Domingo 34 del TO A. Solemnidad de Cristo Rey
(Ez 34, 11-12.15-17; 1Co 15,
20-26ª.28; Mt. 25, 31-46)
Queridos hermanos:
Celebramos a Cristo Rey del Universo, alfa y omega de la historia. Principio y fin de la salvación de Dios; instauración del Reino de su amor misericordioso.
Para
celebrar la realeza de Cristo, la Iglesia contempla en la liturgia, en el
Evangelio de Marcos a Jesús condenado a muerte; en el Evangelio de Lucas al
Señor crucificado, y en el Evangelio de Mateo, a un rey que ha sufrido hambre,
sed, desnudez, enfermedad y prisión.
Entonces,
¿en qué ha consistido su reinado? En dar testimonio de la Verdad del amor de
Dios, deshaciendo la mentira del diablo.
Y
¿cómo ha dado ese testimonio? Muriendo por nosotros en la cruz para perdonar el
pecado, amándonos hasta la muerte para destruir la muerte. Este es nuestro
Dios, y este es nuestro Rey.
La primera lectura nos habla del pastor. Un
pastor vive con el rebaño, come con él, duerme al raso; no hay vida más dura
que la del pastor, llueva, truene o haga sol. Así es nuestro rey. Para eso se
ha hecho hombre, aceptando ser acogido o rechazado hasta la muerte de cruz. Así
es nuestro rey. ¡Viva Cristo Rey! decían los mártires, y como él reinaban,
perdonando a los que los mataban.
La
palabra de hoy nos presenta a Cristo como rey-pastor, sentado en su trono de
gloria, para pastorear con justicia y retribuir con el Reino a las naciones,
según la acogida y adhesión a Dios, por la fe en quien Él ha enviado, y en la
persona de sus discípulos, sus “pequeños hermanos”. Él ha conducido,
alimentado, cuidado, y defendido a su rebaño, y ahora en su buen gobierno,
juzga entre ovejas y machos cabríos la acogida o el rechazo de su palabra de
salvación.
Frente
a esta Palabra, los discípulos, no sólo debemos tomar conciencia de nuestra
realidad ontológica de “hijos del Padre” y de “hermanos de Cristo”, sino
también de nuestra misión de “pequeños”, mediadora de la salvación de Cristo a
las naciones: “Quien a vosotros recibe, a
mí me recibe”. Misión de destruir la muerte del mundo en nuestros propios
cuerpos, constituidos en miembros de Cristo, pues “mientras nosotros
morimos, el mundo recibe la vida”, (cf. 2Co 4, 12).
Esta
palabra hace presente la misión salvadora de la Iglesia, y nos exhorta a
permanecer unidos al grupo de los “hermanos más pequeños de Jesucristo”, que la
han encarnado en el mundo, siendo por tanto objeto del rechazo o de la acogida
de los hombres, que en ellos lo han hecho a Cristo mismo.
Los cristianos, con el espíritu de Cristo,
hacemos presente en nuestros cuerpos la escatología. Sobre nosotros se ha
anticipado el juicio de la misericordia divina (Jn 3, 18). Somos conscientes de
haber acogido al Señor, y triunfantes por haber permanecido unidos a la vid, somos
norma de juicio para las gentes, y paradigma de salvación o de condenación,
frente al que serán medidas “todas las naciones” (Mt 25, 35 y 36. 42 y 43).
Cuando
un cristiano o una comunidad cristiana escucha la proclamación de esta Palabra,
debe saberse situar en el grupo de los “hermanos
más pequeños del Señor”, junto a él y frente a las naciones. Debe ser
consciente de la salvación que gratuitamente ha recibido, y por la cual vive.
Debe recordar perfectamente los padecimientos sufridos por el testimonio de
Jesús y sobre todo las consolaciones de haber visto su palabra acogida por
tanta gente, sobre la cual ha visto irrumpir el Reino de Dios en el gozo del Espíritu
Santo, cuando como siervo inútil, ha encarnado al mensajero de la Buena
Noticia.
Por eso, al escuchar esta Palabra y
ver que aún es tiempo de salvación y de misericordia, su celo se robustece
pensando en aquellos que aún no la han conocido. Su vigilancia se renueva, pues
por nada quisieran abandonar el lugar
glorioso cercano a su Señor en el día del juicio, ni dejar su puesto en
la Iglesia o ser despojados de él por el enemigo que constantemente “ronda buscando a quien devorar”.
Contemplan también las obras santas que les concede realizar Aquél que los
conforta, por el cual están crucificados para el mundo, y no viven ya para sí,
sino para Aquél que murió y resucitó por ellos.
Son
ellos, los hambrientos por Cristo, los desnudos, los presos, los
enfermos, en los que Cristo es acogido o rechazado. No es ya su vida la que
viven, sino que Cristo vive en ellos. Pero si al escuchar esta Palabra, caen en
la cuenta de que ya el Maligno les ha desposeído de su puesto junto a los “hermanos más pequeños”, si ya se ven
grandes y opresores, e hijos de otro padre, esta Palabra les llama nuevamente,
porque si nosotros somos infieles, Él, permanece fiel.
Proclamemos juntos nuestra fe.
No hay comentarios:
Publicar un comentario