Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote A (jueves 8º del TO)

 Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote

A Ge 22, 9-18; Hb 10, 4-10; Mt 26, 36-42

B Jr 31, 31-34; Hb 10, 11-18; Mc 14, 22-25

C Is 6, 1-4.8 ó Hb 2, 10-18; Jn 17, 1-2.9. 14-26) 

Queridos hermanos: 

          En esta fiesta contemplamos el sacerdocio de Cristo, que como Siervo, sacerdote, víctima y altar, se ofrece en sacrificio, a sí mismo al Padre en un culto perfecto, según el rito de Melquisedec. En Cristo desciende la bendición de Dios al hombre, y sube la bendición del hombre a Dios: Eterno sacerdote y rey, que en el pan y el vino de su cuerpo y sangre, se entrega por los pecados, como dicen las Escrituras:

          Dándose a sí mismo en expiación, y habiendo ofrecido por los pecados un solo sacrificio, tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos, para ser un sumo sacerdote misericordioso y fiel en lo que toca a Dios; no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, ya que ha sido probado en todo como nosotros, excepto en el pecado (cf. Hb 2, 17-18; 4, 15).

          Cristo es: el sumo sacerdote que nos convenía: santo, inocente, incontaminado, apartado de los pecadores, encumbrado sobre los cielos; sumo sacerdote de los bienes futuros, a través de una Tienda mayor y más perfecta, no fabricada por mano de hombre, es decir, no de este mundo, que penetró los cielos, y se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos. Y penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre (cf. Hb 7, 26; 9, 11-12).

          En Cristo, el culto ofrecido a Dios a través de los tiempos, se hace perfecto uniéndonos a él a través del memorial sacramental de su Pascua que es la Eucaristía: Cuerpo de Cristo que se entrega; sangre de la Alianza Nueva y Eterna que se derrama. Por ella nos unimos a Jesucristo, el Testigo fiel, el Primogénito de entre los muertos, el Príncipe de los reyes de la tierra. Al que nos ama y nos ha lavado nuestros pecados con su sangre, y ha hecho de nosotros un Reino de sacerdotes para Dios su Padre.

          Por nuestra unión con él: Luz de las gentes, también nosotros recibimos el sacerdocio real en función del mundo, para el que somos incorporados al Sacramento universal de salvación. Amor y unidad, que son la expresión de la comunión entre las personas divinas, es lo que Cristo pide al Padre para nosotros. Cuando la comunidad cristiana, la Iglesia, recibe estos dones, aparece visible en el mundo la comunión divina, que lo evangeliza, mostrando que es posible al ser humano la vida eterna, por la fe en Cristo.

          Entonemos por tanto a Cristo el cántico celeste: «Eres digno de tomar el libro y abrir sus sellos porque fuiste degollado y compraste para Dios con tu sangre hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación; y has hecho de ellos para nuestro Dios un Reino de sacerdotes, y reinan sobre la tierra.»

           Que así sea.

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La Visitación de la Virgen María (miércoles 8º del TO)

 La Visitación de la Virgen María  

(So 3, 14-18; ó Rm 12, 9-16; Lc 1, 39-56)

 Queridos hermanos:

        La palabra de este día está envuelta en manifestaciones celestes de ángeles y del Espíritu Santo, como corresponde al misterio de los hijos que guardan las madres en su encuentro. El mayor entre los nacidos de mujer y el Primogénito de toda la creación. La voz y la Palabra. La voz es el sonido que hace vibrar el aire, mientras la Palabra es la idea, la voluntad divina, el acontecimiento creador de Dios que da vida a todo cuanto existe.

María llena del gozo del Señor, se puso en camino y se fue con prontitud, movida por el Espíritu, hacia Isabel, porque Cristo quiere encontrar a Juan y ungir a su profeta con el Espíritu, para su misión como amigo del novio, que será lavar al esposo en las aguas del Jordán, antes de que tome posesión de la esposa subiendo a la cruz. Isabel escucha a María, y Juan advierte al Señor. El gozo de María, es el de Cristo que vive en ella; Juan lo percibe, y salta en el seno con el gozo del Espíritu, que hace profetizar a su madre para ensalzar la fe de María, que acoge el cumplimiento de las promesas de la salvación que se cumplen en ella: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que venga a verme la madre de mi Señor? ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!”

El Espíritu Santo hace profetizar a Isabel, exaltando la fidelidad y el poder de Dios que cumple las promesas en su misericordia para con los pobres, los humildes, y los pecadores, comunicadas en su nombre por el arcángel, y la fe de María: “bendita entre las mujeres” como Yael, y como Judit, que abatieron la cabeza del enemigo, figura del adversario por antonomasia, cuya cabeza aplastará definitivamente Cristo, descendencia de la mujer, y nueva Eva, María.

Grande, ciertamente es el amor de Dios, que se fija en la pequeñez de María, y la engrandece subiéndola a su carroza real, como a la esposa del Cantar: Maravillaos conmigo hijas de Jerusalén, porque ayer me fatigaba espigando entre los rastrojos, quemada por el sol, y hoy he sido arrebatada por el Rey a su presencia. Esta es también la experiencia de la Iglesia, pues el don que se le otorga, es infinitamente grande para cualquier mortal, porque “el Señor no renuncia jamás a su misericordia, no deja que sus palabras se pierdan, ni que se borre la descendencia de su elegido, ni que desaparezca el linaje de quien le ha amado” (cf. Eclo 47, 22).

María, en su humildad, se apoyó en Dios, y nosotros debemos hacerlo también, en nuestra debilidad, para poder alcanzar su dicha  por nuestra fe, pues también a nosotros ha sido anunciada la salvación en Cristo, invitándonos a unirnos a su cortejo hacia la casa del Padre.

Juan ha sido lleno del Espíritu con la cercanía de Cristo. Y nosotros, al contemplarlo encarnado en el seno de María, derramando el Espíritu Santo, somos testigos de que las promesas se están realizando. La voluntad de Dios se hace accesible a nuestra impotencia, porque el Verbo de Dios ha recibido un cuerpo, y ha entrado en el mundo para hacer posible que se cumpla en la debilidad de nuestra carne.

Nosotros en la Eucaristía somos llamados a abrir la puerta a Cristo, que quiere entrar a cenar con nosotros y hacernos un espíritu con él, de manera que el “Dios con nosotros” sea, Dios “en nosotros”, por el Espíritu Santo, y que nuestro gozo sea el de Juan, el de María, y el de Cristo, y que sea pleno.

         Que así sea.

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Martes 8º del TO

 Martes 8º del TO

(Mc 10 28-31)

 Queridos hermanos:

         Lo que para el mundo es importante, en el reino de los cielos es añadidura, como dice el Señor: “Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura”. Seguir a Cristo implica siempre una renuncia, un negarse, una persecución por el Reino, en proporción a la llamada y a la misión. Hay que posponerlo todo, y en ocasiones prescindir de lo que es pasajero, por lo definitivo, confiando en la palabra de Dios, que no defrauda, cambiando el uno que somos, por el ciento que es Cristo.

Todo cuanto somos y poseemos es don de Dios. Seguir a Cristo supone un dejar lo que somos y lo que poseemos, confiando en su providencia y aceptando su voluntad amorosa por la que fuimos creados, y para lo que somos llamados en función del mundo, de forma que se realice en nosotros lo que Dios quiere para todos, dándonos a su propio Hijo.

El Señor sabe lo que necesitamos también para este mundo y su generosidad es inigualable. Si provee para nosotros su Espíritu y una vida eterna, cómo no va a proveer todo lo demás. Sólo una cosa debemos aceptar como discípulos, y que ha asumido él ya como maestro en grado sumo: la persecución y la cruz de cada día que caracterizan la vida misma y la misión, porque: “Cada día tiene bastante con su propio mal”, hasta que llegue el día aquel en que serán enjugadas para siempre, las lágrimas de todos los rostros.

Pedro quiere saber en que consistirá eso que Jesús llama vida eterna, y habla del “todo” al que han renunciado, sin comprender que su misma renuncia es ya parte del don recibido con la cercanía y la llamada, y que además se recibe la gracia necesaria para llevar adelante la renuncia. El premio es Cristo mismo a quien su recompensa lo precede. Ahora son libres, con la libertad de los hijos de Dios, que han recibido por la fe, y han sido rescatados de sus esclavitudes; han recibido el perdón de los pecados y han heredado la promesa hecha a Abrahán. El Señor viene presto y trae consigo su salario.

Acojamos a Cristo en la Eucaristía y unámonos a él en un mismo espíritu, que con su cuerpo y su sangre nos da vida eterna.

Que así sea.

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María Madre de la Iglesia (lunes 8º del TO)

 María Madre de la Iglesia

Ge 3, 9-15.20; ó Hch 1, 12-14; Jn 19, 25-34

 Queridos hermanos:

           El Señor se ha formado un cuerpo de carne en el seno de la Virgen María, y un cuerpo místico, espiritual, en el corazón de sus discípulos mediante la fe en él. Jesús es, por tanto, hijo de María y cabeza de su cuerpo místico. Siendo María la madre de la cabeza, lo es también del cuerpo que es la Iglesia, y así lo proclamó Pablo VI en el discurso de promulgación de la Lumen Gentium, el 21 de noviembre de 1964, como conclusión de la tercera sesión del Concilio, declarando a María, como “Madre de la Iglesia”.

          Para formarse un cuerpo en María, el Hijo de Dios asumió de ella, la naturaleza humana que quiso salvar del pecado y de la muerte, preservándola del pecado de Adán, de manera que este cuerpo suyo, libre del pecado, que Cristo ofreció al Padre desde la cruz, nos ha obtenido el perdón de nuestros pecados, y nos ha adquirido el Espíritu Santo que nos hace hijos adoptivos de Dios, hermanos de Cristo y por tanto, hijos de María.

          Contemplamos, pues, a María, madre, esposa fiel y virgen fecunda, privilegiada ya en su concepción y constantemente unida al Amor que se hizo cuerpo en ella, tomando de ella lo que tiene de nosotros. Excluido el pecado que no halló en ella porque fue redimida ya en su concepción.

          Su corazón maternal rebosando serenidad y mansedumbre, refleja el de su manso y humilde hijo, que desde la cruz sólo suplicó para sus verdugos, perdón, mostrando piedad. No hay amor más grande, que el que ella quiso aceptar de quien lo asumió plenamente, haciéndose así mediadora de su gracia, con la que nosotros fuimos salvados y constituidos en sus hijos al pie de la Cruz. Por eso, si hacemos presente a María la madre amorosa, es para suplicar de su piedad, que nos alcance su fortaleza en el amor a Cristo y su sometimiento a la voluntad del Padre que nos dio a su Hijo.

          El discípulo es llamado hijo de la “mujer”, que es madre de todos los vivientes, renacidos a nueva vida, por la fe, que los hace hermanos de su hijo único, y que son uno en él, de manera que, desde entonces, en ellos lo ve a él. De hermana suya, en su naturaleza, ha llegado a ser su madre, en la dignidad de su elección. Gran misterio, en el que un hijo elige a su madre, santificándola de antemano y compartiéndola después con sus hermanos adoptivos, elegidos y salvados también ellos por su gracia.

          Concluyamos, pues, con san Bernardo, nuestra breve contemplación de María, nuestra Madre y Madre de la Iglesia: 

          “Si se levantan las tempestades de tus pasiones, mira a la Estrella, invoca a María. Si la sensualidad de tus sentidos quiere hundir la barca de tu espíritu, levanta los ojos de la fe, mira a la Estrella, invoca a María. Si el recuerdo de tus muchos pecados quiere lanzarte al abismo de la desesperación, lánzale una mirada a la Estrella del cielo y rézale a la Madre de Dios. Siguiéndola, no te perderás en el camino. Invocándola no te desesperarás. Y guiado por Ella llegarás seguramente al Puerto Celestial.”

           Que así sea.

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Pentecostés A (misa del día)

 Pentecostés A (misa del día)

(Hch 2, 1-11; 1Co 12, 3b-7. 12-13; Jn 20, 19-23) 

Queridos hermanos:

         Celebramos la Pascua en el recuerdo de la efusión del Espíritu Santo que narra san Juan cuando Cristo resucitado sopla sobre los apóstoles, y el que san Lucas presenta solemnemente en los Hechos de los Apóstoles, cuando nace la Iglesia al recibir su alma desde lo alto. Con la fuerza del Espíritu comienza el anuncio de la Buena Noticia a todas las gentes que se reúnen en un solo corazón.

        En este domingo, la palabra está llena de contenido. Aparece la comunidad cristiana unida por el amor, como una consecuencia de la obra realizada en ellos por Cristo: Los discípulos incorporados a la comunión del Padre y el Hijo, reciben el Espíritu Santo, el don de la paz, y la alegría, y son investidos del “munus” de Cristo para perdonar los pecados, incorporando así a los hombres a la comunión con Dios. Esta será su misión, de comunicar el amor de Dios que les ha alcanzado en Cristo.

        Guiada por el Espíritu la Iglesia es conducida al conocimiento profundo del Misterio de Cristo y permanece atenta a sus inspiraciones. Por él, los fieles claman a Dios: “¡Abba!, Padre, y proclaman a Cristo como Señor. Él adoctrina a los apóstoles, inspira a los profetas, fortalece a los mártires, instruye a los maestros, une a los esposos, sostiene a los célibes y a las vírgenes, consuela a las viudas, y educa a los jóvenes. De él proceden la caridad y todas las virtudes.

        Mediante el don del Espíritu el hombre tiene acceso al Reino de Dios y es constituido miembro de Cristo unido a su misión y fortalecido ante las adversidades.

        La obra de Cristo en nosotros, ha comenzado por suscitarnos la fe, y concluye con el don de su Espíritu. Él será quien guie la existencia y la misión de los discípulos, unidos definitivamente a Cristo.

        Cristo ha sido enviado por el padre para testificar su amor y para que a través del Espíritu, recibiéramos la vida nueva para nosotros y eterna en Dios, de la comunión de su amor: “Un solo corazón, una sola alma, y unidos en la esperanza de la fe, que obra por la caridad. Así, visibilizando el amor que derrama en nosotros el Espíritu Santo, testificamos la Verdad que se nos ha manifestado y el mundo es evangelizado para alcanzar la  salvación.

         Proclamemos juntos nuestra fe.

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Vigilia de Pentecostés

 Vigilia de Pentecostés

(Ge 11, 1-9; Ex 19, 3-8.16-20; Ez 37, 1-14; Jl 2, 28-32 (3, 1-5); Rm 8, 22-27; Jn 7, 37-39)

 Queridos hermanos:

           Conmemoramos hoy el acontecimiento de la efusión del Espíritu, con el que nace la Iglesia como pueblo, cuerpo de Cristo, y Reino de Dios. Israel ha sido liberado de Egipto en la Pascua, y constituido pueblo en la alianza del Sinaí, que conmemoramos en Pentecostés. Así, la humanidad redimida en la Pascua de Cristo, por la recepción del Espíritu, es constituida en pueblo de Dios el día de Pentecostés.

          En los sequedales del desierto del corazón humano que se ha separado de Dios por el pecado, el Señor ha colocado la Roca, que es Cristo, de cuyo seno brotan los torrentes de agua viva del Espíritu, como del Templo que vio Ezequiel, porque es en Cristo, en quien habita toda la plenitud de la divinidad. Para beber de esta agua hay que creer en Cristo: “Beba, el que crea en mí”.

          El que bebe de esta agua del Espíritu, queda saciado por la fe en Cristo, que a su vez se convierte en él en fuente de aguas que brotan para vida eterna, para saciar a otros. De la misma manera que al recibir la luz del Espíritu, el discípulo se convierte en luz, también al recibir el agua viva, se convierte en fuente, de cuyo seno brotan torrentes de agua viva, como del seno del Salvador, al que permanece unido por su fidelidad.

          El hombre sumergido en la insatisfacción profunda de su corazón, y alejado de Dios a causa del pecado, es empujado a una incesante búsqueda de sí mismo, y de Dios, en una sed insaciable que le frustrará continuamente, hasta que el “agua viva” del Espíritu sea derramada en su corazón por la fe en Cristo. Su sed de escalar la gloria y la comunión humana, le lleva a la gran confusión de Babel, que narra el libro del Génesis. De esta ansia han brotado en medio de claridades y tinieblas: religiones, cultos, magias, y supersticiones, sin saber distinguir tantas veces entre dioses y demonios. Será Dios mismo acercándose al hombre, quien le conducirá a la comunión con él, al encuentro del hombre mismo, y al descubrimiento de su incapacidad de dar vida a sus huesos calcinados. Será Dios, quien vivifique con el rocío de su Espíritu los áridos despojos, de quien sediento, acuda a Cristo y crea en él.

          Sólo la revelación de Dios por su Palabra, será capaz de separar en el corazón humano la luz de las tinieblas, e ir purificándolo para hacerlo digno de la presencia del Espíritu, como fuente de aguas vivas y fuego devorador que lo fecunden en el amor, purificándolo siete veces. La efusión del Espíritu dará cumplimiento a la profecía de Joel: «Derramaré mi espíritu sobre toda carne y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas, vuestros ancianos tendrán sueños, vuestros jóvenes verán visiones. Y hasta sobre siervos y siervas derramaré mi espíritu en aquellos días.»  

          Toda carne será empapada de vida, y bautizada de Espíritu. Esta es la profecía que ansía toda la creación con angustiosa espera: comunión con Dios y con todos los hombres.

          Como dice la Escritura: ¿Quién puede conocer tu voluntad, si tú (Señor) no le das la sabiduría y le envías tu espíritu santo desde el cielo? (Sb 9,17).

          Efectivamente la acción del Espíritu Santo será siempre protagonista en la Nueva Creación como nos dice la Escritura:

          En la gestación de Cristo: María, estaba desposada con José y, antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo. Así se lo anunció el ángel: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y se le llamará Hijo de Dios.» Así se lo confirmó el ángel a su esposo: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo.»

          Nosotros por nuestra parte, aguardamos la promesa del Bautista referida a Cristo: «Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego.» Se lo había dicho el Señor: «Aquel sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con Espíritu Santo'.» Él mismo, fue anunciado a su madre por el ángel que le dijo: «será para ti gozo y alegría y muchos se gozarán en su nacimiento, porque será grande ante el Señor; estará lleno de Espíritu Santo ya desde el seno de su madre.» Así, cuando fue visitada por María: «Isabel quedó llena de Espíritu Santo y exclamó a gritos: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que venga a verme la madre de mi Señor?  Porque apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno. ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!»

          En la presentación del Señor: Simeón. Era un hombre justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo. El Espíritu Santo le había revelado que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor.

          En el bautismo del Señor: «Se abrió el cielo, bajó sobre él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma; y vino una voz del cielo: «Tú eres mi hijo; yo hoy te he engendrado. Después: Jesús, lleno de Espíritu Santo, se volvió del Jordán y era conducido por el Espíritu en el desierto.» Dios a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con poder.

          También en su vida pública: «Se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo y dijo: Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito.»

          Del mismo modo que está en Cristo, el Espíritu estará en sus discípulos; él mismo se lo entregará: «El Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho. Recibiréis la fuerza, del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra». Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos. Después de haber dado instrucciones por medio del Espíritu Santo a los apóstoles que había elegido, fue levantado a lo alto. Los discípulos,  se llenaban de gozo y del Espíritu Santo.»

          Desde entonces el Espíritu estará siempre en la Iglesia y acompañará a quienes predican el Evangelio: «Las iglesias por entonces gozaban de paz en toda Judea, Galilea y Samaria; pues se edificaban y progresaban en el temor del Señor y estaban llenas de la consolación del Espíritu Santo. El Espíritu Santo cayó sobre todos los que escuchaban la palabra.»

          El Espíritu asistirá y designará a los apóstoles: Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros no imponeros más cargas que éstas indispensables. Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios, que él se adquirió con la sangre de su propio hijo.

          San pablo aseguraba: El Espíritu Santo en cada ciudad me testifica que me aguardan prisiones y tribulaciones. La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado. El Reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo. El Dios de la esperanza os colme  de todo gozo y paz en la fe, hasta rebosar  de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo. ¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? Nadie puede decir: «¡Jesús es Señor!» sino movido por el Espíritu Santo.»

          Guiando la evangelización: «El Espíritu Santo les había impedido predicar la palabra en Asia.» De la misma manera había conducido a los profetas: «Nunca profecía alguna ha venido por voluntad humana, sino que hombres, movidos por el Espíritu Santo, han hablado de parte de Dios.»

          Podemos comprender ahora la diatriba de Jesús: «Al que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que la diga contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni en este mundo ni en el otro.»

          Por último, estará presente también en las persecuciones: «No seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu Santo. Como dice el Espíritu Santo: Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis vuestros corazones; el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan» «Id pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.»

          Acudamos pues a la Fuente que brotó en Pentecostés y no deja de manar Agua aunque nosotros sigamos sedientos. Invoquemos al Viento impetuoso que sopla donde quiere, para poder discernir su camino y ser arrebatados por Él. Abracemos al hermano al amor de este Fuego que funde toda dureza y frialdad.

           Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 7º de Pascua

 Sábado 7º de Pascua

(Hch 28, 16-20. 30-31; Jn 21, 20-25)

 Queridos hermanos:

           Con este final del Evangelio de Juan, la liturgia ha querido terminar las ferias de Pascua. Los evangelios no pretenden ser una narración de la vida de Cristo, sino un instrumento que nos ayude a creer (Jn 20, 31).

          Hoy el Evangelio nos habla de que cada uno debe atender a su propia misión. La llamada es personal y también la misión. Hoy nos dice el Señor: Tú, sígueme. No toca a nosotros querer saber lo que corresponde sólo al Señor. Cada uno tiene su propia tarea de la que deberá rendir cuentas y su propia gracia para realizarla. Todo es gracia, pero toda gracia necesita nuestra aceptación para no ser estéril en nosotros como dice san Pablo (cf. 1Co 15, 10).

          Es Dios quien discierne y llama a quien quiere, dándole su gracia, pero es el hombre quien libre y diligentemente debe responder acogiendo la gracia que se le ofrece, sin mirarse a sí mismo, sino al que lo llama, y situándolo con su respuesta en el lugar que le corresponde, por encima de sus intereses y prioridades humanas. La voluntad humana debe dar paso a la de Dios, y podemos acoger o rechazar la llamada, que es siempre iniciativa de Dios.

          Cristo es el amor de Dios hecho llamada, envío y misión, que se van perpetuando en el tiempo a través de los discípulos invitados a su seguimiento. Toda llamada a la fe, al amor y a la bienaventuranza, lleva consigo una misión de testimonio que tiene por raíces el amor recibido y el agradecimiento, pero hay también distintas funciones, como son distintos los miembros del cuerpo, que el Espíritu suscita y sustenta por iniciativa divina para la edificación del Reino, y que son prioritarias en la vida del que es llamado.

El seguimiento de Cristo es, por tanto, fruto de la llamada por parte de Dios, a la que el hombre debe responder libremente, anteponiéndola a cualquier otra cosa que pretenda acaparar el sentido de su existencia. La llamada mira a la misión y en consecuencia al fruto, proveyendo la capacidad de responder y la virtud de realizar su cometido, teniendo en cuenta que puede tratarse de objetivos superiores a las solas fuerzas. Sólo en la respuesta a la llamada se encuentra la plenitud de sentido de la existencia, que de por sí, constituye la primera explicitación de la llamada libre de Dios.

La carne y la sangre tienen también su propia solicitación a través de los afectos y de las demás fuerzas de la naturaleza, que es necesario distinguir de la llamada, ya que Dios y su llamada están en un plano sobrenatural, al cual es atraído el hombre elegido por Dios para una misión, en la que su existencia alcance su plena realización, contribuyendo a la edificación del Reino de Dios sobre la tierra. Todo proyecto humano debe supeditarse al plan de Dios, cuyo alcance trasciende nuestras limitaciones carnales, situándolo en una dimensión de eternidad.

Que así sea.

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Viernes 7º de Pascua

 Viernes 7º de Pascua

(Hch 25, 13-21; Jn 21, 15-19)

 Queridos hermanos:

Si ayer contemplábamos el final de la oración sacerdotal de Cristo, hoy, se nos presenta el final del Evangelio, que nos habla del seguimiento a Cristo y del servicio a los hermanos y al mundo, que siempre van unidos como lo han estado en Cristo, pero ambos deben ser fruto de nuestro amor confesado y firmemente ratificado, como lo han sido también nuestras infidelidades, desobediencias y pecados. Don del Padre, y fruto de su amor por nosotros.

          La proclamación de amor, en el Evangelio de hoy, lleva consigo más bien una oferta del Señor a Pedro, que debe tomar conciencia de la condición a que es llamado, que la confesión de una disposición que ya conoce el Señor, y que viene precedida por su triple negación: Simón, ¿aceptas amarme más que estos, ya que te he perdonado más, y que eres amado y elegido con predilección por “mi Padre que está en los cielos”? Lo que quiero confiarte requiere de un “amor hasta el extremo”, semejante al mío por vosotros, que esté por encima del de los demás. Dímelo valientemente por tres veces, como triple fue también tu cobardía.

          Después de su confesión le será especificado que, su amor consistirá en gastar su vida en cuidar las ovejas, en procurar su salvación, y por último seguirle hasta recibir la corona de su amor con la efusión de su sangre. No hay amor más grande, ni gracia mayor, y la recibirán también los demás apóstoles, de una u otra forma. A mayor cercanía a Cristo, mayor semejanza con él en su entrega.

La palabra de hoy nos sitúa a nosotros que estamos aquí como respuesta a una llamada personal a seguir a Cristo. Dice el Señor a Pedro, sígueme, después de anunciarle que será llevado a la muerte por voluntad de otro, como fue llevado Cristo. Ambos en la libertad del amor que se entrega voluntariamente, pero bajo la decisión de otro. No pertenece a la voluntad del hombre decidir el momento y la forma de su renuncia a sí mismo y de su muerte, pero si, el aceptarlos de la mano de Dios por el medio que sea. Quien así pone su vida en las manos del Señor, puede recibir la misión de apacentar un pueblo, aunque sea de una sola oveja: ¿Me amas más que a tu padre, a tu madre, más que al afecto de una mujer y de unos hijos, más que a tu propia vida?, ¡pues sígueme!

          También hemos escuchado la misión que le es encomendada a Pedro de vivir para los demás, después de su profesión de amor a Cristo, que le lleva a someterse a su voluntad mediante la fe. Como le decía el Señor a la Madre Teresa: “Quiero esto, de ti; ¿me lo negarás?” 

Que la eucaristía nos una cada vez más firmemente a Cristo en su seguimiento y en la entrega a nuestros hermanos.

          Así sea.

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Jueves 7º de Pascua

 Jueves 7º de Pascua

(Hch 22, 30. 23, 6-11; Jn 17, 20-26)

 Queridos hermanos:

           El evangelio de hoy nos presenta el final de la oración sacerdotal de Cristo, y comienza pidiendo para la Iglesia (los discípulos que creerán por la palabra de los apóstoles), la unidad que hay entre el Padre y el Hijo: como tú Padre en mí, y yo en ti, y termina pidiendo para que esté en ella, el amor con el que el Padre lo ha amado desde siempre. Amor y unidad, que son la manifestación de la comunión entre las personas divinas.

          Recordemos que lo primero que Dios ha revelado a su pueblo es su unicidad, frente al politeísmo circundante de la idolatría: que él es único, y no hay otro dios fuera de él. Pero para llegar a alcanzar y a comprender su Unidad, deberemos esperar a Cristo, que nos revela a Dios como Padre, Hijo, y Espíritu, en comunión esencial de amor mutuo y de entrega. Todo lo que quiere el Padre, lo realiza el Hijo, en el Espíritu Santo. Siempre que pretendemos separar la acción de las distintas personas divinas, nos encontramos con serias dificultades: El Padre es el creador, pero todo fue hecho por Cristo, y es el Espíritu Santo quien realiza las obras, como dice la Escritura.

          Cuando la comunidad cristiana, la Iglesia, recibe estos dones, aparece realizada en el mundo la comunión divina, que lo evangeliza, mostrando que es posible al ser humano la vida eterna, por la fe en Cristo.

          Ayer contemplábamos nuestra relación con Dios y con el mundo, y hoy, nuestra relación con los hermanos, con la comunidad, pero siempre en función del mundo, para llevarlo al conocimiento de Dios y por tanto a la fe y a su salvación. No podemos separarnos de Cristo, ni de su ser “luz de las gentes”.

Cristo, que ha pedido al Padre para nosotros el amor, la unidad y la gloria del Espíritu, ruega para la Iglesia, la gracia de permanecer en él, y progresar en el conocimiento y el amor del Padre, por el que la comunión se hace patente en la unidad y evangeliza al mundo. Si los discípulos están en comunión de amor, su Señor será un Dios de amor. Para eso, Cristo, derrama sobre sus discípulos el Espíritu de amor que le une al Padre, su gloria, el esplendor de su amor. Dios se ha cubierto de gloria, cuando ha manifestado su salvación gratuita, su amor, haciendo prodigios, en Egipto, en el mar rojo, en el desierto, y sobre todo enviando a su Hijo y resucitando a Cristo de la muerte.  

          El mundo que no cree, no puede conocer este amor del que los discípulos se hacen capaces por la fe, y por eso deben hacerlo visible en la unidad para que se convenza el mundo y pueda llegar a la fe y a la salvación. El amor y la unidad se corresponden y se implican mutuamente. Faltar contra la unidad, hace que se resienta el amor, y a la inversa, faltar al amor daña la unidad. Por eso el Señor manda “no juzgar”, y como consecuencia no criticar, ni hablar mal de nadie; y aunque en ocasiones sea necesaria, en casos graves, la corrección fraterna, mejor será excusar que juzgar; mejor perdonar, que condenar. El Señor insiste en un amor entre los hermanos que implica el perdón constante: “como yo os he amado”.         

La Iglesia y sus dones están en función de su misión, como lo está Cristo, en quien hemos sido “elegidos antes de la creación del mundo, para ser santos en el amor”. Así, los dones del amor y de la unidad al interno de la comunidad, su comunión, son una gracia para el mundo, al que muestran la comunión que hay en Dios, y que se hace presente  en la Iglesia, que la ofrece al mundo, para que tenga vida eterna. Por tanto, es también al mundo a quien dañamos con nuestras faltas contra la comunidad.

La Eucaristía viene en nuestra ayuda, fortaleciendo en nosotros la comunión en el Espíritu, y por tanto el amor y la unidad. Todos participamos de un mismo pan y todos hemos sido abrevados en un mismo Espíritu.

             Que así sea.

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Miércoles 7º de Pascua

 Miércoles 7º de Pascua  

(Hch 20, 28-38; Jn 17, 11-19)

 Queridos hermanos:

           Continuando la oración por sus discípulos presentes y futuros, Jesús pide para ellos al Padre: la unidad, la alegría colmada del Espíritu, la protección contra el Maligno, y la “santificación” en la verdad de la palabra recibida de Cristo, dado que ellos permanecen y son enviados al mundo, aunque ya no son del mundo y el mundo los odia por ello como ha odiado a Cristo.

          El centro de esta palabra es la santificación, la consagración, el ser “separados para Dios”, y siempre con miras a una misión y por tanto a un envío. Cristo, es enviado al mundo sin ser del mundo, y él mismo se santifica, se consagra totalmente a su misión salvadora. Además, consagra a sus discípulos, que estando en el mundo, son rescatados de él, y santificados en la verdad de Dios, para ser enviados al mundo por Cristo, como el Padre le envió a él.

          El tiempo de la Iglesia es tiempo de misión, que se va a caracterizar por el odio del mundo que el Maligno dirige contra los discípulos, y por la protección del Padre que les envía al Espíritu para mantenerlos en la unidad, en la alegría, y en la verdad de la palabra de Cristo separándolos para Dios, (santificándolos) de manera que lo que mueva su vida en lo más profundo, no sea el mundo, sino la verdad de Dios: su amor, y su llamada; que la misión y la vida cristiana no sean una tarea más a realizar o un medio para realizarse, sino el motor y el centro de su existencia, a imagen de Cristo. El centro de la vida cristiana, se desplaza de la onda del mundo y se centra en Dios.

          La vida cristiana no es, pues, una forma pía de ocupar el tiempo que sobra una vez satisfechas las exigencias del mundo, sino al revés. “Estar en el mundo sin ser del mundo”; para llevarlo a Cristo. Habrá que dar su tiempo a las cosas del mundo, pero no el corazón; usar el dinero pero no amarlo; trabajar, pero no darle nuestra vida al trabajo; descansar, pero no hacer del “estado de bienestar” la meta de la existencia. Vivir como dice el salmo: “Siendo el Señor nuestra delicia, y él satisfará las ansias de nuestro corazón (cf. Sal 37, 4)”.  El cristiano que ha conocido el amor de Dios y recibido su Espíritu, hace de su vida una liturgia de santidad, que le lleva a la inmolación amorosa de su existencia en favor del mundo, según la voluntad de Dios, porque “tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único, para que el mundo se salve por él.

          Que así sea.

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Martes 7º de Pascua

 Martes 7º de Pascua

(Hch 20, 17-27; Jn 17, 1-11a)

 Queridos hermanos:

          Lo fundamental de esta palabra es que seamos conscientes del valor que tenemos para Dios, lo que le importamos, lo inaudito de su amor, siendo como somos una insignificancia expuesta a pasiones despreciables: odio, egoísmo, y toda clase de maldad. ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él? Así podemos comprender lo que significa amar en la dimensión en la que Dios ama, y valorar lo que él ha puesto en el abismo de nuestro corazón, y que nosotros despreciamos y destruimos con tanta facilidad. Realmente merecemos ser desechados por Dios, pero su amor es eterno y se entrega en su Hijo para salvarnos.

En este Evangelio, Cristo dice al Padre: ¡misión cumplida!, y le pide lo que él mismo le ofrece y quiere para sus discípulos: Su amor. Esa era la voluntad del Padre cuando creó al hombre, y cuando envió a Cristo a redimirlo y evangelizarlo, de forma que también pudiera retornar e él, juntamente con Cristo. Ahora Cristo suplica al Padre que lleve a término su voluntad salvadora por la que él es entregado y se entrega, no resistiéndose al amor del Padre por el mundo. No impidiendo que Judas le entregue, se llena de gloria y da gloria a Dios que entrega a su Hijo por amor: “Cuando salió (Judas), dijo Jesús: «Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido glorificado en él.  (Jn 13, 31).

Así nos enseña a poner todas nuestras obras siempre ante el Padre, “de quien debe brotar todo como de su fuente y a quien debe tender todo como a su fin”. Cristo viene a decir: Padre, renuncié a la gloria que tenía junto a ti, para glorificarte ante los hombres entregando mi vida por ellos y por amor a ti. Les mostré la gloria de tu amor, para que ellos te glorificaran y alcanzaran de ti la vida eterna al conocernos a ti y a mí. Ahora, para que termine tu obra, glorifícame tú con tu amor, para que en mí, sean ellos también glorificados, como yo he sido glorificado en ellos cuando han creído en ti, acogiendo a tu Palabra.

En efecto, se glorifica a Dios reconociendo la grandeza de su amor; cumpliendo la misión que nos confía por amor al mundo; haciendo su voluntad que es entrega, salvación y amor; y dando mucho fruto.

Dios se va a cubrir de gloria al completarse la entrega de su Hijo por amor; Cristo, al amarnos hasta el extremo, y nosotros al glorificarlo ante los hombres, amando con el amor que nos ha sido dado.

Gracias a la entrega de Cristo, el hombre puede llegar a la fe, y con la fe dar gloria a Cristo y alcanzar la vida eterna; puede llegar al conocimiento del amor y a la filiación divina, y ser incorporado al testimonio de la regeneración.

         El amor de Cristo, nos vacía de nuestra autocomplacencia y nos lleva al amor a Dios y a los hermanos.

          Que así sea.

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Lunes 7º de Pascua

 Lunes 7º de Pascua

(Hch 19, 1-8; Jn 16, 29-33)

 Queridos hermanos:

           Se acerca el momento en que los discípulos tienen que enfrentarse con la cruz de Cristo, y sólo la fe puede sostenerlos ante la prueba que los va a dispersar cuando llegue la tribulación. Jesús les previene y les anima a apoyarse en él, victorioso ante el mundo y unido al Padre. Este combate les adiestra para aquel que todo hombre debe enfrentar ante el sufrimiento y ante la propia cruz, que lo relativiza todo.

Para vencer la muerte hay que enfrentarla, pero debido a la experiencia de muerte consecuencia del pecado, el hombre está sometido a su poder, sin solución, ni respuesta ante ella, condenado a rehuirla, hasta ser devorado irremisiblemente por ella. Sólo Cristo, vencedor del pecado y de la muerte, puede entrar en ella para destruirla definitivamente.

“Os he dicho esto, para que tengáis paz en mí, mientras que en el mundo tendréis tribulaciones”. La paz que busca el mundo, es una huida impotente de la muerte y del sufrimiento y no una victoria, y por tanto, una ilusión pasajera que se desvanece antes o después: “¿Ahora creéis? Mirad que llega la hora en que os dispersaréis y me dejaréis solo”. Los discípulos, apoyados en Cristo, van a enfrentar la muerte y gustar la victoria sobre ella, de la que van a ser testigos ante el mundo.

          Los discípulos, han creído, pero su fe debe ser completada, purificada y cimentada sobre la roca de la cruz, iluminada por la resurrección, y sobre todo, fortalecida por el Espíritu, antes de ser probada. Su permanencia en el mundo y en la tribulación necesitará de su adhesión a Cristo para tener paz en él. Dice la profecía de Zacarías: “Meteré en el fuego este tercio (resto): lo purgaré como se purga la plata, lo refinaré como se refina el oro” (Za 13, 9). Si nos resistimos a entrar en la muerte desconfiando del Señor, jamás experimentaremos la victoria de la que el Señor quiere hacernos testigos. Dice san Pablo: “Sufro, lo que falta en mi carne a la pasión de Cristo” (cf. Col 1, 24); porque en su carne, como en la nuestra, debe realizarse la Pascua de Cristo, a la que nos une nuestro bautismo. En la carne de todo cristiano debe completarse místicamente la pasión con Cristo, ya que: “si morimos con él, viviremos también con él.

          Todo pastor debe conducir su propia oveja y su rebaño por un camino conocido por él. Por eso fue perfeccionado Cristo en el sufrimiento, pues debía llevarnos a la salvación, como dice la Carta a los Hebreos (Hb 2, 10), y enviarnos el Espíritu para fortalecernos en la misión.

          Nuestra adhesión a Cristo se afianza a través de la Eucaristía, por su gracia y mediante nuestro amén, y nuestra obediencia a Cristo en la historia, que hace más profunda nuestra unión con él. Por eso el Concilio la llama, de hecho: “fuente y culmen” de la vida en Cristo.

          Que así sea. 

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Ascensión del Señor A

 Ascensión del Señor A

(Hch 1, 1-11; Ef 1, 17-27; A: Mt 28, 16-20; B: Mc 16, 15-20; C: Lc 24, 46-53).

 Queridos hermanos

         Esta fiesta se celebró hasta el siglo IV junto con la de Pentecostés, en la que por la tarde los fieles de Jerusalén acudían al Monte de los Olivos y se proclamaban los textos de la Ascensión. Después comenzó a celebrarse separadamente, 40 días después de Pascua.

Esta fiesta viene a avivar en nosotros la esperanza de la promesa de nuestra exaltación a la comunión con Dios. El que bajó por nosotros, asciende con nosotros a la gloria: “suba con él nuestro corazón”. Las figuras de Enoc y Elías abrieron nuestra mente y avivaron nuestro deseo, de alcanzar las ansias profundas de nuestro espíritu, sofocadas por la frustración del pecado, y que llegan a su plenitud en Cristo.

Ascender, subir, sentarse y los demás términos que describen el acontecimiento, son conceptos que nos hablan en realidad de un trascender esta realidad terrena, exaltar, glorificar, o asumir en la gloria celeste, entrando en una dimensión inaccesible a nuestros sentidos, que llamamos cielo, de la persona de nuestro Señor Jesucristo.

Terminada su obra de salvación, Cristo “asciende” al cielo y “se sienta” “a la derecha” del Padre. Su encarnación ha hecho posible su entrega y ahora su presencia no será ya externa sino interior: ya no estará entre nosotros, sino en nosotros.

Cristo está en el Padre para interceder por nosotros, y está dentro de nosotros sosteniéndonos e intercediendo por el mundo. La fuerza que moverá a los discípulos ya no será la del ejemplo del Hijo, sino la del amor del Padre, derramado en su corazón por el Espíritu.

Con él asciende nuestra naturaleza humana. Un hombre entra en el cielo, en Cristo, dándonos a conocer la riqueza de la gloria otorgada por Dios en herencia a los santos, como dice san Pablo: “A nosotros que estábamos muertos en nuestros delitos, por el grande amor con que nos amó, nos vivificó, nos resucitó, y nos hizo sentar en él, en los cielos, para mostrar la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros.”

No es sólo nuestra carne la que entra en el cielo, sino nuestra Cabeza, cabeza del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, del cual nosotros somos miembros. Esta es pues nuestra esperanza como miembros de su Cuerpo: seguir unidos a él en la gloria. Por eso debemos siempre “buscar las cosas de arriba, donde está Cristo”, nuestra cabeza, en espera de su venida, sin que las cosas de abajo nos aparten de nuestra meta. Cuando vino a nosotros no dejó al Padre, y ahora que vuelve a él, no nos deja, sino que nos manda su Espíritu. De simples creaturas hemos pasado a ser hijos.

Con la filiación hemos recibido también la misión. Mientras el mundo ve a Cristo en nosotros, nosotros le vemos en la misión, porque el Espíritu nos lo muestra en los frutos.

           Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 6º de Pascua

 Sábado 6º de Pascua

(Hch 18, 23-28; Jn 16, 23-28)

 Queridos hermanos:

           Dios se complace en la oración hecha en el nombre del Hijo, que le hace presente nuestra adhesión a su voluntad salvadora, por la que nos envió a Cristo, y nos llamó a la fe, y al conocimiento de su amor que hemos recibido escuchando a su Hijo. Por esta fe somos acreditados como hijos suyos en el Espíritu. La oración de los hijos, reconoce ante el Padre el valor de las llagas gloriosas del Hijo, testimonio de su amor a nosotros, por el que nos lo envió, y por el que nos ofrecemos a su voluntad salvadora del mundo. Si decimos en nuestra oración: ¡Padre nuestro!, hacemos presente nuestra unidad con su Hijo, por la que Él, ora en nosotros, y nosotros en Él. Oramos como miembros suyos, y por tanto en su Nombre.

          Si el Padre escucha nuestra oración, hecha en nombre de su Hijo, nuestras angustias e inquietudes se cambiarán en el gozo de sabernos amados por Dios, mientras a través del Espíritu, también nosotros le iremos conociendo y amando, cada vez con mayor plenitud, y amaremos también a nuestros hermanos.

          La santidad del amor, que acoge a todos los hombres se cumplirá en nosotros, si nos entregamos con su Hijo a su misión salvadora. Esto es mi cuerpo que se entrega. ¡Amén! Esta es mi sangre derramada. ¡Amén! Hágase en mí, tu voluntad que es santa. Por encima de mis proyectos y anhelos, hágase tu voluntad.

           Que así sea.

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Viernes 6º de Pascua

 Viernes 6º de Pascua

(Hch 18, 9-18; Jn 16, 20-23)

 Queridos hermanos:

          Continúa en el Evangelio la catequesis con la que el Señor prepara a los apóstoles para la crisis de su pasión y muerte. “Un poco”, un instante, un pestañear de ojos sumergidos en el torrente doloroso de la voluntad salvadora del amor de Dios, para resurgir a la comunión definitiva del amor, que nos abreva en el “torrente de sus delicias.”

Al igual que en la naturaleza, una vida nueva se engendra en el gozo y se da a luz en el dolor, así es también en el espíritu, por el Evangelio: al gran don de la vida eterna corresponde un efímero dolor.

Hay dos cosas efímeras de las que se habla en el Evangelio: la alegría del mundo, y la tristeza, el llanto y los lamentos de los discípulos, que se desvanecen “al tercer día”; como dice el salmo: “por la tarde nos visita el llanto y a la mañana el júbilo” (Sal 30, 6). Realidades incomparables por su entidad y su consistencia: lo temporal fugaz y superficial, lo eterno, profundo y definitivo. Días que deben asumirse y pasan veloces, mientras el gozo consecuente de cuantos confían en el Señor no pasará jamás, porque la victoria de Cristo es definitiva. A este discernimiento son instruidos los discípulos, y con ellos todos nosotros, sabiendo que en definitiva es el amor el que provee los criterios para distinguir lo pasajero de lo definitivo, lo accesorio de lo importante; lo falso de lo verdadero.

El diseño amoroso de Dios para el hombre, es su destino glorioso y eterno que lo implica en la libertad, y por tanto en la responsabilidad de su adhesión al plan de salvación divino, frente a la precaria situación de esclavitud y muerte que lo atenaza.

Cuando el sufrimiento va unido al amor, tiene plenitud de sentido, porque es fecundo en vida y abundante en fruto: Qué triste alegría la que dan las cosas; qué alegre tristeza la que da el amor. Qué triste alegría la que dan los otros, que alegre tristeza la que da el Señor. Si, dar a luz una nueva vida lleva consigo un trabajo doloroso; Cristo tiene que beber del cáliz preparado para los impíos; pisar el lagar de la cólera de Dios; sufrir los dolores del alumbramiento del Reino; y los apóstoles, primicias de los discípulos, serán también sumergidos en el torrente de los sufrimientos del que debe beber el Mesías (Sal 110, 7), para levantar la cabeza con él, en el gozo eterno de la resurrección, sumergidos en el “torrente de tus delicias; porque en ti está la fuente de la vida y en tu luz vemos la luz ” (Sal 36,9).

También en nuestra vida, como en el camino de la Iglesia hasta la casa del Padre, que son cuatro días, “un poco”, la cruz se ilumina, en la medida en que la sumergimos en el amor de la entrega, y lo definitivo hace insignificante lo transitorio. La vanidad se esfuma, y en la medida en que abandonamos el hombre viejo de nuestro yo, crece en nosotros el Yo de Dios, y nos acercamos a nuestro Origen (alfa) y a nuestro Fin (omega) al interno de la creación[1].

La palabra nos invita a la paciencia en el sufrimiento y a la obediencia del amor, sabiendo que no quedaremos confundidos, sino que levantaremos la cabeza con el Señor, a quien nos unimos por el Bautismo y en quien perseveramos por la Eucaristía.

          Que así sea.

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[1] cf.  Kushner, Lawrence.  “In questo luogo c`era Dio e io non lo sapevo” Giuntina, Firenze-1994. 168

La comunidad cristiana, evangelizada y evangelizadora

 

La comunidad cristiana, evangelizada y evangelizadora         

          Como dijo alguien, evangelizar es convencer a una persona de que Dios la ama, y para ello habrá que mostrarle a Jesucristo, a quien el Padre ha enviado para anunciarnos su amor, testificarlo con su entrega por nosotros en la cruz, y dárnoslo a gustar mediante el don de su Espíritu, que derrama en el corazón del creyente el amor de Dios. Así lo expresa san Juan en su Evangelio, por boca del Señor, mediante el signo visible de la comunidad cristiana: “Que todos sean uno Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado”. Efectivamente, esta es la obra del Espíritu Santo, como continúa diciendo san Juan: “Yo les he dado la gloria (el Espíritu Santo) que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí” (Jn 17, 20-23).

          Esta es la vivencia comunitaria de la Iglesia desde los inicios: “La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma. “Se reunían con un mismo espíritu en el pórtico de Salomón;  y el pueblo hablaba de ellos con elogio. Los creyentes cada vez en mayor número se adherían al Señor, una multitud de hombres y mujeres.”

          En estos tiempos, la vivencia de la comunidad debe continuar siendo la misma que ya había señalado el Señor: “En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros.” Solo desde esta vivencia que testifica la presencia de Cristo en nosotros, es posible el anuncio del Evangelio, como buena noticia, de que es posible que un amor que venza la muerte de sus miserias, se realice en ellos.

          La vivencia comunitaria, es en definitiva la experiencia eclesial, de una relación esponsal con Nuestro Señor Jesucristo, creador a su vez, de la comunión fraterna, y la exultación gozosa de su esposa, la Iglesia, impulsada a comunicar a todos su propia experiencia de elección gratuita de su amante Esposo.

          Esta es la reflexión que hace la Iglesia en boca de la Virgen María: Dios se ha fijado en la pequeñez de su sierva y ha hecho en mí maravillas; santo es su Nombre y eterna su misericordia; que los humildes lo escuchen y se alegren. Venid conmigo y os mostraré los prodigios de su amor.

          Nacida en medio del desierto de una humanidad asolada por el pecado. Nadie como ella ha florecido en pureza y virginidad, y ha destilado la buena obra de su fe, que nos ha alcanzado la salvación por Nuestro Señor Jesucristo. “Como azucena entre cardos es mi amada entre las doncellas” (Ct 2, 2).

          El amor a Cristo llevó a María Magdalena de madrugada al sepulcro, sin detenerse a razonar cómo sería posible remover la piedra que lo cerraba, “que era muy grande”. Efectivamente, como dijo Pascal: El corazón tiene razones que la razón no comprende. Estas mismas razones, la llevaron a abalanzarse a los pies de Jesús, haciendo lo que es propio de la esposa, pero María Magdalena tuvo que esperar a que se consumase el nacimiento del Cuerpo de Cristo para ser “esposa” de Cristo en la comunidad, y “tocar” a Cristo resucitado, tal como nos cuenta el Evangelio según san Mateo, en el que junto a las otras mujeres, en comunidad, sí pudo “tocarle y no soltarle”, como la esposa del Cantar de los Cantares: “lo he abrazado y no lo soltaré hasta que se consume mi unión con él, en la morada del amor en que fui concebida (cf. Ct 3, 4): “Y ellas, acercándose, se asieron de sus pies y le adoraron (Mt 28, 9),

El Señor, queriendo evangelizar a todas las naciones, se detuvo como signo, en Samaria, figura de la gentilidad llamada a ser esposa de Cristo, como dice San Agustín refiriéndose a la Iglesia.  Ha llegado la hora de “conocer a Dios”; de amar a Dios: Padre, Espíritu y Verdad, como el Padre quiere que se le adore, porque Dios es Amor. Desposada con Cristo por la fe, puede olvidar su cántaro, como el ciego su manto, y como los apóstoles sus redes, y la barca, y destilando mirra fluida sus dedos, como la esposa del Cantar de los Cantares, corre a evangelizar; va a proclamar lo que ha conocido; va a compartir los torrentes de “agua viva” que brotan de su seno para vida eterna. Ha sido evangelizada y es evangelizadora. ¡Las naciones, se incorporan a la Iglesia!   

          Con esta perspectiva, la comunidad cristiana puede tener la cabeza erguida y asociarse a la invocación que, según el Apocalip­sis, es el suspiro más profundo que el Espíritu Santo ha suscitado en la historia: "El Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven!" (Ap 22,17). Esta es la invitación final del Apoca­lipsis (22,17.20) y del Nuevo Testamento: "Y el que lo oiga diga: ¡Ven! Y el que tenga sed, que se acerque, y el que quiera, reciba gratis agua de vida... ¡Ven, Señor Jesús!       

                       (Juan Pablo II, catequesis del 3 de julio de 1991.)

 

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