La Visitación de la Virgen María

 La Visitación de la Virgen María 

(So 3, 14-18; ó Rm 12, 9-16; Lc 1, 39-56) 

Queridos hermanos: 

La palabra de este día está envuelta en manifestaciones celestes de ángeles y del Espíritu Santo, como corresponde al misterio de los hijos que guardan las madres en su encuentro. El mayor entre los nacidos de mujer y el Primogénito de toda la creación. La voz y la Palabra. La voz es el sonido que hace vibrar el aire, mientras la Palabra es la idea, la voluntad divina, el acontecimiento creador de Dios que da vida a todo cuanto existe.

María llena del gozo del Señor, se puso en camino y se fue con prontitud, movida por el Espíritu, hacia Isabel, porque Cristo quiere encontrar a Juan y ungir a su profeta con el Espíritu, para su misión como amigo del novio, que será lavar al esposo en las aguas del Jordán, antes de que tome posesión de la esposa subiendo a la cruz. Isabel escucha a María, y Juan advierte al Señor. El gozo de María, es el de Cristo que vive en ella; Juan lo percibe, y salta en el seno con el gozo del Espíritu, que hace profetizar a su madre para ensalzar la fe de María, que acoge el cumplimiento de las promesas de la salvación que se cumplen en ella: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que venga a verme la madre de mi Señor? ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!”

El Espíritu Santo hace profetizar a Isabel, exaltando la fidelidad y el poder de Dios que cumple las promesas en su misericordia para con los pobres, los humildes, y los pecadores, comunicadas en su nombre por el arcángel, y la fe de María: “bendita entre las mujeres” como Yael, y como Judit, que abatieron la cabeza del enemigo, figura del adversario por antonomasia, cuya cabeza aplastará definitivamente Cristo, descendencia de la mujer, y nueva Eva, María.

Grande, ciertamente es el amor de Dios, que se fija en la pequeñez de María, y la engrandece subiéndola a su carroza real, como a la esposa del Cantar: Maravillaos conmigo hijas de Jerusalén, porque ayer me fatigaba espigando entre los rastrojos, quemada por el sol, y hoy he sido arrebatada por el Rey a su presencia. Esta es también la experiencia de la Iglesia, pues el don que se le otorga, es infinitamente grande para cualquier mortal, porque “el Señor no renuncia jamás a su misericordia, no deja que sus palabras se pierdan, ni que se borre la descendencia de su elegido, ni que desaparezca el linaje de quien le ha amado” (cf. Eclo 47, 22).

María, en su humildad, se apoyó en Dios, y nosotros debemos hacerlo también, en nuestra debilidad, para poder alcanzar su dicha  por nuestra fe, pues también a nosotros ha sido anunciada la salvación en Cristo, invitándonos a unirnos a su cortejo hacia la casa del Padre.

Juan ha sido lleno del Espíritu con la cercanía de Cristo. Y nosotros, al contemplarlo encarnado en el seno de María, derramando el Espíritu Santo, somos testigos de que las promesas se están realizando. La voluntad de Dios se hace accesible a nuestra impotencia, porque el Verbo de Dios ha recibido un cuerpo, y ha entrado en el mundo para hacer posible que se cumpla en la debilidad de nuestra carne.

Nosotros en la Eucaristía somos llamados a abrir la puerta a Cristo, que quiere entrar a cenar con nosotros y hacernos un espíritu con él, de manera que el “Dios con nosotros” sea Dios en nosotros, por el Espíritu Santo, y que nuestro gozo sea el de Juan, el de María, y el de Cristo, y que sea pleno.

 

Que así sea.

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La Ascensión del Señor C

 La Ascensión del Señor C

(Hch 1, 1-11; Ef 1,17-23; Lc 24, 46-53) 

Queridos hermanos:  

Esta fiesta se celebró hasta el siglo IV junto con la de Pentecostés, y en ella, por la tarde, los fieles de Jerusalén acudían al Monte de los Olivos, y se proclamaban los textos de la Ascensión. Después comenzó a celebrarse separadamente, 40 días después de Pascua.

El origen del Misterio cristiano, está en el corazón de Dios, que siendo amor, envía a su Hijo al mundo para salvarnos del pecado y de la muerte, tomando nuestra carne para poder ofrecerla, derramando su sangre en la cruz. Ahora, resucitado de la muerte, y habiéndonos amado hasta el extremo, regresa junto al Padre, pero no nos deja huérfanos, y nos envía su Espíritu santo. El Señor ya no estará “con nosotros”, pero estará dentro de nosotros intercediendo por el mundo, de la misma manera que estando junto al Padre, intercede por nosotros. Ahora, por la fe, somos miembros de su Cuerpo, siendo él nuestra cabeza, por lo cual en él, estamos también nosotros sentados místicamente en los cielos, mientras aguardamos su regreso glorioso, para llevarnos con él a la casa del Padre.

Los discípulos que han seguido la llamada del Señor, escuchado su doctrina, visto sus prodigios, acogido el anuncio del Reino, ellos que han gustado su amor y su amistad, quedan aturdidos, cuando comienza a hablarles de una muerte cercana y espantosa y de una resurrección inconcebible, al tercer día. ¿Cómo conciliar todo eso con sus esperanzas de un reino tan lleno de imágenes y comparaciones que ha ido inculcando el Señor en su espíritu abatido por el hastío? ¿Cómo comprender la promesa de ese Espíritu que va a llenarlos de valentía y fortaleza frente a un mundo hostil ante el que se sienten ya derrotados de antemano?

Este acontecimiento atestiguado en las Escrituras, completa la misión de Cristo, por la que nuestros pecados son perdonados, es testificado el amor del Padre, y somos hechos sus hijos mediante el don de su Espíritu. Esta fiesta viene a avivar en nosotros la esperanza de la promesa de nuestra exaltación a la comunión con Dios. El que “bajó” por nosotros, “asciende” con nosotros a la gloria: “suba con él nuestro corazón”. Las figuras de Enoc y Elías que avivaron nuestro deseo de ser arrebatados a la meta de nuestra esperanza, llegan a su plenitud en Cristo. Lo que es celeste acampa en la tierra, y lo que era de la tierra alcanza el cielo.

Ascender y subir, sentarse, derecha e izquierda, son términos humanos que nos hablan en realidad de exaltar y glorificar. Terminada su obra de salvación, Cristo es glorificado junto al Padre, o como dice san Ireneo: vuelto al Padre. Su encarnación ha hecho posible su entrega, y ahora su unión con nosotros no será externa sino íntima, ya no estará entre nosotros, sino en nosotros. El Emmanuel se hace Don, Gloria del Padre para nosotros.

Cristo está junto al Padre para interceder por nosotros, y está dentro de nosotros intercediendo por el mundo. La fuerza que mueve a los discípulos ya no es la del ejemplo, sino la del amor que derrama en su corazón el Espíritu Santo. 

En Cristo, la naturaleza humana que tomó de nosotros, se une a la dimensión divina, y todos nosotros, unidos a él por la fe, somos incorporados en él. Un hombre entra en el cielo, con los demás miembros de su cuerpo místico, como dice San Pablo: En Cristo se nos da a conocer la riqueza de la gloria otorgada por Dios en herencia a los santos: “a nosotros que estábamos muertos en nuestros delitos, por el grande amor con que nos amó, nos vivificó, nos resucitó, y nos hizo sentar en él, en los cielos, para mostrar la sobreabundante riqueza de su gracia por su bondad para con nosotros.”

No es sólo nuestra carne la que entra en el cielo sino nuestra cabeza; cabeza del Cuerpo de Cristo, del cual nosotros somos miembros. Esta, es pues, nuestra esperanza como miembros suyos: seguir unidos a él en la gloria. Por eso debemos siempre “buscar las cosas de arriba, donde está Cristo”, nuestra cabeza, en espera de su venida, sin que las cosas de abajo nos aparten de nuestra meta. Cuando vino a nosotros no dejó al Padre, y ahora que vuelve a él, no nos deja, sino que nos manda su Espíritu como dice san León Magno. De simples creaturas hemos pasado a ser hijos.

Para nosotros, convenía como dice el Evangelio, era necesario que Cristo padeciera y entrara así en su gloria. Era necesario que se nos anunciara en su nombre la conversión para el perdón de los pecados. Era necesario, en fin, que “ascendiera” al cielo y que nos enviara el Espíritu Santo. 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 6º de Pascua

 Sábado 6º de Pascua

(Hch 18, 23-28; Jn 16, 23-28) 

Queridos hermanos: 

          Dios se complace en la oración hecha en el nombre del Hijo, que le hace presente nuestra adhesión a su voluntad salvadora, por la que nos envió a Cristo, y nos llamó a la fe, y el conocimiento de su amor que hemos recibido escuchando a su Hijo. Por esta fe somos acreditados como hijos suyos en el Espíritu. La oración de los hijos, reconoce ante el Padre el valor de las llagas gloriosas del Hijo, testimonio de su amor a nosotros, por el que nos lo envió, y por el que nos ofrecemos a su voluntad salvadora del mundo. Si decimos en nuestra oración: ¡Padre nuestro!, hacemos presente nuestra unidad con su Hijo, por la que Él, pide en nosotros, y nosotros en Él. Pedimos como miembros suyos, y por tanto en su Nombre.

          Si el Padre escucha nuestra oración, hecha en nombre de su Hijo, nuestras angustias e inquietudes se cambiarán en el gozo de sabernos amados por Dios, mientras a través del Espíritu, también nosotros le iremos conociendo y amando, cada vez con mayor plenitud, y amaremos también a nuestros hermanos.

          La santidad del amor, que acoge a todos los hombres se cumplirá en nosotros, si nos entregamos con su Hijo a su misión salvadora. Esto es mi cuerpo que se entrega. ¡Amén! Esta es mi sangre derramada. ¡Amén! Hágase en mí, tu voluntad que es santa. Por encima de mis proyectos y anhelos, hágase tu voluntad. 

          Que así sea.

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Domingo 6º de Pascua C

 Domingo 6º de Pascua C

(Hch 15, 1-2.22-29; Ap 21, 10-14.22-23; Jn 14, 23-29) 

Queridos hermanos: 

El tiempo de la Iglesia es el tiempo del Espíritu. Como dice San Ireneo: “Donde está la Iglesia está el Espíritu”. Cuando la presencia de Cristo deje de ser visible, una vez finalizada su misión de ser “Dios con nosotros”, el Espíritu llevará adelante la de ser “Dios en nosotros”. Hoy el Señor nos anuncia el nacimiento de la iglesia, cuya alma será el Espíritu Santo, que hará más profunda, íntima y personal, la relación de los discípulos con el Señor.

El Espíritu irá guiando a la Iglesia hasta el final de los tiempos enseñándole y recordándole todo lo que el Señor a dicho, hasta llevarla a la verdad completa; será el alma de la iglesia y su ayuda frente a las dificultades en el combate de la fe y en la misión. Para eso, el Señor le da su Paz, que la sostendrá en el combate contra los enemigos, mientras unido a la Esposa espera el regreso del Señor diciendo: ¡Ven, Señor!, que pase este mundo y que venga tu gloria.

El Padre ama a todos, pero a quien guarda su palabra, se le concede la presencia permanente de Dios, que todo lo vivifica y que transforma en celeste la existencia humana. La diferencia que hay entre que Dios venga a nosotros y que haga morada en nosotros, es la misma que hay entre que escuchemos su palabra y la guardemos. La diferencia está en los frutos de la fidelidad, como dijo Habacuc: “El justo vivirá por su fidelidad” (Ha 2, 4), que resulta no sólo de haber acogido el don gratuito de la fe, sino de haberlo mantenido y hecho vida nuestra, y defendido frente a las seducciones del Maligno, que nos solicita a través del mundo y de las  concupiscencias de nuestra carne. “Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”. Guardar la palabra del Señor, el depósito de la fe, no es sólo cuestión de que nuestra mente no la olvide, sino también de que nuestra voluntad se mantenga firme en sus caminos, que la ame con las obras. Es por tanto cuestión de amor como dice el Señor; de permanencia en su amor y de perseverar hasta el fin: “Si alguno me ama guardará mi palabra.”  Para eso el Señor ha asegurado: “Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”.

Ser cristiano es aprender a vivir, y a dejarse guiar por el Paráclito que Cristo nos ha enviado por la fe. En la lectura de los Hechos de los Apóstoles se nos presenta su presencia y su acción en la vida de la iglesia, inspirando, enseñando y conduciendo a los discípulos en la paz. Paz entre los hombres por el dominio sobre las pasiones y paz con Dios como fruto de la justificación de Cristo, que nos ha alcanzado el perdón de los pecados.

A través de esta presencia en nosotros del Espíritu de Dios, la Iglesia se encamina a la meta de la Jerusalén celeste, cuyas arras son la paz, signo y fruto de la presencia del Espíritu. Paz, que no significa ausencia de combate, y por eso, somos exhortados a no acobardarnos, y a que no se turbe nuestro corazón. Digamos, pues, amén a este cuerpo que se entrega y a esta sangre que se derrama para que tengamos vida eterna,

 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Viernes 5º de Pascua

 Viernes 5ª de Pascua

(Hch 15, 22-31; Jn 15, 12-17) 

Queridos hermanos: 

La palabra de hoy está centrada en la vida trinitaria del mutuo don de sí, que está a la raíz de todo, dando consistencia a todas las cosas. El Señor desea para nosotros la plenitud de su gozo y nos invita a permanecer en el amor que él nos ha traído de parte del Padre gratuitamente, cumpliendo sus mandamientos, que se unifican en la Caridad. Así lo ha querido el Padre porque nos ama y así lo ha realizado el Hijo por amor al Padre y a nosotros, entregándose a la muerte por amor. Este amor del Padre y del Hijo es el Espíritu Santo, cuyos frutos en nosotros son: el amor mutuo, y también el gozo.

Si ayer el Señor nos invitaba a permanecer en su amor guardando su mandamiento de amor mutuo, hoy nos manda a mantener así, la amistad con él con la que hemos sido agraciados.

Que el Señor en su liberalidad haya tenido a bien elevarnos de nuestra condición pobre y pecadora, nos haya sentado con él en su carroza real, y hoy nos llame amigos, no debe hacernos olvidar que sigue siendo “el maestro y el Señor”, y como tal, nos eduque como a párvulos en la vida y en la fe, mandándonos amar. Así hacemos nosotros con nuestros hijos cuando no quieren comer o tomar una medicina. Amar es cosa de vida o muerte, sin olvidar que el amor se nos ha dado gratuitamente para la vida del mundo.

Pero lo que está detrás de esas órdenes es el amor y no el despotismo o la arbitrariedad del autoritarismo. Se nos invita a amar, no sólo con nuestro afecto, sino sobre todo, con nuestra entrega, que puede llegar a ser extrema, como la que de Cristo hemos recibido. El amor de Cristo nos apremia interiormente; es solícito del nuestro bien, siendo él, el sumo Bien que se nos ha dado. La voluntad divina se identifica con nuestro bien, y se hace mandamiento en el amor cristiano.

Dándonos el Espíritu Santo, el gozo en nosotros se hace pleno y testifica el amor del Padre y del Hijo. La consecuencia es pues, el cumplimiento del mandamiento del Señor: “Que os améis los unos a los otros”, sin reservarnos la vida que se nos ha dado. Para este fruto hemos sido elegidos y destinados a este mundo en tinieblas, conducido por ciegos. El nos ha elegido por gracia y no por méritos propios, constituyéndonos en luz, por su naturaleza divina de amor en nosotros.

El amor entre los hermanos es signo para el mundo del amor que Dios derrama sobre él, llamándolo a la fe y a la amistad con Cristo. Es un amor apremiante para la vida del mundo y se hace mandato ineludible para nosotros que lo hemos recibido.

Este amor debe ser como el de Cristo por nosotros, que le ha llevado hasta el don de la vida: “Al que se le dio mucho se le pedirá más”. Este amor va acompañado del gozo perfecto, de la amistad de Cristo, y de la total confianza en Dios, de modo que recibamos del Padre cuanto necesitemos, y permanezca en nosotros después de la muerte para la vida eterna:

          Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros (cf. Jn 13,34). “Y sin embargo, os escribo un mandamiento nuevo -que es verdadero en él y en vosotros- pues las tinieblas pasan y la luz verdadera brilla ya (1Jn 2,8). En esto hemos conocido lo que es amor: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos (1Jn 3, 16). La prueba de que Dios nos ama, es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros (Rm 5, 8)”. 

Así sea en nosotros.

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Lunes 5º de Pascua

 Lunes 5º de Pascua

(Hch 14, 5-18; Jn 14, 21-26) 

Queridos hermanos: 

          Dios es amor en todas sus palabras y en todos sus caminos, y quien le conoce persevera en el amor. Dios ama a todas sus creaturas, pero habita sólo en quien lo acoge por la fe y se mantiene en su amor, sin contristar su Espíritu Santo, porque Dios es amor. Ser amado por Dios es gratuidad; amarle, es gratitud y fidelidad. El conocimiento de Dios es un don del Espíritu, por el que el amor de Dios se derrama en nuestro corazón, involucrando nuestra voluntad y nuestra libertad, y no sólo nuestro sentimiento: “Si alguno me ama guardará mis palabras; El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama.” En efecto, si sus mandamientos son amor, guardarlos es amar. Amar a Dios, esto es, guardar su palabra, es la Sabiduría, que nace del temor del Señor, principio de la sabiduría; su fruto es la manifestación de Cristo en quien lo ama; el morar en él, del Padre y el Hijo. Esta es la razón por la que Dios quiere que le amemos: Para que viviendo él en nosotros tengamos vida eterna. Así también Cristo, nos manda amarnos entre nosotros, para que el mundo se salve.

A este amor a Cristo, precede el haber recibido el Evangelio del amor gratuito de Dios; el testimonio de la verdad del amor del Padre, que al ser acogido por la fe, nos adquiere el Espíritu Santo. Es este Espíritu quien derrama en el corazón del creyente el amor de Dios como dice san Pablo. Por eso como dice san Juan, a nuestro amor, precede el de Dios que “nos amó primero”. Olvidar esto llevaría a hacer de esta palabra un moralismo que sería estéril.

La gratuidad del amor de Dios, se nos ofrece en Cristo; nos alcanza primero, y nos invita a permanecer en él, guardando su palabra; amándolo. Así, su amor se hace permanente en nosotros: alcanzando a ser fidelidad.

          Para quienes acogen la palabra de Dios que es Cristo, los acontecimientos de la vida adquieren una dimensión histórica con un origen y una dirección que tiende a una meta, a un cumplimiento en Dios, entrando así en el ámbito de la Sabiduría.

          Dios alfa y omega de todas las cosas, concede al hombre un tiempo en el que ejercer su libertad en el amor que se nos revela en Cristo. En Cristo, el hombre, como “tiempo y libertad”, sale del caos de la existencia que es vivir ensimismado, y entra en la historia; se ordena en el Ser del amor que es Dios. Su tiempo se convierte así, en un: “caminar humildemente con su Dios” (cf. Mi 6,8). Tiempo de misión y de testimonio, de prueba y de purificación en el amor, y por tanto de libertad, en el crisol de la fe. Tiempo de acoger la Palabra, de amar al Señor, de adquirir sabiduría y discernimiento. Tiempo de vida eterna en la comunión de la carne y la sangre de Cristo. Tiempo de Eucaristía. 

Que así sea.

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Domingo 5º de Pascua C

 Domingo 5º de Pascua C

(Hch 14, 21b-27; Ap 21, 1-5; Jn 13, 31-33a.34-35) 

Queridos hermanos: 

          La liturgia de este domingo nos presenta los tres aspectos de la vida nueva en Cristo resucitado, que llamamos virtudes teologales, infusas en el corazón del hombre por el Espíritu Santo. En la primera lectura se nos muestra la propagación de la fe mediante la predicación y la perseverancia de los discípulos, exhortados por los apóstoles a la paciencia en medio de las tribulaciones, que son la puerta estrecha del Reino. En el Evangelio se hace presente la nueva creación que se abre paso en el amor con el que el Padre ha amado a Cristo y con el que Cristo nos ha amado a nosotros, para que también nosotros podamos amarnos unos a otros, caminando en la esperanza hacia la Jerusalén celestial que nos presenta la segunda lectura, mientras llamamos a todos los hombres a la salvación por la fe en Cristo, a la esperanza del Reino, y al amor fraterno. El amor de Dios es entrega y es misericordia que regenerando en nosotros la comunión con él, nos eleva a la condición de hijos adoptivos.

          Cristo es glorificado, y Dios es glorificado en él, que de tal modo ama a los hombres enviándoles a su Hijo, el cuál se entrega a su voluntad, sin resistirse a nuestra dureza de corazón y a nuestra obstinación en la maldad. Así, sus discípulos somos llamados a seguirle negándonos a nosotros mismos en el amor de Cristo, en medio de muchas tribulaciones, para conquistar el Reino, y anunciarlo a los hombres, con la entrega de la propia vida. El Reino de los Cielos irrumpe con Cristo, y llegará a su plenitud en la Iglesia celeste. Es engendrado en nosotros por la fe y se gesta en el amor con el que el Padre ama al Hijo, y con el que el Hijo nos ama a nosotros. Lo viejo: la muerte y el pecado han pasado, y el Espíritu lo renueva todo. Un universo nuevo, un cántico nuevo, un mandamiento nuevo, para amarnos en el amor de Cristo resucitado. La noche va pasando y el día está encima.

En Cristo, el amor al prójimo ya no tiene la medida de nuestro amor meramente humano con el que todo hombre se ama a sí mismo, espontáneamente, sino la del amor de Cristo, que es el amor con el que el Padre ama eternamente al Hijo y con el que nos amó primero. Los discípulos, tendrán que esperar a que Cristo, después de resucitar de la muerte, derrame el amor de Dios en sus corazones por medio del Espíritu Santo, para poder seguirle al Padre, y cada uno en la misión que le sea confiada. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

 

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San Matías apóstol

 San Matías, apóstol

(Hch 1, 15-17.20-26; Jn 15, 9-17) 

Queridos hermanos: 

          La palabra de hoy está centrada en la Caridad de Dios; el amor del Padre y del Hijo que está a la raíz de todo dándole consistencia. En primer lugar lo revela a través de su Hijo hecho hombre, entregándose a sí mismo en su cruz, para el perdón de los pecados. Cristo mismo se entrega por amor al Padre y a nosotros, con el mismo amor del Padre que está en él. Este es el secreto de su amor al Padre, hacer siempre lo que a él le agrada, y sabemos que le agrada nuestro bien, porque es amor. El que ama, piensa más en el bien de la persona amada que en sí mismo y eso, a veces, implica renunciar al propio bienestar. Por eso el Padre entrega al Hijo por nosotros, y por eso el Hijo obedece al Padre hasta la muerte. Así le ama, le obedece, y lleno del gozo de su amor se entrega y sufre por nosotros.

          Cristo hace suya la iniciativa del Padre y se entrega totalmente para que su amor esté en nosotros, a quienes llama a ser sus hijos de adopción y discípulos de su Hijo, para que nosotros lo testifiquemos ante el mundo, como han hecho en primer lugar sus apóstoles. En este amor hemos sido introducidos por su gracia, y en él, somos invitados a permanecer, adhiriéndonos a su mandamiento, en el amor mutuo.

          El Señor desea para nosotros la plenitud de su gozo, en el amor que él nos ha traído de parte del Padre gratuitamente. Así lo ha querido el Padre porque nos ama y así lo ha realizado el Hijo por amor al Padre y a nosotros. Este amor del Padre y del Hijo es el Espíritu Santo, cuyo fruto en nosotros es el amor mutuo y también el gozo. El Señor nos ha dicho que quiere para nosotros su gozo, el gozo de su amor, y por eso nos da su mandamiento de entregarnos, sin límites, y sin temer al sufrimiento. Para eso, el Señor nos ha permitido escuchar el Evangelio, nos ha permitido creer, y nos ha dado su Espíritu gratuitamente. Nos ha introducido en su amor, para que permanezcamos en él. Todo es gracia.

          Dándonos el Espíritu Santo, su gozo en nosotros se hace pleno y testifica en nosotros el amor del Padre y del Hijo. La consecuencia es pues, el mandamiento del Señor: “Que os améis los unos a los otros”, sin reservarnos la vida que se nos ha dado. Para este fruto hemos sido elegidos y destinados: “No me habéis elegido vosotros  a mi, sino que yo os he elegido.” El amor entre los hermanos es signo para el mundo del amor que Dios derrama sobre él. Lo llama a la fe. Es apremiante para la vida del mundo y se hace mandato ineludible para nosotros. Este amor debe ser como el de Cristo por nosotros: “como yo os he amado”, que le ha llevado hasta el don de la vida. Este amor va acompañado de la amistad de Cristo y de la total confianza en Dios, de modo que recibamos del Padre cuanto necesitemos y permanezca después de la muerte para vida eterna. 

          Que así sea.

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Viernes 4º de Pascua

 Viernes 4º de Pascua

(Hch 13, 26-33; Jn 14, 1-6) 

Queridos hermanos: 

Mientras Cristo se prepara para su regreso al Padre una vez concluya su misión, los discípulos se preparan para comenzar la suya, y lo mismo que tembló el pueblo al disponerse a la conquista de la Tierra Prometida enfrentando a las siete naciones que la habitaban, y Josué tuvo que alentarlos a apoyarse en Dios, que estaba con él, así el verdadero Josué, Jesús, alienta a sus discípulos a confiar en Dios, que está en él, para conducirlos a la casa del Padre. Cristo les dice que él es el Camino, y dice el salmo (110) mesiánico por excelencia: “En su camino beberá del torrente y por eso levantará la cabeza”. Beber, por tanto, del torrente, lo conduce a inclinar la cabeza en la cruz, como dice el Evangelio: “Inclinando la cabeza entregó el espíritu”, y por eso, la levantará en su resurrección. Así, sus discípulos, unidos al “camino” en Cristo, tendrán que atravesar el valle del llanto y beber del torrente del sufrimiento, la persecución, y la muerte, pero el Señor vendrá a buscarlos, a ellos y a nosotros, y estaremos siempre con él.

Hemos nacido en el corazón del Padre y a él nos encaminamos a través de Cristo, que viene a nosotros de junto a Él, nos rescata de nuestro extravío y nos precede en nuestro regreso como hijos suyos: “Subo a mi Padre y (ahora) vuestro Padre”. “Nadie va al Padre sino por mí” (Camino); “el Padre mismo os ama” (Verdad); “el que me coma vivirá por mí” (Vida).

Nuestra vida es caminar al Padre; progresar en el amor hasta alcanzar su plenitud, en Cristo, viviendo en él, permaneciendo en él. El sentido de nuestra existencia es alcanzar la comunión con Dios, a quien Cristo ha venido a revelarnos como Padre, Hijo y Espíritu Santo, y así conducirnos a Él, a su casa, a su conocimiento, comunicándonos su propia vida. Cristo es, pues, el camino al Padre, y por la fe en él, estamos en vías de salvación; Cristo es la verdad de su amor, y nos lo ha mostrado con su entrega, y es la vida divina que recibimos con su Espíritu. Camino, verdadero y vital. Sólo si creemos en la verdad de su palabra y de su amor, podremos seguirlo y alcanzar la meta de la vida eterna que está en él. Cristo revela al Padre no sólo con sus palabras, sino también con su persona, porque él es la verdad visible del Padre siendo uno con él, en el amor del Espíritu Santo; quien le ve a él, ve al Padre; el Padre está en él y él en el Padre. Quien cree esto, apoya su vida en Cristo, obedece a su palabra, le sigue en la misión, y permanece en él.

Hoy la Palabra nos invita a creer en Cristo resucitado, uno con el Padre y el Espíritu, Dios bendito por los siglos, a quien el Padre ha enviado para que le haga presente a los hombres y que así puedan encontrar la salvación, entrando en comunión con él, en su Reino. El Señor nos invita a confiar en su promesa de vida, que supera infinitamente nuestra precaria condición miserable. Su casa es amplia. Nos ha anunciado vida y ahora va a prepararnos acogida.

El Señor quiere pacificar el alma de los discípulos ante la inminencia de la despedida, de la cruz, y para eso fortalece su fe y su esperanza en la promesa. Deberán apoyarse en las palabras de Cristo y en sus señales, que testifican la presencia del Padre. También los que le sigan y permanezcan unidos a Cristo, lo estarán con el Padre, presente en sus obras. La obra de Cristo es por tanto, que a través de la fe, sus elegidos puedan recibir su Espíritu, sean testigos suyos y continúen su misión en el mundo, de llevar a los hombres a la unión con Dios.

Por la fe, la vida del cristiano se edifica en Cristo, que es la piedra angular, y de él recibe consistencia, siendo el mismo constituido en piedra viva del edificio, incorporado al templo, al sacerdocio y al pueblo en su Reino, en la casa del Padre. En este templo se ofrece un culto agradable a Dios por el amor y por la proclamación de sus maravillas. El cristiano forma parte de Cristo, siendo miembro de su cuerpo que es la Iglesia. Cristo da trabazón al edificio que se eleva hasta Dios, y en él es introducido, formando una asamblea santa, un pueblo sacerdotal llamado a invitar a los hombres a apoyarse en Cristo y a realizar sus obras.

          Las obras de Cristo son señales que conducen a él, y se reproducen en quienes a él se incorporan, por cuanto han sido unidos a su misión, de suscitar la fe, para completar la edificación del templo espiritual, la asamblea santa, y el pueblo sacerdotal. En la espera de Cristo se nos confía la misión, por la que el mundo verá al Padre presente en Cristo, y a Cristo en su Iglesia.

       

Que así sea.

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Domingo 4º de Pascua C

 Domingo 4º de Pascua (El Buen Pastor)

(Hch 13, 14.43-52; Ap 7, 9.14-17; Jn 10, 27-30) 

Queridos hermanos: 

Con esta imagen del Buen Pastor y su rebaño, la palabra nos presenta el sentido de la vida como una peregrinación a la casa del Padre en el seguimiento de Cristo, a la escucha de la voz del amado, que nos guía y nos nutre en el camino, hacia la meta que nos muestra el Apocalipsis en la segunda lectura, como muchedumbre inmensa en la presencia amorosa de Dios y del Cordero. Nos presenta las relaciones de su amor solícito (conocimiento) por nosotros para apacentarnos, y cuidarnos hasta la total entrega de su vida, frente a las asechanzas del enemigo envidioso, y el egoísmo del asalariado a quien mueve sólo el propio interés y no el de las ovejas.

Para el mundo, todo esto son historias, pamplinas, paparruchas y zarandajas: Dios, el diablo, el pecado, y también el cielo. Cada uno va a la suya, y el que más pueda mejor para él. ¿Por qué nosotros, en cambio, creemos todo eso?, porque a través de la predicación el Espíritu Santo ha testificado a nuestro espíritu que el Evangelio es la Verdad.

La vida cristiana, es comunión de amor fundada en la relación entre el Padre y el Hijo, y requiere de la vigilante escucha del pastor, frente al acecho del depredador, y es urgida por el amor, al culmen de la unidad. Cristo, con su gracia, no sólo nos da su propia vida, sino que nos une a su propio Padre, mediante la filiación adoptiva que nos hace hermanos suyos. El pastor que fue herido, está de nuevo al frente de su rebaño, y va delante de nosotros abriendo camino, y nos sale al encuentro en el testimonio de la fe: ¡La muerte ha sido vencida y el pecado ha sido perdonado!

El Señor se compara a sí mismo, al pastor que ama a sus ovejas, a las que conoce una a una por su nombre y de las que se cuida alimentándolas y haciéndolas descansar a su sombra en lugar seguro, protegiéndolas del ataque de los enemigos y defendiéndolas aun a costa de su vida. Las ovejas por su parte, escuchan a su pastor, al que aman, permaneciendo unidas para no ser dispersadas y dañadas por el devastador mientras dura la “gran tribulación”.

Cristo presenta al Padre como protagonista de su condición de pastor porque es uno con él, de él procede todo y a él todo se ordena: Mis ovejas escuchan mi voz, dice Cristo, palabra del Padre, que lo hace presente en el pueblo de Israel, y con el ministerio de su predicación, va separando ovejas de cabritos; los peces buenos de los malos, y va podando y cortando los sarmientos de la vid. En la primera lectura vemos que también los apóstoles siguen reuniendo a las ovejas que escuchan la voz de Cristo, también entre los gentiles.

Yo las conozco y ellas me siguen. A través de su palabra, Cristo, va pastoreándolas en su amor y ellas dejando a sus ídolos, le siguen en su camino hacia la vida eterna, pasando como él por el valle del llanto, de la cruz, y bebiendo con él del torrente, para levantar con él la cabeza en su resurrección.

Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás. Escuchando la voz de Cristo por la fe, sus ovejas reciben el Espíritu Santo, que derrama en sus corazones el amor de Dios. La vida divina por la que el Padre y el Hijo son uno, en una comunión perfecta de amor; comunión a la que son incorporadas sus ovejas quedando así preservadas de la malignidad de la muerte.

Y nadie las arrebatará de mi mano. El Padre, que me las ha dado, es más grande que todos, y nadie puede arrebatar nada de la mano del Padre, y el Padre ha puesto todo en mis manos ya que: Yo y el Padre somos uno.

 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Bienaventurada Virgen María Madre de los Desamparados

 Bienaventurada Virgen María Madre de los Desamparados

Ap 21, 1-5a; Rm 12, 9-13; Jn 19, 25-27 

Queridos hermanos: 

          Contemplamos a María, hija del Padre, madre del Hijo y de los discípulos, esposa fiel del Espíritu Santo y “Morada de Dios con los hombres”. Virgen fecunda, privilegiada ya en su concepción y constantemente unida al Señor, que recibió un cuerpo en ella, tomando de ella cuanto tiene de nosotros, excluido el pecado porque no lo halló en ella, redimida ya en su concepción. Tomó cuanto quería salvar en nosotros, ofreciéndose puro al Padre en el altar de la cruz, purificándonos a nosotros y haciéndonos hijos por su Espíritu, hermanos suyos, y a María, madre nuestra y privilegio nuestro.

          María, corredentora en cuanto a su unión constante al único Redentor, aceptó sobre sí, la espada que atravesó su alma, para que fuéramos nosotros preservados, mientras su hijo era entregado. Como le había profetizado Simeón, su dolor maternal la asociaba al martirio del Hijo, sin necesidad de compartir sus clavos, aunque sí su lanza, que aunque sólo alcanzó el cuerpo de su hijo, alcanzó, no obstante, su alma de madre, como canta san Bernardo; y por eso la podemos llamar reina madre de los mártires, siendo madre de su Rey. Su corazón maternal rebosando serenidad y mansedumbre, refleja el de su manso y humilde hijo, que desde la cruz sólo suplicó para sus verdugos, perdón, mostrando piedad.

          No hay amor más grande ni más fecundo, que el que ella quiso aceptar de su Hijo, haciéndose así mediadora de su gracia, con la que nosotros fuimos salvados y constituidos hijos suyos al pie de la Cruz. Por eso, si hacemos presente a María, es para suplicar de su piedad, que nos alcance su fortaleza en el amor a Cristo y su sometimiento a la voluntad del Padre que nos lo dio.

          Concluyamos, pues, con san Bernardo, resumiendo nuestra breve contemplación de María, la Madre de los Desamparados:

          “Si se levantan las tempestades de tus pasiones, mira a la Estrella, invoca a María. Si la sensualidad de tus sentidos quiere hundir la barca de tu espíritu, levanta los ojos de la fe, mira a la Estrella, invoca a María. Si el recuerdo de tus muchos pecados quiere lanzarte al abismo de la desesperación, lánzale una mirada a la Estrella del cielo y rézale a la Madre de Dios. Siguiéndola, no te perderás en el camino. Invocándola no te desesperarás. Y guiado por Ella llegarás seguramente al Puerto Celestial.” 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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