Viernes 13º del TO

 Viernes 13ª TO 

(Mt 9, 9-13) 

 Queridos hermanos: 

La palabra de hoy nos habla del amor de Dios como Misericordia; amor entrañable que no sólo cura como hemos escuchado en el Evangelio, sino que regenera la vida, que la engendra de nuevo. No por casualidad la etimología hebrea de la palabra misericordia: rahamîm, deriva de rehem, que denomina las entrañas maternas, la matriz, órgano en el que se gesta la vida. Si recordamos las parábolas que llamamos de la misericordia, comprobaremos que todas están en este contexto: “este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida; este hermano tuyo había muerto y ha vuelto a la vida”. También a Nicodemo le dice Jesús: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios.»

Se trata por tanto de un amor que gesta de nuevo, que regenera, como el de san Pablo a los gálatas, que le hace sufrir de nuevo dolores de parto por ellos. Amor fecundo por tanto, profundo y consistente, que implica lo más íntimo de la persona, sin desvanecerse como nube mañanera ante los primeros ardores de al jornada, como decía Oseas. Sólo un amor persistente como la lluvia que empapa la tierra, lleva consigo la fecundidad que trae fruto, y que en Abrahán, se hace vida más fuerte que la muerte en la fe y en la esperanza; y pacto eterno de bendición universal.

En esta palabra podemos distinguir tres sujetos: Cristo, los pecadores y los fariseos. Mientras Cristo se acerca a los pecadores, los fariseos se escandalizan. Si el acercarse Cristo a los pecadores es fruto de la misericordia divina, es ésta la que escandaliza a los fariseos. Quizá los fariseos tengan menos pecados que los publicanos y pecadores, pero de lo que sí carecen por completo es de misericordia. Por eso Cristo les dirá: “Id, pues, a aprender qué significa aquello de Misericordia quiero, que no sacrificios.” De que sirve a los fariseos pecar menos si eso no les lleva al amor y la misericordia, y en definitiva a Dios.

Ser cristiano es amar y no sólo no pecar. Cristo ha venido a salvar a los pecadores, haciéndolos hijos por el don de su Espíritu. ¿Ha venido para ti, o te excluyes de la salvación de Cristo como los fariseos del Evangelio? Piénsalo bien, porque ahora es día de salvación.

Todos somos llamados al amor, pero esta llamada implica un camino a recorrer de conversión y de firmeza en el amor, hasta llegar a la santidad necesaria que nos introduzca en Dios. El punto de partida de este camino es la humildad, que además acompaña toda la vida cristiana. Así lo expresa el Padrenuestro, en el que nos reconocemos pecadores y testificamos el amor de Dios en nosotros.

La Misericordia de Dios se ha encarnado en Jesucristo y ha brotado de las entrañas de la Vida por la acción del Espíritu, y no para desvanecerse, sino para clavarse indisolublemente a nuestra humanidad, en una alianza eterna de amor gratuito, inquebrantable e incondicional, de redención regeneradora, que justifica, perdona y salva.

Conocer este amor de Dios, es haber sido alcanzado por su misericordia y fecundado por la fe contra toda desesperanza, para entregarse indisolublemente a los hermanos.

A aprender este conocimiento de Dios y esta misericordia envía el Señor a los judíos, y también nosotros somos llamados a ello, para que la Eucaristía, a través de esta palabra sea: “Misericordia y no sacrificios; conocimiento de Dios más que holocaustos”. 

Que así sea.

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Lunes 13º del TO

 Lunes 13º del TO 

Mt 8, 18-22                     

Queridos hermanos: 

El Reino de los Cielos requiere cortar con el mundo. Todo se debe posponer para su realización. Ni la familia es un valor absoluto frente a él, cuando aparece la llamada de seguir a Cristo, que supone una precariedad en el desprendimiento, como en las parábolas del tesoro escondido y de la perla preciosa. Sólo quien descubre su valor lo sabe apreciar, como decía san Pablo: “Todo lo tuve por basura con tal de ganar a Cristo.

Si el cometido del hombre sobre la tierra es conseguir la salvación mediante su incorporación al Reino de Dios, hacerla presente a los hombres a través del anuncio del Evangelio, es prioritario respecto a cualquier otra realidad de esta vida.

          Cristo es el amor de Dios hecho llamada, envío, y misión, que se van perpetuando en el tiempo a través de los discípulos invitados a su seguimiento. Toda llamada a la vida, a la fe, al amor y a la bienaventuranza, lleva consigo una misión de testimonio que tiene por raíces el amor recibido y el agradecimiento, pero siendo miembros de un cuerpo tenemos también distintas funciones, que el Espíritu suscita y sustenta por iniciativa divina para la edificación del Reino, del cuerpo, y que son prioritarias en la vida del que es llamado.

El seguimiento de Cristo es, por tanto, fruto de la llamada por parte de Dios, a la que el hombre debe responder libremente, anteponiéndola a cualquier otra cosa que pretenda acaparar el sentido de su existencia. La llamada mira a la misión y en consecuencia al fruto, proveyendo la capacidad de responder y la virtud de realizar su cometido, teniendo en cuenta que puede tratarse de objetivos superiores a las solas fuerzas. Sólo en la respuesta a la llamada se encuentra la plenitud de sentido de la existencia, que constituye la primera explicitación de la llamada libre de Dios.

La carne y la sangre tienen también su propia solicitación a través de los afectos y de las demás fuerzas de la naturaleza, que es necesario distinguir de la llamada, ya que Dios y su llamada están en un plano sobrenatural, al cual es atraído el hombre elegido por Dios para una misión, en la que su existencia alcance su plena realización, contribuyendo a la edificación del Reino de Dios sobre la tierra. Todo proyecto humano debe posponerse al plan de Dios, cuyo alcance trasciende nuestras limitaciones carnales y espacio-temporales, situándolo en una dimensión de eternidad.

Mientras los “muertos” sometidos por las consecuencias del pecado continúan enterrando a sus difuntos, los llamados de nuevo a la vida por la gracia del Evangelio, invocando al Espíritu, abren los sepulcros de los muertos y arrancan sus cautivos al infierno.

Nadie puede arrogarse semejante misión, que requiere en primer lugar el poder de restablecerse a sí mismo de nuevo en la vida, para lo cual necesita escuchar la voz de su Redentor que le dice: “Yo soy la resurrección y la vida; ¡Tú, ven y sígueme!

Hay muchas motivaciones para querer seguir a Cristo y muchos pretextos para postergar su llamada. Seguir a Cristo, poner la propia vida a su servicio, supone una renuncia superior a las propias fuerzas, que sólo la gracia particular de la llamada del Señor hace posible, permitiendo al hombre negar los imperativos de la carne que desea realizarse humanamente: con el éxito, la estima de los otros, el afecto humano, y el bienestar engañoso que le ofrece el mundo.

Es Dios quien discierne y llama a quien quiere, dándole su gracia, pero es el hombre quien libre y diligentemente debe responder acogiendo la gracia que se le ofrece, sin mirarse a sí mismo, sino a quien lo llama, situándolo con su respuesta en el lugar que le corresponde, por encima de sus intereses y prioridades de la carne.

La voluntad humana debe dar paso a la de Dios, sea para acoger o para rechazar la llamada, que es siempre iniciativa de Dios. 

Que así sea.

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Domingo 13º del TO C

 Domingo 13º del TO C

(1R 19, 16b.19-21; Ga 4, 31b-5,1.13-18; Lc 9, 51-62) 

Queridos hermanos: 

          Hoy la palabra nos presenta la llamada y el seguimiento para la misión. Ya desde el Antiguo Testamento, como dice la primera lectura, es Dios quien designa, llama y unge a los profetas y a los reyes, como hará después Cristo con los apóstoles y los enviados para el anuncio del Reino, como una elección ante la cual todo debe ser pospuesto. La llamada y el envío no dependen de nuestra iniciativa, sino de la voluntad libre, del amor de Dios, a la cual se debe responder también libremente, con la obediencia de nuestro amor. El que está todavía esclavo de este mundo y sus concupiscencias no puede responder a esta llamada que supone siempre un negarse a sí mismo.

Hay muchas motivaciones para querer seguir a Cristo y muchos pretextos para postergar su llamada. Seguir a Cristo, poner la propia vida a su servicio, supone una renuncia superior a la naturaleza caída, que sólo la gracia particular de la llamada del Señor hace posible, permitiendo al hombre negar los imperativos de la carne que desea realizarse humanamente con el éxito, la estima de los otros, el afecto humano, y el bienestar engañoso que le ofrece el mundo.

Es Dios quien discierne y llama a quien quiere, dándole su gracia, pero es el hombre quien libre y diligentemente debe responder acogiendo la gracia que se le ofrece, sin mirarse a sí mismo, sino al que lo llama; gracia que lo sitúa con su respuesta en el lugar que le corresponde, por encima de intereses y prioridades humanas.

Quienes Cristo ha liberado, como dice la segunda lectura, pueden ya no vivir para sí mismos, sino para Aquel que murió y resucitó por todos. Si hemos recibido una vida nueva en él, por su Espíritu, vivimos para él, de manera que el Evangelio llama “muertos” a quienes no han recibido aún esta vida. Los lazos de la carne y de la sangre han quedado atrás, de forma que a quienes empuñan el arado de la misión, para abrir surcos a la semilla de la Palabra, no les es posible avanzar, si continúan ligados a lo carnal, que les retiene anclados al pasado anterior a la vida nueva en Cristo, que los esclaviza y los paraliza por el miedo a la muerte (cf. Hb 2, 15). “El que pone la mano en el arado y mira hacia atrás, no es apto para el Reino de Dios.” Por eso, como dice San Pablo: “Olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta” (Flp 3, 13).

La Eucaristía viene en nuestra ayuda invitándonos a acoger a Cristo que sube a Jerusalén y a subir con él, que ha venido a abrir las puertas del Reino a quienes gimen en la esclavitud del diablo, a los cuales nos envía diciendo: “Deja a los muertos que entierren a sus muertos; tu vete a anunciar el Reino de Dios.” 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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El Inmaculado Corazón de la Virgen María

 El Inmaculado Corazón de la Virgen María

Is 61, 9-11; 2Co 5, 14-21; Lc 2, 41-51 

Queridos hermanos: 

          Esta festividad  instituida por Pío XII en el año 1944,  acompaña a la del Corazón de Jesús, al que está unida como lo estuvo desde su concepción, nos ayuda a contemplar las gracias con las que María fue adornada, rindiéndole un culto propio de hiperdulía, por la santidad de su relación incomparable con Dios, madre del Hijo encarnado y esposa del Espíritu Santo.

          Todo en María nos remite al amor de Cristo, como expresa el Evangelio de las bodas de Caná, al decirnos: “Haced lo que él os diga”, y siguiendo su ejemplo de “guardar y meditar su palabra en su inmaculado corazón”. Ella, la bendita por haber creído cuanto le fue anunciado de parte del Señor.

          De su inmaculada concepción deriva su inmaculado corazón, redimido el primero en vista de los méritos de Cristo, y en orden a su llamada a dar a luz al Salvador del mundo.

          El evangelio de hoy nos presenta a la madre, comenzando a vislumbrar el resplandor de la espada que atravesará su alma, separándola por tres días del hijo de su amor, hasta reencontrarlo de nuevo en la casa del Padre, a la que también ella será asunta para nunca más volver a separarse sus corazones. Corazón sagrado del Hijo, e inmaculado de la madre.

          También nosotros somos implicados en esta conmemoración, que nos llama a la esperanza de ver realizarse en nosotros este misterio de salvación por el que el Hijo ha sido encarnado y la madre preservada de todo mal.

          Dichosos también nosotros que creemos lo que nos ha sido anunciado de parte del Señor: Que el Espíritu Santo descendería sobre nosotros, siendo cubiertos por el poder del Altísimo, para engendrar en nosotros un hijo de Dios. Nuestra pobreza, gracias al don de Dios, no será impedimento a su promesa, como no lo fue la pequeñez de María. 

          Que así sea.

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El Sagrado Corazón de Jesús C

 Sagrado Corazón de Jesús C

(Ez 34, 11-16 ; Rm 5, 5-11; Lc 15, 3-7) 

Queridos hermanos: 

Celebramos hoy esta solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús.  Aunque se tienen noticias de esta devoción desde la Edad Media (s. XII), y después con los misioneros jesuitas y San Juan Eudes, no es hasta 1690 que comienza a difundirse con fuerza, a raíz de las revelaciones a Santa Margarita María Alacoque. 

Clemente XIII, en 1765 permite a los obispos polacos establecer la fiesta, en esta fecha, del viernes siguiente a la octava de Corpus Christi pero será Pío IX en 1856, quien la extienda a toda la Iglesia. Después León XIII consagrará al Corazón de Jesús todo el género humano. Pío XII el 15 de mayo de 1956 publica su encíclica: Haurietis Aquas, sobre la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. 

Celebramos hoy esta solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, en la que la liturgia de la Iglesia nos lleva a contemplar el amor misericordioso de Cristo, Buen pastor, por nosotros, por el que ha padecido la pasión, derramando su sangre, y por el que su costado ha sido traspasado por la lanza del soldado, manando sangre y agua, en la que los Padres ven los sacramentos de la Eucaristía y del Bautismo que fundan la Iglesia y la mantienen en medio de las dificultades de la vida cristiana. 

La clave de lectura de toda la creación, de toda la historia de la salvación y de la redención realizada por Cristo es el amor de Dios. Pero el amor no es una cosa meliflua sino la donación y la entrega que lo hacen visible en la cruz de Cristo, por la que el Buen Pastor sale en busca de la oveja perdida: “Mi alma está angustiada hasta el punto de morir”; esto es: “¡muero de tristeza y de angustia por ti! Eso son palabras de amor en la boca de Cristo, que se hacen realidad en su entrega. 

La Eucaristía viene a introducirnos en este corazón abierto de Cristo, que nos baña con su amor. 

Que así sea.

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Martes 12º del TO

 Martes 12º del TO

Mt 7, 6.12-14 

Queridos hermanos: 

          Parece absurdo que todo lo bueno sea difícil y todo lo malo fácil, si no tenemos en cuenta que, la naturaleza humana ha quedado dañada por el pecado, que ha alejado al hombre de Dios, haciéndolo tender al mal, sea encerrándolo en sí mismo, o simplemente haciéndolo dependiente de las tendencias carnales contrarias a las del espíritu. Las tendencias de la carne predominan por la concupiscencia, y para que el espíritu las venza, hay que combatirlas con el Don de Dios. El hombre necesita ser redimido desde fuera, como dice san Pablo: “Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte.” “El que no nazca de nuevo, no puede entrar en el Reino de Dios.” “El vino nuevo, en odres nuevos. Atención a los “perros” que regresan a su vómito, y a los “puercos”, que regresan a su impureza, como previene Pedro (2P 2, 21-22). 

          La vida en Cristo como hemos visto a lo largo del Sermón de la Montaña es una superación de la religión y de la moral, que nace de la vida nueva en el Espíritu, y que no sólo consiste en no hacer el mal, en no pecar, sino en amar, cosa que ya la ley y los profetas proponían como el camino de la vida: Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. El hombre debe ser liberado del pecado, y el amor de Dios debe ser derramado en su corazón. El amor, en efecto, es donación, muerte de sí, mientras el temor a la muerte es consecuencia del pecado.

En el libro de Tobías ya se decía: “No hagas a nadie lo que no quieras que te hagan.” El Evangelio lo dice en positivo. Hay que hacer el bien, y no sólo evitar el mal. Pero esto requiere como decíamos una nueva naturaleza que procede de la fe en Cristo: “Vino nuevo, en odres nuevos”, y por eso: “No deis a los perros lo que es santo.” Como se lee en la “Doctrina de los doce Apóstoles”: El que sea santo, que se acerque. El Evangelio dice: “Muchos creyeron en Cristo, pero Jesús no se confiaba a ellos, porque conocía lo que hay en el hombre.”

          Podemos decir que, por el pecado el bien ha sido encerrado bajo llave y que sólo la cruz de Cristo puede abrir sus cerrojos con el mucho padecer, del que habla san Juan de la Cruz, lo cual es poco menos que imposible a quien está sujeto al temor a la muerte, que lo mantiene esclavo del diablo. Al hombre que ha gustado la muerte, le aterroriza su solo recuerdo, y lo incapacita para enfrentarse a ella y romper sus cadenas. Amar, en lo que tiene de auto negación, y de inmolación, es imposible a quien no ha sido liberado de la esclavitud y ha vencido la muerte. “Sin mi, no podéis hacer nada”, dice Jesús.

          Para entrar por la puerta estrecha que conduce a la vida, es necesaria la iluminación de la cruz que procede de la fe y que franquea el paso al árbol de la vida que está en el centro del Paraíso: “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna”, dice el Señor. 

          Que así sea.

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Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo C

 Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo

(A: Dt 8, 2-3.14-16; 1Co 10, 16-17; Jn 6, 51-59)

(B:  Ex 24, 3-8; Hb 9, 11-15; Mc 14, 12-16.22-26)

(C:  Ge 14, 18-20; 1Co 11, 23-26; Lc 9, 11-17)

 Queridos hermanos: 

Más conocida como la fiesta del “Corpus Christi”, tiene su origen remoto en el surgir de una nueva piedad eucarística en el Medioevo, que acentuaba la presencia real de Cristo en el Santísimo Sacramento. Las revelaciones a la beata Juliana, dieron origen a la fiesta en 1246 de forma local, hasta que el Papa Urbano IV, la extendió a toda la Iglesia en 1264. Con todo, sólo en 1317 fue publicada la bula de Juan XXII, por la que la fiesta fue acogida en todo el mundo.

En el siglo XV y frente a la Reforma protestante, la procesión del Corpus adquiere el carácter de profesión de fe en la presencia real de Cristo en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía.

En 1849, Pio IX instituye la fiesta de la Preciosísima Sangre de Cristo, hasta que en el nuevo calendario ambas fiestas se funden en la: Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.

El sacramento de su cuerpo y de su sangre, en el que Cristo nos ha dejado el memorial de su Pascua: muerte y resurrección, es cuerpo que se entrega y sangre que se derrama para perdón de los pecados; es anuncio de su muerte y proclamación de su resurrección en espera de su venida gloriosa; es sacrificio redentor que espía los pecados, y trae la paz, la libertad y la salvación comunicando vida eterna.

          Superando la Ley con sus sacrificios, incapaces de cambiar el corazón humano, para retornarlo a la comunión definitiva con Dios, se proclama este oráculo divino que leemos en la Carta a los Hebreos referido a Cristo: “No quisiste sacrificios ni oblación, pero me has formado un cuerpo. Entonces dije: ¡He aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad!” Y dice San Juan: “Y la Palabra se hizo carne y puso su Morada entre nosotros.”  Cristo, la Palabra, ha recibido un cuerpo de carne para hacer la voluntad de Dios, entregándose por el mundo y retornándolo a la vida: «Esta es la voluntad de mi Padre (dice Jesús): que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna; el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo.» «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. «El espíritu es el que da vida; Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida. Comer la carne de Cristo, entrar en comunión con su cuerpo, es entrar en comunión con su entrega por la salvación del mundo.

          Habiendo gustado el hombre en el paraíso el alimento mortal del árbol de la ciencia del bien y del mal, que “le abrió los ojos” a la muerte, le era necesario comer del otro árbol, situado también al centro del paraíso, que lo retornase a la vida para siempre; y así como la energía del alimento mantiene vivo a quien lo toma, así la vida eterna de Cristo, pasa a quien se une a él en el sacramento de nuestra fe, que es su cuerpo, fruto que pende del árbol de la cruz, árbol de la vida, que por la fe en Jesucristo “abre ahora sus ojos” dando acceso de nuevo al paraíso. Como dice San Pablo: Ahora, vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros (1Cor 12,27).

          Si la figura pascual del cuerpo y la sangre de Cristo llevó tan gran fruto de libertad en medio de la esclavitud de Egipto, cuánto más la realidad de la Verdad plena, dará la libertad a toda la tierra, habiendo sido entregada por el bien de toda la naturaleza humana.

          Las lecturas del Ciclo A nos presentan el maná, figura del pan del cielo que es Cristo, que baja del cielo y da la vida al mundo. La Eucaristía es su sacramento que nos hace uno en él y nos comunica vida eterna.

El Ciclo B nos presenta la sangre de la alianza antigua con Moisés, figura de la sangre de Cristo, que sella con los hombres una alianza eterna, con la irrupción del Reino de Dios.

En el Ciclo C, el rey sacerdote Melquisedec figura de Cristo, bendice a Dios y a Abrahán padre de los creyentes; mediando entre Dios y los hombres, presenta a Dios la ofrenda, y alcanza para ellos su bendición. Ofrece a Dios pan y vino, figuras también de la propia entrega de Cristo en su cuerpo y en su sangre, alianza nueva y eterna, por cuyo memorial serán saciados y bendecidos todos los hombres, en la fe de Abrahán.

          Que nuestra lengua cante, como dice el himno eucarístico, el misterio del Cuerpo glorioso y de la Sangre preciosa que el Rey derramó como rescate del mundo. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 11º del TO

 Sábado 11º del TO (cf. Dgo. 8º A)

Mt 6, 24-34 

Queridos hermanos: 

          Por la experiencia de muerte que todos tenemos a consecuencia del pecado, el amor de Dios queda obnubilado en nuestro corazón, como le ocurre al pueblo, y si Dios se eclipsa en nuestra vida, la precariedad del mañana nos empuja a tratar de asegurar nuestra subsistencia, a buscar seguridad en las cosas, y en consecuencia a atesorar dinero. El problema está, en que el atesorar implica inexorablemente el corazón y mueve sus potencias: entendimiento y voluntad de forma insaciable, ya que el corazón humano es un abismo que sólo Dios puede colmar. Por eso: “Sea el Señor tu delicia y él te dará lo que pide tu corazón”.

A Dios hay que amarlo con todo el corazón, pero dice la Escritura que nuestro corazón está donde se encuentra nuestro tesoro. Por eso el que ama el dinero tiene en él su corazón y a Dios no le deja más que unos ritos vacíos y unos cultos sin contenido; cumplimiento de normas, pero no amor. Pero Dios ha dicho por el profeta Oseas: “Yo quiero amor y no sacrificios”; e Isaías: “Este pueblo me honra con los labios pero su corazón está lejos de mí.”

Todo en este mundo es precario, pero no Dios. Enriquecerse y atesorar, sólo tienen sentido en orden a Dios, que no pasa, y en quien las riquezas no se corroen y a quien los ladrones no socavan ni roban. Por medio de la caridad y la limosna, se cambia la maldición del amor al dinero, por la bendición del amor a Dios y a los hermanos: “Dad en limosna lo que tenéis (en el corazón), y todo será puro para vosotros”. Enriquecerse en orden a Dios, equivale a empobrecerse en orden a los ídolos: “Conversio a Deo, aversio ad creaturam” diría santo Tomás, a cuya cabeza está el dinero, que se acrisola salándolo con la limosna como cruz purificadora. Al llamado joven rico de la parábola Dios le da la oportunidad de atesorar entrega, limosna, pero prefiere atesorar riqueza.

Los dones de Dios en un corazón idólatra se convierten en trampas. La necedad está en dejar que la codicia guíe nuestra vida sin calcular lo efímera que es la existencia. En efecto, el hombre tiene una existencia natural, física y temporal, sostenida por el cuerpo, que requiere unos cuidados, porque tiene unas necesidades, pero está llamado a una vida de dimensión sobrenatural y eterna, mediante su incorporación al Reino de Dios, al cual está finalizada su existencia. Encontrar y alcanzar esta meta, requiere prioritariamente de nuestra intención y nuestra dedicación, pues: ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?

Buscar el Reino de Dios, es poner a Dios como nuestro Señor y depositar nuestro cuidado en sus manos providentes que sostienen la creación entera, confiando en él. “Quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará.”

En el Señor está la verdadera seguridad. “Dichoso el hombre que esto tiene; dichoso el hombre cuyo Dios es el Señor.”         

Que así sea.

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La Santísima Trinidad C

La Santísima Trinidad C

(Pr 8, 22-31; Rm 5, 1-5; Jn 16, 12-15). 

Queridos hermanos: 

          Dedicamos este día a contemplar el misterio de Dios que nos ha revelado Nuestro Señor Jesucristo, al hablarnos del Padre, y enviarnos el Espíritu, que ha guiado a su Iglesia a la verdad completa, recorriendo el camino que va desde la fe en Dios, de la que habla el libro del Eclesiástico (43, 27): “Él, lo es todo”, hasta la fe en la Trinidad de Dios Padre, Hijo, y Espíritu Santo. No se trata, por tanto, del fruto de la razón y la especulación humana, sino de aquel misterio que el Hijo ha contemplado eternamente, “vuelto al Padre”, como dice san Ireneo, y bajo su Mirada, en el Espíritu Santo.

          Contemplamos, por tanto, el misterio del amor fecundo del Padre, en el que hemos sido engendrados a su imagen y semejanza, y predestinados a su gloria eterna por el amor: “Sed santos, porque yo soy santo.”

          Contemplamos, así mismo, un misterio de gracia, por el que el Padre envía al Hijo a redimirnos, perdonando nuestros pecados, y derrama el amor de Dios en nuestros corazones mediante el don de su Espíritu Santo.

          Contemplamos, en fin, un misterio de comunión, que nos alcanza y nos arrastra tras de sí, el Señor, al encuentro de nuestros hermanos, por su presencia estable en nosotros, en quienes ha hecho su morada.

          Llamados a ser santos, hemos sido santificados por la gracia de Cristo, haciéndonos capaces de entregarnos también nosotros, por el bien de nuestros hermanos.

 

Esta fiesta, fue instituida por el Papa Juan XXII en el siglo XIV, y en ella contemplamos a Dios, en la intimidad de su amor, que se difunde en la creación, y en la redención de la humanidad, herida por el pecado. Dios paternal de caridad; Dios fuerte y cercano; Dios que envía, y se entrega por la salvación del mundo.

Dice el Evangelio que el Espíritu Santo lleva a los discípulos a la verdad plena. Dios, que comienza revelándose a Abrahán, completa su revelación en Cristo, dándose a conocer en su propio Hijo y enviando su Espíritu, que como dice la segunda lectura, derrama su amor en nuestros corazones.

Esta verdad de Dios uno y trino, origen y meta de todo lo que  existe, es completa, en cuanto nuestra mente es capaz de aprehender de él, como verdad que ha querido revelar. Pero Dios es mayor que nuestra mente y mayor que cuanto de él podamos comprender. Un día, como dice san Juan, nuestro conocimiento de Dios será mayor, porque “lo veremos tal cual es” habiendo sido ensanchada nuestra capacidad, y nuestro corazón sea colmado de su amor. Aún entonces, la plenitud de nuestra capacidad, no llevará consigo el que lo poseamos totalmente, en su infinita grandeza, ni aunque por toda la eternidad nuestra capacidad sea constantemente ensanchada.

A través de la fe comenzamos a ser su pueblo, y él nuestro Dios, comenzando la vida divina en nosotros, a abrirse a una plenitud cada vez mayor en su conocimiento. El Padre envía al Hijo, el Hijo revela al Padre, y envían el Espíritu Santo.

La fe en el Hijo nos revela el amor del Padre que nos salva y nos une a sí, por el Espíritu, y a los hermanos, en la comunión con él.

          Dios es pues, comunidad fecunda de amor que se abre al encuentro con la creatura, para abrazarla en la comunión por la entrega de sí, reconciliándola consigo.

Que Dios se nos muestre como comunidad de amor, nos revela algo muy distinto de un ser monolítico, solitario y fríamente perfecto y poderoso, que gobierna y escruta todas las cosas desde su impasibilidad inconmovible, legislador distante a la espera de un ajuste de cuentas inapelable, como dijo alguien. El amor salvador y redentor de Dios, testifica la naturaleza divina que le hace implicarse con sus criaturas, a las que no solamente concibe, sino a las que se dona, uniéndose a su acontecer de forma total e indisoluble.

El Misterio de Dios es en muchos aspectos inalcanzable a nuestra mente, pero lo que la palabra nos hace contemplar, es lo que él mismo ha querido manifestarnos para unirnos a él: Padre, en Espíritu, y Verdad, moviendo nuestra voluntad a amarlo. Contemplamos su misterio de amor que nos alcanza y nos arrastra tras de sí al encuentro del otro.

Dios se deja conocer por nosotros a través del Hijo de su amor, para comunicarnos su Espíritu, que nos una en su comunión eterna. Por la gracia de Cristo, llegamos al amor del Padre, en la comunión del Espíritu Santo

Nuestro origen queda recreado, cancelando nuestra mortal ruptura con el Origen amoroso de cuanto existe. Misterio de amor omnipotente, de comunión y de gracia, con el que Dios se nos revela íntimamente en el abismo de nuestro corazón.

Profesar la fe en la Santísima Trinidad quiere decir aceptar el amor del Padre, vivir por medio de la gracia del Hijo y abrirse al don del Espíritu Santo: creer que el Padre y el Hijo vienen al hombre juntamente al Espíritu y en él habitan; alegrarse de que el cristiano sea templo vivo de Dios en el mundo; vivir en la tierra pero al mismo tiempo en Dios; caminar hacia Dios, con Dios.

 Si todo en la creación tiene como fuerza motriz el amor, que ha sido inscrito en ella por el Creador, del cual ha recibido la existencia, y el Amor engendra amor que busca un fruto a través del servicio, cuál no será el amor del creador por los hombres.

Santo, Santo, Santo; Padre, Hijo, y Espíritu. Amén.

 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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San Bernabé apóstol

 San Bernabé, apóstol

Hch 11, 21-26. 13, 1-3; Mt 10, 7-13 

Queridos hermanos: 

          El Reino de Dios es el acontecimiento central de la historia que se hace presente en Cristo y se anuncia con poder. La responsabilidad de acogerlo o rechazarlo es enorme, porque lleva en sí la salvación de la humanidad. Los signos que lo anuncian son potentes contra todo mal incluida la muerte. Acogerlo, implica recibir a los que lo anuncian con el testimonio de su vida, porque en ellos se acoge a Cristo y a Dios que lo envía.

          En su infinito amor, Dios tiene planes de salvación para con los hombres, y así José es enviado por delante de sus hermanos a Egipto. Pero aún con su poder, sus planes no se realizan por encima de la libertad de los hombres, lo cual implica las consecuencias de sus pecados: la envidia de los hermanos de José, la lujuria de la mujer de Putifar, y en el caso de Cristo, la incredulidad de los judíos y todos nuestros pecados, que le proporcionan su pasión y muerte.

          También sus discípulos enviados a encarnar la misión del anuncio del Reino, van con un poder otorgado por Cristo, que no les exime de la libertad de quien los recibe y por tanto de las consecuencias de su rechazo o de su acogida.

          Con todo, queda de manifiesto la importancia del anuncio del Reino, ante el cual todo debe quedar relegado y pasar a ocupar su lugar. Lo pasajero debe dar lugar a lo eterno y definitivo; lo material a lo espiritual; lo egoísta al amor

          Esta palabra nos presenta la misión. Cristo es el amor de Dios hecho llamada, envío y misión, que se va perpetuando en el tiempo a través de los discípulos invitados a su seguimiento. Toda llamada a la fe, al amor y a la bienaventuranza, lleva consigo una misión de testimonio que tiene por raíces el amor recibido y el agradecimiento, pero hay también distintas funciones como ocurre con los distintos miembros del cuerpo, que el Espíritu suscita y sustenta por iniciativa divina para la edificación del Reino, y que son prioritarias en la vida del que es llamado.

          Es la misión la que hace al misionero; Amós es llamado y enviado sin ser profeta. Nosotros somos llamados por Cristo a llevar a cabo la obra de Dios para saciar la sed de Cristo que es la salvación de los hombres. Esta salvación debe ser testificada por testigos elegidos por Dios desde antes de la creación del mundo a ser santos por el amor.

          Dios quiere hacerse presente en el mundo a través de sus enviados, para que el hombre no ponga su seguridad en sí mismo, sino en él. Constantemente envía profetas, y da dones y carismas que purifiquen a su pueblo, haciéndole volver a Dios y no quedarse en las cosas, en las instituciones o en las personas.

          Cristo, es enviado a Israel como “señal de contradicción”. Lo acojan o no, Dios habla a su pueblo a través de su enviado. Por su misericordia, Dios fuerza al hombre a replantearse su posición ante él, y así le da la posibilidad de convertirse y vivir.

          En estos últimos tiempos, en los que la muerte va a ser destruida para siempre, Cristo envía a los anunciadores del Reino, preparando el “Año de gracia del Señor”.

          El seguimiento de Cristo es, por tanto, fruto de la llamada por parte de Dios, a la que el hombre debe responder libremente, anteponiéndola a cualquier otra cosa que pretenda acaparar el sentido de su existencia. La llamada mira a la misión y en consecuencia al fruto, proveyendo la capacidad de responder y la virtud de realizar su cometido, teniendo en cuenta que puede tratarse de objetivos superiores a las solas fuerzas. Sólo en la respuesta a la llamada se encuentra la plenitud de sentido de la existencia, que constituye la primera explicitación de la llamada libre de Dios. 

          Que así sea.

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Viernes 10º del TO

 Viernes 10º del TO

(Mt 5, 27-32) 

Queridos hermanos: 

La palabra de hoy, nos pone ante la perspectiva de la nueva ley del Espíritu que caracteriza al hombre nuevo, y el destino que da sentido a sus acciones sobre la tierra, que superando la letra, implica el corazón, sede de las intenciones humanas, en el que reina la libertad, que da origen al bien y al mal.  

El hombre no es un ser echado al mundo por el azar, sino amado, creado y predestinado por Dios al Amor. Está en el mundo pero no es del mundo. Para alcanzar su destino glorioso, debe primero vencer el pecado y la muerte que pesan sobre él, y esto sólo es posible con la gracia del amor de Dios que lo redime enviando a su Hijo en Cristo, Evangelio de Dios, Verdad del Padre, Kerigma de salvación.

Sus obras manifiestan al hombre, pero su verdad profunda hay que  encontrarla en su corazón. Allí las pasiones dan paso al amor o al odio, a la justicia o al pecado; a la alegría o a la tristeza; al engreimiento o a la humildad; a la ira o a la mansedumbre; a la cobardía o al valor, y se origina la interioridad de la moral personal. No en vano la Escritura dice que el corazón humano es un abismo. El verdadero combate contra el pecado debe comenzar desde su misma raíz; las ramas, las hojas, las flores y los frutos de las acciones, muestran solamente la bondad o la maldad del árbol que está ya en su corazón.

La realidad del mundo, penetra en el hombre a través de los sentidos, y es captada por el entendimiento, que mueve la voluntad, dando paso a dos tipos de acciones, que denominamos: “acciones del hombre”, cuando son inconscientes, instintivas, o irreflexivas, y que la Escritura sitúa en los riñones, y “acciones humanas”, aquellas en las que interviene nuestro libre albedrío, a través del consentimiento, y que la Escritura sitúa en el corazón (Sal 7, 10; Sb 1, 6+; Jr 11,20 y 17, 10; Ap 2, 23). Estas acciones humanas, cuando son fruto de la gracia, acogida en el corazón por la fe en Jesucristo, en el que el Espíritu Santo derrama el amor de Dios, son santas. Cuando la gracia es rechazada, por la incredulidad, estas acciones son pecado. Dice la Escritura que Dios sondea los riñones y el corazón.

Lo que capta el ojo, lo asume el corazón y lo realiza la mano. La contemplación lleva a la acción tanto en lo referente al bien como en lo referente al mal. Lo que el mal deseo destruye interiormente, la acción malvada lo propaga. Como dirá Jesús: “No es lo que entra, sino lo que sale del corazón lo que hace al hombre impuro. Es por tanto el corazón lo que debe ser saneado, mediante el don, y con la presencia del Espíritu que se recibe por la fe en Cristo, y que derrama el amor de Dios en nuestros corazones.

La fe interioriza la religión, al ámbito del corazón, radicándola en el amor. Las acciones pasan a compartir con los deseos, las cualidades de los objetos materiales o espirituales, que los sentidos captan como bienes, y así, consiguen mover la voluntad. Es el amor, cuando está presente en el corazón, quien discierne el bien o el mal, que solicitando a la persona exteriormente, pueden alcanzarla profundamente. Es el amor, quien garantiza la integridad del corazón (Dt 4, 29; 6, 5-6;) a diferencia del corazón doble (Ge 20, 5-5). El perdón, como el amor, debe serlo “de corazón” (Mt 18, 35). De la misma manera el adulterio se engendra ya en el corazón (Mt 5, 28). También la fe tiene su sede en el corazón (Rm 10, 10), y es de la dureza del corazón de donde nace el repudio (Mt 19, 8). La circuncisión verdadera es la del corazón (Dt 10, 16). En una palabra, conocer su corazón es conocer a la persona, y mientras el hombre mira las apariencias, el Señor ve el corazón (1S 16,7). 

Que así sea.

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Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote

 Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote.

Is 6, 1-4.8 ó Hb 2, 10-18; Jn 17, 1-2.9. 14-26) 

Queridos hermanos: 

          En esta fiesta contemplamos el sacerdocio de Cristo, que como Siervo, sacerdote, víctima y altar, se ofrece en sacrificio, a sí mismo al Padre en un culto perfecto, según el rito de Melquisedec. En Cristo desciende la bendición de Dios al hombre, y sube la bendición del hombre a Dios: Eterno sacerdote y rey, que en el pan y el vino de su cuerpo y sangre, se entrega por los pecados, como dicen las Escrituras:

          Dándose a sí mismo en expiación, y habiendo ofrecido por los pecados un solo sacrificio, tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos, para ser un sumo sacerdote misericordioso y fiel en lo que toca a Dios; no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, ya que ha sido probado en todo como nosotros, excepto en el pecado (cf. Hb 2, 17-18; 4, 15).

          Cristo es: el sumo sacerdote que nos convenía: santo, inocente, incontaminado, apartado de los pecadores, encumbrado sobre los cielos; sumo sacerdote de los bienes futuros, a través de una Tienda mayor y más perfecta, no fabricada por mano de hombre, es decir, no de este mundo, que penetró los cielos, y se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos. Y penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre (cf. Hb 7, 26; 9, 11-12).

          En Cristo, el culto ofrecido a Dios a través de los tiempos, se hace perfecto uniéndonos a él a través del memorial sacramental de su Pascua que es la Eucaristía: Cuerpo de Cristo que se entrega; sangre de la Alianza Nueva y Eterna que se derrama. Por ella nos unimos a Jesucristo, el Testigo fiel, el Primogénito de entre los muertos, el Príncipe de los reyes de la tierra. Al que nos ama y nos ha lavado nuestros pecados con su sangre, y ha hecho de nosotros un Reino de sacerdotes para Dios su Padre.

          Por nuestra unión con él: Luz de las gentes, también nosotros recibimos el sacerdocio real en función del mundo, para el que somos incorporados al Sacramento universal de salvación. Amor y unidad, que son la expresión de la comunión entre las personas divinas, es lo que Cristo pide al Padre para nosotros. Cuando la comunidad cristiana, la Iglesia, recibe estos dones, aparece visible en el mundo la comunión divina, que lo evangeliza, mostrando que es posible al ser humano la vida eterna, por la fe en Cristo.

          Entonemos por tanto a Cristo el cántico celeste: «Eres digno de tomar el libro y abrir sus sellos porque fuiste degollado y compraste para Dios con tu sangre hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación; y has hecho de ellos para nuestro Dios un Reino de sacerdotes, y reinan sobre la tierra.» 

          Que así sea.

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Miércoles 10º del TO

 Miércoles 10º del TO 

Mt 5, 17-19 

Queridos hermanos: 

Dios, que es amor, ha querido guiar a su pueblo por caminos de vida, le ha rescatado de la esclavitud de Egipto y le ha entregado la ley: “Haz esto y vivirás”. Ante la imposibilidad de cumplirla, Dios, por medio de Jeremías, ha anunciado una nueva alianza, que escribiría la ley en el corazón de los fieles. Cristo ha venido a realizar esta Nueva Alianza y la ha sellado con su sangre, haciéndola eterna. Ahora, la ley ya no es externa, sino inscrita en el corazón del creyente por el amor que derrama en él el Espíritu.

La ley, por tanto, es santa, y se compendia en el amor: Amor a Dios y amor al prójimo. Cristo la ha cumplido, la ha llevado a plenitud, y nos ha entregado su Espíritu, para que también nosotros podamos cumplirla en el amor, pues el que ama ha cumplido la ley entera. “El que ama al prójimo, ha cumplido la ley. En efecto, lo de: No adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud (Rm 13, 8-10). Porque el fin de la ley es Cristo, para justificación de todo creyente (Rm 10, 4). Cristo, unificará la ley y sus preceptos diciendo: “Este es mi mandamiento: Que os améis los unos a los otros como yo os he amado”. Ama y haz lo que quieras dirá san Agustín parafraseando a Tácito.

          La perfección de la ley necesita de la perfección del Espíritu para llevarla a cumplimiento, porque la perfección de la ley es el amor y el amor es el Espíritu, que es quien lo derrama en el corazón del creyente. Cristo encarnación de Dios posee este Espíritu y puede darlo a quienes por la fe se unen a él: “Quien se une a Cristo, se hace un espíritu con él”, como dice san Pablo.

          Cuando nuestra fe se reduce al conocimiento de Dios recibido en la infancia: el catecismo o las clases de religión, la acción del Espíritu en nosotros es débil y en consecuencia lo es también nuestro amor. Fácilmente sucumbimos a la tentación. Sólo cuando nuestra fe se va fortaleciendo, crecen en nosotros la acción del Espíritu, el amor y el conocimiento de Dios. 

A esto nos invita y nos ayuda la Eucaristía.

                                                

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María Madre de la Iglesia

 María Madre de la Iglesia

Ge 3, 9-15.20; ó Hch 1, 12-14; Jn 19, 25-34 

Queridos hermanos: 

          El Señor se ha formado un cuerpo de carne en el seno de la Virgen María, y un cuerpo místico, espiritual, en el corazón de sus discípulos mediante la fe en él. Jesús es, por tanto, hijo de María y cabeza de su cuerpo místico. Siendo María la madre de la cabeza, lo es también del cuerpo que es la Iglesia, y así lo proclamó Pablo VI en el discurso de promulgación de la Lumen Gentium, el 21 de noviembre de 1964, como conclusión de la tercera sesión del Concilio, declarando a María, como “Madre de la Iglesia”.

          Para formarse un cuerpo en María, el Hijo de Dios asumió de ella, la naturaleza humana que quiso salvar del pecado y de la muerte, preservándola del pecado de Adán, de manera que este cuerpo suyo, libre del pecado, que Cristo ofreció al Padre desde la cruz, nos ha obtenido el perdón de nuestros pecados, y nos ha adquirido el Espíritu Santo que nos hace hijos adoptivos de Dios, hermanos de Cristo y por tanto, hijos de María.

          Contemplamos, pues, a María, madre, esposa fiel y virgen fecunda, privilegiada ya en su concepción y constantemente unida al Amor que se hizo cuerpo en ella, tomando de ella lo que tiene de nosotros. Excluido el pecado que no halló en ella porque fue redimida ya en su concepción.

          Su corazón maternal rebosando serenidad y mansedumbre, refleja el de su manso y humilde hijo, que desde la cruz sólo suplicó para sus verdugos, perdón, mostrando piedad. No hay amor más grande, que el que ella quiso aceptar de quien lo asumió plenamente, haciéndose así mediadora de su gracia, con la que nosotros fuimos salvados y constituidos en sus hijos al pie de la Cruz. Por eso, si hacemos presente a María la madre amorosa, es para suplicar de su piedad, que nos alcance su fortaleza en el amor a Cristo y su sometimiento a la voluntad del Padre que nos dio a su Hijo.

          El discípulo es llamado hijo de la “mujer”, que es madre de todos los vivientes, renacidos a nueva vida, por la fe, que los hace hermanos de su hijo único, y que son uno en él, de manera que, desde entonces, en ellos lo ve a él. De hermana suya, en su naturaleza, ha llegado a ser su madre, en la dignidad de su elección. Gran misterio, en el que un hijo elige a su madre, santificándola de antemano y compartiéndola después con sus hermanos adoptivos, elegidos y salvados también ellos por su gracia.

          Concluyamos, pues, con san Bernardo, nuestra breve contemplación de María, nuestra Madre y Madre de la Iglesia: 

          “Si se levantan las tempestades de tus pasiones, mira a la Estrella, invoca a María. Si la sensualidad de tus sentidos quiere hundir la barca de tu espíritu, levanta los ojos de la fe, mira a la Estrella, invoca a María. Si el recuerdo de tus muchos pecados quiere lanzarte al abismo de la desesperación, lánzale una mirada a la Estrella del cielo y rézale a la Madre de Dios. Siguiéndola, no te perderás en el camino. Invocándola no te desesperarás. Y guiado por Ella llegarás seguramente al Puerto Celestial.” 

          Que así sea.

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Lunes 10º del TO

 Lunes 10º del TO 

Mt 5, 1-12 

Queridos hermanos: 

Dios ha creado al hombre para que comparta con él su vida beata, y ha puesto en su corazón una tendencia insaciable a la bienaventuranza que llamamos felicidad. Si tal es nuestra vocación, inscrita en lo más profundo de nuestro ser: la comunión con Dios, podemos comprender el estado constante de frustración que experimenta el hombre, en la medida de su alejamiento del objeto de su bien. Precisamente para hacer posible que el hombre alcance su bienaventuranza, de la que se había apartado por el pecado, nos fue enviado Cristo, “vida nuestra”, en quien Dios, su vida beata, y nuestra bienaventuranza, se han encarnado y se nos da por gracia en lo que llamamos el Reino de Dios.

Ante Jesús está la muchedumbre, y sus discípulos que habiendo creído en él, han arrebatado el Reino de los cielos. La muchedumbre está también llamada a poseerlo acogiendo la predicación; por eso hay dos bienaventuranzas que se refieren al presente del discípulo y el resto al futuro de la muchedumbre llamada a creer. Las bienaventuranzas referidas a los discípulos, situadas al principio y al final del discurso, abrazan a las demás y con ellas a la muchedumbre, invitándola a entrar. Los discípulos son los pobres de espíritu y los perseguidos por abrazar la justicia que viene de Dios, y que los introduce en el Reino. Ambas: pobreza y persecución, les acompañarán hasta el final del camino a la meta.

La palabra nos hace contemplar el Reino que Cristo viene a inaugurar en el corazón del hombre, completamente opuesto al espíritu del mundo. Lo poseen los humildes, y los perseguidos por abrazar la justicia. Los mansos, los atribulados, los contritos de corazón, los misericordiosos, los puros y los pacíficos, cuyo corazón debe estar conformado a Cristo, tienen la promesa de poder alcanzarlo.

Este Reino, lleva consigo una invitación a recibirlo, y un cambio total en quien lo acoge por la fe. Para algunos es esperanza, y para otros, la posibilidad de conversión, pero para todos implica un combate y un hacerse violencia que les permita arrebatarlo.

Dice el Señor que el Reino de los Cielos viene sin dejarse sentir, sin imponerse y, adquiere fuerza con nuestra adhesión humilde y libre. 

Esta pertenencia del Reino, al discípulo, se caracteriza por la humildad (pobreza espiritual, mansedumbre, paciencia en el sufrimiento), habiendo sido curado de la soberbia, y el orgullo, que son la rebeldía, a su condición de creatura. Por eso no puede gloriarse ante el Señor, sino por el Señor, como dice san Pablo. El Señor viene a decirnos: Quienes poseéis estos dones por causa mía, gracias a mí, ¡alegraos!, ¡gozaos! Que vuestra recompensa es grande en los cielos y de ella gozan los profetas, perseguidos antes de vosotros.

Ahora nosotros, según seamos los pobres de espíritu, los que somos perseguidos por vivir según la justicia reputada a nuestra fe, o los demás de los que habla el Evangelio, estamos llamados a ser un día, bienaventurados como los santos, en medio de la muchedumbre inmensa de la que habla el Apocalipsis (Ap 7,9). San Pablo recordará a los Tesalonicenses: Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación (cf. 1Ts 4,3). En los albores del Cristianismo, así se denominaba a los miembros de la Iglesia. En la primera Carta a los Corintios, por ejemplo, san Pablo dirige su discurso: “a aquellos que han sido santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos, junto a todos aquellos que en todo lugar invocan el nombre del Nuestro Señor Jesucristo”. La santidad consiste en que sea derramado en nuestro corazón el amor de Dios por obra del Espíritu Santo, y santo es quien se mantiene en este don, según la palabra del Señor: “Permaneced en mi amor”.

En efecto, decía el Papa Benedicto XVI: El cristiano, es ya santo, porque el Bautismo lo une a Jesús y a su misterio pascual, pero al mismo tiempo debe convertirse, conformarse a Él, cada vez, más íntimamente, hasta que sea completada en él la imagen de Cristo, del hombre celeste. A veces, se piensa que la santidad sea una condición de privilegio reservada a pocos elegidos. En realidad, ser santo es el deber de cada cristiano, es más, podemos decir, ¡de cada hombre! Escribe el Apóstol que Dios desde siempre nos ha bendecido y nos ha elegido en Cristo, para “ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor”.

Todos los seres humanos estamos llamados a la santidad, que en última instancia, consiste en vivir como hijos de Dios, en aquella “semejanza” con Él, según la cual hemos sido creados. Todos los seres humanos son hijos de Dios, (en sentido lato) y todos deben convertirse en aquello que “son”, por medio del camino exigente de la libertad. Dios invita a todos a formar parte de su pueblo santo. El “Camino” es Cristo, el Hijo, el Santo de Dios: nadie va al Padre sino es por medio de Él (cf. Jn14, 6). (Benedicto XVI. Ángelus del día de Todos los Santos de 2007.)

Que la fidelidad de los Santos a la voluntad de Dios «nos estimule a avanzar con humildad y perseverancia en el camino de la santidad, siendo en todas partes testigos valientes de Cristo».

Ellos que han vencido en las pruebas, pueden con su intercesión ayudarnos ahora en el combate. Nuestra esperanza se fortalece y en ella se van quemando las impurezas de nuestra debilidad. 

          Que así sea.

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