, llamados en Cristo, a la fecundidad generosa del amor. Esta abundancia de fruto, de amor, en sus discípulos, es la que glorifica al Padre, porque a él debe su paternidad; es él quien lo ha engendrado en nosotros amándonos hasta el extremo en Cristo su Hijo. No son nuestras alabanzas las que lo glorifican, sino nuestra redención y salvación; no lo que podamos decir, sino lo que alcancemos a amar; nuestro fruto de amor. La gloria del Padre es su Espíritu, dado a Cristo, y que él nos ha dado a nosotros para que seamos uno en el amor, como el Padre y el Hijo son uno (Jn 17, 22). Amando lo hacemos visible y testificamos su misericordia: Dios es aquel que a unos miserables pecadores como nosotros, nos ha concedido gratuitamente el poder amar, negarnos a nosotros mismos, y llegar a ser hijos suyos, dándonos su Espíritu Santo. Esto es lo que hizo con san Pablo.

Cristo es quien ha dado mayor gloria a Dios entregándose por sus enemigos: “¡Padre, glorifica tu Nombre! En él se encuentra la plenitud de fruto, porque: “Yo quiero amor,” dice Dios, por boca del profeta Oseas. El amor de Dios, su celo por la salvación del mundo, es el que le hace podar, limpiar su viña, y cortar los sarmientos que no dan fruto. Este es el celo que Cristo manifiesta al decir: “Lo que os mando es, que os améis los unos a los otros.” 

Cumplir este precepto, es no aplicárselo al hermano, sino cada uno a sí mismo. Preocuparnos de amar nosotros, y no tanto de que los demás amen: “Si amáis a los que os aman que hacéis de particular”. El amor nos justifica a nosotros, y el que ama, justifica a la persona amada, porque el amor todo lo excusa, y no toma en cuenta el mal. El que se “ama” a sí mismo, necesita justificarse, porque no tiene amor. Quien ama, se inmola en alguna medida y recibe de Cristo la plenitud de su gozo (Jn 15,11).

Hoy la palabra nos habla del gran amor de Dios por el mundo de los pecadores y de la importancia de testificarlo con la propia vida, a quienes viven sometidos y en la tristeza de la muerte. Dios quiere llenarnos del celo que nos purifique y nos haga inocentes, porque: “la caridad, cubre la multitud de los pecados.” El Verbo ha sido enviado por el Padre, hecho hombre como nosotros, para traer el vino nuevo del amor de Dios a nuestro corazón, que lo había perdido por el pecado, y así introducirnos en la fiesta de las bodas con el Señor. Por la pasión y muerte de Cristo, Dios perdona nuestro pecado, y a través del Evangelio, nos llama a ser injertados en él, la vid verdadera, para que pasando a nosotros su vida divina, por la fe en él, y mediante el Espíritu Santo, demos el fruto abundante de su amor para la vida del mundo.

La obra de Dios en Cristo, nos ha rodeado gratuitamente de su amor, y nos toca a nosotros defender el don que se nos ha dado, permaneciendo en él, al amor de su “fuego”. Unidos a Cristo por su gracia, el fruto de su amor está asegurado y lo obtiene todo de Dios. Así, los hombres alcanzados por el amor de Dios que está en nosotros, glorificarán al Padre por su salvación en Cristo, en cuya mano Dios lo ha colocado todo. Bendigamos al Señor que se nos da en la Eucaristía para avivar nuestro amor, y nuestro celo por los que no le conocen. 

Que así sea.

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Martes 16º del TO

 Martes 16º del TO

Mt 12, 46-50  

Queridos hermanos: 

          Aquellos en los que la palabra prende y fructifica, son la familia de Jesús, porque reciben su mismo Espíritu. Dice Jesús en el Evangelio: “la carne no sirve para nada; el espíritu es el que da vida”. Como dice san Juan: “Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, en que amamos a los hermanos”. La vida y la muerte, están en correspondencia con la fe y la incredulidad. El Evangelio pone de manifiesto la incredulidad de su pueblo y de sus parientes respecto de Cristo, al que consideran “fuera de sí” (Mc 3, 21), y al que tratan de despeñar en su ciudad de Nazaret (Lc 4, 29). “Ni siquiera sus hermanos creían en él” (Jn 7, 5), mientras destaca la fe de paganos y extranjeros, últimos que serán primeros. Cristo conoce perfectamente esta cerrazón, cuando dice que “ningún profeta es bien recibido en su patria (Lc 4, 23-24)” y en su casa carece de prestigio (Mt 13, 57).

Como en la Virgen María, en el seno del creyente que acoge la palabra del Señor, comienza a gestarse Cristo en una maternidad espiritual, que se hace plena en el cumplimiento de su voluntad, dándolo a luz por la caridad. Al mismo tiempo, se recibe la filiación adoptiva que le hace hermano o hermana de Cristo. Como dice la Escritura: Grita de gozo y alborozo, Sión, pues vengo a morar dentro de ti, dice el Señor. «Estos son mi madre y mis hermanos. Pues todo el que cumpla la voluntad de mi Padre de los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre.» El Señor quiere morar en nosotros y nos manifiesta su voluntad para que eso sea posible.

          Jesucristo ha venido a unir con los lazos de la fe, en un mismo espíritu a todos los hombres, para formar la familia de los hijos de Dios, que conciben, gestan y dan a luz a Cristo. Lo concebimos por la fe, lo gestamos en la esperanza y lo damos a luz por la caridad.

          Por encima de parentescos y patriotismos, Cristo viene a llamar a toda carne a su hermandad y maternidad; a la filiación adoptiva. Los lazos de la carne son naturales, mientras los de la fe son sobrenaturales, vienen del cielo. Cristo, afirma los lazos de la fe, por la que se acoge la palabra de Dios hecha carne en él, y fructifica en nosotros. Por la fe se recibe el espíritu de Cristo como verdadero parentesco.

          ¿Cómo podría enseñar Cristo que por el Reino hay que dejar padre y madre si él mismo no lo pusiera en práctica? Por encima del afecto carnal están los misterios del amor del Padre.

          La carne dice: “dichoso el seno que te llevó”. El Espíritu en cambio dice: “Dichosa tú que has creído”. Dichosos los que han creído, guardado y visto fructificar en ellos la Palabra hecha carne. Los parientes que permanecen fuera invocando la carne, no son tan dignos de consideración como los “extraños”, que dentro, acogen la enseñanza del Hijo, que da paso a una auténtica maternidad y fraternidad. A esta fe somos llamados también nosotros, para que podamos dar a luz a Cristo y ser con él hijos de su mismo Padre.

          Hoy la palabra nos invita a escuchar y guardar; a creer y esperar para llegar a amar. 

          Que así sea.

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Reflexión

 Reflexión 

          La identificación con ideas ajenas a la fe, que mantiene el enfrentamiento histórico y secular, alimentado de forma bilateral por la alternancia en las posiciones de poder, no deja de constituir un sobreponerse de la realidad carnal, frente a la superación espiritual de la fe.

          La fuente sanada por el Evangelio, deja escapar todavía esporádicos hilos de agua amarga, y es necesario erradicarlos del corazón, de forma unilateral, no devolviendo mal, al mal, en una inmolación que brote del manantial eterno de la misericordia divina, a través del cual ansiamos elevarnos a la Caridad infinita.

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Domingo 16º del TO C

 Domingo 16º TO C

(Ge 18, 1-10ª; Col 1, 24-28; Lc 10, 38-42) 

Queridos hermanos: 

La palabra nos presenta la acogida, y la hospitalidad, tradicionalmente sagradas en el mundo bíblico, pero que en estos casos que hoy contemplamos, son la acogida misma de Dios, gracias al discernimiento de la fe de Abrahán y de María. Lo mismo que en el encinar de Mambré o en Betania, el Señor se acerca a menudo a nosotros a través de los más diversos rostros y acontecimientos, para darnos la posibilidad de acogerlo en la fe y en la caridad, y que así podamos recibir vida eterna.

¿En qué consiste el “elegir la parte buena” que no le será quitada a María, de la que habla el Evangelio? ¿Por qué María es alabada y Marta dulcemente corregida? Estar sentado a los pies de alguien escuchándolo, es la postura del discípulo. Reconocerlo y acogerlo como maestro bebiéndose sus palabras. La parte buena es una fe como la de Abrahán en la primera lectura, que reconoce y acoge al Señor en espera de la promesa. También la fe de Pablo en la segunda lectura, le lleva a acoger a Cristo en la cruz de la voluntad de Dios que lo salva. Misterio de salvación universal manifestado en Cristo. Cristo ha venido a evangelizar y no a ser agasajado, de forma que: “el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna y yo le resucite el último día” (Jn 6, 40).

Mientras Marta honra a Jesús de Nazaret, el maestro y el Señor, con su amor humano, María cree en Cristo, el Señor, le ama como discípula, y espera de él la vida eterna. Mientras Marta quiere dar a Jesús, María lo recibe todo de él.

Marta está convencida de la bondad indudable de su entrega y no duda en recriminar a Cristo y juzgar a su hermana. “primero es la obligación y luego la devoción” se dice ahora. Quien se siente justo por su cumplimiento, fácilmente juzga, si se atribuye a sí mismo la causa de su bondad y olvida que todo es gracia y don de Dios. Su relación con los demás y con Dios es la “ley”, cuando no salva mas que la caridad, verdadero corazón de la ley. El afecto necesita reconocimiento, mientras la fe salva gratuitamente. Se podría decir que Marta honra en la carne, mientras María en el espíritu da gloria a Dios.

La palabra nos muestra estas dos posturas posibles ante el Señor: una natural y la otra sobrenatural. La primera no es mala, pero la segunda es la “parte buena;” es el trato asiduo del discípulo con el Señor. Haberse encontrado con él a través del don gratuito de la fe y sentarse a sus pies como un discípulo, de quien es figura María. Como la esposa del Cantar, María puede decir: “Encontré el amor de mi vida, lo he abrazado y no lo dejaré jamás. Nadie se lo quitará.

Si en nuestro servir al Señor descubrimos la necesidad de compensaciones, y el deseo de reconocimiento, preguntémonos si no estaremos más cerca de Marta que de María; si no vivimos más en la letra que en el espíritu; en la exigencia más que en el don; en nosotros mismos más que en el Señor. Nuestro amor deberá madurar, hasta hacerse espiritual y universal como el de Dios: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial, porque él hace salir su sol sobre buenos y malos, y manda la lluvia también sobre los pecadores.”

La Eucaristía nos invita a elegir con nuestro ¡amén! la parte buena que es el Señor y a recibir de él, gratuitamente, por la fe, el Espíritu, por el Espíritu, el amor, y por el amor, vida eterna. 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 15º del TO

 Sábado 15º del TO (memoria virgen del Carmen)

Mt 12, 14-21 

Queridos hermanos: 

          En esta palabra vemos al Señor que no cesa en su misión salvadora, aunque la persecución comienza a manifestarse. Cuando llegue su “hora”, él mismo acudirá a Jerusalén, donde conviene que todo verdadero profeta sea consumado.

          Como en tantas ocasiones, procura que el sentido de su misión no sea tergiversado por un éxito aparente y por una exaltación distinta a la que la voluntad amorosa y salvadora del Padre le tiene preparado en el seno doloroso de su amor redentor. Nuestra razón miope del plan de Dios, muchas veces es incapaz de discernir en medio de los acontecimientos aparentemente contradictorios, la grandiosidad infinita del amor, de la sabiduría y el poder de Dios.

          Ya los profetas habían anunciado todo lo concerniente a la misión, la vida y la palabra del Señor, pero sólo quien poseía el Espíritu que lo había inspirado, podía discernir los acontecimientos pasados, presentes, y futuros, que manifestaban el cumplimiento de la voluntad amorosa del Padre. Elección, encarnación, predicación, y redención, iban desvelando el misterio oculto desde la creación del mundo.

          El Verbo creador, el Hijo único predilecto en quien el Padre se complace, ha sido manifestado en su Siervo elegido, que pondrá en acto la justicia y el derecho, mediante su omnipotente misericordia, a través de su oblación inaudita de amor. Desvelando el sendero estrecho que conduce a la vida, hace posible rescatar a quienes habiendo entrado por el ancho camino de la perdición, estaban sin esperanza y sin capacidad de volver al pastor y guardián de nuestras almas.         

          Que así sea.

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Jueves 15º del TO

 Jueves 15º del TO

Mt 11, 28-30

 Queridos hermanos: 

          Hoy la palabra nos habla del yugo, que evoca el trabajo, como algo que todos tenemos que realizar en esta vida, nos guste o no.

          Con una mirada de fe, podemos decir que, el pecado, ha puesto sobre nuestros hombros, un yugo pesado, que hace nuestra vida, muchas veces insoportable, esclavizándonos al diablo, como dice la carta a los hebreos, por nuestra experiencia de muerte, consecuencia del pecado.

Por otra parte, en el evangelio de hoy, el Señor, nos invita a cambiar el yugo del diablo, por el suyo, que es suave y ligero.

Frente a la soberbia y el orgullo, el Señor nos invita a aprender de él, que es manso y humilde de corazón; no a aprender a crear el mundo o a hacer grandes prodigios, sino a ser humildes, como él, que siendo grande, se hizo pequeño, se humilló por nosotros, hasta la muerte de cruz.

 

Si el poder del Señor es tan grande como para crear y gobernar el universo, cuanto más lo será para cuidarnos a nosotros tan pequeños. Su amor es tan grande como su poder; con la misma potencia con la que ha creado el universo nos ha redimido y nos ama.

Cristo ha sido enviado por el Padre a proveer a nuestra salvación mediante el perdón de los pecados, para que fuéramos liberados de la carga que nos oprimía. A él debemos acudir aceptando el yugo suave de la obediencia de la fe, el yugo de su humildad y de su mansedumbre por las que se sometió a la voluntad del Padre, y con el que ha querido ser uncido a nosotros por amor, uniéndose a nuestra carne mortal, para “arar” con nosotros; aceptemos su yugo amando su voluntad, para entrar también con él en su descanso. Dice un proverbio antiguo: “si quieres arar recto, ata tu arado a una estrella”. A nosotros el Señor nos invita a unirnos con él en el yugo de nuestra redención, para el arar de nuestra vida. Decía Rábano: “El yugo del Señor Jesucristo es el Evangelio que une y asocia en una sola unidad a los judíos y a los gentiles. Este yugo es el que se nos manda que pongamos sobre nosotros mismos, esto es, que tengamos como gran honor el llevarlo, no vaya a ser que poniéndolo debajo de nosotros, esto es, despreciándolo, lo pisoteemos con los pies enlodados de los vicios. Por eso añade: Aprended de mí" (cf. Catena áurea, 4128).

Efectivamente, de Cristo hay que aprender la humildad y la mansedumbre, sometiendo con su yugo el orgullo y la soberbia que nos impiden inclinar la cabeza fatigando así nuestro espíritu, en nuestra pretensión de ser dioses, mientras él, siendo Dios, se sometió a hacerse hombre  e inclinó su cabeza bajo el yugo y el arado de la cruz. “Cristo, por el fuego del amor que ardía en sus entrañas, se quiso abajar para purgarnos; dándonos a entender que si el que es alto se abaja, con cuánta (más) razón el que tiene tanto por qué abajarse no se ensalce. Y si Dios es humilde, (y se humilla) que el hombre lo debe  ser (y lo debe hacer)” (cf. San Juan de Ávila. Audi filia, caps. 108 y 109).

Él tomó nuestro yugo para llevar su cruz, y nosotros debemos tomar el suyo, para llevar la nuestra, e ir en pos de él; unidos a él bajo su yugo. “Aprended de mí, no a crear el mundo, no a hacer en él grandes prodigios, sino a ser manso y humilde de corazón. ¿Quieres ser grande? Comienza entonces por ser pequeño. ¿Tratas de levantar un edificio grande y elevado? Piensa primero en la base de la humildad. Y cuanto más trates de elevar el edificio, tanto más profundamente debes cavar su fundamento. ¿Y hasta dónde ha de tocar la cúpula de nuestro edificio? Hasta la presencia de Dios” (San Agustín. Sermones, 69,2).         

          Que así sea.

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Domingo 15º del TO C

 Domingo 15º del TO C

(Dt 30, 10-14; Col 1,15-20; Lc 10, 25-37) 

 Queridos hermanos: 

Vida eterna es amar sin excluir a nadie; considerar a cualquiera que se acerque a nosotros como prójimo, en cuanto objeto de nuestro amor, y amar a Dios con todo el ser. La vida eterna es el amor que saca a la persona de sí misma y la lanza a Dios y al hermano sin distinción; a cuantos se acercan a nosotros. Dios se ha hecho cercano al hombre por la encarnación de su Hijo en Jesucristo, de manera que la vida eterna de su amor pase a nosotros dándonos la gracia de amar.

No olvidemos que el “buen samaritano” es Cristo y todo aquel que tiene su espíritu. Nosotros somos también el hombre atacado y malherido a quien Él, que ha bajado del cielo (Jerusalén) a la tierra (Jericó), ha socorrido en su camino. En Cristo, se unen el amor a Dios y al hombre. Él es el Dios cercano y el prójimo de todo hombre, como buen samaritano que se hace el encontradizo con nosotros en el camino en el que fuimos malamente heridos.

“Haz tú lo mismo” dice Cristo, para lo cual es necesario su Espíritu. Tanto el que cuestiona la Ley como los que con pretexto de la Ley rehuyen la misericordia, no cumplen la Ley, cuyo espíritu es la misericordia y el amor. Vale más la imperfecta doctrina del samaritano que usa de misericordia, que la ortodoxia de sacerdotes y legistas que la rehuyen, porque toda la Ley y los profetas penden del amor.

          Se leía en el oráculo de Delfos: ”Conócete a ti mismo” y con toda razón porque sólo quien se conoce puede darse. No obstante, para darse hay además que poseerse, ser dueño de sí y no esclavo de las pasiones o de los demonios. Pero para poseerse el hombre necesita encontrarse. Es necesario que el hombre responda a la pregunta que Dios le formula en el Paraíso: “¿Dónde estás?”. El hombre está escondido por el miedo, pero como de Dios es imposible esconderse, de quien se esconde realmente el hombre por el miedo, es de sí mismo, como dice san Agustín en sus “Confesiones”: “Tú estabas delante de mí, pero yo me había retirado de mí mismo y no me podía encontrar” (San Agustín, Confesiones, libro 5-cap. II). Dios le invita con su pregunta por tanto, a encontrarse; a reconocerse lejos del amor y a convertirse, pues sabemos que “el amor expulsa el temor; que no hay temor en el amor” (1Jn 4,18). Esto remite a Cristo, al perdón de los pecados. Él, nos amó primero. A eso ha venido Cristo. El nos libra del yugo de las pasiones. Él nos da el Espíritu Santo.

Entonces podremos amar con todo el corazón (mente y voluntad), con toda la vida y con todas las fuerzas. A Dios se le debe amar con lo que se es, con lo que se tiene, y siempre. El mandamiento del amor a Dios especifica “con que” se debe amar, mientras que el del prójimo “cómo”, de que manera. El amor a Dios debe ser holístico, implica la totalidad del ser y del tener; no admite división, porque el Señor es Uno y nadie se le puede equiparar. En cambio en el amor al prójimo, siendo un sujeto plural, el mandamiento especifica la forma del amor, unificándola en el amor de sí mismo. Un amor con la misma dedicación, intensidad, espontaneidad, y prioridad, con que nos nace amarnos a nosotros mismos. Sabemos, no obstante, que Cristo ha superado esta forma de amor al prójimo, por la del amor con el que él nos ha amado (Jn 13, 34). Cristo nos ha amado con el amor del Padre; un amor que perdona el pecado y salva, y este amor a los enemigos, antes de Cristo, no podía ser para el hombre ni siquiera objeto de deseo, pero ahora se ha hecho realidad. 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Martes 14º del TO

 Martes 14º del TO 

Mt 9, 32-38 

Queridos hermanos: 

          Esta palabra hace presente la centralidad de la misión de Cristo y de la Iglesia: Proclamar el Reino de Dios comenzando por el Israel creyente, de sinagoga en sinagoga por ciudades y pueblos, con las palabras y los signos que lo acompañan, y compadecerse también de la muchedumbre abandonada a su impiedad. Precisamente Cristo ha sido enviado a ellas, las ovejas perdidas, aunque no descuida a las “fieles”. Por la misión, el mal retrocede en el corazón de los hombres y Satanás cae de su encumbramiento.

          «Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies.» Pedid que Dios suscite mensajeros a los que enviar para pastorear a los que se pierden por falta de cuidado pastoral. Siendo el Señor quien llama, quien lo puede todo y quien quiere la salvación del hombre, pide no obstante la oración de los discípulos para que Dios suscite “operarios” para la mies. Qué grande es la fuerza de la oración y que prioritario es en la misión, como en la “pastoral vocacional” el deseo y el celo evangelizador de los discípulos y de la Iglesia. Dios que lo puede todo, y puede sacar de las piedras hijos de Abrahán, quiere que la salvación se haga a través de nuestro amor; de la sintonía de nuestro corazón con el suyo. Quiere salvar al hombre a través del deseo de salvación del hombre, y por eso ha querido encarnarse él mismo en Cristo, y enviar su Espíritu Santo sobre toda carne, de forma que sea el amor el que lo guie todo.

          Cada carisma de salvación, Dios lo somete a la aceptación humana libre y gozosa, de cada pastor y de cada hombre, como corresponde a un corazón que ama los deseos del Señor. Cristo le decía a Madre Teresa: Quiero esto… ¿Me lo negarás? El que Cristo enseñe a los discípulos a orar para que Dios envíe obreros a su mies, pretende que cada discípulo se abra él mismo a la misión, diciendo como Isaías: Heme aquí, envíame.

          La Iglesia tiene el corazón de Cristo: su celo por la oveja perdida, y ese debe ser también el corazón de los pastores, y de cuantos hemos recibido el Espíritu Santo. Cuando Cristo envía a sus discípulos les dice: “Id más bien a las ovejas perdidas.” Es fácil encontrar pastores que se apacienten a sí mismos, que cuiden de su propia oveja, pero hay que pedir a Dios que envíe obreros a su mies; pastores que cuiden de sus ovejas, con especial celo por las descarriadas. 

Que así sea.

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Domingo 14º del TO C

 Domingo 14º del TO C      

(Is 66, 10-14c; Ga 6, 14-18; Lc 10, 1-12.17-20) 

Queridos hermanos: 

          Los apóstoles son enviados de dos en dos, como encarnación de la cruz de Cristo y testigos de su amor en el anuncio del Reino. En efecto, son necesarios dos para testificar, y para hacer visible la caridad de Aquel, que los envía a dar testimonio del amor (Gregorio Mgno. Hom., 17, 1-4.7s). Como dice el libro de los Proverbios: "Un hermano ayudado por otro es como una ciudad fortificada" (Pr 18,19).

          Decía San Pablo en la segunda lectura: ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo! Nadie me moleste, pues llevo sobre mi cuerpo las señales de Jesús. También cuando la primera lectura habla de la consolación futura, nos indica la realidad del sufrimiento y la persecución, presentes en quienes testifican a Cristo. Esa es la razón por la cual, siendo grande “la mies” de los que necesitan escuchar, sean pocos los “obreros” dispuestos a trabajar en ella, como dice San Gregorio. Qué grande es el hombre y su libertad, y que tremendo el poder de la oración, a la que Dios quiere someter las gracias necesarias para suscitar operarios para su mies.

          Los misterios del sufrimiento y de la cruz acompañan la vida del testigo como han acompañado la de Cristo. Dar la vida por amor es entregarla a semejanza de Cristo, perderla, negarse a sí mismo en este mundo, en una inmolación que lleva fruto y recompensa para la vida eterna. Pero el amor no se impone y debe ser acogido en la libertad, y en la humildad de quienes lo presentan sin poder, como “pequeños” que anuncian al que viene con ellos con la sola omnipotencia del amor.

          También nosotros, llamados a la fe, estamos siendo constituidos como testigos del amor del Señor que nos salva, nos llama y nos envía, incorporándonos a Cristo y a la obra de la regeneración por el Evangelio, como lo fue él mismo evangelista y todos los demás discípulos, cuyos nombres permanecen unidos a la Historia de la Salvación y escritos en los cielos, y cuyos hechos proclamamos como palabras del Dios vivo, que sigue, llamando y salvando a la humanidad.

          En cada generación, la Iglesia debe transmitir la fe, e ir incorporando a sus nuevos hijos en el Cuerpo de Cristo, hasta que se complete el número de los hijos de Dios; la muchedumbre inmensa que nadie podría contar, de la que habla el Apocalipsis (7, 9).

          A esto nos invita y nos apremia hoy esta palabra, mediante la fortaleza que brota de la Eucaristía en la que nos unimos a Cristo y a su entrega por la vida del mundo, para testificar el amor del Padre. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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