Domingo 2º de Cuaresma B

 Domingo 2º de Cuaresma B (cf. sábado 6)

(Ge 22, 1-2.9-13.15-18; Rm 8, 31-34; Mc 9, 2-10) 

Queridos hermanos: 

Hoy somos llamados a contemplar la gloria de Dios sobre el monte, como Abrahán, como Isaac, como Moisés, como Elías, como el pueblo, y los discípulos, a través de nuestra fe. Todos ellos han sido llevados por Dios al monte para contemplar su gloria acogiendo su palabra. El Moria, el Horeb, el Tabor, y sobre todos el Gólgota, se disputan hoy la gloria del Señor y nos muestran la fe sobre la tierra, como abandono, como confianza en la voluntad de Dios y en su amor misericordioso. El monte, como elevación del hombre hacia Dios, es el lugar privilegiado para que el hombre reciba y testifique su fe, y Dios manifieste su gloria.

Abrahán es elegido para la obra sobrenatural de la fe, y es llevado por Dios en etapas, de fe en fe (cf. Rm 1, 17), hasta la anticipación del Gólgota en el Moria, en el que la obra de su fe quedaría terminada y probada: Amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas, hasta entregarle a su propio hijo, a su único, al que amaba. Más que de la entrega de nuestras cosas o de nuestra propia vida, de lo que Dios se complace es de nuestro abandono en sus manos, porque él no quiere nuestro mal, sino nuestro bien eterno, aunque sea a través del mal propio de cada día (Mt 6, 34).

Así ha tenido que ser preparado Abrahán durante más de 25 años, para llegar a ser capaz de entregarse totalmente en su voluntad “esperando contra toda esperanza”, y alcanzar a ver no sólo el nacimiento, sino después de unos cuarenta años más, la “resurrección” de Isaac; el día de Cristo, en el que la muerte sería definitivamente vencida por el amor de Dios, origen de nuestra fe. Creyó Abrahán al principio en Dios el día de su llamada, y se apoyó después en él ante la muerte, completando la obra de su fidelidad. Dios se complace al ver la fe en el hombre, y promete con juramento su bendición para todos los pueblos. Como dijo Jesús a Marta: Si crees verás la gloria de Dios (cf. Jn 11, 40).

El cumplimiento de las bendiciones hechas por Dios a Abrahán es Cristo, el Hijo, el Amado, el Elegido, el Siervo en quien se complace su alma, que será entregado por nosotros, y en quien han sido bendecidas todas las naciones de la tierra. Esta manifestación suprema del amor de Dios que será realizada en Cristo, Dios la ha querido hacer nacer en el corazón del hombre mediante la fe en él. La fe da gloria a Dios, porque le permite mostrar su amor y su misericordia infinitos. Cristo dirá: ¡Padre, glorifica tu Nombre! Como glorificaste tu Nombre sacando a Israel de Egipto, y devolviendo vivo a Isaac a su padre, glorifícalo ahora resucitándome de la muerte, porque: En tus manos encomiendo mi espíritu.

Dios quiso que Cristo pasara por la muerte ocultándole un instante su rostro, pero no lo abandonó en el Seol ni permitió que experimentara la corrupción. Como dice San Pablo, si Dios nos entregó a su Hijo, cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas: la fe, la esperanza y la caridad; la salvación, la vida eterna. “Este es mi Hijo amado, escuchadle”.

Abrahán fue preservado de la sangre de Isaac, pero no del sacrificio de su corazón, y Dios quedó complacido de su fe. Había de ser Cristo quien consumara “hasta el extremo” el sacrificio en su testimonio de la Verdad, del amor del Padre. Hoy, sobre el monte, el Padre testifica por él; nos presenta a su Palabra hecha “cordero” enviándole la consolación de las Escrituras: Moisés y Elías; la Ley y los Profetas, para ungirlo ante su “tránsito que debía cumplir en Jerusalén”.

También nosotros somos llamados a un testimonio que, perpetúe la bendición de Dios mediante la confesión de Cristo. 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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