Domingo 2º de Cuaresma B

 Domingo 2º de Cuaresma B (cf. sábado 6)

(Ge 22, 1-2.9-13.15-18; Rm 8, 31-34; Mc 9, 2-10) 

Queridos hermanos: 

Hoy somos llamados a contemplar la gloria de Dios sobre el monte, como Abrahán, como Isaac, como Moisés, como Elías, como el pueblo, y los discípulos, a través de nuestra fe. Todos ellos han sido llevados por Dios al monte para contemplar su gloria acogiendo su palabra. El Moria, el Horeb, el Tabor, y sobre todos el Gólgota, se disputan hoy la gloria del Señor y nos muestran la fe sobre la tierra, como abandono, como confianza en la voluntad de Dios y en su amor misericordioso. El monte, como elevación del hombre hacia Dios, es el lugar privilegiado para que el hombre reciba y testifique su fe, y Dios manifieste su gloria.

Abrahán es elegido para la obra sobrenatural de la fe, y es llevado por Dios en etapas, de fe en fe (cf. Rm 1, 17), hasta la anticipación del Gólgota en el Moria, en el que la obra de su fe quedaría terminada y probada: Amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas, hasta entregarle a su propio hijo, a su único, al que amaba. Más que de la entrega de nuestras cosas o de nuestra propia vida, de lo que Dios se complace es de nuestro abandono en sus manos, porque él no quiere nuestro mal, sino nuestro bien eterno, aunque sea a través del mal propio de cada día (Mt 6, 34).

Así ha tenido que ser preparado Abrahán durante más de 25 años, para llegar a ser capaz de entregarse totalmente en su voluntad “esperando contra toda esperanza”, y alcanzar a ver no sólo el nacimiento, sino después de unos cuarenta años más, la “resurrección” de Isaac; el día de Cristo, en el que la muerte sería definitivamente vencida por el amor de Dios, origen de nuestra fe. Creyó Abrahán al principio en Dios el día de su llamada, y se apoyó después en él ante la muerte, completando la obra de su fidelidad. Dios se complace al ver la fe en el hombre, y promete con juramento su bendición para todos los pueblos. Como dijo Jesús a Marta: Si crees verás la gloria de Dios (cf. Jn 11, 40).

El cumplimiento de las bendiciones hechas por Dios a Abrahán es Cristo, el Hijo, el Amado, el Elegido, el Siervo en quien se complace su alma, que será entregado por nosotros, y en quien han sido bendecidas todas las naciones de la tierra. Esta manifestación suprema del amor de Dios que será realizada en Cristo, Dios la ha querido hacer nacer en el corazón del hombre mediante la fe en él. La fe da gloria a Dios, porque le permite mostrar su amor y su misericordia infinitos. Cristo dirá: ¡Padre, glorifica tu Nombre! Como glorificaste tu Nombre sacando a Israel de Egipto, y devolviendo vivo a Isaac a su padre, glorifícalo ahora resucitándome de la muerte, porque: En tus manos encomiendo mi espíritu.

Dios quiso que Cristo pasara por la muerte ocultándole un instante su rostro, pero no lo abandonó en el Seol ni permitió que experimentara la corrupción. Como dice San Pablo, si Dios nos entregó a su Hijo, cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas: la fe, la esperanza y la caridad; la salvación, la vida eterna. “Este es mi Hijo amado, escuchadle”.

Abrahán fue preservado de la sangre de Isaac, pero no del sacrificio de su corazón, y Dios quedó complacido de su fe. Había de ser Cristo quien consumara “hasta el extremo” el sacrificio en su testimonio de la Verdad, del amor del Padre. Hoy, sobre el monte, el Padre testifica por él; nos presenta a su Palabra hecha “cordero” enviándole la consolación de las Escrituras: Moisés y Elías; la Ley y los Profetas, para ungirlo ante su “tránsito que debía cumplir en Jerusalén”.

También nosotros somos llamados a un testimonio que, perpetúe la bendición de Dios mediante la confesión de Cristo. 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Reflexión frente a la pandemia

 Reflexión frente la “pandemia” 

          Ya no importa mucho si el origen de la crisis ha sido, en realidad, preparado, diseñado, fabricado o difundido más o menos maléfica y estratégicamente, o si simplemente todo ha partido de un error o un descuido. Tampoco importa ya demasiado, que la alarma mediática haya podido ser programada o desorbitada. Puede ser sorprendente, eso sí, la adhesión generalizada de toda clase de estamentos nacionales e internacionales moviéndose al comando de organizaciones supranacionales, obedientes en ocasiones a poderes opacos o tramas espurias. 

          Lo que es un hecho, es que dado el incremento desorbitado de perversión planetaria, a todos los niveles, que eufemísticamente podemos englobar bajo el concepto de un “ilusorio progresismo secularista” en el que Dios ha sido totalmente apartado, y dado que un segundo “diluvio universal” viene descartado en las Escrituras, ya desde algún tiempo atrás, se barruntaba que en cualquier momento podía estallar una “tormenta global”, sin poder saberse ni el cómo ni el cuándo, y personalmente suplicaba al Señor que fuera piadoso en su infinita bondad, a la hora de sacudir pedagógica, aunque firmemente, a “esta generación incrédula y perversa”, dándole la oportunidad de entrar en sí misma, para orientarse al Bien supremo, recuperando su lugar en la historia, hacia la plenitud de su predestinación bienaventurada. 

          Es un hecho, que como un relámpago que brilla de oriente a occidente en medio de un cielo despejado y sereno, ha irrumpido este agente devastador al que hemos dado nombres diferentes, y que parece burlar toda expectativa racional, devorando aquí y allá  de forma insospechada, incontables víctimas, y provocando el colapso de las más insospechadas actividades de una sociedad inconsciente de su precariedad, pudiendo evocar aquellas palabras de san Pablo: “La presentación de este mundo se termina.”   

          Para quienes por la fe consideramos a Dios como Amor, causa primera de todo, aceptando ciertamente la existencia de segundas causas derivadas, pero ciertos de que la misericordia divina gobierna y conduce la historia, no podemos dudar que la precaria situación actual es ciertamente una “palabra de Dios” que se nos impone escuchar, aunque no sea fácil comprenderla y cueste asimilarla en profundidad. De hecho, en general, no se ha comprendido como tal. 

          Siendo creaturas amadas de Dios, estamos a la expectativa de lo que el Señor tenga dispuesto para hacer reaccionar a este mundo que gira sobre sí mismo, convencido de su autosuficiencia para manejar la historia y el destino de la humanidad de espaldas a Dios, profanando la naturaleza en su creación. No es necesario, como estamos comprobando, modificar las leyes físicas que rigen el mundo, para detener la marcha de este planeta, que guía su trayectoria con la soberbia, la avaricia y la necedad. Basta un insignificante conglomerado de proteína inferior a una célula, para detener tanta prepotente autosuficiencia. Mucha agitación y poca reflexión y sabiduría, mientras el mundo debería detenerse a pensar, para comprender que esta vida no puede reducirse a comer, beber y divertirse; robar, protestar y mentir. 

          Ante acontecimientos como los que están sucediendo a nuestro alrededor y que afectan a nuestro estatus de bienestar a ultranza, recurrimos inevitablemente a la acción, tomando medidas, y dando palos de ciego, como se suele decir, tratando de solucionar la problemática inmediata, porque no hay tiempo para buscar ante quien protestar o a quien culpar; siendo así, que juzgamos la perturbación que nos incomoda, como algo, lo más alejado posible de nuestra responsabilidad personal. Nos resistimos a reflexionar al respecto, aceptando la fatalidad como única causa aceptable, a la que hay que enfrentarse, superficialmente sin más. 

          Una crisis global remite a una instancia global, ante la cual no son posibles ningún tipo de individualismos o particularismos; de sectarismos o supremacismos de ningún tipo, y todo debe conducir al reconocimiento de la propia incapacidad, y la nefasta autosuficiencia frente a la existencia, la supervivencia o la trascendencia tanto personal como colectiva. El problema entonces consiste en que si procedemos del azar, a él estamos abocados, pero no de forma hipotética y lejana sino próxima y constatable en carne propia, donde toda vana pretensión de superar la crisis primordial se desvanece. Es necesario acudir a la luz de la palabra divina para poder reencontrar el camino perdido y recuperar la dirección que nos oriente a la meta. Como dice la Escritura: Dios prende a los necios (que se creen sabios y poderosos) en su astucia, y tras una corrección ciertamente severa, del mal saca siempre el bien, salvando al hombre de la destrucción a la que se encaminaba. 

          Vio Dios que la maldad del hombre cundía en la tierra y que todos los pensamientos que ideaba su corazón eran puro mal de continuo, le pesó al Señor haber hecho al hombre en la tierra. La tierra estaba corrompida en la presencia de Dios, y se llenó de violencias. Dios miró a la tierra y vio que estaba viciada, tenía una conducta viciosa sobre la tierra. (cf. Ge 6, 5-6.11-12). 

          No sólo las inacabables contiendas entre países, sino también la plaga del aborto, como violencia despiadada contra innumerables inocentes indefensos. Las relaciones naturales entre las personas, transformadas en una insaciable búsqueda de placer, pervirtiendo el orden natural, y la aniquilación de la estabilidad en una sociedad en ruinas con el divorcio. El dinero, convertido en proveedor único en la búsqueda a ultranza de un ficticio estado de bienestar, propició la escalada imparable de la corrupción. 

          “Sabéis explorar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no exploráis, pues, este tiempo?” (Lc 12, 56). 

          “Habló el pueblo contra Dios, que envió contra él serpientes abrasadoras, y murió mucha gente. El pueblo dijo entonces: «Hemos pecado. Intercede por nosotros.» Moisés intercedió, y el Señor le dijo: «Hazte una serpiente abrasadora y ponla sobre un mástil. Todo el que  la mire, vivirá.»” (cf. Nm 21, 5-9). 

          “Dios Todopoderoso, tus juicios son verdaderos y justos.» Le fue ordenado al ángel abrasar a los hombres con fuego, y no obstante, blasfemaron del nombre de Dios que tiene potestad sobre tales plagas, y no se arrepintieron dándole gloria (cf. Ap 16, 7-9). 

          Los demás hombres que no fueron exterminados por estas plagas, no se convirtieron de las obras de sus manos; no dejaron de adorar a los demonios y a los ídolos de oro, de plata, de bronce, de piedra y de madera. No se convirtieron de sus asesinatos ni de sus hechicerías ni de sus fornicaciones ni de sus rapiñas” (cf. Ap 9, 20-21). 

          “Dice el Señor: Yo incluso os he dado falta de pan en todos vuestros lugares; ¡y no habéis vuelto a mí! Hice cesar la lluvia, a tres meses todavía de la siega; he hecho llover sobre una ciudad, y sobre otra ciudad no he hecho llover; una parcela recibía lluvia, y otra parcela, falta de lluvia, se secaba (y ardía); dos, tres ciudades acudían a otra ciudad a beber agua, pero no se saciaban; ¡y no habéis vuelto a mí! Os he herido, he secado vuestras huertas y viñedos; vuestras higueras y olivares los ha devorado la langosta; ¡y no habéis vuelto a mí! He enviado contra vosotros peste, he matado a espada a vuestros jóvenes; he hecho subir a vuestras narices el hedor de vuestros campamentos; ¡y no habéis vuelto a mí! Os he destruido como la destrucción divina de Sodoma y Gomorra, habéis quedado como un tizón sacado de un incendio; ¡y no habéis vuelto a mí!” (cf. Am 4, 6-11). 

          “Surgirán muchos falsos profetas, que engañarán a muchos. Y al crecer cada vez más la iniquidad, la caridad de muchos se enfriará. Pero el que persevere hasta el fin, ése se salvará. «Se proclamará esta Buena Nueva del Reino en el mundo entero, para dar testimonio a todas las naciones. Y entonces vendrá el fin” (cf. Mt 24, 11-14). 

          “Y si el Señor no abreviase aquellos días, no se salvaría nadie, pero en atención a los elegidos que él escogió, ha abreviado los días” (cf. Mc 13, 20). 

          Cuando se multiplican estos minúsculos agentes de muerte y progresa la incapacidad de vencerlos, paralizando la vida de naciones enteras, bastaría una mirada de fe habiendo reconocido el extravío, para conjurar la amenaza mortal. En cambio, la autosuficiencia humana se niega a reconocer su impotencia y su impiedad, y es incapaz de levantar su mirada a un Dios en el que no cree, humillando su razón ebria de sí. Además hoy sería especialmente difícil una tal mirada, cuando han sido eliminados sistemáticamente los crucifijos, de la posición estratégica en la que la piedad cristiana tradicional los había colocado. 

          El origen de las calamidades globales, hay que buscarlo en la apostasía y la depravación, la violación de la naturaleza, el aborto y el desprecio de la “ley divina” en general, porque aunque el hombre se empeñe en conseguirlo, no es posible separar la creación de su Creador pretendiendo impedir su corrupción, ni gobernar lo que ilusoriamente presume conocer. Ya el profeta Isaías, unos 750 años antes de nuestra era escribe: 

          "El Señor estraga la tierra, la despuebla, trastorna su superficie y dispersa a sus habitantes: al pueblo y al sacerdote, al siervo y al señor; al que compra y al que vende; devastada y saqueada será la tierra profanada por sus habitantes, que traspasaron las leyes, violaron el precepto y rompieron la alianza eterna. Una maldición ha devorado la tierra por culpa de quienes la habitan" (Is 24, 1-6). 

          El final está aún por verse. Dependerá de la corrección y la purificación con las que Dios quiera hacer reaccionar a la humanidad en espera de un juicio definitivo e imprevisible. De momento el Señor ha frenado las expectativas del mundo, situándolo en un vacío de sentido vital, mientras persigue un progreso ilusorio y una huida de la contingencia actual, que deja sin resolver el sempiterno problema  existencial de la muerte. El Señor ha acercado a nosotros la muerte que continuamente tratamos de olvidar, en este tiempo, y que nos aguarda a todos. 

          Sólo Cristo ha reconquistado para el mundo su Predestinación gloriosa, venciendo la muerte y el pecado, para que el mundo tenga vida. Como dice la Escritura: Elige la Vida, que es Dios, y que se nos ha manifestado en Cristo, y que la Iglesia tiene la responsabilidad de proclamar, y la misión de ir formando la conciencia de esta sociedad, que se ha pervertido buscando su progreso de espaldas a Dios. La Iglesia debe ser, además, la casa de acogida para cuantos vuelven desilusionados de su extravío caminando abatidos como ovejas sin pastor. 

          El mundo está cambiando ciertamente, y también la Iglesia destinada a iluminarlo y salarlo, está siendo purificada en su apertura al mundo, enderezando su camino hacia el monte de la cruz, con Cristo, para dar su vida por él. El combate contra el mal está servido y hay que vencerlo con la fuerza  del bien; con la espada del Espíritu que es la Palabra de Dios, y enfrentando al diablo, que no prevalecerá contra el embate de la Iglesia. 

          Nosotros hemos recibido armas poderosas del Señor, que nos han preparado para el combate, dándonos la Comunidad y la familia cristiana en el seno de la Iglesia, manteniéndonos en la unidad, y en el vínculo de la Paz, mientras el mundo ha ido pasando de un vivir píamente, a un vivir frívolamente, y a un vivir inicuamente, entre la indiferencia, la perversión y el escarnio de todo lo sagrado, precipitándose al abismo. El Señor paciente y misericordioso, sabe levantar, no obstante, las pústulas que infectan los miembros de sus creaturas, contagiados por un morbo mortal y no titubea al hacerlo en el momento oportuno. Derriba  al mundo soberbio y engreído que se yergue, y también al simple y descreído que se aliena, sometiéndolos a precaria postración y sometimiento. ¿Cómo detener al depredador que aniquila por doquier sin otra motivación que el retorno a la barbarie y a la ley de la selva? 

          Ciertamente que, al detenerse la inercia y la actividad de un mundo arrastrado por un vivir inconsciente en el que se olvidan la brevedad de la propia vida y la necesidad de los demás, se despierta en nosotros la consciencia del otro, dado el hecho mismo de ser portadores de una naturaleza con vocación al amor. La imposibilidad añadida de evadir la relación cercana, ayuda a tomar conciencia de la presencia personal de los demás, y nos sorprende descubriéndonos el valor irreemplazable del otro. Cada persona es un mundo que encierra en sí mismo un tesoro, en ocasiones deformado, herido, y cubierto en multitud de casos por situaciones negativas, que desfiguran una personalidad digna del mejor de los reconocimientos posibles, y ocultan su incuestionable dignidad, por ser imagen y semejanza divina, recibida en la concepción y recuperada en su redención por la sangre de Cristo. Sería, por tanto, insuficiente el redescubrimiento de una existencia “comunitaria” pletórica de altruismo y filantropía, si fuese incapaz de conectarse con el Origen divino del “ser”, proveedor de sentido y consistencia para el recuperado coexistir, enraizándolo en el amor, y predestinándolo al Amor. 

          Colapsa cuanto es interesado, superficial, vano, apariencia, y cuanto pretende fundamentarse en lo que es perecedero, transitorio, y carnal, y permanece lo auténtico, profundo, desinteresado, y duradero como el espíritu, llamado a cosechar vida eterna. El fuego consume cuanto está llamado a perecer, y sólo permanece lo destinado a resucitar purificado. San Pablo afirma que la fe se acabará y la esperanza ya no tendrá objeto; sólo el amor permanecerá, porque el amor es Dios, y con él, cuanto el amor haya fecundado. La oración tiene la virtud de fecundar lo que es de por sí caduco haciéndolo fructificar para la eternidad:         

          “Cuando vayas a orar, entra en tu aposento, cierra la puerta, y ora a tu Padre que está allí en lo secreto, y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará” (cf. Mt 6,6).   

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El quinto mandamiento

 Quinto mandamiento, “No matarás” Mt 5, 21-26 

«Habéis oído que se dijo a los antepasados: No matarás; y aquel que mate será reo ante el tribunal. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal; pero el que llame a su hermano `imbécil', será reo ante el Sanedrín; y el que le llame `renegado', será reo de la gehenna de fuego. Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que tu hermano  tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda. Ponte enseguida a buenas con tu adversario mientras vas con él por el camino; no sea que tu adversario te entregue al juez y el juez al guardia, y te metan en la cárcel. Yo te aseguro: no saldrás de allí hasta que no hayas pagado el último céntimo (Mt 5, 21-26). 

          La Iglesia vive en el mundo y se relaciona inevitablemente con él en todos los ámbitos propios de la sociedad humana; también en el campo de la justicia, y por ello el Evangelio trata expresamente de las relaciones entre adversarios de cualquier tipo, distinguiéndolas claramente de las relaciones entre hermanos, unidos no solamente por una fe común, sino de forma eminente por el don del Espíritu Santo recibido, por el cuerpo de Cristo entregado por ellos y por su sangre derramada para el perdón de sus pecados, de los cuales se nutren en la Eucaristía. 

El Evangelio distingue por tanto, entre el perdón entre los hermanos que requiere del arrepentimiento, y el amor a los enemigos que es incondicional (cf. Lc 17, 3-4 y Mt 5, 44). En lo tocante a las ofensas frente al simple adversario dice: “No matarás; y aquel que mate será reo ante el tribunal. Ponte enseguida a buenas con tu adversario mientras vas con él por el camino; no sea que tu adversario te entregue al juez y el juez al guardia, y te metan en la cárcel. Yo te aseguro: no saldrás de allí hasta que no hayas pagado el último céntimo.” El mundo tiene sus leyes y sus tribunales para juzgar las ofensas entre adversarios, que el discípulo también debe acatar. 

En el caso que el ofendido sea el discípulo, dice el Señor: “No resistáis al mal: Al que te abofetee en la mejilla derecha preséntale también la otra;  haced el bien a los que os odian, rogad por los que os persiguen, bendecid a los que os calumnian.” En cambio frente a las ofensas entre hermanos es Cristo mismo quien legisla acerca de su comportamiento diciendo: “Pues yo os digo”: “Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal; pero el que llame a su hermano `imbécil', será reo ante el Sanedrín; y el que le llame `renegado', será reo de la gehenna de fuego. Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que tu hermano  tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda.” Aún entre hermanos, las ofensas frecuentemente son inevitables consciente o inconscientemente, y por eso san Pablo llega a decir: “Si os airáis, no pequéis; no se ponga el sol en vuestra ira” (Ef 4, 26). 

          Ya Israel tenía su tribunal o Sanedrín menor, y su Sanedrín, podemos decir supremo, para resolver causas mayores. También la Iglesia tiene sus tribunales, Penitenciaría Apostólica, etc., pero siempre deben ser un último recurso, una vez que ha sido sometido todo al juicio del perdón y la misericordia que brotan del “trono de la gracia”. La Iglesia siempre busca la salvación, también del pecador (todos somos pecadores). 

          Encolerizarse, insultar, o despreciar al hermano, lleva consigo una pena mayor y progresiva como la ofensa, por cuanto implica ofender en nosotros al Espíritu Santo recibido que es amor, y ofender en el otro a Cristo, que derramó su sangre por él. Siendo cierto que cuando la gravedad de la ofensa aumenta, lo hacen también las consecuencias, hay que distinguir entre las ofensas de pensamiento, de deseo y de hecho, ya que aun siendo todas pecaminosas, no es comparable el daño que unas u otras producen en mí, ni el que producen en el otro. Los pensamientos, juicios y deseos, dañan mí corazón y ofenden el amor, pero cuando se traducen en acciones, alcanzan también a los otros, hiriéndolos, sea en su cuerpo, que en su espíritu a través de la murmuración, el juicio, la crítica, el insulto, la difamación o la calumnia. 

          Como dice la Escritura: “Guardaos, pues, de murmuraciones inútiles y preservad vuestra lengua de la calumnia; porque no hay confidencia emitida en vano, y la boca calumniadora da muerte al alma. No persigáis la muerte con vuestra vida perdida ni os busquéis la ruina con las obras de vuestras manos; porque Dios no hizo la muerte ni se alegra con la destrucción de los vivientes. Los impíos invocan a la muerte con gestos y palabras; haciéndola su amiga, se perdieron; se aliaron con ella. La muerte entró en el mundo por envidia del diablo, y la experimentan sus seguidores (Sb 1, 11.13.16; 2, 24). 

          Matar, no es sólo quitar la vida física a otro como dice la Escritura, sino propagar de cualquier forma la muerte, sirviendo al que “tenía” su dominio (sobre la muerte), es decir al diablo, por el miedo a la muerte como dice la Carta a los Hebreos (2, 14-18). El libro del Eclesiástico lo especifica diciendo: “Hay palabras equiparables a la muerte (23, 12); A muchos ha sacudido la lengua calumniadora, y ha arruinado familias de príncipes (28, 14.18.22). Muchos han caído a filo de espada,  pero no tantos como las víctimas de la lengua. Dichoso el que de ella se protege, Trágica es la muerte que ocasiona. San Juan dice: “Vosotros sois de vuestro padre el diablo. Éste era homicida desde el principio (8, 44).    

          Debido al Don recibido, también nuestra justicia debe ser superior a la de los escribas y fariseos del Evangelio, y muy superior a la de los paganos, no implicando solamente nuestros actos externos, sino las más profundas intenciones del corazón. En efecto: “Del corazón del hombre salen las intenciones malas, que como dice el Evangelio hacen impuro al hombre.      

          Toda ofensa lo será siempre al amor, y una transgresión del mandato expreso de Cristo: “Lo que os mando es que os améis los unos a los otros; amad a vuestros enemigos y seréis hijos de vuestro Padre celestial”. Si bien es cierto que las ofensas lesionan el amor, el perdón disuelve las ofensas, a través de la gracia de la conversión que lleva al arrepentimiento. También en el perdón, todo procede de Dios, que nos perdonó primero y nos mandó perdonar siempre, ”hasta setenta veces siete”, habiendo derramado su amor en nuestros corazones, por el Espíritu Santo que nos ha sido dado (cf. Rm 5, 5).

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Domingo 5º del TO B

 Domingo 5º del TO B (cf. sab. 12; mier. 1)

(Jb 7, 1-4.6-7; 1Co 9, 16-19.22-23; Mc 1, 29-39) 

Queridos hermanos: 

          La palabra de este domingo nos presenta la vida como un servicio, como una misión, a la que hemos sido preparados, siendo alcanzados por el amor de Dios en Jesucristo, tomados de la mano y levantados (resucitados) de nuestra enfermedad de muerte que nos encerraba en nosotros mismos; así hemos sido capacitado para servir, y amar, como la suegra de Pedro que nos presenta el Evangelio.

          Para esta misión ha “salido” Cristo de las entrañas del amor del Padre, y ha sido enviado, introduciéndonos a nosotros. Esta es también la misión de Pablo a través del anuncio del Evangelio, y también la nuestra. Hemos nacido del Amor, y a él nos encaminamos llevando con nosotros a cuantos el Señor pone a nuestro alcance. En este caminar no faltan las luchas, ni los trabajos, como tampoco la recompensa, que como decía san Pablo, es el amor que se nos ha dado, que nos empuja a anunciar el Evangelio de la misericordia que el Señor ha tenido con nosotros. Nuestra vida es por tanto una milicia, como decía Job en la primera lectura.

          Somos introducidos a la existencia y se nos concede un principio, un cuerpo y un tiempo para alcanzar una meta recorriendo un camino. Pero como la meta es el Amor, el camino no consiste en cubrir una distancia, sino en un progresar en el acercamiento a Dios a través del prójimo, porque nuestro camino no lo realizamos en soledad sino en comunidad. Saliendo del ámbito de nuestro yo, y encontrando a los demás que nos entornan, vamos progresando en nuestra ascensión amorosa, hasta alcanzar al “Yo”, Señor del universo, que se nos ha manifestado en Cristo.

          En Cristo se ha dado el recorrido inverso al nuestro. Él ha “salido” en misión desde el extremo Centro de la dimensión divina, para alcanzar nuestra extraviada realidad, en el deambular por el espacio y el tiempo, muertos a consecuencia del pecado. Cristo, ha recibido también un cuerpo y ha sido injertado en un principio como el nuestro, hasta que, a través del Evangelio, consiga unificarnos en el amor.

          Él se ha acercado a los postrados el su lecho, impedidos para la donación de sí mismos, y les ha tomado de la mano, levantándolos al servicio de la comunidad. Sus manos clavadas, han dado vida a las nuestras consumidas por la fiebre del mal. Hemos sido levantados para permanecer en pie y testificar la Verdad que se nos ha manifestado. La fe y la esperanza de la hemorroisa tocaron a Cristo para alcanzar la curación, y hoy la caridad de Cristo toma la mano enferma para restablecerla. Él, que iba a tomar sobre sí nuestras enfermedades y dolencias, no dudó en curar a los que estábamos sometidos al dominio del mal.

          Cristo, testifica la Verdad del amor del Padre, que no se ha desvanecido por el pecado, para deshacer la mentira primordial del diablo y reunir a los que son de la Verdad. Pablo anuncia el Evangelio para suscitar la fe, como un deber al que no puede renunciar y para el que ha sido ungido por el Espíritu Santo.

          Como la suegra de Pedro, también los que acogen el testimonio de los enviados, son constituidos en anunciadores de lo que han recibido, incorporándose al servicio de la comunidad en el amor: La gracia de Nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo, van así impregnando los tejidos de la humanidad, que se encamina a la realización definitiva de su vocación universal al Amor.

          Ahora en la Eucaristía, somos servidos por el Señor, que nos da su cuerpo y su sangre para la vida del mundo, y partimos en Paz. 

          Proclamemos juntos nuestra fe

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San Felipe de Jesús

 San Felipe de Jesús (protomártir mexicano)

(Sb 3,1-9; 2Co 4, 7-15; Lc 9, 23-26) 

Queridos hermanos. 

          Conmemoramos a este primer mártir mexicano alcanzado por la gracia del Señor en su viaje a la misión.

          El martirio implica la persecución que Cristo a anunciado a sus discípulos: “Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán”. La Iglesia hereda de Cristo el ser “señal de contradicción” en medio del mundo sometido al diablo.

          Si nos parece mala la condición de la Iglesia en la persecución, peor es la condición de la Iglesia dividida por el cisma, y pésima la condición de la Iglesia en paz que se corrompe en connivencia con el espíritu del mundo. Por eso San Ignacio de Loyola pedía para su orden la persecución.

          Dichosos nosotros si amamos al Señor y no vivimos como enemigos de la cruz de Cristo, de modo que el mundo esté crucificado para nosotros y nosotros para el mundo, en una actitud de testimonio cotidiano, martirial. Nosotros somos llamados a la fe y a gustar la potencia del Reino que como dice Santiago, produce obras de vida eterna: “el que crea en mí, hará las obras que yo hago y mayores aún”, dice Cristo. La fe reputa la justicia y engendra obras de vida eterna, de entrega heroica y de salvación.

          Una cosa es el hombre viejo con sus concupiscencias y pecados que le llevan a la muerte, y otra es el hombre nuevo que se recibe en el seguimiento de Cristo, con lo que implica de autonegación, de cruz, y de inmolación, fruto del amor derramado en su corazón de discípulo por el Espíritu. Para quien ha conocido al Señor, su esperanza está llena de inmortalidad. El sentido de su vida es el poder perderla por el Señor, y anunciar el Evangelio a tiempo y a destiempo, con oportunidad o sin ella.

El Espíritu es causa de salvación y es testimonio de vida eterna, que hace posible el obsequio de sí mismo a la voluntad de Dios, como fruto de la fe. Querer guardarse a sí mismo, en cambio, es cerrarse a la vida nueva que trae el Evangelio, y es consecuencia de la incredulidad.

          Por la Eucaristía nos unimos a Cristo en su cruz y también en su resurrección, para que, escuchada la promesa de experimentar la resurrección de Cristo que se cumplió en los apóstoles y se nos promete a nosotros, podamos verla realizada en nuestra entrega por el mundo, como miembros del Cuerpo de Cristo. 

          Que así sea. 

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