Hambre de amor


Hambre de “amor”

Como al niño se le manda comer y estudiar, a nosotros el Señor nos “manda” amar; lo que está detrás de esta “orden” es su amor y no el autoritarismo. Se nos manda amar, no sólo con nuestro afecto, sino sobre todo, con nuestra entrega, que puede llegar a ser extrema, como la de Cristo. El amor de Cristo nos apremia; es solícito del bien del otro, siendo él, el sumo Bien que se nos ha dado en su Hijo. Su voluntad se identifica con nuestro bien, y se hace mandamiento en el amor cristiano.

Cuando se superan los límites naturales del amor humano, venciendo la muerte y asumiendo la propia aniquilación en el don de sí mismo, el amor se hace sobrenatural: "Charitas", don de Dios que su Espíritu derrama en nuestro corazón por la fe (cf. Rm 5, 5), y que lo transforma llenándolo de vida y de gozo, haciéndolo fructificar y llenándolo de paz.

A este amor gratuito por el que Dios entregó a su propio Hijo para perdonar nuestros pecados y salvarnos de la "muerte sin remedio" (Gn 2, 17), debe responder el albedrío de nuestro amor: "Si alguno me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos en él nuestra morada" (Jn 14, 23).

Hemos escuchado muchas veces decir a Cristo en el Evangelio: «Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos.» Esto no es fácil de entender, pero es aún más difícil vivirlo; pero Jesús dice además: «Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío.»  No se trata, por tanto, de una sublimación del amor, ni de una generalización del objeto de nuestro amor, que alcance incluso a los enemigos. Se trata de un cambio copernicano en las relaciones de amor y odio; y en las categorías de prójimo y enemigo. No es cuestión de progresar en el amor. Se trata de alcanzar una nueva naturaleza de amor, que no se centra en sí mismo, sino en el otro, y que es puro don gratuito. No se trata de escalar peldaños en nuestro amor, sino de recibir la naturaleza divina que es el Amor. Es Dios mismo, su amor, su naturaleza, lo que se nos ofrece en Cristo. Para ser no solamente discípulos, sino hijos.

“La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios.
El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues existe, porque ha sido creado por Dios por amor, es conservado en vida por amor; y no vive plenamente según la verdad, si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador” (GS 19).

Hambre de justicia


Hambre de “justicia”

​Escuchemos lo que dice la Escritura:

“Abraham creyó en Dios y esto le fue acreditado como justicia (Rm 4, 3)”
Cristo es “nuestra justicia”, dice San Pablo (cf. 1Co 1, 30), y también:
“Tú, hombre de Dios, corre al alcance de la justicia” (1Tm 6, 11).

La justicia verdadera está en el corazón y Dios la conoce porque procede de él. Es él quien justifica al hombre concebido en la culpa; al pecador que lo invoca con el corazón abatido.

La justicia es fruto de la fe que procede de Dios y no de los propios méritos. Ser justo consiste en mantenerse en el don gratuito recibido por la fe, que obra por la caridad. “Permaneced en mi amor” dice el Señor. ¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿a qué gloriarte cual si no lo hubieras recibido (1Co 4, 7)? Por eso hay que glorificar a Dios por nuestra justicia sin despreciar a los pecadores, sino interceder por ellos.

Esta es la promesa del Señor: “Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en compasión, te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás al Señor” (Os 2, 21-22).

Para san Pablo, en esto consiste el Reino: “El Reino de Dios es, justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo (Rm 14,17). De nada serviría solucionar nuestra vida terrena si no hubiésemos resuelto nuestra relación con Dios; nuestro destino eterno. “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura”. Sólo en Cristo se abrirán las puertas del Reino, con un amor nuevo dado al hombre, no en virtud de la creación, sino de la Justificación, de la Redención, de la “nueva creación”, por la que es regenerado el amor en su corazón. El amor con el que Cristo se ha entregado a nosotros en la cruz: “Como yo os he amado”. Este será pues, el mandamiento del Reino; el mandamiento nuevo; que es el mandamiento de Cristo: “Que os améis los unos a los otros como yo os he amado.” Él se ha hecho “nuestra justicia” como dice la primera carta a los Corintios (1Co 1, 30), por el perdón de nuestros pecados. En él podemos ser justificados.


Hambre de verdad


Hambre de la “Verdad”

​Cristo ha dicho: “Yo soy la verdad (Jn 14, 6). “Yo he venido, para dar testimonio de la Verdad”, y así lo ha hecho hasta las últimas consecuencias. Pilatos juntamente con el mundo pregunta escéptico: ¿Qué es la Verdad? Yo tengo mi verdad y tú tienes tu verdad, pero la Verdad como algo absoluto, ¿qué es? El mundo dice que nadie puede ir por ahí con presunción y prepotencia monopolizando la Verdad, ni mucho menos hablando en nombre de la verdad como si se tratara de alguien personal. Es fácil aceptar y manejar una multitud de verdades, pero aceptar la unicidad de la Verdad, de una Verdad absoluta, sería lo mismo que reconocer una autoridad única y por tanto multitud de falsedades.

Si no existe la Verdad absoluta, sino verdades, tampoco existen el Bien y el Mal, ni la Justicia, cada cual tiene la suya propia. Tampoco existen el Derecho ni la Ley, sino tantos derechos y leyes como sociedades, grupos y personas viven sobre la Tierra. La Justicia se transforma entonces en el poder del más fuerte, en la dictadura de la mayoría, o en el contubernio de las minorías, lo que equivale a la hipoteca de la justicia por el interés. Entonces, alienada la dignidad de la razón, se exalta el consenso, la incongruencia se traviste de pluralidad, la equidad de tolerancia, y se da carta de ciudadanía a la subversión de los valores. Se cae en la barbarie y se regresa a la ley de la selva.

​Es fácil aceptar a una multitud de dioses que se disputen sus propias verdades, pero no a un Dios único y personal. La famosa pregunta de Pilatos, más que una cuestión intrascendente de ignorancia o de disputa, es una auténtica profesión de ateísmo. Quizás la confesión fundamental de ateísmo de la humanidad, consista en preguntarse por la Verdad, ignorando el testimonio, central para la fe, dado en la Historia por Cristo: “Yo soy”.

Aceptar consecuentemente el testimonio de Jesucristo, es dejarse  iluminar por la Verdad, que como dijo Juan Pablo II es esplendorosa. La Verdad hace palidecer en la Historia, “las luces”, de las que gusta revestirse quien no puede señorear más que en las tinieblas, para encandilar a quienes rechazan el esplendor de la Cruz de Cristo, testimonio histórico de la Verdad de Dios.

Como dice san Juan: “No amemos de palabra ni de boca sino con obras y según la verdad. En esto conocemos que somos de la verdad (1Jn 3, 19).”

Si Dios es la Verdad y la Vida plena a la que hemos sido llamados en nuestra existencia, el discernimiento debe guiarnos a él, por los caminos de la sabiduría. Nosotros no sólo somos llamados a la esperanza, sino a recibir al Esperado de todos los tiempos, al Prometido a los patriarcas, al Anunciado por los profetas.

Cristo, Verdad del Padre, se nos da como amor del Padre, carne y sangre de vida eterna bajada del cielo que quiere unirnos a sí. Eucaristía celeste que nos abre de par en par sus entrañas aquí en la tierra.

“Llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en Espíritu y en Verdad” (Jn 4,23).


El hombre tiene hambre


El hombre tiene hambre



Una reflexión sobre los grandes problemas con los que se enfrenta hoy la sociedad, nos muestra claramente, que ha dejado de ser cristiana; las cámaras gubernamentales y las organizaciones internacionales, no sólo no son ya cristianas sino que que se han convertido claramente en anticristianas. Eso no significa, claro está, que no haya políticos que se confiesan cristianos, sino que las ideologías que inspiran las leyes, y las mismas leyes, tanto locales, como a nivel internacional, no lo son en absoluto, y por tanto se favorece el divorcio, el aborto, y la homosexualidad, se ataca a la familia cristiana, se favorece la esterilización, se planifican los nacimientos, y no se presta demasiada atención a la práctica, solapada por el momento, de la eutanasia real, en acto en muchas dependencias hospitalarias.

A la vez que se combate a la Iglesia, se ejerce una gran influencia cada vez mayor sobre el pueblo cristiano, sobre los fieles, hacia una vida mundana de amor al dinero, que quiere enriquecerse a como dé lugar, sin importarle las necesidades ajenas; que busca el placer por encima de todo y se cierra a la vida; que es incapaz de perdonar y abandona los valores cristianos, siendo así que el Señor nos ha llamado a ser la “sal” de la tierra y la “luz” del mundo.

​En lugar de iluminar y salar la sociedad, comprobamos con tristeza que es el mundo quien arrastra con fuerza a los “fieles”, cada vez más debilitados en su fe, por falta de evangelización. La misma religiosidad que ha sido siempre una ayuda para el hombre, ya no es capaz de defenderlo de la seducción de un mundo secularizado, y pervertido por la avaricia, la sensualidad y la injusticia.

Es necesaria una nueva evangelización que profundice y fortalezca la fe de los creyentes y llame a los alejados al encuentro con el amor de Dios en Jesucristo. Una nueva evangelización que no se reduzca a las ideas y a los documentos pastorales, sino actuada con la fuerza del Espíritu, que como decía san Juan Pablo II en el año 83, ya ha suscitado el Espíritu Santo en su Iglesia con dones y carismas que la lleven adelante.

Hoy más que nunca es necesario anunciar, el amor de Dios, que Cristo ha venido a testificar con su propia vida, entregándola por todos los hombres, para mostrarnos el amor que Dios nos tiene, perdonando nuestros pecados, nuestras injusticias, y nuestra perversión, y darnos su Espíritu Santo, para que podamos amar. Para curar nuestro corazón y saciarlo con su misericordia.

Porque el mal del hombre, como dice el Evangelio, no está en lo que le viene de fuera, sino en lo que sale de su corazón: «Oídme todos y entended. Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle; sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre. Quien tenga oídos para oír, que oiga.» Del corazón del hombre salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez, que son causa de las estructuras de injusticia y de muerte. Del corazón del hombre sale la mentira, la avaricia y el odio. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre (Mc 7, 14-23).»

​Hemos sido creados para un destino glorioso de comunión con Dios, de vida eterna, y por eso nuestro corazón tiene sed de la verdad, de la justicia y del amor; sed, que nace de nuestro corazón insatisfecho, frustrado, herido por el pecado, seducido por el engaño del diablo y que sólo el amor de Dios puede curar. Por eso nos dice el Señor en el Evangelio:​

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados (Mt 5, 6).

Bienaventurados los que tienen hambre ahora, porque serán saciados (Lc 6, 21).

​Efectivamente, Jesucristo ha venido a saciar nuestro corazón insatisfecho como hemos escuchado en el Evangelio, que: todos comieron, se saciaron y sobró.​

Dijo Jesús: «Yo soy el pan de vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed (Jn 6, 35).»

El mundo pide un sustento a las cosas, y a las criaturas. El que peca está pidiendo un “pan”, como lo hace el que atesora, el que va tras el afecto, el que se apoya en su razón ebria de orgullo o en su voluntad soberbia. Panes todos que inevitablemente se corrompen en su propia precariedad. Los discípulos, en cambio, pedimos al Padre de Nuestro Señor Jesucristo y padre nuestro, el Pan de la vida eterna que procede del cielo. Aquél que nos trae el Reino; “pan vivo” que ha recibido un cuerpo para hacer la voluntad de Dios; una carne que da vida eterna y resucita el último día. Alimento que sacia y no se corrompe; que alcanza el perdón, y que vive de la voluntad de Dios.

Dios mandó un pan en el desierto con el que se nutrió durante cuarenta días el profeta Elías, como en otro tiempo Moisés, y como lo fue durante cuarenta años el pueblo, pero: “No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Todo pan nutre la vida del hombre por un tiempo y después perece; Dios les dio el maná a los israelitas durante cuarenta años, y murieron unos en el desierto y otros en la tierra prometida. Dios dio a Abraham la promesa, y la ley cuatrocientos años después a Israel, pero siguieron muriendo sin verse saciados más que en esperanza.

Sólo Cristo anuncia un pan que no perece y un alimento que sacia: «Yo soy el pan que ha bajado del cielo. Yo soy el pan de vida; este es el pan que baja del cielo, para que quien lo coma no muera; es mi carne por la vida del mundo.» Cristo ha recibido una carne para entregarse por el mundo: “Me has dado un cuerpo para hacer, oh Dios, tu voluntad” (cf. Hb 10, 5-7).  Lo ha dicho san Pablo: «Cristo nos amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima.»

A Cristo, quisieron hacerlo rey cuando multiplicó los panes, pero él no lo hizo para solucionar el problema del hambre, sino como signo de su misión, de saciar profundamente el corazón del hombre. De otro modo, Cristo hubiera tenido que dedicar su vida a multiplicar panes, cosa que sólo hizo en dos ocasiones, según los Evangelios. Tampoco vino a erradicar la enfermedad, aunque haya realizado numerosas curaciones. La Iglesia hace muchas de estas cosas por caridad y subsidiariamente, porque no las hacen quienes deberían hacerlas, y que para eso cobran impuestos a los ciudadanos, pero la misión de la Iglesia, que ha recibido del Señor, es mucho más importante que promover “el estado de bienestar” o mejorar “la calidad de vida” de la gente. La misión que la Iglesia ha recibido de Cristo, es salvar de la muerte eterna del pecado que corrompe al hombre de cualquier raza, pueblo o nación; a toda criatura de cualquier cultura o ideología que existe, ha existido y existirá bajo este cielo.

No fueron los 20 panes de cebada que multiplicó el profeta Eliseo, en su tiempo, ni los 5 que multiplicó Cristo, los que saciaron a la gente, sino la palabra pronunciada sobre ellos por el Señor; Cristo mismo, la Palabra hecha carne, con su Pascua, a la que todos somos invitados por la fe y el bautismo. Llamada a formar un solo pueblo, un solo cuerpo de Cristo en la Eucaristía. Cristo es el pan del cielo, que no cae como el maná, sino que se encarna en Jesús de Nazaret, y a través de la Iglesia sacia al hombre generación tras generación en su inagotable sobreabundancia de vida y de gracia. Pan que baja del cielo y da la vida al mundo, para que lo coman y no mueran.