Domingo 4º de Cuaresma C

 Domingo 4º de Cuaresma C (Laetare)

(Jos 5, 9a.10-12; 2Co 5, 17-21; Lc 15, 1-3.11-32) 

Queridos hermanos: 

          El hombre subyugado por el mal, cae en la esclavitud y se hunde en la mayor miseria y en el oprobio de los ídolos. Esta es la realidad del hijo menor de la parábola, y también de Israel en Egipto. Dios, en su amor y en su bondad, sólo quiere su bien y los llama a la unión filial con él, acude en su ayuda y espera pacientemente a que se abran a su gracia. No hay alegría mayor para quien ama, que la del bien del ser amado. Pero no hay bien mayor que amar a Dios y es por eso que él quiere ser correspondido. “Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos”. No obstante el amor no puede imponerse y espera activa y ansiosamente que el ser amado se vuelva al que lo ama. Esta es la actitud de Jesús ante publicanos y pecadores, y trata de explicarla a los letrados y fariseos que se escandalizan por su actitud misericordiosa.

          Dios actúa en Egipto con poder en favor de su pueblo, mostrando sus designios de paz y esperando que Israel vuelva su corazón a él, para librarlo no sólo de la esclavitud al Faraón, sino del oprobio de su idolatría. Muchos fueron los que físicamente salieron de Egipto, pero murieron en el desierto, porque sus corazones no dejaron los ídolos para volverse a Dios. Sólo una nueva generación llegó a pisar la tierra de la libertad y gustó los frutos de la Pascua. Lo viejo había pasado y lo nuevo había llegado. Josué, circuncidando a este pueblo joven, de cuarenta años para abajo, los une a la alianza con Dios, quitando así de su carne el oprobio de Egipto. Este es el sentido de la Pascua para Israel y que descubre el hijo pródigo: Dios que acude a librarlos del oprobio de los ídolos; de su vieja condición de esclavitud. Cristo, ha realizado en su propia carne, nuestra liberación espiritual del Faraón, pero a nosotros toca acogerla en el tiempo favorable, para que entremos en el descanso de su Pascua.

          El Evangelio nos muestra qué es lo que puede movernos interiormente a ponernos en camino hacia la casa del Padre: Hacer presente el amor con el que el Padre nos amó siempre, y cuyo primer testimonio es nuestra misma existencia. El hijo menor vino a darse cuenta de lo que había perdido, de lo que siempre había tenido, cuando se alejó de la casa paterna y conoció el oprobio de los ídolos. No existe un terreno de nadie, de “no alineados”: Alejarse del Amor, lleva consigo introducirse en el dominio de los demonios, simbolizados en el Evangelio por los cerdos. El hijo menor no necesita que se le anuncie el amor del Padre, porque lo ha descubierto “entrando en sí mismo”, como experiencia, en su corazón, aunque haya quedado obnubilado por la concupiscencia, como apariencia de felicidad, que engañosamente ofrecen los ídolos y el pecado. Sólo necesita la gracia de hacerle “entrar en sí mismo” y, comparar la vida en la casa de su Padre, con aquella que se ha ganado con su alejamiento: algarrobas, pestilencias y excrementos.       

          En el origen de toda existencia está siempre el amor gratuito de Dios que amándonos nos da el ser, pero que ha quedado oscurecido por el pecado y que viene a la luz mediante el anuncio del Kerigma o por los acontecimientos de los que se vale la gracia, para iluminar  las tinieblas del corazón humano, como en el caso del hijo “pródigo”. También en su conversión, la iniciativa es de Dios que le asiste con su gracia para ponerlo en camino a la Pascua.

          En el hijo mayor en cambio, este amor permanece oculto bajo la autocomplacencia del cumplimiento y al no discernir el amor continuo y gratuito del Padre, no ve gestarse en su corazón ni la gratitud, ni el amor por el hermano, ni la compasión por su extravío. Su actitud está entre lo servil del temor y lo interesado del mercenario. Para el hermano mayor la felicidad no está en el amor, porque no lo ha sabido reconocer en su padre. De hecho, una vez se ha conocido el amor, la felicidad está en amar, y no en ser amado. Que lo digan si no, tantos infelices a los que Dios ciertamente ama; tantos que se han alejado tristes de su encuentro con el Señor como el llamado “joven” rico. Así les ocurre a los escribas y fariseos del Evangelio a quienes Cristo instará a que aprendan aquello de: “¡Misericordia quiero”!

          San Pablo en la segunda lectura, nos exhorta a reconocer el amor de Dios que se nos ha dado en Cristo reconciliándonos con Dios, para que este amor haga brotar en nosotros la vida nueva en el amor del Padre que acoge también a los hermanos pecadores.

 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Domingo 3º de Cuaresma C

 Domingo 3º de Cuaresma C

(Ex 3, 1-8.13-15; 1Co 10, 1-6.10-12; Lc 13, 1-9) 

Queridos hermanos: 

          Este domingo la liturgia nos presenta la “Visita” del Señor. El Señor visita para salvar y visita para juzgar. Para salvar a su pueblo, Egipto será juzgado, y en él nuestro enemigo que nos mantiene esclavos. La salvación está en la conversión, abandonando la vida de esclavitud y sus ídolos, con la ayuda de Dios.

          Dios “ha visto” la opresión de su pueblo, “ha oído” sus quejas, “ha bajado” a librarlos: Tres momentos de aproximación a la triste realidad de su pueblo, y las tres veces que el dueño de la viña visitará la higuera en busca de fruto. Dios quiere salvar a su pueblo a través de un enviado al que revela su nombre, y al que confía su poder. El enviado será Cristo cuya figura fue Moisés, como también la liberación de Egipto será figura de la verdadera salvación que se nos da por el perdón de los pecados. Dios llama a Moisés para que dejando su bucólica vida de pastor, vaya a sacar a su pueblo de Egipto combatiendo contra el Faraón. Será la Pascua del Señor. También Cristo será enviado para hacer Pascua con nosotros. La muerte de la que Moisés fue librado al nacer, la asumirá plenamente Cristo venciéndola para nosotros definitivamente.

          Si el pueblo en Egipto no cree la palabra de Dios que Moisés su enviado le anuncia, y no se apoya en Yo Soy y en su promesa, permanecerá en la esclavitud de Egipto para siempre, o se arrastrará murmurando por el desierto y allí perecerá.

          Cuando los judíos acuden a Jesús, horrorizados por la tragedia sufrida por algunos galileos cuya sangre mezcló Pilatos con la de sus sacrificios, Jesús les hará caer en la cuenta de que sobre ellos pesa una amenaza de consecuencias más temibles, si no acogen a quien viene para librarlos de sus pecados. Son sus pecados, los que sitúan sobre sus cabezas la terrible amenaza que los asemeja a aquellos galileos o a los dieciocho desgraciados sobre los que se desplomó la torre de Siloé. Hay una desgracia peor, de la que hay que cuidarse mediante la conversión, que es, la de la muerte del pecado. Cristo viene a perdonarlo a aquellos que le acogen creyendo en él: “Porque si no creéis que Yo Soy, moriréis en vuestros pecados” (Jn 8, 24). Si la salvación que Dios ha provisto en su infinito amor enviando a su propio Hijo, es rechazada, que otra posibilidad queda de escapar a la “muerte sin remedio” (cf. Ge 2, 17).

          San Pablo dirá que “estas cosas sucedieron en figura para nosotros que hemos llegado a la plenitud de los tiempos”. Para nosotros que nos encontramos en el tiempo oportuno y en el día de salvación, que es, el “año de gracia del Señor”, que la Cuaresma nos recuerda. Para nosotros proclama hoy la Iglesia estas cosas, con la esperanza de que produzcan frutos de conversión en nosotros y no tenga que ser maldecida ni cortada nuestra higuera, cuando terminado el “tiempo de higos” venga sobre nosotros el “tiempo de juicio”  con la “visita” del Señor.

          Que nuestro ¡amen! a Cristo, que se nos da hoy en la Eucaristía, nos reafirme en la acogida de la misericordia de Dios y nos abra a las necesidades de nuestros semejantes. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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San José, esposo de la Virgen María

 San José, esposo de la Virgen María 

(2S 7, 4-5.12-14.16; Rm 4, 13.16-18.22; Mt 1, 16.18-21.24; ó Lc 2, 41-51).       

Queridos hermanos: 

Conmemoramos a San José, esposo de la Santísima Virgen María, y padre legal (putativo) de Jesús. Patrono de los seminarios. El “justo”, como le llama la Escritura, del cual no menciona una sola palabra suya. Él, llamado a  presentar y poner nombre a la Palabra hecha carne, contempla en el silencio de la escucha y en la actividad del amor su Misterio.

La Escritura explica el significado del nombre de José en el libro del Génesis (30, 23-24) donde dice Raquel: «Ha quitado Dios mi afrenta.» Y le llamó José, como diciendo: «Añádame Yahvé otro hijo.»

Una tradición copta (Edmundo González Blanco, Evangelios Apócrifos: “Historia copta de José el carpintero”), atribuye a José un primer matrimonio del que nacieron cuatro hijos (José, Simón, Judas y Santiago, según lo que dice Mt 13, 55) y dos hijas. De entre ellos, Santiago, el llamado “hermano del Señor”, siendo el más joven, habría sido acogido y educado por María, cuando se realizó su desposorio con el justo José.

Quizá algunos antepasados de José, descendientes de David, se establecieron en Nazaret, y sorprende que una localidad tan pequeña tuviera sinagoga, y más aún, que poseyera el rollo de la profecía de Isaías que era costosísimo y fuera del alcance de una sinagoga modesta. Parece también que José no era un simple artesano, sino como diríamos hoy, un profesional experto, especializado tekton (Tekton, griego en Mt y Mc, del hebreo harash y el arameo naggar. Más cercano a constructor que a simple carpintero, que constituía una clase media notable). Según otra tradición, José era además el archisinagogo y eso explicaría, que Jesús no sólo supiera leer y escribir, -cosa poco frecuente en un pequeño pueblo galileo de aquel tiempo,- sino además que supiera manejar el rollo de la profecía de Isaías. 

Toda paternidad procede de Dios, de quien toma origen toda vida, y es Él, quien la participa a los hombres para el cumplimiento de una misión. La paternidad biológica no agota en absoluto, el concepto de paternidad, ni puede arrogarse la exclusividad en su significado. Sólo con la tarea de nutrir, educar, proteger y legalizar a los hijos, la paternidad biológica alcanza la plenitud necesaria para ser realmente tal.

San José es investido por Dios como padre de Cristo, en todo, salvo en su generación, obra del Espíritu Santo según el anuncio del ángel, e imponiendo el nombre a Cristo, proveyendo a lo necesario para su maduración humana, educándolo en la fe y el conocimiento de las Escrituras, y rodeándolo de los cuidados necesarios para su crecimiento integral, ha ejercido realmente la paternidad que le fue confiada. Esta paternidad concluye, cuando el niño Jesús demuestra, que su iniciación en la fe ha sido completada: «Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?» Habiendo Jesús reconocido al Padre, José desaparecerá definitivamente de la Escritura.

Pero antes de que le fuera confirmada su misión, José tuvo que pasar la prueba de la fe como Abrahán y como Cristo mismo ante la cruz. José tiene su Moria y su Getsemaní de angustia, ante un acontecimiento que no puede resolver racionalmente, pero ante el que debe decidir; sólo entonces, Dios abrirá para él el mar y proveerá el cordero: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados.»  

En el Evangelio de San Lucas, María da a José el nombre de padre de Jesús, que sin duda habrá sido el tratamiento familiar del niño hacia él, hasta su mayoría de edad en la fe (Los niños judíos llegan a la madurez legal a los 13 años de edad, cuando asumen la responsabilidad de mantener la observancia de los mandamientos "Bar Mitsvá" y son llamados por primera vez para que lean la Torá en la sinagoga. Las niñas alcanzan la madurez a los 12 años y, en las sinagogas modernas (liberales), también leen la Torá "Bat Mitsvá". Durante el siglo XIX, el movimiento modernista reformado judío, instituyó la práctica de la confirmación para los jóvenes, hombres y mujeres. La ceremonia se realiza durante Shavuot, e implica la aceptación de la fe revelada en el Sinaí). Quizá sea ese el contexto del Evangelio de hoy, en donde Jesús después de haber sido examinado por los doctores, quiere seguir escuchándoles y haciéndoles preguntas acerca de las “cosas de mi Padre”. La respuesta de Jesús sería el público reconocimiento de que sus padres le han educado bien, llevándolo al discernimiento de la paternidad de Dios en su vida.  

Profesemos juntos nuestra fe. 

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Domingo 2º de Cuaresma C

 Domingo 2º de Cuaresma C

(Ge 15, 5-12.17-18; Flp 3, 17-4, 1; Lc 9, 28-36.) 

Queridos hermanos: 

Dios se acerca al hombre para donarse mediante promesas que lo superan infinitamente, como es el caso de Abrahán, y para ratificar sus promesas establece alianzas, con cláusulas a las que el hombre debe permanecer fiel: Adán debe respetar el árbol prohibido; Abrahán renunciar al hijo de la promesa; Isaac aceptar ser sacrificado; Jacob luchará con Dios; Moisés conducir al pueblo en el desierto, etc.  Dios nos sitúa hoy frente a su Alianza, como lo hizo con Abrahán y después con Cristo, para que su Pascua nos sostenga como a sus apóstoles, a quienes el Espíritu había de confirmar en la gloria que contemplaron en el monte.

En la Alianza están significadas las realidades de la muerte y de la vida, que evocan lo terreno del combate y lo celeste de la victoria, como vemos en la Pascua, donde la cruz de Cristo es la puerta que hace posible el paso de una a otra realidad. El contexto del Evangelio nos sitúa en la fiesta de las tiendas, en la que el pueblo hace presente la Alianza del monte Sinaí en su camino por el desierto, habitando en tiendas bajo la nube y contemplando la gloria del rostro de Moisés. Fue entonces cuando le fue prometido “El Profeta” que el pueblo debería escuchar en nombre de Dios, y que nos muestra el Evangelio de hoy como el Siervo y el Hijo, diciéndonos: ¡Escuchadle!

Sin cruz no hay resurrección, ni alianza frente a  la muerte. Abrahán como los apóstoles en el Evangelio de hoy, tendrá que pasar a través del temor, y el sopor místico que caracteriza la cercanía a lo numinoso de Dios. Temor y sopor que aparecen en los apóstoles en el Tabor, y aparecerán después en Getsemaní, y ante los cuales exhortará Jesús a los apóstoles a combatir con la oración. Abrahán tendrá que ahuyentar las aves rapaces que, como las tentaciones del demonio en el desierto y al pie de la cruz, tratarán de entorpecer la consumación de la Alianza.  Muchos principiantes en la vida espiritual, al igual que los apóstoles en el huerto de los olivos, sucumben ante el terror que supone la llamada de Dios a internarse en las espesuras de la cruz de Cristo.

Cristo, como los antiguos gladiadores es ungido ante la lucha; fortalecido para el combate de Getsemaní, ante la muerte, con la presencia de Moisés y Elías que: le “hablaban de su partida que iba a cumplir en Jerusalén”, y también a nosotros como a los apóstoles, con la voz y el testimonio del Padre. Sólo nos es posible contemplar la gloria de Cristo en este mundo, con Moisés y Elías, a través de las Escrituras.

La contemplación de la gloria, el testimonio de la Ley y los Profetas, será la consolación y la fortaleza de Cristo ante la Alianza, cuando: “Comenzó a sentir tristeza y angustia”; La voz de Dios ahuyenta los terrores que suscita la cruz del sacrificio: “Este es mi Hijo, mi Elegido; escuchadle”. Inspirado por Dios, Isaías había llamado al Siervo, mi Elegido (Is 42, 1), ahora el Padre, revela que su Siervo, su Elegido, es su Hijo amado en quien se complace; el Profeta prometido al que hay que escuchar para vivir (Dt 18, 15.19; Hch 3, 22-23). ¡Escuchadle!

Los apóstoles escuchan la voz del Padre y ven la gloria anticipada de la victoria de Cristo, pero sucumbirán en Getsemaní. El escándalo de la cruz los hará huir, porque este combate lo tendrá que asumir Cristo solo. Ellos lo asumirán más tarde, cuando hayan contemplado la gloria definitiva de Cristo en su Resurrección y hayan sido ungidos desde lo alto con el Espíritu Santo.

La glorificación de Cristo a través de la cruz (Jn 12, 20-33), es mostrada a nosotros como a los apóstoles, ya que como ellos, llevamos “este miserable cuerpo nuestro” como decía la segunda lectura, que se escandaliza fácilmente ante la cruz, pero que como ha dicho San Pablo: Cristo “transfigurará en un cuerpo glorioso como el suyo”. No hay alianza sin pasar por la muerte, no hay resurrección y gloria sin pasar por la cruz. El que no se niega a sí mismo, vive como enemigo de la cruz de Cristo.

Aprovechemos pues esta Cuaresma, para velar con Cristo una hora, para no caer en tentación, porque el espíritu está pronto pero la carne es débil. 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Viernes 1º de Cuaresma

 Viernes, 1º de Cuaresma

(Ez 18, 21-28; Mt 5, 20-26) 

Queridos hermanos: 

El Reino de los Cielos, es Cristo, y entrar en el Reino es recibir su Espíritu por la fe, que debe producir obras incomparablemente superiores a las de la Ley (a su justicia): superiores en el amor, y en el perdón. El Reino de los Cielos no está fundamentado en el temor sino en el amor cristiano, en el Espíritu Santo, que es la fuerza que lo impulsa y el criterio que lo gobierna. La primacía en el Reino es el amor, que es también el corazón de la ley. Por tanto, una puerta cerrada al amor lo está también al Reino: “no entraréis en el Reino de los Cielos.”

Después de Juan Bautista, el Reino sembrado en la muerte de Cristo, se desarrolla con su resurrección, a través de la fe en él, y por ella se recibe una justicia mayor que la de todos los justos, desde Abel hasta Juan. Sólo por la fe en Cristo se recibe el “Don” de Dios que es su Espíritu; la vida divina se hace vida nuestra y su amor es derramado en nuestro corazón. Así también, nuestra virtud debe hacerse mayor que la de los escribas y fariseos hasta alcanzarnos la perfección con que Dios ama a sus enemigos, haciendo salir su sol sobre buenos y malos y mandando la lluvia también sobre los pecadores: A quien se le dio mucho, se le reclamará mucho; y a quien se confió mucho, se le pedirá más (Lc 12, 48).

La justicia del que está en Cristo, permaneciendo en su amor, supera la de los escribas y fariseos, no en la escrupulosidad del cumplimiento de los preceptos, sino en la interiorización del amor, que el Espíritu Santo derrama en el corazón del creyente, y que le lleva a amar, según el amor del Padre celestial; pero quien se separa de la gracia de Cristo desertando del ámbito del perdón y por tanto del amor, deberá enfrentarse al rigor de la ley, hasta que haya pagado el último céntimo. Si este amor se desprecia, se lesionan todas nuestras relaciones con Dios; quedan inútiles porque Dios es amor. La fe queda vacía y nuestra reconciliación con Dios rota; se rompe nuestra conexión con Dios a través de Cristo. Volvemos a la enemistad con Dios, y nuestra deuda con el hermano está clamando a la justicia de Dios, como la sangre de Abel.

De ahí la urgencia de las palabras de Jesús en el Evangelio: “Ponte a buenas con tu adversario“, expulsa el mal de tu corazón mientras puedes convertirte, porque de lo contrario la sentencia de tus culpas pesa sobre ti. El que se aparta de la misericordia, se sitúa de nuevo bajo la ira de la justicia. El que se aparta de la gracia se sitúa bajo la justicia sin los méritos de la redención de Cristo.

          Qué otra cosa puede importar si no se restaura la vida de Dios en nosotros y pretendemos vivir la nuestra a un nivel pagano contristando al Espíritu que nos ha sido dado. 

          Que así sea.

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Miércoles 1º de Cuaresma

 Miércoles 1º de Cuaresma 

(Jon 3, 1-10; Lc 11, 29-32) 

Queridos hermanos: 

          En este tiempo de gracia, Dios presenta la misericordia a través del Evangelio, que nos hace presente nuestra responsabilidad ante su ofrecimiento, porque: “no quiere la muerte del pecador sino que se arrepienta y viva”.

          Hemos escuchado que los ninivitas se convirtieron por la predicación de Jonás, por la que fue signo para ellos de la voluntad de Dios, que quería salvarlos de la destrucción que habían merecido por sus pecados. Que Jonás haya salido del seno del mar (figura de la muerte), como nos cuenta la Escritura, Lucas ni lo menciona. Es un signo que, de hecho, no vieron los ninivitas, como tampoco los judíos vieron a Cristo salir del sepulcro. Será por tanto un signo que no les será permitido ver. Cuando el rico que llamamos epulón dice a Abrahán, que el signo de que un muerto resucite, servirá para la conversión de sus hermanos, éste le responde que no hay más signo que la escucha de Moisés y los profetas: la predicación; no dice la lectura, sino la escucha. Los judíos que no han acogido la predicación ni los signos de Jesús, tendrán que acoger la de los apóstoles. Es Dios quien elige la predicación como único signo, el modo, y el tiempo favorable para otorgar la gracia de la conversión, y el hombre debe acogerla como una gracia que pasa. Como dice el Evangelio de Lucas, el que los escribas y fariseos rechazaran a Juan Bautista, les supuso que no pudieron convertirse cuando llegó Cristo, frustrando así el plan de Dios sobre ellos (Lc 7,30).

          La predicación del Evangelio hace presente el primer juicio de la misericordia, que puede evitar en quien lo acoge, un segundo juicio en el que no habrá misericordia para quien no tuvo misericordia, según las palabras de Santiago (St 2,13). Para quien acoge la predicación todo se ilumina, mientras quien se resiste a creer permanece en las tinieblas. Dios se complace en un corazón que confía en él contra toda esperanza y lo glorifica entregándole su vida: “Todo el que invoque el nombre del Señor, se salvará.”

          Dios suscita la fe para enriquecer al hombre mediante el amor, dándole a gustar la vida eterna, y por amor dispone las gracias necesarias para la conversión de cada hombre y de cada generación. Los ninivitas, la reina de Sabá, los judíos del tiempo de Jesús y nosotros mismos, recibimos el don de la predicación como testimonio de su palabra, que siembra la vida en quien la escucha.

          Como ocurría ya desde la salida de Egipto, en la marcha por el desierto, Israel sigue pidiendo signos a Dios, pero ni así se convierte. Las señales que realiza Cristo en la tierra no las pueden ver, porque no tienen ojos para ver ni oídos para oír, y piden una señal del cielo. No habrá señal para esta generación, que puedan ver sin la fe; un signo que se les imponga, por encima de los que Cristo efectivamente realiza. Cristo gime de impotencia ante la cerrazón de su incredulidad. La señal por excelencia de su victoria sobre la muerte, será oculta para ellos (no habrá señal) y sólo podrán “verla” en la predicación de los testigos, como en el caso de Jonás. Este tiempo es de señales, pero más, de fe, de combate, de entrar en la muerte y resucitar, como Jonás, que en el vientre de la ballena pasó tres días en el seno de la muerte. Solo al “final” verán venir la señal del Hijo del hombre sobre las nubes del cielo.

          Jonás realizó dos señales: La predicación, que sirvió a los ninivitas para que se convirtieran, y la de salir del mar a los tres días, que nadie pudo conocer más que a través de las Escrituras. En cuanto a Cristo, los judíos no aceptaron la primera, y la segunda no pudieron verla; no hubo más señal para ellos que la predicación de los testigos elegidos por Dios.

          El significado de las “señales” solo puede verse con la sumisión de la mente y la voluntad que lleva a la fe y que implica la conversión. Dios no puede negarse a sí mismo anulando nuestra libertad para imponerse a nosotros, por eso, todas las gracias tienen que ser purificadas en las pruebas.

          Nosotros hemos creído en Cristo, pero hoy somos invitados a creer en la predicación, sin tentar a Dios pidiéndole signos, sino suplicándole la fe, y el discernimiento, que da generosamente a quien se lo pide con humildad. De la misma manera que sabemos discernir sobre lo material debemos pedir el discernimiento espiritual de los acontecimientos.

          También a nosotros se nos propone hoy la conversión y la misericordia a través de la predicación de la Iglesia. 

          Que así sea.

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Martes 1º de Cuaresma

 Martes 1º de Cuaresma 

(Is 55, 10-11; Mt 6, 7-15) 

 Queridos hermanos: 

          En medio de los pecados de los hombres, Dios ha querido mostrar su misericordia a través de la oración. Desde la oración de Abrahán con sus seis intercesiones, sólo por los justos y que se detiene en el número diez, a la perfección de la oración de Cristo, que intercede por la muchedumbre de los pecadores a cambio del único justo que se ofrece por ellos, hay todo un camino que recorrer en la fe que hace perfecta la oración en el amor. A tanta misericordia no alcanzaron la fe y la oración de Abrahán para dar a Dios la gloria que le era debida, y con la que Cristo glorificó su Nombre. En efecto, Sodoma no se salvó de la destrucción.

          Con este espíritu de perfecta misericordia, sus discípulos son aleccionados por Cristo a salvar a los pecadores por los que Él se entregó. Cristo es la Palabra que no vuelve al Padre sin haber salvado a la humanidad, misión a la que fue enviado.

Hoy la palabra nos plantea la oración y la escucha, fecundas de perdón para nosotros y para los demás. Así es la vida en el amor de Dios. Necesitamos la oración para ser conscientes de nuestra necesidad de la Palabra, y para obtener el fruto de ser escuchados por Dios. La oración es circulación de amor entre los miembros del cuerpo de Cristo, abierto a las necesidades del mundo.

La oración del “Padrenuestro”, culmen de la oración cristiana, habla a Dios desde lo más profundo del hombre: su necesidad de ser saciado y liberado, y lo hace desde su condición de miembro del Cuerpo de Cristo y nueva creatura, recibida de su Espíritu. Busca a Dios en su Reino, y le pide el pan necesario para sustentar la vida nueva y defenderla del enemigo. Cristo enseña a sus discípulos a orar como comunidad, cuerpo místico cuya cabeza es él, el Hijo único, diciendo: Padre “nuestro”.

Dios nos perdona gratuitamente y nos da su Espíritu, para que nosotros podamos perdonar, y erradicar así el mal del mundo y para que así seamos escuchados al pedir el perdón cotidiano de nuestros pecados. Esta circulación de amor y perdón sólo puede ser rota, por el hombre que cierre su corazón al perdón de los hermanos. “pues si no perdonáis, tampoco mi Padre os perdonará”.

El mundo pide un sustento a las cosas, y a las creaturas. El que peca está pidiendo un pan, como lo hace el que atesora, el que va tras el afecto, el que se apoya en su razón ebria de orgullo o en su voluntad soberbia. Panes todos que inevitablemente se corrompen en su propia precariedad. Los discípulos pedimos al Padre de nuestro Señor Jesucristo y padre nuestro, el Pan de la vida eterna que procede del cielo. Aquel que nos trae el Reino; “pan vivo” que ha recibido un cuerpo para hacer la voluntad de Dios; una carne que da vida eterna y resucita el último día. Alimento que sacia y no se corrompe; y alcanza el perdón, viviendo en la voluntad de Dios.

Este es el pan que recibimos en la eucaristía y por el que agradecemos y bendecimos a Dios, que nos da todo lo demás por añadidura. 

Que así sea.

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Domingo 1º de Cuaresma C

 Domingo 1º de Cuaresma C

Dt 26, 4-10; Rm 10, 8-13; Lc 4, 1-13; 

Queridos hermanos: 

          En este comienzo de la Cuaresma, la Palabra nos presenta la profesión de fe, en este encaminarnos a la Pascua de nuestra salvación, recordando, más aún, tomando conciencia de cuanto el Señor ha hecho por nosotros, personalmente y como pueblo suyo. Efectivamente, eso es el credo: proclamar el amor, la bondad, y la fidelidad de Dios. San Pablo en la segunda lectura nos exhorta a este reconocimiento de la obra de Dios, diciendo que creerlo en nuestro corazón nos obtiene la justicia, y confesarlo con la boca nos obtiene la salvación.

          La primera lectura nos presenta la profesión de fe del pueblo, que describe la obra de Dios en ellos desde sus orígenes, hasta ser constituidos como pueblo, y haber recibido sus promesas, pero no menciona cuál ha sido su respuesta a la bondad divina durante el tiempo del desierto, en el que fue incapaz de permanecer fiel a Dios, cosa que ahora se dispone a asumir. Esta será su asignatura pendiente en su relación con Dios, que le hará añorar siempre una segunda oportunidad para borrar su incredulidad: Poder retornar al desierto y redimir su desconfianza.

          Sólo en Cristo se les ofrece el poder adherirse la fidelidad de Dios, uniéndose a su victoria en las tentaciones del desierto. Él, es el don de Dios ofrecido a Israel en primer lugar, para que acogiendo el bautismo de Juan para perdón de sus pecados y creyendo y adhiriéndose a Cristo por la fe, pudiese heredar su fidelidad a Dios en un renovado Israel. 

          También nosotros en el Credo, podemos recordar y proclamar muchos dones del Señor para con nosotros: el don de la vida, la familia, y sobre todo de la fe. Ahora bendecimos a Dios y le damos gracias, sobre todo por Jesucristo, su Hijo, que nos ha rescatado con su sangre, perdonando nuestros pecados y dándonos su Espíritu, con la promesa de vivir eternamente con él, en el amor.  

          El Evangelio, en efecto, nos muestra a Jesús conducido al desierto y guiado en él, por el Espíritu, en un combate contra el diablo, donde nosotros hemos sido vencidos, y darnos su victoria en la Pascua,  

          El desierto, lugar bíblico de los desposorios con el Señor, prepara a la consumación pascual de su amor. ¡La Cuaresma ha llegado! ¡La Pascua está cerca! Tiempo de mutua entrega y posesión: “Mi amado es para mí y yo soy para mi amado”. Es Dios quien nos llama a la unión amorosa con él y nos conduce al desierto como a los profetas y a cuantos va eligiendo, para mostrarnos el Árbol de la Vida, desnudo de sus hojas y sus frutos, y hablarnos al corazón, purificarnos de los ídolos, y lavar nuestros pecados. Es esta mirada a la Pascua, la que da sentido a la Cuaresma que comenzamos situándonos ante la profesión de fe, propia de este tiempo eminentemente bautismal.            

          Nuestra profesión de fe en Cristo, centra las maravillas de Dios en la gracia redentora de Cristo, por quien hemos recibido el perdón de los pecados y de quien esperamos la  resurrección y la vida eterna. Jesús va a proclamar en el desierto que de Dios viene la vida, que  es el único, y que todo lo hace bien, asumiendo en esta fe el combate de las tentaciones en el que Israel había sucumbido en el desierto. Sólo después de vencer, será emplazado también Jesús a la prueba definitiva en un “tiempo oportuno”, y allí levantado sobre el candelero de la cruz, atraerá a todos hacia sí, y cuantos lo miren - invocándolo como Señor - quedarán salvados. Como dice la Escritura: “Todo el que invoque el nombre del Señor, se salvará”.

          Todo el combate cuaresmal y la ascesis cristiana en general, están en función de revitalizar la acción de nuestro espíritu frente a la insolencia de nuestra carne, de forma que la persona asuma con éxito el combate a que es sometida.  Los Evangelios lo resumen en el afrontado por Cristo en el desierto, del que afirma Dovstoiescki: “En aquellas tres tentaciones está compendiada y descrita toda la historia ulterior de la humanidad, y en ellas se nos muestran las tres imágenes, a las cuales se reducen todas las indisolubles contradicciones históricas de la naturaleza humana sobre la tierra: sensualidad, voluntad de poder, y orgullo de superar la condición mortal. Los tres impulsos más fuertes de la multitud humana, las tres chispas que encienden continuamente la carne y el espíritu”.   

          También nosotros en la Eucaristía, ofrecemos a Dios, unidos a Cristo que se ofrece al Padre por nosotros, lo mejor que hemos recibido de sus manos: la fe, su propio Hijo, para que se digne aceptar en él nuestra vida, ofrecida por los hermanos y por el Evangelio, para la vida del mundo. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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