Domingo 2º del TO A


Domingo 2º del TO A
(Is 49, 3.5-6; 1Co 1, 1-3; Jn 1, 29-34)


Queridos hermanos:

          Durante siete siglos, la Escritura, a través de los profetas, ha venido anunciando la figura misteriosa de este siervo del que hablaba Isaías en la primera lectura, en quien Dios sería glorificado no sólo en Israel, sino hasta los confines del orbe, llevando a todos la luz de su amor, por el que quiere salvarnos. El domingo pasado a través del Bautismo del Señor, se nos presentó este Siervo como el Hijo amado de Dios. 
           Hoy la liturgia nos presenta su misión de salvación universal: «Tú eres mi siervo, en quien me gloriaré. Te voy a poner por luz de las gentes, para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra.» Porque Dios quiere gloriarse en su siervo, Jesús ante su pasión dirá: “Ahora mi alma está turbada. Y ¿qué voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto! Padre, glorifica tu nombre. Porque Dios quiere que su luz alcance a todas las naciones, Cristo dirá a sus discípulos: “Vosotros sois la luz del mundo. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que viendo vuestras buenas obras, glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.”
          La misión de Juan como profeta y “más que un profeta”, no es sólo la de anunciar, sino la de identificar a este siervo señalándolo entre los hombres: «He ahí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.» Hay que recordar que en arameo la misma palabra (talya) puede designar al siervo y al cordero. Uno y otro, toman sobre sí los pecados del pueblo para santificarlo, y son sacrificados como el cordero pascual.
          Para el desempeño de su misión, como veíamos el domingo pasado, Dios mismo va a revelar a Juan quien es su Elegido en medio de las aguas del Jordán: «He visto al Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre él; ése es el que bautiza con Espíritu Santo; ése es el Elegido de Dios.»
          El pecado había sumergido al hombre en la muerte bajo las aguas del diluvio, y no era posible la vida sobre la tierra, mientras no fuese purificada del pecado. Una vez terminado el diluvio, Noé soltó una paloma, que al no poder habitar en la tierra regresó al arca.
          Cristo, emergiendo de las aguas de la muerte en su bautismo, recibe el Espíritu de la vida, en forma de paloma, significando así, que en él, es posible a la humanidad vivir de nuevo.
          Para san Pablo, este bautismo en el Espíritu, que marca la diferencia entre el bautismo de Juan y el de Cristo, consiste de un camino que conduce a los creyentes, desde la justificación por la fe, a la santidad de cuantos lo invocan; lo hemos escuchado en la segunda lectura: “a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos, con cuantos en cualquier lugar invocan el nombre de Jesucristo.”
          Si la misión de Cristo es la glorificación de Dios, salvando e iluminando a la humanidad, hasta los confines de la tierra, la nuestra es, invocar su nombre en favor de nuestros hermanos, desde esos mismos confines en los que hemos sido alcanzados por su salvación. Eso es lo que hacemos ahora, en medio de la exultación eucarística, junto al Espíritu y la Esposa diciendo: ¡Ven Señor Jesús!

          Proclamemos juntos nuestra fe.
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11 de enero


11 de enero, o viernes después de Epifanía (cf. dgo 6 B; dgo. 28 C; viernes 12). 1ªJn 5, 5-6. 8-13; Lc 5, 12-16.

Queridos hermanos:

La palabra de hoy es una invitación a dar gloria a Dios en todo, pero sobre todo por Jesucristo, en quien hemos obtenido el perdón de los pecados. Con él todo es gracia para nosotros de parte de Dios, y como agraciados somos llamados a ser agradecidos, dando gratis lo que gratis hemos recibido.
La lepra, impureza que excluía de la vida del pueblo, es imagen del pecado, que aniquila en el hombre la vida de Dios, por la que los fieles se mantienen en comunión. El juicio y la murmuración separan de los hermanos, cono le ocurrió a María la hermana de Moisés (Nm 12, 11-15), que quedando leprosa, permaneció fuera del campamento.
El leproso que se acerca a Jesús de Nazaret, va a profesar su fe en Cristo, postrándose ante él y reconociendo su autoridad sobre la lepra y sobre la Ley, al atreverse a infringirla acercándose a Jesús siendo leproso. Puede sorprendernos que Jesús toque al leproso, siendo así que él puede curar con solo su palabra. Además, también, porque la ley prohibía tocar a un leproso. Pero nosotros sabemos que Jesús, no sólo no puede ser contaminado por la impureza, sino que puede limpiar toda impureza con sólo quererlo. Podemos decir que lo tocó ya curado, pues le dijo “quiero, queda limpio”. Es su voluntad lo que cura y lo que le hizo extender la mano sobre el leproso. Además quiso someterse a la ley en lugar de ignorarla, mandando después al “leproso” curado, para que la cumpliese igualmente, presentándose al sacerdote, siendo así que, como dice San Juan Crisóstomo[1]: Cristo no estaba bajo la Ley, sino sobre ella como Señor de la Ley, como lo testifica la curación.
La curación, como dijo el Señor, fue para dar testimonio ante los sacerdotes que no creían, de manera que fueran evangelizados para su salvación e inexcusables si persistían en su incredulidad. El leproso, en cambio, hizo la profesión de fe, que lo salva, como dice Cromacio de Aquilea[2]. El Señor cura y manda al leproso para dar testimonio a los sacerdotes y para que viesen su fidelidad a la Ley, dice San Jerónimo[3], y no porque la felicidad del leproso dependiera de su salud, ni lo hizo tan sólo para que cumpliera un precepto de la Ley.
Cuando la suegra de Pedro es curada, se pone a servir; cuando el endemoniado es curado, es enviado a testificar a los de su casa; ahora el leproso es enviado a evangelizar a los sacerdotes. También nosotros estamos siendo curados por el Señor y somos enviados a testificarlo, anunciando con nuestra vida la Buena Noticia a todos los hombres.
          Que así sea.
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[1] Juan Crisostomo, Comment. in Matth., 25, 1
[2] Cromacio de Aquilea, In Matth. Tract., 38, 10
[3] Jerónimo, Comment. in Matth., 1, 8, 2-4

10 de enero


10 de enero, o jueves después de Epifanía  
(1Jn 4, 19-5, 4; Lc 4, 14-22a)

Queridos hermanos:

          La palabra de hoy nos sitúa ante dos problemas a los que se enfrenta la razón del hombre ante la fe: el escándalo de la encarnación, y el proyectar en Dios nuestras expectativas. El primero consiste en aceptar que nuestra relación con Dios tenga que pasar por la mediación de hombres como nosotros. Problema por tanto de humildad, a la que se resiste el orgullo.
          Dios ha querido siempre manifestarse a través de sus enviados, hombres a los que inspira por medio de su Espíritu, hasta que en Cristo, su presencia en el hombre se hace total y definitiva por medio de su Hijo.
          Es Dios quien elige cómo, cuándo, y a través de quien desea manifestarse. Elige, fortalece y envía: « Quien os acoge, me acoge a mí, y quien me acoge a mí, acoge a aquel que me ha enviado. »
          Jesús comienza su misión anunciando el cumplimiento de las promesas proclamadas por Isaías, de las que el pueblo tiene una concepción más material que espiritual; la “buena noticia” y “el año de gracia”, deberán comprenderse como un tiempo favorable de perdón ofrecido por Dios, en el que su justicia no será aplicada sobre los culpables, sino sobre su justo Hijo, encarnado en Jesucristo, el Siervo en quien se complace su alma, a cuya justicia tendrá acceso el hombre que por la conversión, acoja al Salvador.
          Sus paisanos deberán aceptar, que el “hijo de José, el carpintero” es el elegido por Dios, no sólo como maestro, sino como Señor; no sólo como “rabí”, sino como “rabbuni”. Pero cuando venga el Cristo nadie sabrá de donde es, y a este lo hemos visto nacer y crecer entre nosotros. ¿Qué tiene de diferente a cualquiera de nosotros? El problema de la encarnación golpea el orgullo humano que, se resiste a humillarse ante otro hombre. Pretendemos que Dios se nos imponga con su poder o autoridad, pero Dios, es fiel al don de la libertad que nos ha dado para que le amemos. Eso debe bastarle. Así, la fe brilla en la libertad y en la humildad del hombre, sin que Dios se le imponga con su poder.
          Para dar el salto a la fe, el hombre debe responder a la pregunta del Evangelio: « ¿De dónde le viene esto? », pero eso, supone reconocer la presencia de Dios y por tanto obedecerle, por lo que con frecuencia, el hombre se niega a responder a la pregunta. Al quedar al margen de la fe, el poder de Dios queda frustrado en Jesús por nuestra libertad, como dice el Evangelio: «Y no podía hacer allí ningún milagro».

          Que así sea.
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9 de enero


8 de enero, o martes después de Epifanía
1Jn 4, 7-10; Mc 6, 34-44

Queridos hermanos:

El Evangelio está en el trasfondo pascual de la Eucaristía. El alimento que trae “el profeta” para saciar al hombre, partiendo de la pobreza humana, sobre la que es pronunciada una palabra del Señor que la hace fruto inagotable de vida y de evangelización, primero para Israel y después para las naciones.
          A Cristo, quisieron hacerlo rey por multiplicar el pan, pero él no lo hizo para solucionar el problema del hambre, sino por compasión, y como signo de su misión mesiánica de saciar profundamente el corazón del hombre amándonos, y derramando su amor en nuestro corazón para que también nosotros nos amemos, como dice la primera lectura. No son los 20 panes de Eliseo ni los 5 de Cristo los que sacian, sino la Palabra del Señor; Cristo mismo con su Pascua, a la que somos invitados por la fe y el bautismo. Llamada a formar un solo pueblo, un solo cuerpo de Cristo en la Eucaristía.
Cristo es el pan del cielo, que no cae como el maná, sino que se encarna y se hace alimento en Jesús de Nazaret, y a través de la Iglesia sacia al hombre, generación tras generación en su inagotable sobreabundancia de vida y de gracia. Pan que baja del cielo y da la vida al mundo, para que lo coman y no mueran.
La Eucaristía nos incorpora a la Pascua de Cristo, que como Alianza eterna, nos alcanza y nos une en sí mismo al Padre. “Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es la meta y la esperanza en la vocación a la que hemos sido convocados”, como dice la carta a los efesios (Ef 4, 4). La Eucaristía injerta nuestro tiempo en la eternidad de Dios; nuestra mortalidad en su vida perdurable; nuestra carne en la comunión de su Espíritu.
¿Realmente hemos sido saciados por Cristo? ¿Sobreabunda en nosotros su gracia, para ser capaces de dar de comer a esta generación el pan bajado del cielo que es Cristo? Nosotros somos invitados a unirnos a Cristo y hacernos un espíritu con él: ¡Maran atha!

          Que así sea.
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