Domingo 1º de Adviento B

Domingo 1º de Adviento B

(Is 63, 16-17. 64, 3-8; 1Co 1, 3-9; Mc 13, 33-37)

Queridos hermanos:

           Llega el Adviento, tiempo para excitar nuestra vigilancia, que debería ser constante y para orientar toda nuestra vida al Señor, que estando presente por su Espíritu, nos hace tender hacia la unión plena y definitiva con él. ¡Maran atha!

          Con esta perspectiva, el cristiano puede tener la cabeza erguida y asociarse a la invocación que, según el Apocalip­sis, es el gemido más profundo que el Espíritu Santo ha suscitado en la historia: "El Espíritu y la esposa dicen: ¡Ven!" (Ap 22,17). Esta es la invitación final del Apoca­lipsis (22,17.20) y del Nuevo Testamento: "Y el que lo oiga diga: ¡Ven! Y el que tenga sed, que se acerque, y el que quiera, reciba gratis agua de vida... ¡Ven, Señor Jesús! (Juan Pablo II, catequesis del 3/7/91).     

          En este primer domingo de Adviento, la liturgia de la Palabra nos llama a la vigilancia, en la esperanza dichosa de la venida del Señor, a quién hemos conocido por la fe y a quien amamos, por su salvación realizada en favor nuestro. Así clamaba el pueblo en la primera lectura: ¡Vuélvete Señor, por amor de tus siervos! Como dice siempre la Escritura: “Conviértenos, Señor, y nos convertiremos. San Pablo en la segunda lectura, asegura la asistencia del Señor a quienes le esperan, porque esperar es amar: “Él os mantendrá hasta el fin, para que seáis irreprensibles en el día de nuestro Señor Jesucristo”. El amor engendra la esperanza, que se mantiene viva en la vigilancia, mediante la sobriedad de la ascesis del corazón que ora sin desfallecer. Como un cuerpo sano ansía el alimento, un espíritu amante ansía al Señor.

En efecto, el velar del que habla el Evangelio no consiste en un mero privarse del sueño, sino en la vigilancia del corazón que ama, como dice la esposa del Cantar de los Cantares: “Mi corazón velaba y la voz de mi amado oí”. El corazón que vigila en el amor, escucha la voz del amado y le reconoce para abrirle al instante, en cuanto llegue y llame: “Estén ceñidos vuestros lomos y las lámparas encendidas, y sed como hombres que esperan a que su señor vuelva de la boda, para que, en cuanto llegue y llame al instante le abran” (Lc 12, 35s).

          He aquí, entonces, el sorprendente descubrimiento: ¡nuestra esperanza, está precedida por la espera que Dios cultiva con respecto a nosotros! Sí, Dios nos ama y justamente por esto espera que regresemos a Él, que abramos el corazón a su amor, que pongamos nuestra mano en la suya y que recordemos que somos sus hijos. Esta espera de Dios, precede siempre a nuestra esperanza, exactamente como su amor, nos alcanza siempre en primer lugar (cfr 1 Jn 4,10).

          Todo hombre está llamado a esperar, correspondiendo a la expectativa que Dios tiene sobre él. 

           En el corazón del hombre (que cree) está escrita de forma imborrable la esperanza, porque Dios, nuestro Padre, es vida, y para la vida eterna y beata estamos hechos. (Benedicto XVI, Adviento 2007).

           Profesemos juntos nuestra fe.

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Sábado 34º del TO

Sábado 34º del TO

Lc 21, 34-36

Queridos hermanos:

          Como estamos viendo estos días, es necesario estar preparados al encuentro del Señor, como fue necesario a aquellos sobre los que vino la destrucción de Jerusalén. También a nosotros se nos removerán todas las cosas: la rutina diaria, nuestros proyectos, nuestros planes, y hasta de la vida misma se nos privará un Día. Nuestra preparación está en la vigilancia del corazón, por el deseo del encuentro con el Señor, que si es verdad que debe ser constante, debe también mirar al encuentro definitivo.

          Pero como no somos ángeles y estamos sometidos a la concupiscencia, es necesario ejercitar también nuestro cuerpo a la vigilancia para que el espíritu vele en la oración, porque cuando viene a menos este deseo del Señor, nuestro corazón se enreda en los afectos terrenos de las cosas y de las personas y se va instalando en lo que es de por sí caduco, y como consecuencia se va corrompiendo con los goces inmediatos, que como no sacian, exigen cada vez una satisfacción mayor, en un vano intento de plenitud que nunca se alcanza. Acordémonos de la semilla que cae entre abrojos y es sofocada por las preocupaciones del mundo, los placeres de la vida y el afán de las riquezas.

          Somos invitados, pues, a estar ceñidos por la esperanza que nace del amor, y por el discernimiento de lo importante y definitivo que saciará nuestro corazón. Velemos, pues, mediante la sobriedad de nuestros sentidos, y la pureza de nuestros afectos como la esposa del Cantar en medio de los sueños de esta vida, y así escucharemos al Esposo que viene en la noche a llamar a nuestra puerta, para llevarnos a la posesión de su Reino en las bodas eternas, con las que desea unirse a nosotros para siempre.

          Que así sea.

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Viernes 34º del TO

Viernes 34º del TO

Lc 21, 29-33)

Queridos hermanos:

          Hoy la liturgia tiene una mirada escatológica a través de ambas lecturas, que es propia de este tiempo en el que finaliza el año litúrgico, aunque en el discurso de Cristo tuvo también un alcance inmediato referido a la eclosión del Reino que llega con él y que en los Evangelios aparece en ocasiones amalgamado con la escatología. Como ocurre con la visita del Señor y con el juicio, ocurre también con la irrupción del Reino; hay una primera manifestación y una definitiva.

          El Reino irrumpe humildemente con la predicación de Cristo, y sólo con la conmoción que supondrá la destrucción de Jerusalén, dejará su fase embrionaria, para explosionar hasta alcanzar una primera plenitud en su desarrollo durante mil años, llegando a hacerse universal. Pero se anuncia también en el Apocalipsis una conmoción cósmica, en la que la figura de este mundo pasará, para dar lugar a los cielos nuevos y la tierra nueva, en los que el Reino eterno de Dios alcanzará una expansión y plenitud definitiva, precedido por las señales que anuncian la cercanía del Señor en su venida gloriosa.

Como veíamos ayer, en la medida en que el Reino alcanza su plenitud, este mundo se disuelve. Lo provisional da paso a lo definitivo, y al parto de los cielos nuevos y la tierra nueva, le acompañarán los dolores del alumbramiento, como cuando se da a luz una nueva vida. Al tiempo de los frutos, todo será cosechado: el bien y el mal, y todo recibirá su paga correspondiente, como en la parábola de la cizaña.

          El abismo del mal se agitará en los cuatro puntos cardinales, sabedor de que le queda poco tiempo. Su fin se acerca, y enfurecido vomita sus abominables bestias, anunciadas por el profeta Daniel y por el Apocalipsis, cuyos engendros llegan hasta nuestros días.

          Comunismo, fascismos, masonería, satanismo, terrorismo, fundamentalismo, feminismo, ideología del género y otros, son signos de la agitación y efervescencia del mal ante el advenimiento definitivo del Reino de Dios, frente a estos monstruos necesitamos discernir.

La cizaña será reducida a cenizas y aniquilada, como la muerte, mientras no perecerá ni uno solo de los cabellos de nuestra cabeza, el Señor nos resucitará y nos llevará con él, mientras pasa la figura de este mundo.

La Revelación de Dios en su Palabra nos da las claves para el discernimiento, que nos permiten vislumbrar en los acontecimientos, la irrupción del Reino, y la venida de Cristo, que está cerca, a las puertas. Se acerca nuestra liberación, y con ella debe afianzarse nuestro testimonio de Jesús, y nuestra vigilancia. Todas las falacias de las ideologías colapsarán sobre sus pretendidas certezas y sus seguridades se precipitarán en la más tremenda ruina. La subsistencia exigirá el discernimiento y la perseverancia de la fe.

Este es el horizonte que hoy tenemos ante la Eucaristía, realidad sacramental, mientras esperamos, y en la que vamos a exhalar el suspiro más profundo que el Espíritu Santo ha suscitado en la historia unido a la Iglesia (JUAN PABLO II, Catequesis del 3-7-1991) : ¡Ven, Señor! “El Espíritu y la esposa dicen: ¡Ven!” (Ap 22, 17).

¡Maran atha! ¡Que pase este mundo y que venga tu Reino!

Que así sea.

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San Andrés Apóstol

 

San Andrés Apóstol 

Rm 10, 9-18; Mt 4, 18-22

Queridos hermanos:

          Con san Andrés, hacemos presentes hoy a los apóstoles.   Encaminado por Juan Bautista al seguimiento de Cristo, Andrés comienza en seguida a “pescar” en su propia casa y comunica lo que ha recibido a su hermano Simón, al que el Señor confiará el timón de su barca y lo llamará Pedro.

          La predicación del Evangelio es la misión por excelencia de la Iglesia, que lo ha hecho llegar hasta nosotros a través de los apóstoles. Jesús había dicho a sus primeros discípulos: “seréis pescadores de hombres”. Los hombres, somos en efecto, como peces que se sacan del mar de la muerte en la que fuimos sumergidos por el pecado, con el anzuelo de la cruz de Cristo. San Agustín dice que con los hombres, y en nuestro caso ha ocurrido así, sucede al revés que con los peces. Mientras ellos al ser pescados, mueren, nosotros, al ser sacados del mar, que en la Escritura es figura de la muerte, somos devueltos a la vida. Lo que mejor nos dispone a este ser pescados por la fe, es el anzuelo de nuestras miserias y sufrimientos, que Cristo en el Evangelio nos invita a tomar cada día y que la Escritura y la Iglesia designan como la cruz; ella nos hace agarrarnos fuertemente al anuncio de la salvación, que Dios nos presenta a través de los apóstoles.

          La llamada a los primeros discípulos en el Evangelio de san Mateo, resalta la iniciativa de Dios que es quien llama, y la respuesta inaplazable e inexcusable del discípulo, que debe anteponerla a todo. Hemos escuchado a san Pablo decir: “el que invoque al Señor se salvará”, porque la salvación viene por acoger la palabra de Cristo, que nos anuncia el amor gratuito de Dios. Si el discípulo acoge la llamada y acepta la misión, parte como anunciador de la Buena Nueva y suscita la salvación en quien acoge el mensaje de la fe.

          La fe, surge del testimonio que el Espíritu Santo da a nuestro espíritu, revelándonos la Verdad del amor de Dios, en lo profundo de nuestro corazón. Si Dios comienza a ser en nosotros, nosotros somos en él, y nuestro corazón se abre y abraza a todos los hombres, de manera que ya no vivimos para nosotros mismos, sino para aquel que se entregó, murió, y resucitó por nosotros. Nuestra vida se hace así testimonio del Don recibido.

          La Eucaristía, nos invita a entrar en comunión con la salvación de Cristo invocando su Nombre, con la fe en la predicación de los apóstoles, con la Palabra, y con la entrega de Cristo.

          Que así sea.

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Miércoles 34º del TO

Miércoles 34º del TO

Lc 21, 12-19

Queridos hermanos:

          Dios quiere que todos los hombres se salven, e inspira un testimonio final de los discípulos de Cristo, con su entrega total, y con la asistencia de su Espíritu. Deberán sufrir una gran persecución del maligno, desesperado porque ve acercarse su hora fatal. Exasperado por la inminencia de su derrota definitiva, el mal se volverá contra nosotros y seremos perseguidos a muerte, para su propia ruína. Este será el momento de nuestro testimonio de la Verdad, y de reinar con Cristo sobre nuestros enemigos para que sean evangelizados por nuestro perdón gratuito, que reproduce el amor de Dios con nosotros, y el tiempo de la misericordia divina, en busca de la salvación de los impíos.

          El Espíritu Santo será nuestra fortaleza frente a los sufrimientos, y seremos preservados, para que “no perezca ni un cabello de nuestra cabeza, y con nuestra perseverancia salvaremos nuestras almas.” Este es el momento de la verdad para el que hemos sido llamados, en el que tendremos que vivir de la fe que profesamos, de ser Dios el único sentido de nuestra vida, y hacia el cual tiende nuestra “esperanza dichosa,” fruto del amor que ha derramado en nuestros corazones el Espíritu Santo. Por él podemos “odiar” esta vida y las cosas del mundo, en favor de cuantos Dios ama, y por quienes ha derramado la sangre de su Hijo.

Que el amor nos mantenga vigilantes con el discernimiento de la fe, y a salvo de los engaños constantes del maligno, que desde el principio ha pretendido “ser”. Detrás de cada falso mesías hay una palabra del Señor, que nos despierta y nos purifica. Los ataques a la fe son temibles por su violencia, pero quizá más por su seducción hacia un engañoso bienestar y la falsa paz de los ídolos. Se necesita la iluminación de la cruz y de la historia para reconocer en medio de ellos al Señor. Por último las fuerzas del cosmos serán sacudidas, y la salvación estará en perseverar.

          A la asistencia y fortaleza del Espíritu, deberá unirse la perseverancia que lleva a la victoria, y que sólo es posible cuando la fe y el amor sostienen la osadía de la esperanza, con la paciencia, en medio de las tribulaciones. Será necesario renunciarse totalmente, permaneciendo en el don gratuito del amor de Dios y así guardarse para una vida eterna.

          Que así sea.

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Martes 34º del TO

Martes 34º del TO

Lc 21, 5-11

Queridos hermanos:

          En este martes de la última semana del año litúrgico, la profecía de Daniel nos presenta la interpretación del sentido de la historia a la luz del acontecimiento de la irrupción del Reino de Dios, que Dios revela a su pueblo a través del profeta. No es importante si Nabucodonosor ha recibido esta revelación, sino que la ha recibido el pueblo de Dios, y a través de él, todos los pueblos de la tierra: El desvanecerse de los imperios de este mundo y el afianzarse del Reino de Dios, son   procesos simultáneos en el devenir de la historia. Cuando la última de las potencias haya sido pulverizada, “la semilla de mostaza” alcanzará la plenitud de su desarrollo.  

          Aunque todos los signos que describe el Evangelio se pueden considerar ya cumplidos, antes de la caída de Jerusalén en el año 70 de nuestra era, dando paso a la irrupción del Reino en Cristo, hoy se continúa proyectando su luz, entorno a su instauración definitiva en la Parusía, hacia la cual tiende toda la esperanza cristiana y también la   creación entera.    

          Hay “preguntas equivocadas” como esta de hoy, a las que Cristo se niega a responder en el Evangelio: ¿Cuándo sucederá esto, Señor? Es precisamente la incertidumbre del momento, la que debe proveer con sabiduría, la vigilancia incesante que brota del amor. Además, en cada generación, la persecución y la seducción se harán presentes, ya sea externa o internamente y hay que estar preparados.

          El Señor con esta palabra nos recuerda la provisionalidad de las realidades terrenas que deben dar paso a las definitivas con la venida del Señor. Poner el corazón en lo pasajero es además de una forma de idolatría, una necedad, que siempre defrauda a quienes se apoyan en los ídolos. La fe por el contrario, nos ayuda a trascendernos en el Señor, la roca firme, y a recibir de él, fortaleza ante los acontecimientos, y discernimiento ante los falsos mesías y profetas que tratarán de seducir a muchos.

          Cuántas sectas y cuántos falsos mesianismos han surgido y existen en nuestros días, que se arrogan la identidad cristiana. También antes de la destrucción de Jerusalén aparecieron los falsos mesías, respecto a los cuales previno el Señor diciendo: “no les sigáis”. Perseverad en la fe de la Iglesia sin escandalizaros de sus defectos y de sus excesos; de sus manchas y de sus arrugas. Que no se enfríe vuestra caridad. No os aterréis por la violencia que llevará consigo la contradicción de mi nombre, viene a decirnos el Señor.

          Qué grande es la bondad del Señor, que antes de que nos sorprenda el mal irremediable, permite males menores, aunque pueden ser grandes, e incluso globales, para prevenirnos y hacernos reaccionar. «Ahora, el que tenga bolsa que la tome, y lo mismo alforja, y el que no tenga, que venda su manto y se compre una espada (Lc 22, 36). “Despierta tu que duermes levántate de entre los muertos y te iluminará Cristo.”

          El amor nos mantiene vigilantes con el discernimiento de la fe y de la esperanza, y a salvo de los engaños constantes del maligno, que desde el principio ha pretendido “ser”. Detrás de cada falso mesianismo hay una palabra del Señor que nos despierta y nos purifica, si es que tenemos discernimiento para ver las trampas del “mentiroso, y padre de la mentira”. Los ataques a la fe son temibles por su violencia, pero quizá lo es más, la seducción del diablo hacia un engañoso “estado de bienestar”, de “paz y seguridad”, de confiar ilusoriamente en una “calidad de vida sostenible”, y en una falsa ideología de pretendido progresismo, que conducen al abismo. Se necesita la iluminación de la cruz y de la historia para reconocer al Señor en los acontecimientos y para resistir ante el tentador y camaleónico embustero y sus encendidos dardos.

          Que el Señor nos conceda en la Eucaristía, unirnos al esperanzado grito de la Iglesia “¡Maran atha!” ¡Que pase este mundo y que venga tu Reino!

          Que así sea.

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Lunes 34º del TO

Lunes 34º del TO       

Lc 21, 1-4

Queridos hermanos:

          La viuda en la Escritura es siempre figura de la precariedad existencial junto al huérfano y al extranjero, y es Dios mismo quien se constituye en su valedor, instando la piedad de los fieles en su protección. En consecuencia, la viuda piadosa es siempre modelo para los fieles de la confianza y del abandono en Dios, propios de la fe. “La que de verdad es viuda, tiene puesta su esperanza en el Señor y persevera en sus plegarias y oraciones noche y día” (1Tm 5,5); la acompaña el testimonio de sus bellas obras: haber educado bien a los hijos, practicado la hospitalidad, lavado los pies de los santos, socorrido a los atribulados, y haberse ejercitado en toda clase de buenas obras (1Tm 5, 10). A la consideración y adquisición de esas cualidades quiere invitarnos hoy la palabra presentándonos a esta viuda.

          Si cabeza de la mujer es su esposo como dice san Pablo, la Iglesia tiene a Cristo, su cabeza, en el cielo, por lo que podemos atribuirle justamente la condición de viuda, como también a cada alma fiel, que vive abandonada en su Señor confiando plenamente en él. El peligro está, en tratar de sustituir en su corazón al Esposo por el “marido” (baal), como la samaritana del Evangelio; sustituir al Señor por el dinero. Para vivir sólo es necesario el Señor. Ni siquiera la comida es tan necesaria. Santa Catalina de Siena no comía y no se moría por eso. Sólo Dios basta, como decía santa Teresa.

          La viuda del Evangelio opta por el Señor que ve lo escondido de su corazón y lo precario de su situación; ella entrega su vida, mientras otros entregan lo accesorio; ella se entrega entera, mientras otros quedan al margen de su dádiva; ella da cuanto necesita, mientras ellos parte de sus sobras; si Dios provee para ella todavía un tiempo de subsistencia continuará en esta vida, y si no, comenzará a vivir eternamente en el Señor. Es mejor la precariedad de la confianza en Dios que la pretendida seguridad de la abundancia. La palabra de Dios hace inagotables nuestras miserables “orzas” y “tinajas”, como a la viuda de Sarepta.

          Sólo en Dios, está la vida perdurable y de él depende cada instante de nuestra existencia. Sabiduría es saber vivir pendientes de su voluntad y abandonados a su providencia. Necedad, en cambio, es hacer de los bienes la seguridad de nuestra vida. Lo entregado a Dios permanece para siempre, y lo reservado para uno mismo se corrompe.

          Lo que valoriza el don es la parte de la persona involucrada. No tanto lo que uno dé, cuanto lo que uno se dé. Ya desde el Antiguo Testamento, la promesa de la vida se hace, al amor con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas. Con todo el ser.

          Lo más importante es confiar en el Señor y servir a su generosidad con amor, y a su amor con generosidad, sin mirar excesivamente al resultado, porque es Dios quien da el incremento. El secreto, como en el caso de esta viuda, no está en dar mucho o poco, sino en darse por entero. Hacer de la vida, un don.

          Que el don total de sí, que Cristo nos ofrece en la Eucaristía, encuentre en nosotros la correspondencia de la fe.

          Que así sea.

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Domingo 34º del TO A Jesuristo Rey del Unverso

 

Domingo 34 del TO A. Solemnidad de Cristo Rey

(Ez 34, 11-12.15-17; 1Co 15, 20-26ª.28; Mt. 25, 31-46)

Queridos hermanos:

          Celebramos a Cristo Rey del Universo, alfa y omega de la historia. Principio y fin de la salvación de Dios; instauración del Reino de su amor misericordioso.  

          Para celebrar la realeza de Cristo, la Iglesia contempla en la liturgia, en el Evangelio de Marcos a Jesús condenado a muerte; en el Evangelio de Lucas al Señor crucificado, y en el Evangelio de Mateo, a un rey que ha sufrido hambre, sed, desnudez, enfermedad y prisión.

          Entonces, ¿en qué ha consistido su reinado? En dar testimonio de la Verdad del amor de Dios, deshaciendo la mentira del diablo.

          Y ¿cómo ha dado ese testimonio? Muriendo por nosotros en la cruz para perdonar el pecado, amándonos hasta la muerte para destruir la muerte. Este es nuestro Dios, y este es nuestro Rey.

           La primera lectura nos habla del pastor. Un pastor vive con el rebaño, come con él, duerme al raso; no hay vida más dura que la del pastor, llueva, truene o haga sol. Así es nuestro rey. Para eso se ha hecho hombre, aceptando ser acogido o rechazado hasta la muerte de cruz. Así es nuestro rey. ¡Viva Cristo Rey! decían los mártires, y como él reinaban, perdonando a los que los mataban.

          La palabra de hoy nos presenta a Cristo como rey-pastor, sentado en su trono de gloria, para pastorear con justicia y retribuir con el Reino a las naciones, según la acogida y adhesión a Dios, por la fe en quien Él ha enviado, y en la persona de sus discípulos, sus “pequeños hermanos”. Él ha conducido, alimentado, cuidado, y defendido a su rebaño, y ahora en su buen gobierno, juzga entre ovejas y machos cabríos la acogida o el rechazo de su palabra de salvación.

          Frente a esta Palabra, los discípulos, no sólo debemos tomar conciencia de nuestra realidad ontológica de “hijos del Padre” y de “hermanos de Cristo”, sino también de nuestra misión de “pequeños”, mediadora de la salvación de Cristo a las naciones: “Quien a vosotros recibe, a mí me recibe”. Misión de destruir la muerte del mundo en nuestros propios cuerpos, constituidos en miembros de Cristo, pues “mientras nosotros morimos, el mundo recibe la vida”, (cf. 2Co 4, 12).

          Esta palabra hace presente la misión salvadora de la Iglesia, y nos exhorta a permanecer unidos al grupo de los “hermanos más pequeños de Jesucristo”, que la han encarnado en el mundo, siendo por tanto objeto del rechazo o de la acogida de los hombres, que en ellos lo han hecho a Cristo mismo.

          Los cristianos, con el espíritu de Cristo, hacemos presente en nuestros cuerpos la escatología. Sobre nosotros se ha anticipado el juicio de la misericordia divina (Jn 3, 18). Somos conscientes de haber acogido al Señor, y triunfantes por haber permanecido unidos a la vid, somos norma de juicio para las gentes, y paradigma de salvación o de condenación, frente al que serán medidas “todas las naciones” (Mt 25, 35 y 36. 42 y 43).

          Cuando un cristiano o una comunidad cristiana escucha la proclamación de esta Palabra, debe saberse situar en el grupo de los “hermanos más pequeños del Señor”, junto a él y frente a las naciones. Debe ser consciente de la salvación que gratuitamente ha recibido, y por la cual vive. Debe recordar perfectamente los padecimientos sufridos por el testimonio de Jesús y sobre todo las consolaciones de haber visto su palabra acogida por tanta gente, sobre la cual ha visto irrumpir el Reino de Dios en el gozo del Espíritu Santo, cuando como siervo inútil, ha encarnado al mensajero de la Buena Noticia.

          Por eso, al escuchar esta Palabra y ver que aún es tiempo de salvación y de misericordia, su celo se robustece pensando en aquellos que aún no la han conocido. Su vigilancia se renueva, pues por nada quisieran abandonar el lugar  glorioso cercano a su Señor en el día del juicio, ni dejar su puesto en la Iglesia o ser despojados de él por el enemigo que constantemente “ronda buscando a quien devorar”. Contemplan también las obras santas que les concede realizar Aquél que los conforta, por el cual están crucificados para el mundo, y no viven ya para sí, sino para Aquél que murió y resucitó por ellos.

          Son  ellos, los hambrientos por Cristo, los desnudos, los presos, los enfermos, en los que Cristo es acogido o rechazado. No es ya su vida la que viven, sino que Cristo vive en ellos. Pero si al escuchar esta Palabra, caen en la cuenta de que ya el Maligno les ha desposeído de su puesto junto a los “hermanos más pequeños”, si ya se ven grandes y opresores, e hijos de otro padre, esta Palabra les llama nuevamente, porque si nosotros somos infieles, Él, permanece fiel.

          Proclamemos juntos nuestra fe. 

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Sábado 33º del TO

Sábado 33º del TO 

Lc 20, 27-40

Queridos hermanos:

          Hoy la Palabra nos invita a fijar nuestra mirada en la vida eterna de la Resurrección, de la cuál tenemos ya por la fe, una “esperanza dichosa”, porque será una vida con Cristo en Dios. Pero esta esperanza no todos la comparten porque “la fe no es de todos”, decía san Pablo: No todos comprenden las Escrituras ni el poder de Dios (cf. Mt y Mc), y el Maligno se sirve de aquellos a quienes ha engañado, para atacar nuestra esperanza y tratar de destruir nuestra fe. Necesitamos por lo tanto ser “consolados y afirmados en toda obra y palabra buena” en el combate contra el Maligno y en la misión del testimonio que supone la vida cristiana. Así, podremos alcanzar a ser dignos de la Resurrección y de tener parte en el mundo venidero, en el que no existirá la muerte, como nos ha dicho el Evangelio, sino los hijos de Dios; los santos, viviendo en el servicio del Señor. Una vez recuperados nuestros miembros, viviremos en la comunión de los santos, en una unión virginal con el Señor que se nos entregará totalmente en la posesión de la visión, haciéndonos un solo espíritu con él.

          En efecto, Dios creó a los ángeles, espíritus puros, pero al hombre quiso hacerlo con la capacidad de colaborar con él en la creación de otros hombres; con la capacidad de transmitir la imagen de Dios que había recibido, hasta que se completara el número de los hijos que Dios quiso llevar a la gloria (cf. Hb 2, 10): “muchedumbre inmensa que nadie podía contar” (Ap 7, 9), y para eso lo hizo fecundo, dándole un cuerpo sexuado. Cuando se complete el número de los hijos de Dios y ya no puedan morir, la humanidad dejará de procrear, y seremos como ángeles en los cielos.

          Ahora mientras perdura este “hoy”, estamos llamados a dar razón de nuestra esperanza, afianzados en la palabra buena del Evangelio y en la obra de la evangelización, por nuestro Señor Jesucristo que nos ha amado y consolado gratuitamente. El nos guardará del Maligno y nos sostendrá en el combate, con la tenacidad de Cristo, en su amor.

          Por la fe, vivimos en la esperanza dichosa de la vida eterna, que nos ha sido prometida, y está operante en nosotros, pero que recibiremos en plenitud en la Resurrección, y que la Caridad, visibiliza ya ahora como garantía de la vida nueva recibida de Cristo, por la efusión del Espíritu en nuestros corazones, y la comunión con su cuerpo y su sangre en la Eucaristía. “Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, en que amamos a nuestros hermanos”.

          Que así sea.

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Viernes 33º del TO

Viernes 33º del TO 

(Lc 19, 45-48)

Queridos hermanos:

          En el Evangelio de hoy, vemos a Jesús visitar el templo muy diversamente a como lo hace en otras ocasiones, mostrando un celo (Sal 69, 10) y una autoridad muy particulares. Esa es la autoridad que perciben los judíos en Jesús y que no quieren reconocerle. El Señor viene a la casa de su Padre, a su casa, con autoridad; es el día de su “visita”; se hace presente el juicio empezando desde la casa de Dios; Se ha agotado el tiempo del Templo, y de la higuera, como se agotará el tiempo de toda la creación incluida la humanidad misma. Es el Señor quien visita, y hay que rendir cuentas, y presentar fruto; es el tiempo del juicio; ya no es tiempo de higos, de sentarse bajo la parra y la higuera, ni volverá a serlo jamás. Jesús anticipa proféticamente su visita al Templo y a la higuera, como lo hizo de su “hora”, en Caná de Galilea. Sucede con la higuera lo que ocurrirá con el Templo, en el que el Señor no encuentra fruto de trato con el Señor, sino idolatría del dinero, negocio e interés: El Templo será arrasado; se secará como la higuera, “porque no ha conocido el día de su visita”; ya no podrá nunca más dar fruto; ningún ídolo comerá ya fruto de él.

          Ya el profeta Malaquías lo había anunciado cuando dijo: “Voy a enviar a mi mensajero a allanar el camino delante de mí, y en seguida vendrá a su templo el Señor a quien vosotros buscáis; ¿Quién podrá soportar el Día de su venida? ¿Quién se tendrá en pie cuando aparezca? Porque será como fuego de fundidor y lejía de lavandero. Se sentará para fundir y purgar. Purificará a los hijos de Leví y los acrisolará como el oro y la plata; (cf. Ml 3, 1-3). Los saduceos eran la clase aristocrática judía, amantes de las riquezas, y cuya opulencia contrastaba con la pobreza real del pueblo; aliados siempre con el poder de turno, se habían adueñado del sacerdocio gracias a su afinidad con los asmoneos, descendientes de los macabeos, autores de la independencia judía, y cuya corrupción doctrinal y moral fue la causa eficiente del cisma esenio, de la proliferación de los sicarios, y de la confrontación creciente con la corriente doctrinal farisaica, se habían adueñado del culto y del templo, y se aprovechaban obligando a que todas las transacciones para los sacrificios se hicieran con su propia moneda y de ahí la presencia de los cambistas, el mercado de animales para el sacrificio y el negocio.

          El Templo, como lugar de la presencia de Dios en medio del pueblo, resultado del proceso de acercamiento de Dios a su pueblo, para recibir de él un culto grato a sus ojos, que es además la seguridad y la fortaleza de su corazón, acogerá para la oración a todos los pueblos (Is 56,7). Pero el Señor no está dispuesto a compartir su culto con la idolatría del corazón, convirtiéndolo en un ritualismo externo, impío y perverso, sin contenido verdadero alguno. Esta idolatría, “cueva de bandidos” fustigada ya por Jeremías (Jr 7, 11), fue la causa de que quedara antiguamente abandonada su morada en Siló, y lo será, de que sea destruido el templo de Jerusalén en tiempos de Jeremías y definitivamente después de Cristo.

          Los sacerdotes y sus escribas no soportan que Jesús fustigue su corrupción, y no se detendrán hasta eliminarlo, como hizo siempre Israel persiguiendo a los profetas en lugar de convertirse. Cuestionan su autoridad en lugar de convertirse de su infidelidad, y así, de nuevo será abandonado el templo definitivamente y, entregado, ya vacío, a la destrucción: “el velo del Santuario se rasgó en dos, de arriba abajo (Mc 15, 38). El santo de los santos ya no tenía nada que guardar, ni el velo nada que velar. Lo escuchamos en el Evangelio: “vuestra casa quedará desierta.” Dios se había preparado ya un nuevo templo, vivo, en Cristo, y en su Iglesia que es su cuerpo, con piedras vivas. “Casa de oración para todos los pueblos”, según la universalización del culto ya anunciada por Isaías (Is 56, 7).

          Con Cristo, el templo y la presencia de Dios, pasan de la figura a la realidad: Dios está con nosotros en Cristo, y su cuerpo, verdadero templo, hace presente a Dios en el mundo, también a través de sus miembros, en la Iglesia, en quienes habita el Espíritu Santo por la fe en Cristo.       

          Este verdadero templo, se fundamenta por la predicación del Evangelio de Cristo, se edifica por la caridad y los sacramentos, y se destruye por el pecado. Cuando se profana por la idolatría, se enciende la ira del Señor, que viene a purificarlo porque “le devora el celo por su casa”: “Quien resistirá el día de su venida”, como dijo Malaquías.

          De la misma manera en el nuevo templo del corazón del hombre, se hará presente el celo del Señor por su casa, para purificarlo de toda idolatría y poder hacer en él su morada.

          Que así sea

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[1] Los saduceos eran la clase aristocrática judía, amantes de las riquezas, y cuya opulencia contrastaba con la pobreza real del pueblo; aliados siempre con el poder de turno, se habían adueñado del sacerdocio gracias a su afinidad con los asmoneos, descendientes de los macabeos, autores de la independencia judía, y cuya corrupción doctrinal y moral fue la causa eficiente del cisma esenio, de la proliferación de los sicarios, y de la confrontación creciente con la corriente doctrinal farisaica.

Jueves 33º del TO

Jueves 33º del TO

Lc 19, 41-44

Queridos hermanos:

          Como veíamos el otro día en el Evangelio de la expulsión de los vendedores del templo, el día de la “visita” de Jerusalén era el día de su juicio, que debía comenzar por la Casa de Dios. El Señor (Ml 3,1)  no encuentra fruto en él templo ni conversión en Jerusalén; el Señor es rechazado, expulsado de la ciudad y crucificado, y la presencia de Dios abandona el templo, rasgándose en dos el velo del Santuario de arriba abajo (Mt 27, 51). Según la tradición, un padre, rasgaba sus vestiduras, ante la muerte de un hijo. El templo vacío y sin fruto se secará como la higuera (Mt 21, 18) y quedará en manos de los demonios que lo destruirán junto con la ciudad, como hemos escuchado en el Evangelio: «tus enemigos te rodearán de empalizadas, te cercarán y te apretarán por todas partes, te estrellarán contra el suelo a ti y a tus hijos que estén dentro de ti y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has conocido el tiempo de tu visita.»

          Pero el Señor tenía designios de paz para su pueblo, como también hoy cuando se acerca a nosotros con entrañas de misericordia, llamándonos a conversión; quizá tendrá que llorar sobre alguno de nosotros, porque ve lo que nos espera si no nos convertimos: “¡Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz!: Sellaré un pacto en su favor aquel día; arco, espada y guerra los quebraré lejos de esta tierra, y los haré reposar en seguro. Pero ahora ha quedado oculto a tus ojos.” Así ocurre a los que acuden a los ídolos: “Tienen ojos y no ven; tienen oídos y no oyen; no comprenden en su corazón, no se convierten, y no son curados. Pero como dijo Orígenes, (Lucam hom. 38): Yo no niego que aquella Jerusalén fuese destruida por los pecados de sus habitantes; pero os pregunto si estas lágrimas han sido vertidas también sobre vuestra Jerusalén. Cuando alguno peca después de participar de los misterios de la verdad, se llorará por él; pero no por ningún gentil, sino sólo por aquel que perteneció a Jerusalén y después la abandonó.

          Ahora es el tiempo favorable. ¡Volved a mí hijos apóstatas! Deje el malo su camino y vuelva al Señor, que ahora es tiempo de misericordia. Ya el segador recibe su salario y recoge fruto para vida eterna. Convertíos a mí y yo me convertiré a vosotros. Veréis lo que haré con vosotros: me daréis gracias a boca llena. Bendeciréis al Señor de la justicia y ensalzaréis al Rey de los siglos. Yo le doy gracias en mi cautiverio; anuncio su grandeza y su poder a un pueblo pecador.

          Que así sea.

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Miércoles 33º del TO

Miércoles 33º del TO 

Lc 19, 11-28

Queridos hermanos:

          Ante el final del año litúrgico y de la contemplación de Cristo Rey, alfa y omega de la historia, la liturgia dirige una mirada a la próxima venida del Señor, como juez, a quien hay que rendir cuentas, y a la preparación cósmica del acontecimiento decisivo de toda la creación.

          La palabra de este día nos presenta el sentido de la vida, como un tiempo de misión para recibir y hacer fructificar el don del amor de Dios que recibimos por la efusión de su Espíritu. El Señor que nos ha llamado a la misión y nos ha dado de su Espíritu, a cada cual según su capacidad, volverá a recibir los frutos y a dar a cada cual según su trabajo, una recompensa buena, apretada, remecida y rebosante sin parangón con nuestros esfuerzos, según su omnipotencia y generosidad extremas. Como vemos en la parábola, el señor no se queda con nada. Incluso el que tiene diez, recibe la parte del siervo malo y perezoso. Es imposible hacernos una idea de los bienes que Dios ha preparado para los que le aman. San Pablo sólo alcanza a decir que: “nuestros sufrimientos en el tiempo presente, no son comparables a la gloria que se ha de manifestar en nosotros.”

          El estar en vela de que habla el Evangelio, consiste en la vigilancia de un corazón que se ejercita en el amor, en consonancia con el don recibido. Pensemos a la esposa del Cantar de los cantares: “Yo dormía, pero mi corazón velaba”.

          El amor es siempre actividad fecunda en el servicio, como vemos en el Evangelio. En cambio el pecado como ruptura con el amor, produce el miedo ya desde los orígenes, como vemos en el libro del Génesis. En eso consiste la infidelidad del siervo malo: en hacer estéril la gracia recibida; en cambiar el amor en un miedo que lo paraliza en la desobediencia, por la incredulidad; en romper con el amor mediante el juicio que lo corrompe, y como un miembro muerto, ser amputado para no exponer a todo el cuerpo a la gangrena.

          A veces nos lamentamos de no alcanzar a comprender la grandiosidad de Dios, de su bondad y de su amor, pero esta incapacidad está en consonancia con aquella otra de no darnos cuenta de la gravedad de nuestros pecados. Dios en su sabiduría va acrecentando la conciencia de nuestras faltas en la medida que progresa nuestro conocimiento de su amor. Lo segundo lleva a lo primero. La pecadora del Evangelio a la que se ha perdonado mucho, muestra en consecuencia mucho amor, porque ha recibido mucho perdón. Ya dice san Juan que: “el amor no consiste en lo que nosotros hayamos amado a Dios, sino en lo que él nos amó primero.”

          Lo más importante es confiar en el Señor y servir a su generosidad con amor, y a su amor, con generosidad, sin mirar excesivamente al resultado, porque es Dios quien da el incremento. El secreto, como en el caso de la viuda, no está en dar mucho o poco, sino en darse por entero.

          Dice Jesús: ”Mi Padre trabaja siempre, y yo, también trabajo”. Es la actividad constante del amor, que Cristo quiere en sus discípulos, para que tengan vida y fruto abundantes en la gran obra de la Regeneración.

          Que así sea.

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Martes 33º del TO

Martes 33º del TO 

(Lc 19, 1-10)                                                         

Queridos hermanos:

          El Evangelio nos habla de Jericó figura del mundo, en el que se encuentra el hombre necesitado de salvación, mientras que Jerusalén es figura del cielo, donde se encuentra la presencia de Dios.

          El Señor, como buen samaritano, baja de Jerusalén a Jericó en busca del hombre herido en el camino, para usar con él de misericordia. A la entrada de Jericó, se detiene para curar a Bartimeo como veíamos ayer, y mostrar a todos los que le siguen su fe, y hoy, se adentra en Jericó, al encuentro de un publicano rico y descarriado en el mundo, llamado Zaqueo, para entrar en su casa, llenarla de luz y hacerle heredar las promesas hechas a Abrahán y a sus hijos, porque el amor no desespera nunca de la salvación de nadie.

          Ayer vimos a un pobre ciego, encontrar el tesoro escondido del Reino de Dios, y hoy, a un hombre rico y de pequeña estatura, acoger la salvación en su casa; hemos visto, a un camello pasar por el ojo de una aguja; a un pecador alegrar a los ángeles de Dios.    

          Natanael, el “judío en quien no hay engaño”, es visto debajo de la higuera como fruto maduro. Zaqueo, como fruto verde, se encuentra aún sobre el árbol, pero ambos, al igual que Bartimeo, en Cristo, son amados y conocidos, por su nombre de vivos, mientras que aquel “rico epulón” de la parábola, permanece en el abismo de la muerte y su nombre es ignorado. Sólo queda recuerdo de sus vicios.

          Como el ciego Bartimeo, también Zaqueo ha oído hablar de Jesús de Nazaret; conoce su pequeñez y lo que le impide seguirle, pero la gracia que está actuando en él, le hace correr y subirse al sicómoro[1], para salirle al encuentro llenándole de la alegría propia del Espíritu Santo, al sentirse llamado, conocido, y amado por Dios en Cristo. Al sicómoro, higuera sin fruto, la gracia lo ha hecho fructificar con Zaqueo; también la cruz del Salvador de la que los incrédulos se burlan llamándola estéril, alimenta, como la higuera, a los que creen en Él, dice San Beda.  

          También como Bartimeo, Zaqueo hará solemnemente (puesto en pie) profesión de su fe, mostrándola con sus obras como dice Santiago (St 2, 18): “daré -dice- la mitad de mis bienes a los pobres y restituiré cuatro veces lo defraudado”. Al dios de este mundo le ha sido arrebatado un hijo de Abrahán. La salvación de Zaqueo, ha entrado en su casa.

          Ambos, Bartimeo y Zaqueo, para acercarse a Jesús deben separarse de la muchedumbre incrédula que les dificulta el acudir a él; uno gritando y el otro corriendo y subiéndose al árbol. La masa que no cree, en este caso murmura de Cristo y en el otro trata de hacer callar al ciego.

          El pecador es buscado con compasión y paciencia, y encontrado por la misericordia de Dios, para la que no son obstáculo ni la ceguera y la pobreza de Bartimeo, ni la pequeñez y la riqueza de Zaqueo.

          El Evangelio de hoy nos muestra que, Dios no se contenta con esperar que volvamos a él, sino que él mismo sale a nuestro encuentro y se adentra en nuestra realidad de muerte para llamarnos a él, para salvarnos y enviarnos a proclamar la Buena Noticia de su amor.

          Así nos busca hoy a nosotros el Señor, porque conviene que entre en nuestra noche para iluminarla. Ojalá podamos reconocer así nuestra miseria y nuestra corta estatura en el amor; ojalá nos sintamos conocidos por el Señor y nos salve. Entonces podremos ponernos en pie y proclamar su misericordia con nosotros; exultar y celebrar Pascua con él.

          Que así sea

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[1]  El sicómoro, llamado higuera salvaje o sin fruto, es un árbol de hojas semejantes a la morera, pero de más altura (por lo que los latinos lo llaman celsa, (cf. Catena Áurea en español, 10901.)

Lunes 33º del TO

Lunes 33º del TO 

(Lc 18, 35-43)

Queridos hermanos:

El Evangelio de hoy nos presenta al “ciego de Jericó”, nuestro viejo compañero en el camino de la fe. San Marcos le llama Bartimeo, que invoca a Jesús como Rabbuni, haciéndose a sí mismo fiel y discípulo. Aparece sentado, impedido para caminar, y el Camino mismo viene a su encuentro capacitándolo para seguirlo.

Es digno de considerarse, cómo un pobre mendigo ciego haya llegado a ser conocido por su nombre en el correr de los siglos, precisamente por haber tenido la gracia de discernir en Jesús de Nazaret  al Cristo de Dios, siendo su fe un ejemplo para la Iglesia y para todos nosotros. El Evangelio, en consecuencia, nos describe la gesta de su fe, su oración y su testimonio de la Verdad que ha encontrado, para edificación nuestra.

Este ciego que es además pobre, y mendigo, ha llegado por los caminos misteriosos de la gracia, que desconocemos, a un discernimiento, del que carecen los sacerdotes, escribas y fariseos de su tiempo, y que incluso el mismo Pedro ha tenido que recibir directamente del Padre celestial: “Jesús de Nazaret es el Mesías; el Hijo de Dios vivo”, a quien las Escrituras señalan como: “Hijo de David”, siendo de todos conocido que cuando viniera, daría la vista a los ciegos.

He aquí un ciego que ve; un pobre mendigo que ha encontrado el “tesoro escondido” y quiere registrarlo en propiedad; un ignorante, que conoce la verdad de la Vida, y en este momento que la tiene a su alcance, la proclama instruyendo a los doctos. He aquí un hombre fácilmente despreciable de Jericó, más digno que los notables de Jerusalén. He aquí a un ciego que con su oración hace detenerse al “Sol” en Jericó, como en otro tiempo Josué en Gabaón; un ciego que ilumina a todo el pueblo; un pobre que enriquece a los potentados.

Ha llegado el momento de proclamar su fe, como dice san Cirilo: ¡Jesús!, ¡Hijo de David! (Mesías), ¡rabbuni! (mi maestro y mi Señor).

No en balde Jesús le deja seguir gritando, con insistencia, como a los niños de Jerusalén y como a sus elegidos que están clamando a él día y noche. Está profetizando, proclamando el Evangelio con todo su ser, un pobre mendigo ciego. A este ciego, le hace esperar, porque con sus clamores está salvando al mundo, proclamando la fe que trae la salvación: “Todo el pueblo al verlo, alabó a Dios.” Cristo es el Mesías que da la vida al mundo, perdonando sus pecados como testimonio del amor de Dios.

Después, el ciego añade su súplica: ¡Ten compasión de mí!, y Jesús viene a responderle: ¿Qué quieres que haga por ti, si ya has alcanzado el Reino de Dios y su justicia?, ¿qué quieres por añadidura? Todo se te puede dar. Recobra la vista ya que así lo deseas, pero es tu fe la que te ha salvado.

Ha llegado el momento de dejar las seguridades que le ofrece su manto, según nos narra el Evangelio de Marcos, y seguir al Señor que es el Camino a la casa del Padre; a la Jerusalén de arriba. Ha pasado su etapa de “humildad” y ha gritado al Señor; ha superado la etapa de la “simplicidad” proclamando su fe, y por fin ha llegado el momento de entrar en la “alabanza” de los elegidos: y le seguía glorificando a Dios.”

A eso nos invita ahora el Señor en la Eucaristía a nosotros ciegos y pobres; ignorantes y mendigos, si es que hacemos propia, la fe de Bartimeo.

            Que así sea.

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Domingo 33º del TO A

Domingo 33º del TO A  

(Pr 31, 10-13.19-20.30-31; 1Ts 5, 1-6; Mt 25, 14-30)

Queridos hermanos:

          Este penúltimo domingo, ante el final del año litúrgico y de la contemplación de Cristo Rey, alfa y omega de la historia, la liturgia dirige una mirada a la venida próxima del Señor, como juez, a quien hay que rendir cuentas, y a la preparación cósmica del acontecimiento decisivo para toda la creación.

          La palabra de este domingo nos presenta el sentido de la vida, como un tiempo de misión para hacer fructificar el don del amor de Dios que hemos recibido por la efusión de su Espíritu. El amor es entendido como trabajo, en el servicio. Escuchando la primera lectura uno puede pensar cuál sea la función de un hombre con una mujer semejante, pero no hay que olvidar que para Israel, la actividad prioritaria del varón es el estudio de las Escrituras; después viene el cultivo de la tierra, y después todo lo demás. Es la actitud de servicio: de entrega y amor de esa mujer ideal de la que nos habla la primera lectura, la que centra la palabra del Evangelio, dando contenido al trabajo y al negociar de los siervos de la parábola. No es tanto lo que uno dé, cuanto lo que uno se da, como dijo el Señor a Oseas: “Yo quiero amor” Es la actitud de la viuda del Evangelio con sus dos moneditas. Los carismas, son el amor concreto con el que el Espíritu edifica a la Iglesia en función del mundo. Entonces nosotros, si hemos dado este fruto seremos llamados “siervo bueno y fiel, y seremos invitados a entrar en el gozo del Señor; y aquellos a quienes con nuestra vida y con nuestras palabras habremos ganado para el Señor recibirán su propia sentencia: “Venid benditos de mi padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo”.

          El Señor que nos ha llamado a la misión y nos ha dado de su Espíritu, a cada cual según su capacidad, volverá a recibir los frutos y a dar a cada uno según su trabajo, una recompensa buena, apretada, remecida y rebosante, sin parangón con nuestros esfuerzos, según su omnipotencia y generosidad extremas. Como vemos en la parábola, el señor no se queda con nada. Incluso el que tiene diez, recibe el talento del siervo malo y perezoso. Es imposible hacernos una idea de los bienes que Dios ha preparado para los que le aman. San Pablo sólo alcanza a decir que: “nuestros sufrimientos en el tiempo presente, no son comparables a la gloria que se ha de manifestar en nosotros, porque ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para quienes le aman.”

          Esta vida, con sus trabajos, sus sufrimientos y sus frutos,  es en realidad “lo poco” a lo que somos llamados a ser fieles, y que será “lo mucho” en una vida eterna, para nosotros, y para cuantos el Señor acoja en su gloria a través de nuestro servicio humilde. Las gracias recibidas y puestas por obra, habrán fructificado centuplicadas por la virtud de su Nombre, para su gloria, en la salvación de los hombres, alcanzándoles la herencia preparada para ellos desde la creación del mundo, participando del gozo de su Señor, que será pleno en ellos y en nosotros, que hemos puesto nuestra vida en ayudarlos a alcanzarlo, como el “siervo bueno y fiel”.

          El estar en vela del que habla san Pablo en la segunda lectura, consiste en la vigilancia de un corazón que ama, en consonancia con el don recibido. Pensemos en la esposa del Cantar de los Cantares: “Mi corazón velaba y la voz de mi amado oí.”

          El amor es siempre actividad fecunda en el servicio, como vemos en la primera lectura y en el Evangelio. En cambio el pecado, como ruptura con el amor, produce el miedo ya desde el Génesis. En eso consiste la infidelidad del siervo malo: en hacer estéril la gracia recibida; en cambiar el amor en un miedo que lo paraliza en la desobediencia por la incredulidad; en romper con el amor mediante el juicio que lo corrompe, y como un miembro muerto, deberá ser amputado para no exponer a todo el cuerpo a su propia gangrena. Quien habiendo recibido de Cristo su talento sólo vive para las cosas de la tierra, es como si lo enterrara; como si ocultara la luz debajo del celemín, dijo Orígenes: Cuando vieres alguno que tiene habilidad para enseñar y aprovechar a las almas, y que oculta este mérito, aunque en el trato manifieste cierta religiosidad, no dudes en decir que este tal recibió un talento y él mismo lo enterró (Orígenes, in Matthaeum, 33).

          A veces nos lamentamos de no alcanzar a comprender la grandiosidad de Dios, de su bondad y de su amor, pero esta incapacidad está en consonancia con la que tenemos de no darnos cuenta de la gravedad de nuestros pecados. Dios en su sabiduría va acrecentando la conciencia de nuestras faltas, en la medida en que progresa nuestro conocimiento de Dios y madura en nosotros su amor. Lo segundo lleva a lo primero. La pecadora del Evangelio a la que se ha perdonado mucho, muestra en consecuencia mucho amor, porque ha recibido mucho. Ya dice san Juan que: “el amor no consiste en lo que nosotros hayamos amado a Dios, sino en lo que él nos amó primero.”

          Lo más importante es confiar en el Señor y servir a su generosidad con amor y a su amor con generosidad, sin mirar excesivamente al resultado, porque es Dios quien da el incremento. El secreto, como en el caso de la viuda, no está en dar mucho o poco, sino en darse por entero.

          Dice Jesús: ”Mi Padre trabaja siempre, y yo, también trabajo”. Es la actividad constante del amor, que Cristo quiere en sus discípulos, para que tengan vida y fruto abundantes en la gran obra de la Regeneración.

        Proclamemos juntos nuestra fe.                                                                                                                                                  www.jesusbayarri.com