Domingo 22 del TO B


Domingo 22 del TO B (martes 5)
(Dt 4, 1-2.6-8; St 1, 17-18.21-22.27; Mc 7, 1-8.14-15.21.23)


Queridos hermanos:

Dios ha dado a Israel caminos de vida y de sabiduría, a través de su palabra, de la Ley, que por provenir de Él, tiene un corazón que es el amor. Por eso, entrar en sintonía con la Palabra, sólo es posible al hombre cuando ésta alcanza su corazón, su voluntad y su libertad, con las que se ama. Es el amor, el que purifica el corazón del hombre de todo el mal que describe el Evangelio, y sin el amor, el culto y la Ley, se convierten en preceptos vacíos y en ritos muertos incapaces de dar vida. Santiago, habla de esto mismo al decir que si la palabra no fructifica en el amor, de nada sirve. Dice San Ireneo de Lión que: “Jesús recrimina a aquellos que tienen en los labios las frases de la Ley, pero no el amor, por lo que en ellos se cumple aquello de Isaías: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto, ya que enseñan doctrinas que son preceptos de hombres “(Is 29,13)[1].
Hoy la palabra viene en nuestra ayuda, primero a vigilar nuestro corazón y que permanezca en la gracia del Señor y así, unido a él, pueda fructificar en el amor.  Nos muestra la diferencia entre los preceptos divinos cuya raíz es el amor y las tradiciones humanas, que solo buscan seguridad en la propia complacencia y la autonomía, que se resiste al amor y a la propia condición de creatura dependiente de Dios, en quien sólo puede alcanzar su plenitud.
          Engañado y seducido por el diablo, el hombre cree realizarse encerrándose en su propia razón, cuando su vocación y predestinación son el amor y la oblación, a imagen y semejanza de Dios su creador. La frustración consecuente a su perversión existencial, le lleva a una búsqueda constante de auto justificación, mediante el cumplimiento de normas que lo encadenan, sofocan su capacidad de donación y lo hacen profundamente infeliz. El empeño del hombre debe ser el encuentro con la voluntad de Dios encerrada en la letra del precepto, sabiendo que el corazón de los mandamientos es el amor. Vaciado de su esencia divina de amor, el precepto, indicador del camino de la vida, se transforma en carga insoportable de la que es preciso desembarazarse. Dios queda así marginado en la nefanda búsqueda de sí mismo, y con él, la razón y el sentido de la existencia. Como dice el Evangelio el problema está, en el corazón, que se ha alejado de Dios. Jesucristo dirá siempre a los judíos: “Cuando vais a comprender aquello de: Misericordia quiero y no sacrificios; conocimiento de Dios más que holocaustos”.
Cristo ha venido precisamente a deshacer el engaño diabólico, dando al hombre la posibilidad de abrirse al amor negándose a sí mismo, para ser solamente en Dios. Su entrega, es luz y es libertad de poseerse y de darse en el amor, y el amor es Dios. Si el amor de Dios está en el corazón del hombre, su vida está salva y hay esperanza para el mundo. Si no tengo en el corazón este amor que es Dios, “nada soy” como dice San Pablo en su himno a la Caridad.
En Cristo, el amor vertical a Dios de la creatura, se cruza con el amor horizontal al prójimo. Cristo es nuestro Dios y prójimo nuestro. La gratuidad de su amor, nos libra de la esclavitud de cerrarse en sí mismo, y nos abre al don de sí, que es vida; al conocimiento de Dios, y a la misericordia como culto grato a Dios.

Proclamemos juntos nuestra fe.
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[1] (Ireneo de Lión,  Adv. haer., 4, 11, 4-12)

Domingo 20 del TO B


Domingo 20 del  TO B
(Pr 9, 1-6; Ef 5, 15-20; Jn 6, 51-58)
         

Queridos hermanos:

Hoy la Palabra, que hemos contemplado como pan, como alimento, se hace “banquete”: comunión gozosa y convivencia alegre entorno al alimento compartido, fiesta personal en la que se unifican cuerpo y espíritu en la relación. Los animales pueden comer juntos pero no en comunión.

En el banquete del Reino preparado por la Sabiduría del que nos habla la primera lectura, la comunión no es solo externa, en torno a un alimento material que regocija el espíritu, sino que el alimento mismo es espiritual, sustancial; es amor. “llenaos más bien del Espíritu.” Nos dice la segunda lectura.

En el banquete del amor, lo que se asimila se transforma en amor y difunde por todos los miembros su virtud. Si el Alimento y el amor es Cristo el que come y asimila se hace semejante a él en su ser, y en su vivir. “El que crea en mi hará las obras que yo hago”. La entrega de Cristo en mí, se hace entrega, como decíamos el sábado pasado. “El que se une al Señor, se hace un solo espíritu con él.”  (1Cor 6,17). No sólo un cuerpo, sino también un solo espíritu. Un solo amor. Por eso: “si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros.”

El Señor es amor para nosotros y para el mundo: “no seáis necios, sino sabios;  comprended cuál es la voluntad del Señor.” Vivid: “dando gracias siempre y por todo a Dios Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo.”

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Domingo 19 del TO B


Domingo 19 del TO B (ver miércoles 3ª s. de Pascua)
(1R 19, 4-8; Ef 4, 30-5, 2; Jn 6, 41-52)


Queridos hermanos:

Hoy la Palabra se nos presenta como un pan en el desierto con el que se nutre durante cuarenta días Elías, como en otro tiempo Moisés, como lo fue durante cuarenta años el pueblo en el desierto y también Cristo.
No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Todo pan nutre la vida del hombre por un tiempo y después perece; Dios les dio el maná a los israelitas durante cuarenta años, y murieron unos en el desierto y otros en la tierra prometida. Dios dio a Abraham la promesa y la ley cuatrocientos años después a Israel, pero siguieron muriendo sin ver su pleno cumplimiento. Sólo en Cristo se anuncia un pan que no perece y un alimento que sacia: «Yo soy el pan que ha bajado del cielo. Yo soy el pan de vida; este es el pan que baja del cielo, para que quien lo coma no muera;  es mi carne por la vida del mundo.» Lo ha dicho san Pablo en la segunda lectura: «Cristo nos amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima.» Cristo ha recibido una carne para entregarse por el mundo: “Me has dado un cuerpo para hacer tu voluntad” (cf. Hb 10, 5-7) Comer la carne de Cristo es entrar en comunión con su cuerpo, con su entrega, y por tanto alimentarse con la voluntad de Dios.
La carne de Cristo, la entrega de Cristo, el donarse de Cristo, es pues, el alimento de la vida definitiva que ansía el corazón humano y que el mundo necesita, porque tanto el que lo da y el que lo acepta, reciben vida. Pero hemos escuchado a Cristo que dice: «Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae;»  El Padre atrae hacia Cristo, pero lo hace con lazos de amor, y no de constricción, a los cuales debe responder el albedrío de nuestro amor. Nuestro corazón debe querer ser atraído hacia Cristo, tener en él nuestra delicia, y el Padre que ve los deseos de nuestro corazón, nos lo concederá como dice el salmo: “Sea el Señor tu delicia y el te dará lo que pide tu corazón” (Sal 36,4).
El poeta Virgilio decía: «Cada cual es atraído por su placer» (Virgilio, Egl., 2). Nosotros hoy, diríamos por su amor, por aquello que ama. Por eso dice Cristo: permaneced en mi amor; y la carta a los efesios nos exhorta: “Vivid en el amor como Cristo nos amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima.”  Vivid en la entrega con la que Cristo se entregó.
Hoy somos invitados en la Eucaristía a entrar en comunión con la carne de Cristo que se entrega por la vida del mundo y en la que recibimos vida eterna.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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