Domingo 4º de Cuaresma C

 Domingo 4º de Cuaresma C (Laetare)

(Jos 5, 9a.10-12; 2Co 5, 17-21; Lc 15, 1-3.11-32) 

Queridos hermanos: 

          El hombre subyugado por el mal, cae en la esclavitud y se hunde en la mayor miseria y en el oprobio de los ídolos. Esta es la realidad del hijo menor de la parábola, y también de Israel en Egipto. Dios, en su amor y en su bondad, sólo quiere su bien y los llama a la unión filial con él, acude en su ayuda y espera pacientemente a que se abran a su gracia. No hay alegría mayor para quien ama, que la del bien del ser amado. Pero no hay bien mayor que amar a Dios y es por eso que él quiere ser correspondido. “Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos”. No obstante el amor no puede imponerse y espera activa y ansiosamente que el ser amado se vuelva al que lo ama. Esta es la actitud de Jesús ante publicanos y pecadores, y trata de explicarla a los letrados y fariseos que se escandalizan por su actitud misericordiosa.

          Dios actúa en Egipto con poder en favor de su pueblo, mostrando sus designios de paz y esperando que Israel vuelva su corazón a él, para librarlo no sólo de la esclavitud al Faraón, sino del oprobio de su idolatría. Muchos fueron los que físicamente salieron de Egipto, pero murieron en el desierto, porque sus corazones no dejaron los ídolos para volverse a Dios. Sólo una nueva generación llegó a pisar la tierra de la libertad y gustó los frutos de la Pascua. Lo viejo había pasado y lo nuevo había llegado. Josué, circuncidando a este pueblo joven, de cuarenta años para abajo, los une a la alianza con Dios, quitando así de su carne el oprobio de Egipto. Este es el sentido de la Pascua para Israel y que descubre el hijo pródigo: Dios que acude a librarlos del oprobio de los ídolos; de su vieja condición de esclavitud. Cristo, ha realizado en su propia carne, nuestra liberación espiritual del Faraón, pero a nosotros toca acogerla en el tiempo favorable, para que entremos en el descanso de su Pascua.

          El Evangelio nos muestra qué es lo que puede movernos interiormente a ponernos en camino hacia la casa del Padre: Hacer presente el amor con el que el Padre nos amó siempre, y cuyo primer testimonio es nuestra misma existencia. El hijo menor vino a darse cuenta de lo que había perdido, de lo que siempre había tenido, cuando se alejó de la casa paterna y conoció el oprobio de los ídolos. No existe un terreno de nadie, de “no alineados”: Alejarse del Amor, lleva consigo introducirse en el dominio de los demonios, simbolizados en el Evangelio por los cerdos. El hijo menor no necesita que se le anuncie el amor del Padre, porque lo ha descubierto “entrando en sí mismo”, como experiencia, en su corazón, aunque haya quedado obnubilado por la concupiscencia, como apariencia de felicidad, que engañosamente ofrecen los ídolos y el pecado. Sólo necesita la gracia de hacerle “entrar en sí mismo” y, comparar la vida en la casa de su Padre, con aquella que se ha ganado con su alejamiento: algarrobas, pestilencias y excrementos.       

          En el origen de toda existencia está siempre el amor gratuito de Dios que amándonos nos da el ser, pero que ha quedado oscurecido por el pecado y que viene a la luz mediante el anuncio del Kerigma o por los acontecimientos de los que se vale la gracia, para iluminar  las tinieblas del corazón humano, como en el caso del hijo “pródigo”. También en su conversión, la iniciativa es de Dios que le asiste con su gracia para ponerlo en camino a la Pascua.

          En el hijo mayor en cambio, este amor permanece oculto bajo la autocomplacencia del cumplimiento y al no discernir el amor continuo y gratuito del Padre, no ve gestarse en su corazón ni la gratitud, ni el amor por el hermano, ni la compasión por su extravío. Su actitud está entre lo servil del temor y lo interesado del mercenario. Para el hermano mayor la felicidad no está en el amor, porque no lo ha sabido reconocer en su padre. De hecho, una vez se ha conocido el amor, la felicidad está en amar, y no en ser amado. Que lo digan si no, tantos infelices a los que Dios ciertamente ama; tantos que se han alejado tristes de su encuentro con el Señor como el llamado “joven” rico. Así les ocurre a los escribas y fariseos del Evangelio a quienes Cristo instará a que aprendan aquello de: “¡Misericordia quiero”!

          San Pablo en la segunda lectura, nos exhorta a reconocer el amor de Dios que se nos ha dado en Cristo reconciliándonos con Dios, para que este amor haga brotar en nosotros la vida nueva en el amor del Padre que acoge también a los hermanos pecadores.

 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                           www.jesusbayarri.com

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