Reflexión frente la “pandemia”
Ya no
importa mucho si el origen de la crisis ha sido, en realidad, preparado, diseñado,
fabricado o difundido más o menos maléfica y estratégicamente, o si simplemente
todo ha partido de un error o un descuido. Tampoco importa ya demasiado, que la
alarma mediática haya podido ser programada o desorbitada. Puede ser
sorprendente, eso sí, la adhesión generalizada de toda clase de estamentos
nacionales e internacionales moviéndose al comando de organizaciones supranacionales,
obedientes en ocasiones a poderes opacos o tramas espurias.
Lo que es
un hecho, es que dado el incremento desorbitado de perversión planetaria, a
todos los niveles, que eufemísticamente podemos englobar bajo el concepto de un
“ilusorio progresismo secularista” en el que Dios ha sido totalmente apartado,
y dado que un segundo “diluvio universal” viene descartado en las Escrituras, ya
desde algún tiempo atrás, se barruntaba que en cualquier momento podía estallar
una “tormenta global”, sin poder saberse ni el cómo ni el cuándo, y
personalmente suplicaba al Señor que fuera piadoso en su infinita bondad, a la
hora de sacudir pedagógica, aunque firmemente, a “esta generación incrédula y
perversa”, dándole la oportunidad de entrar en sí misma, para orientarse al
Bien supremo, recuperando su lugar en la historia, hacia la plenitud de su
predestinación bienaventurada.
Es un
hecho, que como un relámpago que brilla de oriente a occidente en medio de un
cielo despejado y sereno, ha irrumpido este agente devastador al que hemos dado
nombres diferentes, y que parece burlar toda expectativa racional, devorando
aquí y allá de forma insospechada,
incontables víctimas, y provocando el colapso de las más insospechadas
actividades de una sociedad inconsciente de su precariedad, pudiendo evocar
aquellas palabras de san Pablo: “La
presentación de este mundo se termina.”
Para
quienes por la fe consideramos a Dios como Amor, causa primera de todo,
aceptando ciertamente la existencia de segundas causas derivadas, pero ciertos
de que la misericordia divina gobierna y conduce la historia, no podemos dudar
que la precaria situación actual es ciertamente una “palabra de Dios” que se
nos impone escuchar, aunque no sea fácil comprenderla y cueste asimilarla en
profundidad. De hecho, en general, no se ha comprendido como tal.
Siendo
creaturas amadas de Dios, estamos a la expectativa de lo que el Señor tenga
dispuesto para hacer reaccionar a este mundo que gira sobre sí mismo,
convencido de su autosuficiencia para manejar la historia y el destino de la
humanidad de espaldas a Dios, profanando la naturaleza en su creación. No es
necesario, como estamos comprobando, modificar las leyes físicas que rigen el
mundo, para detener la marcha de este planeta, que guía su trayectoria con la
soberbia, la avaricia y la necedad. Basta un insignificante conglomerado de
proteína inferior a una célula, para detener tanta prepotente autosuficiencia.
Mucha agitación y poca reflexión y sabiduría, mientras el mundo debería
detenerse a pensar, para comprender que esta vida no puede reducirse a comer,
beber y divertirse; robar, protestar y mentir.
Ante
acontecimientos como los que están sucediendo a nuestro alrededor y que afectan
a nuestro estatus de bienestar a ultranza, recurrimos inevitablemente a la
acción, tomando medidas, y dando palos de ciego, como se suele decir, tratando
de solucionar la problemática inmediata, porque no hay tiempo para buscar ante
quien protestar o a quien culpar; siendo así, que juzgamos la perturbación que
nos incomoda, como algo, lo más alejado posible de nuestra responsabilidad
personal. Nos resistimos a reflexionar al respecto, aceptando la fatalidad como
única causa aceptable, a la que hay que enfrentarse, superficialmente sin más.
Una crisis
global remite a una instancia global, ante la cual no son posibles ningún tipo
de individualismos o particularismos; de sectarismos o supremacismos de ningún
tipo, y todo debe conducir al reconocimiento de la propia incapacidad, y la
nefasta autosuficiencia frente a la existencia, la supervivencia o la
trascendencia tanto personal como colectiva. El problema entonces consiste en
que si procedemos del azar, a él estamos abocados, pero no de forma hipotética
y lejana sino próxima y constatable en carne propia, donde toda vana pretensión
de superar la crisis primordial se desvanece. Es necesario acudir a la luz de
la palabra divina para poder reencontrar el camino perdido y recuperar la
dirección que nos oriente a la meta. Como dice la Escritura: Dios prende a los
necios (que se creen sabios y poderosos) en su astucia, y tras una corrección
ciertamente severa, del mal saca siempre el bien, salvando al hombre de la
destrucción a la que se encaminaba.
Vio Dios que la maldad del hombre
cundía en la tierra y que todos los pensamientos que ideaba su corazón eran
puro mal de continuo, le pesó al Señor haber hecho al hombre en la tierra. La
tierra estaba corrompida en la presencia de Dios, y se llenó de violencias.
Dios miró a la tierra y vio que estaba viciada, tenía una conducta viciosa
sobre la tierra. (cf. Ge 6, 5-6.11-12).
No sólo
las inacabables contiendas entre países, sino también la plaga del aborto, como
violencia despiadada contra innumerables inocentes indefensos. Las relaciones
naturales entre las personas, transformadas en una insaciable búsqueda de
placer, pervirtiendo el orden natural, y la aniquilación de la estabilidad en
una sociedad en ruinas con el divorcio. El dinero, convertido en proveedor
único en la búsqueda a ultranza de un ficticio estado de bienestar, propició la
escalada imparable de la corrupción.
“Sabéis explorar el aspecto de la
tierra y del cielo, ¿cómo no exploráis, pues, este tiempo?” (Lc 12, 56).
“Habló el pueblo contra Dios, que
envió contra él serpientes abrasadoras, y murió mucha gente. El pueblo dijo
entonces: «Hemos pecado. Intercede por nosotros.» Moisés intercedió, y el Señor
le dijo: «Hazte una serpiente abrasadora y ponla sobre un mástil. Todo el
que la mire, vivirá.»” (cf. Nm 21, 5-9).
“Dios Todopoderoso, tus juicios son
verdaderos y justos.» Le fue ordenado al ángel abrasar a los hombres con fuego,
y no obstante, blasfemaron del nombre de Dios que tiene potestad sobre tales
plagas, y no se arrepintieron dándole gloria (cf. Ap 16, 7-9).
Los demás hombres que no fueron
exterminados por estas plagas, no se convirtieron de las obras de sus manos; no
dejaron de adorar a los demonios y a los ídolos de oro, de plata, de bronce, de
piedra y de madera. No se convirtieron de sus asesinatos ni de sus hechicerías
ni de sus fornicaciones ni de sus rapiñas” (cf. Ap 9, 20-21).
“Dice el Señor: Yo incluso os he dado
falta de pan en todos vuestros lugares; ¡y no habéis vuelto a mí! Hice cesar la
lluvia, a tres meses todavía de la siega; he hecho llover sobre una ciudad, y
sobre otra ciudad no he hecho llover; una parcela recibía lluvia, y otra
parcela, falta de lluvia, se secaba (y ardía); dos, tres ciudades acudían a
otra ciudad a beber agua, pero no se saciaban; ¡y no habéis vuelto a mí! Os he
herido, he secado vuestras huertas y viñedos; vuestras higueras y olivares los
ha devorado la langosta; ¡y no habéis vuelto a mí! He enviado contra vosotros
peste, he matado a espada a vuestros jóvenes; he hecho subir a vuestras narices
el hedor de vuestros campamentos; ¡y no habéis vuelto a mí! Os he destruido
como la destrucción divina de Sodoma y Gomorra, habéis quedado como un tizón
sacado de un incendio; ¡y no habéis vuelto a mí!” (cf. Am 4, 6-11).
“Surgirán muchos falsos profetas, que
engañarán a muchos. Y al crecer cada vez más la iniquidad, la caridad de muchos
se enfriará. Pero el que persevere hasta el fin, ése se salvará. «Se proclamará
esta Buena Nueva del Reino en el mundo entero, para dar testimonio a todas las
naciones. Y entonces vendrá el fin” (cf. Mt 24, 11-14).
“Y si el Señor no abreviase aquellos
días, no se salvaría nadie, pero en atención a los elegidos que él escogió, ha abreviado
los días” (cf. Mc 13, 20).
Cuando se
multiplican estos minúsculos agentes de muerte y progresa la incapacidad de
vencerlos, paralizando la vida de naciones enteras, bastaría una mirada de fe
habiendo reconocido el extravío, para conjurar la amenaza mortal. En cambio, la
autosuficiencia humana se niega a reconocer su impotencia y su impiedad, y es
incapaz de levantar su mirada a un Dios en el que no cree, humillando su razón
ebria de sí. Además hoy sería especialmente difícil una tal mirada, cuando han
sido eliminados sistemáticamente los crucifijos, de la posición estratégica en
la que la piedad cristiana tradicional los había colocado.
El origen
de las calamidades globales, hay que buscarlo en la apostasía y la depravación,
la violación de la naturaleza, el aborto y el desprecio de la “ley divina” en
general, porque aunque el hombre se empeñe en conseguirlo, no es posible
separar la creación de su Creador pretendiendo impedir su corrupción, ni
gobernar lo que ilusoriamente presume conocer. Ya
el profeta Isaías, unos 750 años antes de nuestra era escribe:
"El Señor estraga la tierra, la
despuebla, trastorna su superficie y dispersa a sus habitantes: al pueblo y al
sacerdote, al siervo y al señor; al que compra y al que vende; devastada y saqueada
será la tierra profanada por sus habitantes, que traspasaron las leyes,
violaron el precepto y rompieron la alianza eterna. Una maldición ha devorado
la tierra por culpa de quienes la habitan" (Is 24, 1-6).
El final
está aún por verse. Dependerá de la corrección y la purificación con las que
Dios quiera hacer reaccionar a la humanidad en espera de un juicio definitivo e
imprevisible. De momento el Señor ha frenado las expectativas del mundo,
situándolo en un vacío de sentido vital, mientras persigue un progreso ilusorio
y una huida de la contingencia actual, que deja sin resolver el sempiterno
problema existencial de la muerte. El
Señor ha acercado a nosotros la muerte que continuamente tratamos de olvidar,
en este tiempo, y que nos aguarda a todos.
Sólo
Cristo ha reconquistado para el mundo su Predestinación gloriosa, venciendo la
muerte y el pecado, para que el mundo tenga vida. Como dice la Escritura: Elige
la Vida, que es Dios, y que se nos ha manifestado en Cristo, y que la Iglesia
tiene la responsabilidad de proclamar, y la misión de ir formando la conciencia
de esta sociedad, que se ha pervertido buscando su progreso de espaldas a Dios.
La Iglesia debe ser, además, la casa de acogida para cuantos vuelven
desilusionados de su extravío caminando abatidos como ovejas sin pastor.
El mundo
está cambiando ciertamente, y también la Iglesia destinada a iluminarlo y
salarlo, está siendo purificada en su apertura al mundo, enderezando su camino
hacia el monte de la cruz, con Cristo, para dar su vida por él. El combate
contra el mal está servido y hay que vencerlo con la fuerza del bien; con la espada del Espíritu que es
la Palabra de Dios, y enfrentando al diablo, que no prevalecerá contra el
embate de la Iglesia.
Nosotros
hemos recibido armas poderosas del Señor, que nos han preparado para el
combate, dándonos la Comunidad y la familia cristiana en el seno de la Iglesia,
manteniéndonos en la unidad, y en el vínculo de la Paz, mientras el
mundo ha ido pasando de un vivir píamente, a un vivir frívolamente, y a un
vivir inicuamente, entre la indiferencia, la perversión y el escarnio de todo
lo sagrado, precipitándose al abismo. El Señor paciente y misericordioso, sabe
levantar, no obstante, las pústulas que infectan los miembros de sus creaturas,
contagiados por un morbo mortal y no titubea al hacerlo en el momento oportuno.
Derriba al mundo soberbio y engreído que
se yergue, y también al simple y descreído que se aliena, sometiéndolos a
precaria postración y sometimiento. ¿Cómo detener al depredador que aniquila
por doquier sin otra motivación que el retorno a la barbarie y a la ley de la
selva?
Ciertamente que, al detenerse la
inercia y la actividad de un mundo arrastrado por un vivir inconsciente en el
que se olvidan la brevedad de la propia vida y la necesidad de los demás, se
despierta en nosotros la consciencia del otro, dado el hecho mismo de ser
portadores de una naturaleza con vocación al amor. La imposibilidad añadida de
evadir la relación cercana, ayuda a tomar conciencia de la presencia personal
de los demás, y nos sorprende descubriéndonos el valor irreemplazable del otro.
Cada persona es un mundo que encierra en sí mismo un
tesoro, en ocasiones deformado, herido, y cubierto en multitud de casos por
situaciones negativas, que desfiguran una personalidad digna del mejor de los
reconocimientos posibles, y ocultan su incuestionable dignidad, por ser imagen
y semejanza divina, recibida en la concepción y recuperada en su redención por
la sangre de Cristo. Sería, por tanto, insuficiente el redescubrimiento de una
existencia “comunitaria” pletórica de altruismo y filantropía, si fuese incapaz
de conectarse con el Origen divino del “ser”, proveedor de sentido y
consistencia para el recuperado coexistir, enraizándolo en el amor, y
predestinándolo al Amor.
Colapsa cuanto es interesado,
superficial, vano, apariencia, y cuanto pretende fundamentarse en lo que es
perecedero, transitorio, y carnal, y permanece lo auténtico, profundo,
desinteresado, y duradero como el espíritu, llamado a cosechar vida eterna. El fuego
consume cuanto está llamado a perecer, y sólo permanece lo destinado a
resucitar purificado. San Pablo afirma que la fe se acabará y la esperanza ya
no tendrá objeto; sólo el amor permanecerá, porque el amor es Dios, y con él,
cuanto el amor haya fecundado. La oración tiene la virtud de fecundar lo que es
de por sí caduco haciéndolo fructificar para la eternidad:
“Cuando
vayas a orar, entra en tu aposento, cierra la puerta, y ora a tu Padre que está
allí en lo secreto, y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará” (cf. Mt
6,6).
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