ESTE TIEMPO

 

 

ESTE TIEMPO

 

 

          Ya no importa mucho si el origen de la crisis ha sido preparado y diseñado,  fabricado y difundido más o menos maléfica y estratégicamente. Tampoco importa ya demasiado, si la alarma mediática ha sido primero retardada, y luego programada y concienzudamente desorbitada. Puede ser sorprendente la adhesión generalizada de toda clase de estamentos nacionales e internacionales moviéndose como títeres al comando de organizaciones supranacionales, quizá obedientes a poderes opacos o tramas espurias.

          Lo que es un hecho, es que ya desde hacía algún tiempo se barruntaba que se estaba fraguando una “tormenta global”, dado el alcance desorbitado de la perversión planetaria, que eufemísticamente podemos englobar bajo el concepto de “progresismo”: divorcio, aborto, ideología de género, feminismo, homosexualidad, violencia, y corrupción; y dado que un segundo “diluvio universal” viene descartado por las Escrituras, sin saber ni el cómo ni el cuándo, suplicaba al Señor que fuera piadoso en su infinita bondad, a la hora de sacudir pedagógica y ejemplarmente a “esta generación incrédula y perversa”. Como dice la Escritura: Dios prende a los necios (que se creen sabios y poderosos) en su astucia, y tras una corrección ciertamente severa, del mal saca siempre el bien.

          Siendo creaturas de Dios, estamos a la expectativa de lo que el Señor tenga dispuesto para hacer reaccionar a este mundo que gira sobre sí mismo, convencido de ser autosuficiente para manejar la historia y el destino de la humanidad de espaldas a Dios. No es necesario, como estamos comprobando, modificar las leyes físicas, para detener la marcha de este planeta movido por la soberbia, la avaricia y la necedad. Basta un insignificante conglomerado de proteína inferior a una célula, para detener tanta autosuficiencia y terquedad. Mucha agitación y poca reflexión y sabiduría. El mundo debería detenerse a pensar, para comprender que esta vida no es sólo comer, beber y divertirse; robar, protestar y exigir. Es necesario acudir a la luz de la palabra divina para reencontrar el camino perdido y recuperar la dirección que nos oriente a la meta:

 

          “Sabéis explorar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no exploráis, pues, este tiempo?” (Lc 12, 56).

 

          “Habló el pueblo contra Dios, que envió contra él serpientes abrasadoras, y murió mucha gente. El pueblo dijo entonces: «Hemos pecado. Intercede por nosotros.» Moisés intercedió, y el Señor le dijo: «Hazte una serpiente abrasadora y ponla sobre un mástil. Todo el que  la mire, vivirá.»” (cf. Nm 21, 5-9).

          Cuando se multiplican estos minúsculos agentes de muerte y progresa la incapacidad de vencerlos, paralizando la vida de naciones enteras, bastaría una mirada de fe habiendo reconocido el pecado, para conjurar la amenaza mortal. En cambio, la autosuficiencia humana se niega a reconocer su impotencia y su impiedad, y es incapaz de levantar su mirada a un Dios en el que no cree, humillando su razón ebria de sí. Además hoy sería especialmente difícil una tal mirada, cuando han sido eliminados sistemáticamente los crucifijos, de la posición estratégica en la que la piedad cristiana tradicional los había colocado, como lo han sido también de sus corazones por la incredulidad.

          “Dios Todopoderoso, tus juicios son verdaderos y justos. Le fue ordenado al ángel abrasar a los hombres con fuego, y no obstante, blasfemaron del nombre de Dios que tiene potestad sobre tales plagas, y no se arrepintieron dándole gloria (cf. Ap 16, 7-9).

          Los demás hombres que no fueron exterminados por estas plagas, no se convirtieron de las obras de sus manos; no dejaron de adorar a los demonios y a los ídolos de oro, de plata, de bronce, de piedra y de madera. No se convirtieron de sus asesinatos ni de sus hechicerías ni de sus fornicaciones ni de sus rapiñas” (cf. Ap 9, 20-21).

          “Dice el Señor: Yo incluso os he dado falta de pan en todos vuestros lugares; ¡y no habéis vuelto a mí! Hice cesar la lluvia, a tres meses todavía de la siega; he hecho llover sobre una ciudad, y sobre otra ciudad no he hecho llover; una parcela recibía lluvia, y otra parcela, falta de lluvia, se secaba (y ardía); dos, tres ciudades acudían a otra ciudad a beber agua, pero no se saciaban; ¡y no habéis vuelto a mí! Os he herido, he secado vuestras huertas y viñedos; vuestras higueras y olivares los ha devorado la langosta; ¡y no habéis vuelto a mí! He enviado contra vosotros peste, he matado a espada a vuestros jóvenes; he hecho subir a vuestras narices el hedor de vuestros campamentos; ¡y no habéis vuelto a mí! Os he destruido como la destrucción divina de Sodoma y Gomorra, habéis quedado como un tizón sacado de un incendio; ¡y no habéis vuelto a mí!” (cf. Am 4, 6-11).

          “Surgirán muchos falsos profetas, que engañarán a muchos. Y al crecer cada vez más la iniquidad, la caridad de muchos se enfriará. Pero el que persevere hasta el fin, ése se salvará. «Se proclamará esta Buena Nueva del Reino en el mundo entero, para dar testimonio a todas las naciones. Y entonces vendrá el fin” (cf. Mt 24, 11-14).

          El origen de las calamidades hay que buscarlo en la apostasía y la depravación, en la violación de la naturaleza, el aborto y el desprecio de la “ley divina” en general, porque aunque el hombre se empeñe en conseguirlo, no es posible separar la creación de su Creador pretendiendo impedir su corrupción, ni gobernar lo que ilusoriamente presume conocer. Ya el profeta Isaías, unos 750 años antes de nuestra era escribe:

          "El Señor estraga la tierra, la despuebla, trastorna su superficie y dispersa a sus habitantes: al pueblo y al sacerdote, al siervo y al señor; al que compra y al que vende; devastada y saqueada será la tierra profanada por sus habitantes, que traspasaron las leyes, violaron el precepto y rompieron la alianza eterna. Una maldición ha devorado la tierra por culpa de quienes la habitan" (Is 24, 1-6).

          El final está aún por verse. Dependerá de la corrección y la purificación con las que Dios quiera hacer reaccionar a la humanidad en espera de un juicio definitivo e imprevisible.

          “Y si el Señor no abreviase aquellos días, no se salvaría nadie, pero en atención a los elegidos que él escogió, ha abreviado los días” (cf. Mc 13, 20).

          Ante acontecimientos como los que están sucediendo a nuestro alrededor y que afectan a nuestro estatus de bienestar a ultranza, recurrimos inevitablemente a la acción, tomando medidas, y dando palos de ciego, como se suele decir, tratando de solucionar la problemática inmediata, porque no hay tiempo de buscar ante quien protestar o a quien culpar; siendo así, que la perturbación que nos incomoda, parece estar lo más alejada posible de nuestra responsabilidad personal. Nos resistimos a reflexionar al respecto, aceptando la fatalidad como única causa aceptable, a la que hay que enfrentarse, sin más.

          Si la situación climática se desquicia, el estado deberá proveer soluciones satisfactorias por su falta de previsión. Si la violencia se dispara, urge reformar el derecho penal, y el sistema penitenciario. Si dilaga la corrupción, la panacea milagrosa consiste en una buena moción de censura al gobierno, de modo que sean otros los que turnándose, puedan tener acceso a las arcas del estado. El análisis puede proyectar al infinito la casuística, en un recurso que nos devuelve siempre al punto de partida, dada la comprobada debilidad de la memoria política de las masas.

           La globalización no debería consistir en una estrategia de poderes financieros, sino en una comprometida actitud conjunta de buscar soluciones globales a problemas globales, trascendiendo los mezquinos intereses que sólo promueven el descarte y la marginación de muchos en favor de pocos.  

          Una crisis global remite a una instancia global, ante la cual no son posibles ningún tipo de individualismos o particularismos; de sectarismos o supremacismos de ningún tipo, y todo debe conducir al reconocimiento de la propia incapacidad, y la nefasta autosuficiencia frente a la existencia, la supervivencia o la trascendencia tanto personal como colectiva. El problema entonces consiste en que si procedemos del azar, a él estamos abocados, pero no de forma hipotética y lejana sino próxima y constatable en carne propia, donde toda vana pretensión de superar la crisis primordial se desvanece.

         Pero no procedemos del azar, tenemos un Padre amoroso y creador, y un Salvador que permanece con nosotros todos los días hasta el fin del mundo, en la salud y en la enfermedad; en la calma y en la tormenta; en las alegrías, en las penas, y entra con nosotros en la muerte para resucitarnos con él: 

          Pueblo mío, entra en tu casa y cierra tu puerta tras de ti, escóndete un instante hasta que pase la ira. Porque he ahí al Señor que sale a castigar la culpa de todos los habitantes de la tierra contra él (cf. Is 26, 20-21). Ya que has guardado mi recomendación de ser paciente, también yo te guardaré de la hora de la prueba que va a venir sobre el mundo entero para probar a los habitantes de la tierra (cf. Ap 3, 10). «¿Hasta cuándo, Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia y sin tomar venganza por nuestra sangre de los habitantes de la tierra?» Entonces se les dijo que esperasen todavía un poco, hasta que se completara el número de sus consiervos y hermanos que iban a ser asesinados (cf. Ap 6, 10-11). Entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará (cf. Mt 6, 6). 

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Domingo 20º del TO A

 Domingo 20º del TO A (cf. jueves 5)

(Is 56, 1.6-7; Rm 11, 13-15.29-32; Mt 15, 21-28) 

Queridos hermanos: 

Aparece la fe como protagonista de esta palabra, pero la fe de los gentiles, que contrasta con la incredulidad de los “hijos”, que rechazan el “pan” tirándolo al suelo, donde lo comen los “perritos”. Las profecías de la llamada universal a todos los hombres al conocimiento de Dios, se cumplen con la llegada de Cristo. Él, es la casa que Dios se ha construido en el corazón del hombre “para todos los pueblos”.

Para san Pablo, el endurecimiento de Israel no es sino un paso intermedio por el cual los gentiles tendrán acceso al Santuario de Dios por la fe en Cristo. Es la fe lo que les sienta a la mesa y les hace partícipes del “pan de los hijos”: “Os digo que los sentaré a mi mesa y yendo de uno al otro les serviré.” “Por eso os digo que vendrán de oriente y occidente y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob, mientras vosotros os quedaréis fuera”. En el camino de búsqueda de las ovejas perdidas, Cristo se apiada de los “perritos”.

La fe no hace acepción de personas, naciones ni lenguas, y aunque ha sido enviado “a las ovejas perdidas de la casa de Israel”, hoy Cristo va a la región de Tiro y Sidón para encontrar la fe de una mujer, como lo hace también en Sicar para encontrarnos en la samaritana y plantar la semilla del Reino allende las fronteras de Israel. En efecto, san Agustín ve en ella a la gentilidad llamada a ser la Iglesia, esposa de Cristo.

          Las sobras de los niños sacian a los “perritos” que las saben apreciar, hasta hacer de ellos “hijos”. La fe de la madre obtiene para la hija que ni siquiera conoce a Cristo, la garantía de la curación, como testimonio de la salvación en Cristo, que conduce al conocimiento de Dios.

          Nos es desconocida la llamada con la que Dios ha motivado a la mujer a la súplica y ha propiciado su encuentro con Cristo y su consecuente profesión de fe que expulsa al diablo. La iniciación cristiana de la niña seguirá el proceso inverso al de la madre, como suele suceder con los hijos de padres cristianos: De la curación gratuita deberá pasar a la acogida del testimonio de la madre. La gratuidad del amor de Dios tiene sus propios caminos, pero todos concurren en la salvación de quien los acoge.

          Si hoy nosotros estamos sentados a la mesa del Reino y comemos del Pan que nos sacia y da la Vida Eterna, es por acoger el don gratuito de la fe de nuestra madre la Iglesia, que nos hace hijos, y como en el caso de la samaritana y de la sirofenicia, también nosotros somos invitados a proclamar nuestra fe en Cristo a quienes el Señor ponga junto a nosotros. 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Martes 19º del TO

 

Martes 19º del TO

Mt 18, 1-5.10.12-14 

Queridos hermanos: 

          Frente a la soberbia diabólica, Cristo, ha querido ser manifestado en los pequeños y él mismo se ha hecho el último y el servidor de todos, de manera que un discípulo que se hace pequeño por el Reino, hace posible a quien le acoge en nombre de Cristo, acoger a Dios mismo que lo ha enviado. Cuando alguien se presenta con poder y prepotencia no hace presente a Cristo, sino al diablo. Por eso, los discípulos de Cristo llamados a ser enviados, deben hacerse pequeños, como niños, en bien de quienes los acojan en su nombre.

«Y todo aquel que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños, por ser discípulo, os aseguro que no perderá su recompensa.»

Atribuimos muchas insidias a los demonios y somos relativamente conscientes de la acción de la concupiscencia, pero descuidamos el invocar la ayuda celeste, creyéndonos auto suficientes, con lo que olvidamos la solicitud infinita del amor divino que es nuestra verdadera fuerza. Como dirá el Señor. “Sin mí no podéis hacer nada”

          Cristo mismo nos habla de que los ángeles custodios de los que creen, ven constantemente el rostro del Padre, lo que supone una ayuda y protección singular: «Guardaos de menospreciar a uno de estos pequeños (que creen en mí) (v. 6); porque yo os digo que sus ángeles, en los cielos, ven continuamente el rostro de mi Padre que está en los cielos (Mt 18,10).

          Al Mesías mismo, son asignados los auxilios de los ángeles (Sal 91, 11-12): A sus ángeles te encomendará, y en sus manos te llevarán, para que no tropiece tu pie en piedra alguna.»

          En la iniciación cristiana, la Iglesia, parte del anuncio del Kerigma, de la centralidad de Cristo, y del amor de Dios, pero paralelamente al conocimiento de nuestra precariedad se van descubriendo los auxilios de la gracia: la Virgen María, los santos y tomamos conciencia del auxilio de los ángeles en su función de ayudadores, frente a la existencia y la actividad del Enemigo y sus demonios.

El Evangelio nos habla de los ángeles, en el contexto de los pequeños identificados con los discípulos. El pequeño es opuesto al soberbio, y el discípulo, al demonio; en efecto, al discípulo le acompaña un ángel, servidor de Dios. La humildad del “pequeño” le acerca a la obediencia, al servicio y al amor. Despreciar a un pequeño en Cristo, es pues situarse del lado de los soberbios, y de los demonios contrarios a Dios. De ahí la necesidad de hacerse pequeño, como un niño en la fe, para ser introducido en el Reino. Para eso vienen en nuestra ayuda los ángeles del Señor, custodios nuestros por la divina piedad. 

          Que así sea.

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