Domingo 2º del TO B

 Domingo 2º del TO B

(1S 3, 3-10; 1Co 6, 13-15.17-20; Jn 1, 35-42) 

Queridos hermanos: 

          La llamada fundamental de Dios al hombre trayéndolo a la existencia, es una llamada universal al amor. Dios es amor en su comunión trinitaria, y el hombre es llamado a la comunión con él, como camino y meta de su existencia. Esta es la voluntad de Dios, por la que el Hijo ha recibido un cuerpo capaz de entregarse para la salvación de los hombres, como dice la Carta a los Hebreos: Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo.  Entonces dije: ¡He aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad! También la segunda lectura habla de la misión del cuerpo, consagrado en el bautismo para servir al Señor en el amor: en la familia, en la comunidad, y en el mundo entero.

          Samuel es engendrado, nace, y es llamado por Dios, porque Dios ha escuchado y aceptado la petición de Ana, su madre, que lo ha pedido para entregarlo a Dios y destinarlo a su servicio. Pero la llamada de Dios es un diálogo, en el que el hombre debe responder a la iniciativa divina. Samuel debe hacer personal la voluntad de su madre y la aceptación de Dios, y para eso, Dios debe manifestársele de alguna manera: “Habla Señor que tu siervo te escucha.”

          En el Evangelio, los discípulos son también llamados a través Juan. Dios tiene muchas formas de llamar: “Venid y lo veréis.” Seguidme y contemplaréis quién soy verdaderamente: cómo vivo, de qué vivo, cuál es mi alimento y mi descanso, y cuál es mi misión. De hecho, Juan les ha mostrado al Cordero de Dios y no al Rey de Israel. No es igual seguir a un rey que a un siervo. Cristo vive en comunión de amor con el Padre y el Espíritu Santo, y a esa comunión son admitidos los discípulos como germen de la comunidad de sus hermanos más pequeños, llamados a ser un solo espíritu con él, y a glorificar a Dios como miembros de su cuerpo.

          El Verbo se hace hombre, para que la comunión trinitaria de Dios sea participada por la humanidad y pueda así acercarse a Dios en comunión. La llamada implica por tanto el seguimiento y la misión: “Como el Padre me envió, también yo os envío; como el Padre me amó, también yo os he amado a vosotros.” Amaos pues, los unos a los otros como yo os he amado. Esta es, pues, la llamada universal que todos recibimos de Dios: Caminar hacia él en el amor. Seguir al “Cordero”, como corderos en medio de lobos. Para eso tenemos padres, hermanos, hijos, amigos, vecinos, prójimos y enemigos. Para eso hemos recibido un cuerpo: “Para hacer, oh Dios, tu voluntad.”

          Sigamos, pues, a Cristo: nacido como Hijo, conducido como cordero, inmolado como chivo expiatorio, sepultado como hombre, y resucitado como Dios. Él es la Ley que juzga, la Palabra que enseña, la gracia que salva, el Padre que engendra, el Hijo que es engendrado, el cordero que sufre, el hombre que es sepultado, y el Dios que resucita, como dice Melitón de Sardes. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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El cuarto mandamiento

 

El cuarto mandamiento

 

          Leemos en el Deuteronomio: «Honra a tu padre y a tu madre, como te lo ha mandado el Señor tu Dios, para que se prolonguen tus días y seas feliz en la tierra que Yahvé tu Dios te da (Dt 5, 16). Como sabemos, es el primer mandamiento que lleva consigo una promesa de larga vida y felicidad, de manera que ya en este mundo se pueden experimentar sus frutos.

          Para los exégetas decir Dios Padre misericordioso, es como decir Dios Padre y Madre. La vida y la fecundidad propias de Dios, han sido confiadas al ser humano: hombre y mujer, como punto de partida de la voluntad de Dios, de “llevar muchos hijos a la gloria”, y así han venido a ser padre y madre, en orden a formar un pueblo que se va desarrollando en el amor.

          El origen divino de esa paternidad y maternidad humanas, es lo que las hace acreedoras de la autoridad que Dios les reconoce y por la que respetarla lleva consigo toda clase de bendiciones, y de maldiciones el despreciarla. De ella deriva también el respeto debido a toda autoridad legítima, como establecida por Dios.

          Por importante que pueda parecer una obra buena, nunca puede ser motivo suficiente para faltar al mandamiento divino de “honrar al padre y a la madre”. Todos los preceptos tienen sentido, para quienes respetamos la autoridad de Dios, que nos ama y quiere nuestro bien y el de nuestros semejantes. Así es también con este mandamiento.  

          Según la tradición de Israel, a los padres hay que honrarlos como al Señor, porque cooperaron con él cuando nos engendró. De la misma manera, maldecirlos, es como maldecir al Señor. Todo está en relación con el Señor; con su forma de ser padre y madre para nosotros, y así debe ser nuestra forma de ser padres o madres, y también de ser hijos.

          Honrar a los padres, es pues, en primer lugar cuidarlos: alimentarlos, vestirlos, pero sobre todo, respetarlos, darles su lugar, y acoger sus sanas palabras: sus órdenes y sus enseñanzas. Todo lo que hagamos por ellos, nos lo tendrá en cuenta el Señor como si se lo hiciéramos a él mismo, sabiendo que él ha sido siempre amor para nosotros, y en comunión con él lo han sido también nuestros padres. Si los padres han sido y son buenos hijos, también lo serán los suyos propios. Si han sido fieles a Dios, lo serán sus hijos con ellos.

          Como en las demás cosas de la vida, recogemos lo que hemos sembrado. Por eso el mandamiento dice “honrar”, que es como estar a la altura de lo que son ellos y en última instancia de Dios, que es el padre de todos y de quien nosotros recibimos el don de la paternidad y la maternidad, y también la filiación.

          Así lo expresa la Escritura:

          El Señor honra más al padre que a los hijos, y afirma el derecho de la madre sobre ellos. Quien honra a su padre expía sus pecados, quien respeta a su madre acumula tesoros. Quien honra a su padre recibirá alegría de sus hijos,  y cuando rece, su oración será escuchada. Quien respeta a su padre tendrá larga vida, quien obedece al Señor conforta a su madre, y sirve a sus padres como si fueran sus amos. Honra a tu padre de palabra y obra, para que su bendición llegue hasta ti. Porque la bendición del padre asegura la casa de sus hijos,  y la maldición de la madre arranca los cimientos. No te gloríes en la deshonra de tu padre, porque su deshonra no es motivo de gloria. La gloria de un hombre depende de la honra de su padre, y una madre deshonrada es la vergüenza de los hijos. Hijo, cuida de tu padre en su vejez, y durante su vida no le causes tristeza. Aunque haya perdido la cabeza, sé indulgente con él, no le desprecies, tú que estás en la plenitud de tus fuerzas. La compasión hacia el padre no será olvidada, te servirá para reparar tus pecados. En la tribulación el Señor se acordará de ti, y tus pecados se diluirán como el hielo ante el calor. Quien abandona a su padre es un blasfemo, maldito del Señor quien irrita a su madre. Honra a tu padre con todo tu corazón, y no olvides los dolores de tu madre. Recuerda que gracias a ellos has nacido, ¿cómo les pagarás lo que han hecho por ti?

          También en el Evangelio (Mt 15, 4-6), el Señor defiende este mandamiento de quienes lo olvidan con el pretexto de servirle: “Dios dijo: Honra a tu padre y a tu madre, y: El que maldiga a su padre o a su madre, sea castigado con la muerte. Pero vosotros decís: El que diga a su padre o a su madre: Lo que de mí podrías recibir como ayuda es ofrenda,  ése no tendrá que honrar a su padre y a su madre. Así habéis anulado la palabra de Dios por vuestra tradición.

          Finalmente el Evangelio, nos muestra cómo también el Señor estuvo sujeto a sus padres, mientras vivió en Nazaret.  

 

          Que así sea.

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Martes después de Epifanía

 Martes después de Epifanía

1Jn 4, 7-10; Mc 6, 34-44 

Queridos hermanos: 

El Evangelio está en el trasfondo pascual de la Eucaristía. El alimento que trae “el profeta” para saciar al hombre, partiendo de la pobreza humana, sobre la que es pronunciada una palabra del Señor que la hace fruto inagotable de vida y de evangelización, primero para Israel y después para las naciones.

          A Cristo, quisieron hacerlo rey por multiplicar el pan, pero él no lo hizo para solucionar el problema del hambre, sino por compasión, y como signo de su misión mesiánica de saciar profundamente el corazón del hombre, amándonos, y derramando su amor en nuestro corazón para que también nosotros nos amemos, como dice la primera lectura. No fueron los 20 panes de Eliseo ni los 5 de Cristo los que saciaron, sino la Palabra del Señor; Cristo mismo, con su Pascua, a la que somos invitados por la fe y el bautismo. Llamada a formar un solo pueblo, un solo cuerpo de Cristo en la Eucaristía.

Cristo es el pan del cielo, que no cae como el maná, sino que se encarna y se hace alimento en Jesús de Nazaret, y a través de la Iglesia sacia al hombre, generación tras generación, en su inagotable sobreabundancia de vida y de gracia. Pan que baja del cielo y da la vida al mundo, para que lo coman y no mueran.

La Eucaristía nos incorpora a la Pascua de Cristo, que como Alianza eterna, nos alcanza y nos une en sí mismo al Padre. “Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es la meta y la esperanza en la vocación a la que hemos sido convocados”, como dice la carta a los efesios (Ef 4, 4). La Eucaristía injerta nuestro tiempo en la eternidad de Dios; nuestra mortalidad en su vida perdurable; nuestra carne en la comunión de su Espíritu.

¿Realmente hemos sido saciados por Cristo? ¿Sobreabunda en nosotros su gracia, para ser capaces de dar de comer a esta generación el pan bajado del cielo que es Cristo? Nosotros somos invitados a unirnos a Cristo y hacernos un espíritu con él: ¡Maran atha! 

          Que así sea.

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Lunes después de Epifanía

 Lunes después de Epifanía (cf. 7 de enero; 3º Dgo. A)

1Jn 3, 22-4,6; Mt 4,12-17.23-25. 

Queridos hermanos: 

 Hoy contemplamos a Jesús comenzar su ministerio en Galilea, al extremo de la tierra santa de Israel que se abre a los gentiles, tierra de donde no sale ningún profeta y donde “el pueblo que caminaba entre tinieblas ha visto una gran luz”. Allí, a la depresión más profunda de la tierra ha querido bajar Cristo a buscar a los pueblos en otro tiempo olvidados, no sólo de Galilea, sino a todos los gentiles, para iluminarnos con su luz, inundarnos con el gozo del Espíritu y liberarnos del yugo y de la carga que nos oprimían.

El Reino de los Cielos ha irrumpido con Cristo, invitándonos a salir de nuestras prisiones y a seguirle en la implantación de su señorío en el corazón de los hombres, arrebatándolos al mar de la muerte con el anzuelo de su cruz. Es el tiempo de la gracia de la conversión. La ira y la condena del pecado se cambian en misericordia. Se anuncia la Buena Noticia del Reino, y comienza el tiempo del cumplimiento de las promesas y la realización de las profecías.

Cristo viene a tomar el relevo de Juan el Bautista llenando de contenido con la Palabra el eco de la Voz, completando el bautismo de agua con el fuego del Espíritu Santo. Cuando en el “hoy” de la cruz se abren las puertas del Reino, a la voz del mensajero se une la Palabra diciendo: “Recibid el Espíritu Santo”, como dijo en el principio: “Hágase la luz”, dando así inicio a la nueva creación. El Reino irrumpe entonces en quien acoge la Palabra, y es bautizado en el Espíritu Santo, como anunció Juan. El amigo del novio ha dado paso al Esposo y la novia exulta escuchándolo llamar a su puerta: “Levántate, amada mía; mira que el invierno ya ha pasado la higuera echa sus yemas y el tiempo de las canciones ha llegado.”

Si la Antigua Alianza prescindió del testimonio de los galileos, la Alianza Nueva y Eterna, los convierte en primicias para las naciones. Esta palabra es para nosotros hoy, que, también hemos sido llamados personalmente, para anunciar el Nombre que está sobre todo nombre, y en su poder, proclamar el juicio de la misericordia a esta generación en tinieblas, para que brille para ellos la gran luz del Evangelio y sean inundados del gozo de su amor.

Como dice la primera lectura el que acoge a Cristo, es de Dios; el mundo en cambio lo rechaza y no escucha sus palabras. El Anticristo comienza a actuar en cuanto Cristo comienza a manifestarse, y después de su resurrección, se opone y rechaza a sus discípulos, que saben discernir entre el espíritu de la verdad y el espíritu de la mentira.

Bajemos con el Señor a Galilea a encontrarnos con él, y que él mismo nos envíe a las naciones. Recibamos el pan de su cuerpo y el vino de su sangre, para que nuestra entrega sea la suya, y anunciando su muerte podamos proclamar su resurrección con la nuestra, y glorifiquemos a Dios con nuestro cuerpo. Que mientras nosotros muramos, el mundo reciba la vida, y que los gentiles, bendigan a Dios por su misericordia. 

Que así sea.

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