Domingo 31º del Tiempo Ordinario C

Domingo 31º del TO C (martes 33)
(Sb 11, 23-12,2; 2Ts 1,11-2,2; Lc 19, 1-10)                                 

Queridos hermanos:

          El Evangelio nos habla hoy de Jericó que es figura del mundo en el que se encuentra el hombre necesitado de salvación, mientras que Jerusalén es figura del cielo, donde se encuentra la casa de Dios. El Señor, como buen samaritano, baja de Jerusalén a Jericó en busca del hombre herido en el camino, para usar con él de misericordia. A la entrada de Jericó, se detiene para curar a Bartimeo, y mostrar a todos los que le siguen su fe, y hoy, se adentra en Jericó, al encuentro de un publicano rico y descarriado en el mundo, llamado Zaqueo, para entrar en su casa, llenarla de luz y hacerle heredar las promesas hechas a Abraham y a sus hijos, porque el amor no desespera nunca de la salvación de nadie.
          Vimos a un pobre ciego, encontrar el tesoro escondido del Reino de Dios, y hoy a un hombre rico y de pequeña estatura, acoger la salvación en su casa; hemos visto a un camello pasar por el ojo de una aguja; a un pecador alegrar a los ángeles de Dios. Natanael, el “judío en quien no hay engaño”, es visto debajo de la higuera como fruto maduro. Zaqueo, como fruto verde, se encuentra aún sobre el árbol, pero ambos, al igual que Bartimeo, en Cristo, son amados y conocidos, por su nombre de vivos, mientras que aquel “rico epulón” de la parábola, permanece en el abismo de la muerte y su nombre es ignorado. Sólo queda recuerdo de sus vicios.
          Como el ciego Bartimeo, también Zaqueo ha oído hablar de Jesús de Nazaret; conoce su pequeñez y lo que le impide seguirle, pero la gracia que está actuando en él, le hace correr y subirse al sicómoro[1], para salirle al encuentro llenándole de la alegría propia del Espíritu Santo, al sentirse llamado, conocido, amado por Dios en Cristo. Al sicómoro, higuera sin fruto, la gracia lo ha hecho fructificar con Zaqueo; también la cruz del Salvador de la que los incrédulos se burlan llamándola estéril, alimenta, como la higuera, a los que creen en Él, dice San Beda.  
          También como Bartimeo, Zaqueo hará solemnemente (puesto en pie) profesión de su fe, mostrándola con sus obras como dice Santiago (St 2, 18): “daré -dice- la mitad de mis bienes a los pobres y restituiré cuatro veces lo defraudado”. Al dios de este mundo le ha sido arrebatado un hijo de Abraham. La salvación de Zaqueo, ha entrado en su casa. Ambos, Bartimeo y Zaqueo, para acercarse a Jesús deben separarse de la muchedumbre incrédula que les dificulta el acudir a él; uno gritando y el otro corriendo y subiéndose al árbol. La masa que no cree, en un caso murmura de Cristo y en el otro trata de hacer callar al ciego.
El pecador es buscado con compasión y paciencia, y encontrado por la misericordia de Dios, para la que no son obstáculo ni la ceguera y la pobreza de Bartimeo, ni la pequeñez y la riqueza de Zaqueo.
La primera lectura decía que Dios es amor y quiere nuestro bien; que tiene paciencia con el pecador y espera que vuelva a él para que viva, pero el Evangelio de hoy nos muestra que el Señor no se contenta con esperar que volvamos a él, sino que él mismo sale a nuestro encuentro y se adentra en nuestra realidad de muerte para llamarnos a él con vocación santa, como dice la segunda lectura, para salvarnos y enviarnos a proclamar la Buena Noticia de su amor.
Así nos busca hoy a nosotros el Señor, porque conviene que entre en nuestra noche para iluminarla. Ojalá podamos reconocer así nuestra miseria y nuestra corta estatura en el amor; ojalá nos sintamos conocidos por el Señor y nos salve. Entonces podremos ponernos en pie y proclamar su misericordia con nosotros; exultar y celebrar Pascua con él.

          Proclamemos juntos nuestra fe.
                                                                                         www.jesusbayarri.com



[1]  El sicómoro, llamado higuera salvaje o sin fruto, es un árbol de hojas semejantes a la morera, pero de más altura (por lo que los latinos lo llaman celsa, (cf. Catena Áurea en español, 10901.)

Domingo 10º del Tiempo Ordinario C

Domingo 10º del TO C                                

(1R 17, 17-24; Ga 1, 11-19; Lc 7, 11-17)


Queridos hermanos:

En este domingo la palabra nos presenta la resurrección de dos hijos únicos de madres viudas. También la virgen María será viuda y su hijo será resucitado. Dios se compadece del dolor de estas mujeres y así fortalece su fe a través de una prueba, como hizo con Abraham. Una vez más, los acontecimientos de muerte conducen a la manifestación de la gloria de Dios, y a la experiencia de su amor, que brilla en la cruz de Cristo. Cristo es la resurrección y la vida; resucita a una niña en su casa, a un joven en la calle y a un adulto en su sepulcro. La resurrección de Cristo acompaña al hombre en todas las etapas de su vida, como hace notar san Agustín. Cristo es Señor del tiempo y del espacio, y su misericordia acompaña la vida del hombre, sin detenerse ni en la inocencia infantil, ni en la virulencia de la juventud, ni en la obstinación de la vejez. La vida en este mundo, consiste en este recorrido que nos conduce desde el nacimiento al sepulcro, atravesando la ciudad terrena. Qué importante es encontrar a Cristo en el camino cuando la muerte nos sale al encuentro.

Dios tiene poder sobre la muerte y usa de misericordia con todos los hombres, que la hemos experimentado a causa del pecado, y para nosotros envía Dios a su Hijo, que se entrega a la muerte, resucitando para nuestra justificación. San Pablo ha recibido de Cristo este Evangelio, de su amor misericordioso y dedica su vida a proclamarlo. Hijo único del Padre y de María, en Cristo, la resurrección será primicia de la de muchos hermanos, hijos de la Iglesia, a la que podemos considerar también como viuda, cuyo esposo está en el cielo, y ante cuyo dolor se conmueve el corazón del Señor. Dichosos nosotros, sus hijos, porque la Iglesia ora por nosotros en medio de la muchedumbre que participa de su dolor, y con sus lágrimas conmueve a quien tiene el poder sobre la muerte.

Decía san Ambrosio, que la resurrección de Cristo, día octavo y primero de la nueva creación imperecedera que entra en la eternidad, viene anunciada en la Escritura por otras siete resurrecciones temporales, que deberán no obstante, nuevamente someterse al poder de la muerte: La del hijo de la viuda de Sarepta, la del hijo de la sunamita, la del hombre que cayó en la tumba de Eliseo, la de la hija de Jairo, la del hijo de la viuda de Naín, la de Lázaro y la de los que resucitaron tras la muerte de Cristo.

Nosotros, en nuestra muerte espiritual, hemos escuchado también la voz de Cristo, que se ha acercado a nosotros, ha dado su palabra a la Iglesia, consolándola en su dolor; y ha tocado el leño que nos conducía al sepulcro, deteniendo su inexorable marcha. Cristo nos ha rescatado y nos ha confiado al cuidado de nuestra madre, ya que pertenecemos a aquel que nos da la vida. Como dice San Pablo: hemos sido bien comprados y no nos pertenecemos y por eso lo glorificamos con nuestra vida.
Hoy, la Iglesia, nuestra madre, nos alimenta en la Eucaristía; nos da vida con la palabra de Cristo, y con su carne, y vida eterna.

Proclamemos juntos nuestra fe
                                                                      www.jesusbayarri.com

El hombre y la libertad

El hombre y la libertad


                      «Si os mantenéis en mi palabra, conoceréis la verdad,
y la verdad os hará libres.»


     La antropología bíblica, describe el itinerario de la persona humana, que se inicia con su creación a imagen y semejanza de Dios, que experimenta el pecado, que se encuentra con el Evangelio, y que adhiriéndose a la Palabra, conoce la Verdad del amor de Dios y es reinsertado en la libertad de sus hijos.

     El hombre, predestinado por Dios a la Bienaventuranza de ser santo e inmaculado en su presencia por el amor, ha recibido su libertad original para poder realizarse en tan glorioso destino, libre y responsablemente, y frente a esta verdad primordial de la voluntad amorosa de Dios, el hombre ha sido solicitado por la falsedad envidiosa del mal (Ge 3, 4), que lo ha seducido y sometido a esclavitud, experimentando la muerte existencial de su ruptura unilateral con el ser de Dios. Esta es la realidad ontológica que afirma la Carta a los Hebreos diciendo que: ““El hombre por temor a la muerte estaba de por vida sometido a la esclavitud del diablo” (cf. Hb 2, 14-18), y que san Pablo describe en la Carta a los Romanos cuando exclama: “Soy de carne, vendido al poder del pecado. Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco; en efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero. ¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?” (cf. Rm 7, 14.18.19).

       Acogiendo y guardando la palabra de Cristo que nos habla de la Verdad del amor de Dios a través del Evangelio, este amor puede ser experimentado por el hombre, y contraponerse a la “mentira primordial”, de modo que mediante la fe, el hombre quede desatado de la esclavitud al maligno. En consecuencia dirá san Pablo: “Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo, que nos da la victoria” sobre la impotencia para realizar el bien que quería, y me llevaba a realizar el mal que no quería. Si la figura pascual de Cristo llevó un tan gran fruto de libertad a un pueblo en medio de la esclavitud de Egipto, cuánto más la realidad de la Verdad plena del Evangelio, dará la libertad a toda la creación, habiendo sido entregada por el bien de toda la naturaleza humana.

     La herida profunda de la libertad original del hombre causada por el pecado que lo aparta “sin remedio” de la vida divina, es lo que el Génesis llama muerte, cuando dice: “Del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio (Ge 2, 17). Su albedrío herido ha quedado limitado, y su discernimiento imposibilitado para la Bienaventuranza. El hombre en esta situación de “naturaleza caída”, puede razonar acerca de la libertad, como puede hacerlo respecto a cualquier otro aspecto de la realidad y de sí mismo, y puede hacerse la ilusión de ir alcanzando certezas y verdades, mientras “sólo el Verbo encarnado manifiesta al hombre lo que es el hombre”, como ha dicho el Concilio Vaticano II.



     A lo largo de la historia se ha venido hablando de “libertad de excelencia”, “libertad de indiferencia”, “libertad de”, “libertad para”, y también de distintas concepciones del hombre, pero a nosotros nos interesa la que propone la antropología bíblica revelada: El hombre a imagen y semejanza de Dios, el hombre herido por el pecado y el hombre redimido por Jesucristo. En el Evangelio, Cristo afirma: «En verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado es un esclavo. Si, pues, el Hijo os da la libertad seréis realmente libres (Jn 8, 34-36). “Para ser libres nos ha liberado Cristo”, afirmará después san Pablo (Ga 4, 1). Esta será la obra de Cristo destruyendo la muerte y perdonando el pecado. Mientras tanto como dice san Pedro, muchos: “Hablando palabras altisonantes, pero vacías, seducen con las pasiones de la carne y el libertinaje a los que acaban de alejarse de los que viven en el error. Les prometen libertad, mientras que ellos son esclavos de la corrupción, pues uno queda esclavo de aquel que le vence” (2P 2, 18-19), y añade: “Obrad como hombres libres, y no como quienes hacen de la libertad un pretexto para la maldad, sino como siervos de Dios (1P 2, 16).

El llamado mito adámico, es en realidad un paradigma existencial del hombre, que aún hoy, superadas con creces las concepciones y las realidades medievales, renacentistas y cosmopolitas, y también el independentismo reformador, sigue proyectando luz sobre el gran misterio que es el hombre para sí mismo. La libertad, será la condición de posibilidad de la existencia del bien y del mal, materializada en la Escritura por el árbol del Paraíso que crece junto al árbol de la vida, y que no por casualidad se encuentran situados en el centro del jardín. Ambas: “vida y libertad” al centro de la creación, hacen devenir al jardín primordial en “Paraíso”, en cuyo ámbito coloca Dios al ser humano para que fructifique en el amor. Dios creó al hombre llamándolo al amor, y después de darle espíritu de vida, lo colocó en el Paraíso a medida de su felicidad, y para que ejerciera su amor recibió la libertad; colocó en el centro el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal. Ante él se abrían entonces los dos caminos: el camino de la vida sin fin y el de la muerte sin remedio. Sucumbiendo ante la mentira, es desterrado lejos del alcance de la vida y privado de su libertad (Hb 2, 15). Se abre así para él un desierto de esclavitud y de muerte. El Paraíso, como preámbulo, es apertura al drama del devenir humano en la senda de la libertad que llamamos historia, y anticipación anunciada de su  predestinación. 

  Cuando el hombre aferrándose al árbol prohibido opta contra el autor de su libertad negando la verdad de su amor, asintiendo con su voluntad a la mentira envidiosa del diablo, hace mal uso de su libertad original, pierde su acceso al árbol de la vida, y muere, abandonando la órbita del amor. Ha enterrado su “talento” como si de un cadáver se tratase, sometiéndolo a la esterilidad, que lo aleja de la ley de gravitación universal de la creación que es el amor. Como dice san Pablo: “La creación, en efecto, fue sometida a la caducidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la esclavitud de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios (Rm 8, 20-21).”




            La reaparición de Dios en la existencia humana a través de la llamada y la promesa, sitúa al hombre de nuevo en la historia, dándole una meta de eternidad, un sentido vital y la recuperación de un origen que lo inserta de nuevo en la tradición, interrumpida por el intento desafortunado de auto afirmación e independencia frente al Ser, razón y causa de su albedrío. Sólo el cristianismo, como plenitud y cumplimiento de la relación libre, interior y espiritual entre Dios y su criatura, da a luz a la historia concebida en el judaísmo, dándole su dimensión universal, trascendente y eterna en la que Dios lo será todo en todos.

               La libertad frente al miedo a la muerte y al precepto, estará motivada por la experiencia existencial de Dios, que es amor siempre y sin segundas intenciones: “Misericordia quiero y no sacrificios, conocimiento de Dios, más que holocaustos”. “Ama, y haz lo que quieras” había dicho Tácito y cristianizó después San Agustín. Tomar los mandamientos por prohibiciones arbitrarias del autoritarismo divino, por límites puestos a su libertad, cuando son una manifestación de su amor y de su solicitud paternal por el hombre, es un error y una falsedad, como dice el padre Cantalamessa. «Cuida de practicar lo que te hará feliz» dijo Dios a Israel (Dt 6, 3; 30, 15 s). Jesús mismo resumió todos los mandamientos, es más, toda la Escritura, en un único precepto: el del amor. Amor a Dios y al prójimo. «De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas» (Mt 22, 40). También el apóstol Santiago afirma: “El que considera atentamente la Ley perfecta de la libertad y se mantiene firme, no como oyente olvidadizo sino como cumplidor de ella, ése, practicándola, será feliz (St 1, 25).” Y añade: “Hablad y obrad tal como corresponde a los que han de ser juzgados por la ley de la libertad (St 2, 12).” Dijo Unamuno: Quise hacerme dueño de la fe y no su esclavo, y así llegué a la esclavitud, en vez de alcanzar la libertad de Cristo.

     Erich Fromm se pregunta: ¿Es la libertad solamente ausencia de presión exterior o es también presencia de algo? Y, siendo así, ¿qué es ese algo? Nosotros podemos responderle con la Escritura: “Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad (2Co 3, 17).  Pero el Espíritu es el Amor; amor entre el Padre y el Hijo, que lleva al hombre a la libertad plena, restaurando en él lo que había perdido por su declaración de independencia en medio del Paraíso.

     Con Emiliano Jiménez, podemos afirmar que donde está la Libertad, allí está el Amor; donde está la libertad, está por tanto el otro, los otros, y al hombre libre, sólo cuadra el aislamiento del mundo, cuando éste, está motivado por el amor. El hombre está en situación de libertad como dijo Zubiri, y esta situación que podemos llamar también vocación, es el amor, como ámbito de la plena realización del hombre como hombre y hombre libre. El amor es el espacio que la libertad se crea para realizarse a sí misma; es la única tierra donde crece.



     Sin este ámbito del amor, el paraíso de la libertad se transforma en infierno como decía Sartre; soledad en compañía y esclavitud del odio. La libertad es por tanto no sólo realización del hombre como tal, sino también responsabilidad a realizar en medio de la comunidad humana, como ámbito irrenunciable de su condición social. Como decía Calvo Serer: Las fuerzas creadoras del hombre tienen su origen nato en la libertad, que abre al hombre, por urgencias ineludibles, a los amplios horizontes de la verdad, el bien y el amor.

          Para el Concilio Vaticano II (GS, 31): La libertad humana con frecuencia se debilita cuando cae en extrema necesidad; de la misma manera que se envilece cuando el hombre, satisfecho por una vida demasiado fácil, se encierra como en una dorada soledad. Por el contrario, la libertad se vigoriza cuando el hombre acepta las inevitables obligaciones de la vida social, toma sobre sí las múltiples exigencias de la convivencia humana  y se obliga al servicio de la comunidad en que vive.

          ​Para Emiliano Jiménez: El hombre se experimenta a sí mismo como un ser que vive su libertad en un tiempo irreversible, limitado por un principio y un final. ​Sólo la verdad hace al hombre libre. La sociedad, que oculte, silencie o margine las situaciones primordiales del vivir y del morir, del nacer y el envejecer, está arrancando al hombre sus posibilidades más humanas, porque son las que le abren las fronteras de su verdad, colocándole al filo de su libertad. El aturdimiento, que mantiene al hombre perennemente divertido, cierra las puertas del santuario interior, impidiendo que el silencio entre en la vida del hombre y que en él pueda resonar el eco de su verdad, la luz de su libertad y el misterio de su ser. Para que la libertad sea auténtica, y no una forma camuflada del egoísmo inhumano, hay que situarla en su procedencia y en su destino. Todo hombre, que haya bajado a la interioridad de su corazón, no puede por menos de interrogarse de dónde le nace la libertad y qué quiere hacer con ella, es decir, a qué la quiere consagrar o a quién se la quiere ofrendar.   

               Dios nos libre de la utopía totalitaria de una justicia sin libertad y de una libertad sin verdad que va codo con codo con un falso concepto de tolerancia, y que en palabras de Juan Pablo II, presagian errores y horrores vividos recientemente en la historia  (cf. Ecclesia in Europa, 98).


BIBLIOGRAFÍA

R. CALVO SERER, La fuerza creadora de la libertad, Madrid 1959.
E. FROMM, El miedo a la libertad, Buenos Aires.
E. JIMÉNEZ HERNÁNDEZ, Quien soy yo. Callao, Perú.

                    www.jesusbayarri.com








Las riquezas

Sobre las riquezas

Una observación preliminar es necesaria para despejar el terreno de posibles equívocos al leer lo que el Evangelio dice de la riqueza. Jesús jamás condena la riqueza ni los bienes terrenos por sí mismos. Entre sus amigos está también José de Arimatea, «hombre rico»; Zaqueo es declarado «salvado», aunque retenga para sí la mitad de sus bienes, que, visto el oficio de recaudador de impuestos que desempeñaba, debían ser considerables. Lo que condena el Señor es el amor al dinero y a los bienes, darles el corazón, hacer depender de ellos la propia vida y acumular tesoros sólo para uno mismo (Lc 12, 13-21).

Por la experiencia de muerte que todos tenemos a consecuencia del pecado, la precariedad del mañana nos empuja a tratar de asegurar nuestra subsistencia y a buscar seguridad en las cosas, y en consecuencia a atesorar bienes. El problema está, en que el atesorar implica inexorablemente el corazón y mueve sus potencias: entendimiento y voluntad de forma insaciable, ya que el corazón humano es un abismo que sólo Dios puede colmar. “Sea el Señor tu delicia y él te dará lo que pide tu corazón”. Acogiendo el Evangelio del amor de Dios, el Kerigma de Jesucristo, el pecado es perdonado, la muerte es vencida, y las heridas del corazón son curadas haciendo al hombre libre frente a la idolatría del dinero. Ahora puede poner su corazón en Dios: “¡Va, vende tus bienes, ven y sígueme!”. “¡Tendrás un tesoro en el cielo!”

A Dios hay que amarlo con todo el corazón, pero dice la Escritura que nuestro corazón está donde se encuentra nuestro tesoro. Por eso el que ama el dinero tiene en él su corazón y a Dios no le deja sino unos ritos vacíos y unos cultos sin contenido; cumplimiento de normas, pero no amor. Pero Dios ha dicho por el profeta Oseas: “Yo quiero amor y no sacrificios”; e Isaías: “Este pueblo me honra con los labios pero su corazón está lejos de mí.”

El Evangelio nos presenta la relación entre los bienes y la vida; nos plantea un problema de discernimiento, entre los medios y el fin, que consiste primeramente, en darnos cuenta de que estamos de paso en esta vida. Administramos cuanto tenemos por un tiempo, y en consecuencia debemos saber utilizarlo, y dar a cada cosa su valor.  Saber amar las cosas y a uno mismo no más de lo que conviene.

Todo en este mundo es precario, pero no Dios. Por eso enriquecerse y atesorar, sólo tienen sentido en orden a Dios, que no pasa, y en quien las riquezas no se corroen y a quien los ladrones no socaban ni roban. Por medio de la caridad y la limosna, se cambia la maldición del amor al dinero, por la bendición del amor a Dios y a los hermanos: “Dad en limosna lo que tenéis (en el corazón), y todo será puro para vosotros”. Enriquecerse en orden a Dios equivale a empobrecerse en orden a los ídolos, a cuya cabeza está el dinero, que se acrisola salándolo con la limosna como cruz purificadora. Al llamado joven rico de la parábola Dios le da la oportunidad de repartir, pero prefiere atesorar.

Los dones de Dios en un corazón idólatra se convierten en trampas. La necedad está en dejar que la codicia guíe nuestra vida sin calcular lo efímera que es la existencia. En efecto, el hombre tiene una existencia natural, física y temporal, sostenida por el cuerpo, que requiere unos cuidados, porque tiene unas necesidades, pero está llamado a una vida de dimensión sobrenatural y eterna, mediante su incorporación al Reino de Dios, al cual está finalizada su existencia. Encontrar y alcanzar esta meta, requiere prioritariamente de nuestra intención y nuestra dedicación, pues: ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?

Buscar el Reino de Dios es poner a Dios como nuestro Señor y depositar nuestro cuidado en sus manos providentes que sostienen la creación entera, confiando en él. “Quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará.” En el Señor está la verdadera seguridad. “Dichoso el hombre que esto tiene; dichoso el hombre cuyo Dios es el Señor.”

La Palabra de Dios llama al amor al dinero «idolatría» (Col 3, 5; Ef 5, 5). El dinero no es uno de tantos ídolos; es el ídolo por antonomasia. Literalmente «dios de fundición» (Ex 34, 17). Es el anti-dios porque crea una especie de mundo alternativo. Se realiza una siniestra inversión de todos los valores. «Nada es imposible para Dios», dice la Escritura, y también: «Todo es posible para quien cree». Pero el mundo dice: «Todo es posible para quien tiene dinero». 

La avaricia, además de la idolatría, es asimismo fuente de infelicidad. El avaro es un hombre infeliz. Desconfiado de todos, se aísla. No tiene afectos, ni siquiera entre los de su misma carne, a quienes ve siempre como aprovechados, y quienes, a su vez, alimentan con frecuencia respecto a él un solo deseo de verdad: que muera pronto para heredar sus riquezas. Tenso hasta el espasmo para ahorrar, se niega todo en la vida y así no disfruta ni de este mundo ni de Dios, pues sus renuncias no se hacen por Él. En vez de obtener seguridad y tranquilidad, es un eterno rehén de su dinero. 


Pero Jesús no deja a nadie sin esperanza de salvación; tampoco al rico. Cuando los discípulos, después de lo dicho sobre el camello y el ojo de la aguja, preocupados le preguntaron a Jesús: «Entonces ¿quién podrá salvarse?», Él respondió: «Para los hombres, imposible; pero no para Dios». Dios puede salvar también al rico. La cuestión no es «si el rico se salva» (esto no ha estado jamás en discusión en la tradición cristiana), sino «qué rico se salva». 

Jesús señala a los ricos una vía de salida de su peligrosa situación: «Acumulaos tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan» (Mt 6, 20); «Haceos amigos con el dinero injusto, para que, cuando llegue a faltar, os reciban en las eternas moradas» (Lc 16, 9). Sala tu dinero, como dicen los judíos. Hoy sería: blanquea tu dinero negro con la limosna.


¡Se diría que Jesús aconseja a los ricos transferir su capital al exterior! Pero no a Suiza, sino ¡al cielo! Muchos –dice Agustín- se afanan en meter su propio dinero bajo tierra, privándose hasta del placer de verlo, a veces durante toda la vida, con tal de saberlo seguro. ¿Por qué no ponerlo nada menos que en el cielo, donde estaría mucho más seguro y donde se volverá a encontrar, un día, para siempre? ¿Cómo hacerlo? Es sencillo, prosigue San Agustín: Dios te ofrece, en los pobres, a los porteadores. Ellos van allí donde tú esperas ir un día. La necesidad de Dios está aquí, en el pobre, y te lo devolverá cuando vayas allí. 

Pero está claro que la limosna de calderilla y la beneficencia ya no es hoy el único modo de emplear la riqueza para el bien común, ni probablemente el más recomendable. Existe también el de pagar honestamente los impuestos, crear nuevos puestos de trabajo, dar un salario más generoso a los trabajadores cuando la situación lo permita, poner en marcha empresas locales en los países en vías de desarrollo. En resumen, poner a rendir el dinero, hacerlo fluir. Ser canales que hacen circular el agua, no charcas artificiales que la retienen sólo para sí. 


  La respuesta inmediata a la pregunta del “joven rico” sería decirle: “Escucha Israel. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas  y al prójimo como a ti mismo. Haz esto y vivirás”. Jesús en cambio le habla de los mandamientos, porque toda la Ley y los profetas y por tanto los mandamientos, penden de este amor. El que ama así, los cumple, y es de ese amor, del que proviene la salvación, pero el que pretende compartir su amor a Dios con el que tiene a sus bienes, se “ama” más a sí mismo, equivocada y carnalmente. Por eso los apóstoles dudan de la posibilidad de salvarse y Jesús mismo les confirma que ese amor no es posible a los hombres con sus solas fuerzas. Sólo el conocimiento trinitario de Dios: Padre, Espíritu y Verdad, lo puede dar, entendiendo por conocimiento, la experiencia de su vida divina: de su amor, de su espíritu, y de su gracia.

El llamado “joven” rico, se ha encontrado con un “maestro bueno” y quiere obtener de él la certeza de la vida eterna, que el seudo cumplimiento de la Ley no le ha dado. Cristo le pregunta, que tan maestro y que tan bueno le considera, ya que sólo Dios es el maestro bueno, que puede darle no sólo una respuesta adecuada, sino alcanzarle lo que desea. Sabemos que se marchó triste porque tenía muchos bienes, pero su tristeza procedía, de que su presunto amor a Dios, era incapaz de superar el que sentía por sus bienes, que le impidió creer que en aquel Jesús estaba realmente su Señor y su Dios, para seguirle, obedeciendo su palabra. Le  fue imposible encontrar el tesoro, escondido en el campo de la carne de Cristo. Le fue imposible discernir el valor de la perla que tenía ante sus ojos, pues de haberlo descubierto, ciertamente habría vendido todo y le habría seguido. Como le dijo Jesús, una cosa le faltaba, pero no como añadidura, sino como fundamento de su religión: el amar a Dios más que a sus bienes, y al prójimo como a sí mismo.

Es curioso además, que en Marcos y Lucas el rico hable de “herencia”, como si esperase alcanzar la vida eterna, con el mismo esfuerzo con el que se obtienen los bienes en herencia, es decir, sin ningún esfuerzo. Si vemos el desenlace del encuentro, podemos suponer que es así, ya que no estuvo dispuesto a vender sus bienes. Según Mateo, parecía dispuesto a hacer algo para alcanzar la Vida, pero no fue así.

Jesús parece decirle al rico: Has heredado muchos bienes y quieres asegurarlos para siempre, pero en el cielo esos bienes no tienen ningún valor, si no son salados aquí por la limosna. La vida eterna es la herencia de los hijos, por eso, cuando hayas vendido tus bienes, “ven y sígueme”; hazte discípulo del “maestro bueno”; cree, y llegarás a amar a tus enemigos, y “serás hijo de tu padre celeste”, y tendrás derecho a la herencia de la vida eterna.

En nosotros habita la muerte a consecuencia del pecado, pero Cristo la ha vencido para nosotros. Aquella parte de nosotros que abrimos a Cristo es redimida por él y transformada en vida y aquella que nos reservamos, permanece sin redimir y en la muerte. Si nuestro ser, en la Escritura es designado como: corazón, alma y fuerzas, sólo abriéndolo a Dios completamente, nos abriremos a la vida eterna. Hay que amar a Dios con todas las tendencias del corazón, con toda la existencia y por encima de toda creatura, para alcanzar en él la Vida.

Como en el caso del administrador del Evangelio, los bienes son medios que deben cumplir una función al servicio de un fin, pero no son fines en sí mismos. Si la vida del hombre tiene como orientación definitiva la bienaventuranza de la vida eterna, todos los medios de que dispone, deben estar en función de poder alcanzarla. Esa es la astucia que alaba el patrón de la parábola: saber sacrificar sus beneficios inmediatos, en función de su supervivencia. Cristo atribuye en mayor medida esta astucia a los hijos de este mundo que a los de la luz, para exhortar así a sus discípulos. La inmediatez de las riquezas tiene cierta ventaja al estimular los corazones humanos, frente al estímulo que ejerce lo futuro de la bienaventuranza, debido a nuestra débil fe. 
La vida cristiana  no es una forma pía de ocupar el tiempo que sobra después de las exigencias del mundo, sino al revés. “Estar en el mundo sin ser del mundo”, para llevarlo a Cristo. Habrá que dar su tiempo a las cosas del mundo, pero no el corazón; usar el dinero pero no amarlo; trabajar, pero no darle nuestra vida al trabajo; descansar, pero no hacer del bienestar la meta de la existencia.    

Con Cristo, Dios vuelve a llamar a los necesitados de salvación, para devolverles la heredad que rechazaron los primeros padres en el Paraíso. Por eso la invitación no es sólo para Israel, sino para todos los hijos de Adán. Ante nosotros están pues, misericordia y responsabilidad para orientar nuestra libertad y nuestra vida al Evangelio del Reino o alienarlas por la ilusión de los bienes de este mundo. “Hay de los hartos,” y de los justos a sus propios ojos, porque se excluyen a sí mismos del Reino. Dichosos en cambio los que ahora tienen hambre porque serán saciados.

El Señor, a través de “las riquezas injustas”, nos llama a ganar las verdaderas; ¿cómo puede subsistir la justicia de la caridad en la acumulación de bienes? La caridad purifica lo contaminado del corazón distribuyendo las riquezas. A través de “lo ajeno”, nos llama a amar “lo nuestro”, lo propio, lo que no nos será arrebatado; a través de lo pasajero a valorar el Don eterno de su Espíritu.

San Juan de la Cruz llega a decir que, para alcanzar a Dios, se requiere un corazón desnudo no sólo de males, sino también de bienes; de los goces y los deleites que pueden sernos impedimento, ya sean temporales, sensuales o espirituales, porque ocupan el corazón que se aferra a ellos. Por eso dice: No pondré mi corazón en las riquezas ni en los bienes que ofrece el mundo, ni en los deleites de la carne, ni en los gustos y consuelos del espíritu, que me detengan en la búsqueda del Amor a través de las virtudes y los trabajos, como dijo David en el salmo (61, 11): Aunque crezcan las riquezas no les deis el corazón. No sólo riquezas materiales sino incluso espirituales. Cuanto impida el caminar en la cruz del Esposo Cristo.
                                 www.jesusbayarri.com

El misterio de iniquidad

El misterio del mal (Misterium iniquitatis)[1]


            El mal hunde sus raíces en el misterio de la libertad, y por tanto, como todo cuanto existe y participa del Ser, en el misterio del amor. No hay amor sin libertad, ni libertad sin amor. Amor y libertad que comparten ángeles y hombres, privilegiados en su vocación y predestinación: “Señor, ¡qué es el hombre para que te acuerdes de él!” Lo hiciste poco inferior a los ángeles; lo coronaste de gloria y dignidad.

Uno de los problemas de la historia que presenta mayor dificultad de comprensión, y de asimilación de su sentido trascendente, es “el misterio del mal” (Misterium iniquitatis), envuelto todo él en el ámbito de la libertad, y  por tanto, de la responsabilidad; misterio, al que sólo la cruz de Cristo como “misterium charitatis” ilumina desde la fe.

El problema del bien y del mal, por mucho que se intente desde las trincheras de un humanismo ateo diluir sus fronteras, resiste tozudamente frente a toda dialéctica ideológica, por la evidencia de los hechos, por más intentos del eufemismo progresista de travestirlo de tolerancias, pluralismos y consensos.

Dios nos libre de la utopía totalitaria de una justicia sin libertad y de una libertad sin verdad que va codo con codo con un falso concepto de tolerancia, y que en palabras de Juan Pablo II, presagian errores y horrores vividos recientemente en la historia  (cf. Ecclesia in Europa, 98).

Juan Pablo II en la introducción de su último libro “Memoria e Identidad”, dice que frente al problema del mal nosotros tenemos la tentación de los siervos de la parábola de la cizaña que dicen al Señor: “¿Quieres que vayamos a arrancar la cizaña?”, que es lo que tantas veces queremos nosotros, quitar el mal, que el Señor intervenga y quite a todos los malvados y queden solamente los buenos. Somos incapaces de comprender el porqué de la existencia del mal. Sólo que hay un problema: que no podemos saber quién es la cizaña y quién es el buen grano, mientras dure este tiempo en que el Misterio de la iniquidad, está actuando de muchas maneras en el mundo, y que según dice el Apocalipsis, refleja la lucha entre el Cordero y la Bestia.

Dice san Agustín en un sermón: “Atención, que si tú eres buen grano, puede llegar un día en que seas cizaña, si te resistes a Dios y te vuelves al demonio, llegas a ser un hijo del demonio”. Por eso dice la Escritura: “no llaméis nunca santo a nadie hasta que expire el último aliento, hasta que muera”. Porque todo es posible. Existe la conversión y la corrupción. La cizaña y el trigo evolucionan en la libertad frente a la gracia. Todos podemos transformarnos en demonios. Dice san Agustín: “Ves un hombre santo, mañana le ves que ha traicionado a todos y está hecho un indeseable. “Corruptio optimi cuiusque pessima”, la corrupción de los mejores, de los santos, es la peor de todas. Ves a un malvado y mañana se puede convertir; estamos todos en esta precariedad que requiere vigilancia; todos estamos sometidos a la seducción, la tentación y la concupiscencia. Y cuanto más en alto nos situemos, más grande será el peligro de la caída.


Por eso sabiduría y caridad se alejan del juicio según las palabras del Señor sumergidos como estamos en su amorosa misericordia, desechando todo maniqueísmo antes que venga el Señor a separar definitivamente la cizaña del trigo. Mientras tanto: Dios conduce la Historia, como drama de la libertad humana, salvando a la humanidad, ya que la acción de Dios en favor de la iglesia, está finalizada a la salvación del mundo. El Misterium iniquitatis será entonces condenado y destruido como ansía el corazón humano, cuando termine el tiempo de la misericordia, “tiempo de higos”, con el que todos estamos siendo agraciados, y la justicia nos alcance la eterna bienaventuranza.

La existencia del infierno sigue siendo un profundo misterio en torno a la libertad y como consecuencia de la misma, por la que puede rechazarse “la herencia del Reino preparado para vosotros (los hombres) desde la creación del mundo”. Coincide con el misterio del pecado, “misterium iniquitatis”, en el sentido que no es fácil entender cómo la criatura humana pueda rechazar el amor ofrecido por Dios, que constituye su felicidad; no se comprende cómo la Cruz de Cristo, revelación suprema del amor salvífico, pueda ser rechazada y blasfemada. Se trata del misterioso encuentro entre dos sujetos llamados a entregarse libre y conscientemente.

Cuando contemplamos cómo en nuestros días los hombres, los gobiernos y las leyes, desprecian a la Iglesia y a sus más sagrados criterios, podemos pensar que son muchas las causas de la existencia y de la actuación del “misterio de la iniquidad”, pero no podemos dejar de preguntarnos acerca de nuestra posible responsabilidad, en el extravío y alejamiento de aquellos a quienes se nos ha encomendado iluminar y preservar de la corrupción, habiendo sido constituidos luz y sal para el mundo.

El “Misterio de Iniquidad” del que nos habla la Revelación, está operante en el mundo a través del diablo, que actúa personalmente, y también por medio de quienes subyugados por él, obedecen sus inspiraciones más o menos conscientemente, pero de forma real.

La pascua de Cristo hace dar un salto de cualidad a nuestras pobres expectativas de vida, sumergiéndolas en el torrente del amor divino mediante la oblación de la propia existencia a su voluntad. Sólo con la fe es posible superar la crisis en la que nos sumergen los acontecimientos que superan nuestra capacidad de comprensión y de respuesta. Dios está presente y controla la dramática historia de nuestra libertad; ni una hoja cae del árbol sin su permiso; no estamos a merced del sino, ni el Misterio de la Iniquidad actúa más allá de los límites de la providencia amorosa de Dios: “Todo contribuye al bien, para los que aman a Dios.”

Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes. La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra desvelará el "Misterio de iniquidad" bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un seudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne (Catecismo de la Iglesia).

Lo que el Señor castiga es lo que los hombres cometen contra sí mismos, porque hasta cuando pecan contra él, obran impíamente contra sus almas y su iniquidad se engaña a sí misma, ya corrompiendo y pervirtiendo su naturaleza –la que Dios ha hecho y ordenado–, ya sea usando inmoderadamente las cosas permitidas, ya sea deseando ardientemente las no permitidas, según el uso que es contra naturaleza. Indagué qué cosa era la iniquidad, y no hallé que fuera sustancia, sino la perversidad de una voluntad que se aparta de la suma sustancia, que eres tú, ¡oh Dios!, y se inclina a las cosas ínfimas, y arroja sus intimidades, y se hincha por de fuera. (“Confesiones de san Agustín”).


El “misterio de la iniquidad” tiene, pues, un tiempo para actuar, que contribuye al bien de quienes aman a Dios, como dice san Pablo, que les está velado discernir a sus contemporáneos de forma misteriosa, y cuya cerrazón se comprende a la luz del profeta Isaías: «Ve y di a ese pueblo: Escuchad bien, pero no entendáis, ved bien, pero no comprendáis. Engorda el corazón de ese pueblo, hazle duro de oídos, y pégale los ojos, no sea que vea con sus ojos, y oiga con sus oídos, y entienda con su corazón, y se convierta y se le cure» (Is 6, 9-10). El pueblo que se ha negado a convertirse a la palabra del Señor, deberá esperar a que Dios “sea propicio”.
Según Manuel Lacunza[2]:
El Anticristo, de quien hemos oído que vendrá, estaba ya en el mundo en tiempo de San Juan y comenzaba a verse el carácter inquieto, duro y terrible del espíritu de división (diábolos), y muchos apostataban de la fe, renunciaban a Jesús, y eran después sus mayores enemigos, a ellos da el Apóstol el nombre de Anticristo, y para que ninguno piense que habla de los judíos, que en algún tiempo perseguían a Cristo, y a su cuerpo místico, añade luego, que estos Anticristos habían salido de entre los cristianos; salieron de entre nosotros. En sustancia San Pablo dice lo mismo, hablando de la apostasía de los últimos tiempos, esto es, que en su tiempo ya comenzaba a obrar este misterio de iniquidad. De esta definición del Anticristo, que es lo más claramente expresado sobre este asunto en las Escrituras, parece que podemos sacar legítimamente esta consecuencia: que el Anticristo, de quien hemos oído que ha de venir, no puede ser un hombre, o persona individual y singular, sino un cuerpo moral que empezó a formarse en tiempo de los apóstoles, juntamente con el cuerpo místico de Cristo, que desde entonces empezó a existir en el mundo, y que ahora ya está en el mundo. Porque ya está actuando el misterio de la iniquidad, que ha existido hasta nuestros tiempos, que existe actualmente, y bien crecido y robusto, y que se dejará ver en el mundo entero, cuando se haya completado enteramente este misterio de iniquidad. Esta consecuencia se verá más clara en la observación que vamos a hacer de las ideas que nos da la Escritura del Anticristo mismo.  
Cuando la Escritura nos presenta la metáfora de la bestia de siete cabezas, se puede interpretar que se refiere a siete falsas religiones que pueden entrar en una misma idea o proyecto particular, y que se unirán en un solo cuerpo, para hacer la guerra en toda forma al cuerpo de Cristo, y a Cristo mismo, no en alguna parte determinada de la tierra, sino en toda ella y a un mismo tiempo. De igual forma, la metáfora de los diez cuernos todos coronados, puede interpretarse como diez o más reyes, que por seducción o por malicia, pueden incorporarse en el mismo sistema o misterio de iniquidad, prestando a la bestia, compuesta ya de siete, toda su autoridad y potestad, ayudándola para aquella empresa del mismo modo que ayudan sus cuernos a un toro para herir y hacerse temer. Una de las siete cabezas, o de las siete bestias unidas, puede recibir algún golpe mortal, y no obstante ser curada la llaga metafórica por la solicitud, industrias y lágrimas de las otras. Todo esto se puede aceptar sin dificultad; y si no podemos asegurarlo con toda certeza, podemos por lo menos sospecharlo, como sumamente verosímil; y de la sospecha vehemente pasar a una más atenta y más vigilante observación. Esto es lo que tantas veces nos encarga el evangelio. Velad pues... para que seáis dignos de evitar todas estas cosas, que han de suceder, y estar en pie delante del Hijo del hombre.

El misterio de las cuatro bestias de la profecía de Daniel es sustancialmente el mismo al que se refiere el Apocalipsis. El cuerno de la cuarta bestia, piensan algunos que se trate del Anticristo mismo. Ambas profecías se complementarían  como lo hacen entre sí los mismos Evangelios.  
Todas estas ideas acerca del Anticristo y de todo su misterio de iniquidad, podrían ser utilísimas a los fieles (incluso a aquellos que profesan un falso cristianismo) si les prestasen alguna atención particular; si las mirasen, no digo ya como ciertas e indudables, sino al menos como verosímiles. Preparados con ellas, y habiendo entrado siquiera en alguna sospecha, les sería ya bien fácil estudiar los tiempos, confrontarlos con las Escrituras, advertir el verdadero peligro, y por consiguiente no perecer en él. No se perderían tantos como ya se pierden, y como ciertamente se han de perder; estarían con mayor vigilancia contra los falsos profetas que vienen con vestidos de ovejas, y que por dentro son lobos rapaces; sobre todo, se acercarían más a Jesús; y se unirían más estrechamente a él; procurarían asegurarse más respecto a Jesús, sabiendo que no hay salvación en ningún otro. Se aplicarían, en fin, más seriamente a redoblar y fortificar siempre más aquella ligazón tan necesaria y tan precisa, en la que consiste el ser cristianos y sin la cual, es imposible serlo.    

Como dice san Pablo:
Por lo que respecta a la Venida de nuestro Señor Jesucristo y a nuestra reunión con él, os rogamos, hermanos, que no os dejéis alterar tan fácilmente en vuestro ánimo, ni os alarméis por alguna manifestación del Espíritu, por algunas palabras o por alguna carta presentada como nuestra, que os haga suponer que es inminente el Día del Señor. Que nadie os engañe de ninguna manera. Primero tiene que venir la apostasía y manifestarse el Hombre impío, el Hijo de perdición, el Adversario que se eleva sobre todo lo que lleva el nombre de Dios o es objeto de culto, hasta el extremo de sentarse él mismo en el Santuario de Dios y proclamar que él mismo es Dios. ¿No os acordáis que ya os dije esto cuando estuve entre vosotros? Vosotros sabéis qué es lo que ahora le retiene, para que se manifieste en su momento oportuno. Porque el misterio de la impiedad ya está actuando. Tan sólo con que sea quitado de en medio el que ahora le retiene, entonces se manifestará el Impío, a quien el Señor destruirá con el soplo de su boca, y aniquilará con la manifestación de su Venida. La venida del Impío estará señalada por el influjo de Satanás, con toda clase de milagros, signos, prodigios engañosos, y todo tipo de maldades que seducirán a los que se han de condenar por no haber aceptado el amor de la verdad que les hubiera salvado. Por eso Dios les envía un poder seductor que les hace creer en la mentira, para que sean condenados todos cuantos no creyeron en la verdad y prefirieron la iniquidad.

Entonces, y sólo entonces se empezarán a ver los grandes y admirables misterios que contiene el Apocalipsis, y a verificarse sus profecías, las cuales, hasta ahora no se han verificado, en absoluto. Entonces se revelará, se manifestará, o saldrá a la luz, aquel gran misterio de iniquidad, que llamamos Anticristo, que se está formando desde hace tanto tiempo, y vemos en nuestros días ya tan desarrollado.

      La segunda cosa que debemos advertir aquí y no olvidar, es aquel Consejo extraordinario y juicio supremo, que se dice expresamente en Daniel: Pero cuando el tribunal haga justicia, le quitarán el poder y será destruido y aniquilado totalmente. Y la soberanía, el poder y la grandeza de todos los reinos del mundo serán entregados al pueblo de los santos del Altísimo. En ese supremo Consejo se sienta, en primer lugar, en su trono el Anciano de Días, y en sus tronos respectivos otros conjueces. A este Consejo asisten millares de millares de ángeles, prontos a ejecutar lo que allí se ordena. En presenta el Mesías mismo, según Daniel, como Hijo de Hombre; y según San Juan, un Cordero degollado. El que tomó el libro de la mano derecha del que estaba sentado en el trono, según dice San Juan; y según Daniel, recibe la potestad, y la honra, y el reino, etc. Este Consejo o Juicio supremo que se abre, como queda dicho, después del parto de la mujer, permanece abierto y en continua operación, todo el tiempo que la mujer misma está retirada en la soledad, es decir, los mismos cuarenta y dos meses que debe durar entre las gentes la gran tribulación del Anticristo, o del misterio de iniquidad, ya consumado y revelado, hasta que del mismo Consejo o tribunal supremo se desprenda la piedra, y se encamine directamente hacia la estatua, hiriéndola en sus pies de hierro, y de barro; hasta que el Hijo del Hombre o el Cordero mismo, Cristo Jesús, llegada aquella hora y momentos, que puso el Padre en su propio poder, y que espera con las mayores ansias el cielo y la tierra, vuelva a ésta después de haber recibido el reino con toda aquella gloria y majestad con que se describe en el capítulo XIX del mismo Apocalipsis.

            En conclusión la venida del Mesías glorioso está vinculada al reconocimiento de Jesús como Mesías por Israel (Rm 11,26; Mt 23,39) y al desvelamiento del misterio de iniquidad en la prueba final de la Iglesia, que sacudirá la fe de numerosos creyentes (Lc 18,8; Mt 24,12; Lc 21,12; Jn 15,19-20; 2Ts 2,4-12; 1Ts 5,2-3; 2Jn 7; 1Jn 2,18.22). La Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino a través de esta última Pascua en la que seguirá a su Señor en su muerte y su resurrección (Ap 19,1-9). El Reino no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia (Ap 13,8) en forma de un proceso creciente, al estilo hegeliano, sino por una intervención de Dios, que triunfará sobre el último desencadenamiento del mal (Ap 20,7-10) y hará descender desde el cielo a su Esposa (Ap 21,2-4). El triunfo de Dios sobre la rebelión del mal tomará la forma de Juicio final (Ap 20,12) después de la última sacudida cósmica de este mundo que pasa (2P 3,12-13; CEC 668-677).

                      www.jesusbayarri.com
















[1] El término “iniquidad” (άνομιαν) en la terminología de Mt es la desobediencia a la ley cristiana (Mt 13:41; 23:28; 24:12).

[2] Lacunza, Manuel, “La venida del mesías en gloria y majestad”: 165-365.

El testimonio del amor

EI testimonio del amor


Cuando en los domingos de Pascua los hermanos salen a la plaza de la parroquia a danzar cantando en círculo con sus hijos, entorno a la cruz y al icono de la Virgen, sin ninguna pretensión proselitista, pero con una profunda alegría que transmitir y una experiencia de la misericordia de Dios que propagar, es Dios quien atrae a ellos a los tristes, frustrados o desesperados que no encuentran sentido a sus vidas ni a una religiosidad puramente superficial, pero que ven el gozo de unos hermanos como ellos, unidos y en comunión, que les hacen presente una vida de fe, que puede también testificarse en un segundo momento con palabras auténticas de la Buena Noticia de Jesucristo vivo en medio de ellos. Así lo vio la Iglesia en los primeros tiempos, cuando escribió: "Los paganos decían: ¡Mirad como se aman!"
Ahora que las ciencias quieren avasallar todos los campos del saber y del creer por medio de la exaltación ideológica de la razón y la divinización o absolutización de sus luces, deberíamos recurrir a su mismo escepticismo dubitativo para apoyarnos y afianzar nuestra certeza, como hizo la Iglesia en sus orígenes, en la consistencia del testimonio vivencial del amor: "mirad cómo se aman". Son un solo corazón y una sola alma. Ya decía san Antonio de Padua que: “La palabra tiene fuerza cuando va acompañada de las obras. Cesen, por favor, las palabras y sean las obras quienes hablen. Estamos repletos de palabras, pero vacíos de obras, y, por esto, el Señor nos maldice como maldijo aquella higuera en la que no halló fruto, sino hojas tan sólo. «La norma del predicador -dice san Gregorio- es poner por obra lo que predica».
Si profesamos un Dios de amor, es inútil apoyarnos en ideas y en razonamientos que nos han hecho perder tanto tiempo en controversias, frente a quienes argumentan sin más fundamentos que sus propias palabras y que lo único que han conseguido es acrecentar el número de los ya de por sí innumerables tratados, condenados a recubrirse del polvo del tiempo y del olvido. Hechos son amores

Frente a la deconstrucción sistemática de las certezas de la fe, de la Revelación y de la misma naturaleza, en aras de una pérfida ideología deshumanizadora y corrompida, no hay más dialéctica posible que la del amor. No se trata de descubrir el fuego, sino de encenderlo, que para eso vino ya hace dos mil años el Hijo de Dios: "He venido a encender un fuego sobre la tierra, y que angustiado estoy hasta que se cumpla." Pero una vez encendido, este fuego celeste de la naturaleza divina, debe ser mantenido ardiente, so pena de hacer estéril su sacrificio: "Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado; lo que os mando es que os améis los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si os tenéis amor los unos a los otros".
Mientras el mundo habla, los que nos decimos discípulos somos llamados a hacer visible con el amor que nos ha sido dado, al Dios que el mundo niega con su razón ebria de sí. No se trata de que especulen, sino de que se rindan ante la evidencia trascendente de aquello que suspira en lo más íntimo de su frustración profunda.

                                                          www.jesusbayarri.com

Cuarto domingo de Pascua C

 Domingo 4º de Pascua
(Hch 13, 14.43-52; Ap 7, 9.14-17; Jn 10, 27-30)

Queridos hermanos:

Con esta imagen del pastor y del rebaño, la palabra nos presenta el sentido de la vida como llamada al seguimiento de Cristo, en la escucha de la voz del amado, que nos guía y nos nutre en el camino hacia la meta que nos muestra el Apocalipsis como muchedumbre incontable en la presencia amorosa de Dios y del Cordero, y nos propone las relaciones de su amor solícito (conocimiento) por nosotros para apacentarnos, y cuidarnos hasta la total entrega de su vida, frente a las asechanzas del lobo, y el egoísmo del asalariado a quien mueve sólo el propio interés y no el de las ovejas.
La vida cristiana, comunión de amor fundada en la relación entre el Padre y el Hijo, requiere de la vigilante escucha del pastor, frente al acecho del depredador y es urgida por el amor al culmen de la unidad.
Cristo, con su gracia, no sólo nos da su vida, sino a su propio Padre, mediante la filiación adoptiva que nos hace hermanos suyos. El pastor que fue herido está de nuevo al frente de su rebaño, y va delante de nosotros abriendo camino y nos sale al encuentro en el testimonio de la misión: ¡La muerte ha sido vencida y el pecado ha sido perdonado!
El Señor se compara a sí mismo, al pastor por su amor a sus ovejas, a las que conoce una a una por su nombre y de las que se cuida alimentándolas y haciéndolas descansar a su sombra en lugar seguro, protegiéndolas del ataque de los enemigos y defendiéndolas aun a costa de su vida para salvarlas. Las ovejas por su parte, escuchan a su pastor, al que aman, permaneciendo unidas para no ser dispersadas y dañadas por el devastador mientras dura la tribulación.
Cristo presenta al Padre como protagonista de su condición de pastor porque es uno con él, de él procede todo y a él todo se ordena.
Mis ovejas escuchan mi voz, dice Cristo, palabra del Padre, que hace presente en el pueblo de Israel y con el ministerio de su predicación, va separando las ovejas de los cabritos; los peces buenos de los malos, y va podando y cortando los sarmientos de la vid. En la primera lectura vemos que también los apóstoles siguen reuniendo a las ovejas que escuchan la voz de Cristo, incluso de entre los gentiles.
Yo las conozco y ellas me siguen. A través de su palabra, Cristo, va pastoreándolas en su amor y ellas dejando a sus ídolos, le siguen en su camino hacia la vida eterna, pasando como él por el valle del llanto de la cruz, y bebiendo con él del torrente, para levantar con él la cabeza en su resurrección.
Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás. Escuchando la voz de Cristo por la fe, sus ovejas reciben el Espíritu Santo, que derrama en sus corazones el amor de Dios. La vida divina por la que el Padre y el Hijo son uno, en una comunión perfecta de amor; comunión a la que son incorporadas sus ovejas quedando así preservadas de la malignidad de la muerte.
Y nadie las arrebatará de mi mano, porque en la vida eterna nadie tentará ni será tentado.
El Padre, que me las ha dado, es más grande que todos, y nadie puede arrebatar nada de la mano del Padre. Es decir de mis manos, porque el Padre ha puesto todo en mis manos ya que: Yo y el Padre somos uno.

Proclamemos juntos nuestra fe.

El principio antrópico


El principio antrópico


      La afirmación de que el universo en sus dimensiones espació-temporales, de tamaño y edad, nunca mejor dicho astronómicas y en su perfección imponderable, no representa en absoluto un exceso o despilfarro de fuerzas, materia, energía, espacio y tiempo, sino la medida justa y apropiadamente sabia y necesaria para la formación de la vida en este planeta totalmente único y excepcional llamado Tierra, situado de forma providencial en el Sistema Solar y en el lugar apropiado de la Vía Láctea, supone que el universo, tal como es, responde al proyecto de una sabiduría y un poder infinitamente superiores, finalizado a la fusión de las naturalezas física y    espiritual en un ser que llamamos "hombre", destinado a una existencia perdurable tan prodigiosa y exclusiva como su origen que denominamos Bienaventuranza: relación íntima y personal con el Creador, origen y Señor del universo.

     Si un viaje de los cosmólogos en retroceso a través del tiempo y el espacio al encuentro del Creador* es maravilloso, lo es sobre todo, porque nos conduce y nos sitúa ante las profundidades de su Ser, de su Yo, y porque la realidad misma de su creación, no se agota con la existencia de la criatura humana, sino que se perpetúa con su destino de comunión y la eterna bienaventuranza, junto al que lo concibió y lo plasmó según su propia imagen y semejanza.
Cuanto nos ha conducido a este presente, nos proyecta al encuentro perdurable que da sentido a tanta grandiosidad, llamada a su vez a una transformación inimaginable pero que podemos intuir gracias a la contemplación de la portentosa realidad en la que hemos sido inmersos instrumental y temporalmente.

     Como dice Hugh Ross haciéndose portavoz de los más grandes cosmólogos: Tolomeo no andaba tan desencaminado cuando situaba la Tierra al centro del universo, que aun aceptando que  no  ocupe ese lugar geográficamente hablando, lo ocupa ciertamente en lo biológico y en lo trascendental de su existencia y su destino.
                                                                 
     "Cuando contemplo el cielo, obra de tus manos, la luna y las estrellas que has creado. ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para darle poder? Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad; le diste el mando sobre las obras de tus manos; todo lo sometiste bajo sus pies. Señor, dueño nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la Tierra."

      Admitiendo que la Tierra no es físicamente el centro del Cosmos, como parecía haber quedado demostrado por la ciencia, aunque también eso se pone en discusión en estos tiempos, ciertamente lo es metahistoricamente hablando, al ser el punto alrededor del cual giran en el tiempo los destinos de la creación entera, que ha alcanzado en Cristo su plenitud, y que en él será recapitulada en Dios.

       Cuna en la que ha sido mecida la vida y escenario del drama amoroso de la libertad, la Tierra ha sido elegida por el Creador, para engendrar innumerables hijos para su gloria eterna.
      Por más que el hombre se dé a la imposible tarea de escudriñar el universo entero, no le será posible hallar gloria mayor que aquella que le ha sido concedido desempeñar a nuestra Tierra, en la que Dios ha manifestado la grandeza de su inefable amor.
                                                                                                                      www.jesusbayarri.com
_______________
*cf. Hugh Ross Ph. D. "Viaje hacia la creación" (http://conozca.jimdo.com/vida/).

El hombre

El hombre.

En el principio sucedió que sobre las tinieblas de la nada, con la Palabra del Señor irrumpió la luz del ser y de la vida que estaba en Dios eternamente, y así como culmen de la creación, fue hecho el hombre: luz, en el espacio, el tiempo y la existencia.
Hubo un primer "momento", y para Dios un día es como mil años y mil años como un día, en el que Dios "modeló al hombre del barro de la tierra a través del proceso evolutivo de la materia y de la vida, y mediante las leyes de su sabiduría, hasta llevarlo a una perfección tal, a una plenitud de su cuerpo humano, de su carne, que le permitiese recibir espíritu.
Hubo un segundo "momento" en el que al recibir el "soplo divino", el hombre despegó del resto de la creación realizándose en él un salto ontológico sin igual en toda la naturaleza creada, que condicionaría la perfección posterior de su cuerpo y de su espíritu,  situándolo en una "condición de libertad" necesaria para poder amar, en relación con Dios, con los demás hombres y con toda la creación. Así comenzó su actividad humana responsable y libre, y se encendió su luz.
Entonces puso Dios al hombre ante los caminos de la vida y de la muerte, y el hombre: vino a ser: luz, y libertad, en el espacio, el tiempo, y la existencia. Pero el hombre eligió el camino de la muerte, y se apagó su luz, y el hombre: tuvo miedo, y vino a ser esclavo1 en el espacio y el tiempo de su existencia. “Se dio cuenta el Señor de que el hombre era incapaz de llevar sobre sí su luz, y tuvo que esconderla bajo su trono hasta que viniera el Mesías.2 Él daría a los hombres ojos nuevos: “un corazón nuevo y un espíritu nuevo” y traería la Luz. Por eso al llegar Cristo, decía en su predicación. “Yo soy la luz del mundo; el que me ve a mí, ve al Padre”; Dios es luz, en él no hay tiniebla alguna. Y trajo la luz a los ciegos y a cuantos vivíamos en tinieblas. Por esa razón y mientras tanto, el cuarto día de la creación, Dios creó el sol, la luna y las estrellas que alumbraran de día y de noche hasta que el hombre fuera nuevamente luz, y fueran creados cielos nuevos y tierra nueva.3 Así lo anuncia Juan en el Apocalipsis cuando describiendo la Nueva Jerusalén (21, 23) dice: "La ciudad no necesita ni de sol ni de luna que la alumbren, porque la ilumina la gloria de Dios, y su lámpara es el Cordero. Las naciones caminarán a su luz."
Y Dios llamó al hombre y le dijo: Abandona en mí tu corazón y tu cuidado y toda tu esperanza, y así lo hizo Abraham, y así el hombre volvió a ser en el tiempo, el espacio y la existencia amigo de Dios. Y así nació la fe.
Y escuchó Dios, y vio y conoció los sufrimientos de su pueblo (Ex 3, 7), y de noche bajó a Egipto, y cambió la noche en día y en vigilia de esperanza: La noche fue clara como el día, y así nació la Pascua del Señor. Y fue el hombre amigo de Dios en la fe y en la esperanza, en el tiempo, el espacio y la existencia.
Envió después Dios a los profetas para recordarnos siempre a los hombres su Alianza universal de amor, y para que no se extinguiera en nosotros nunca la esperanza, hasta que viniera Cristo, nuestra Pascua, a darnos de nuevo la libertad, y así llegáramos a ser en el espacio, el tiempo y la existencia: luz y fe y esperanza, y libertad para poder amar.
Y Resucitó el Señor y nos entregó su Espíritu y nació la Iglesia, y el hombre llegó a ser hijo de Dios. La vida precaria en este mundo ya no volverá a ser lo que fue, porque se ha abierto una brecha en medio de la muerte fatal. La vida celeste ha irrumpido en el infierno. La noche sempiterna se ha vuelto clara como el día. Las cadenas de la esclavitud han sido rotas, y Adán se ha desembarazado de su culpa. Por la generación nos alcanzó la condena de la desobediencia, y por la regeneración de la fe, la gracia de la sumisión.
1 cf. Hb 2, 15.
2 Comentario rabínico.
                                          www.jesusbayarri.com

3(cf. F. Manns, Introducción al Judaísmo, cap. VII, pp. 141s.)

El hombre y el tiempo

El hombre y el tiempo

         Llamamos tiempo al concepto instrumental imprescindible y maravilloso, con el que medimos el devenir de cualquier entidad situada entre los puntos alfa y omega de la realidad, llamada a la existencia y a la plenitud por el Ser, eterno y creador. Es pues esta tensión a la que todo está sometido, la que da origen al tiempo, que como una burbuja o anomalía en la eternidad, se desvanecerá como el devenir mismo, cuando Dios sea todo en todo.

      Todos tenemos experiencia del ser y del devenir. Todos tenemos un principio y nos encaminamos a una plenitud, por lo que Parménides y Heráclito deben darse la mano como buenos colegas cuando hablamos del tiempo. Según este esbozo provisional de una definición del tiempo -siempre peligrosa como decía Erasmo-, no podemos considerarlo como un ente propiamente dicho, y es por eso posible aplicarle cualquiera de las propiedades de los mismos, cosa que no podemos hacer con alguno en concreto, limitado como está en su esencia y sujeto a una existencia particular.

        El tiempo, del que constantemente hablamos y al que impropiamente atribuimos cualidades tan contradictorias como bondad o maldad, alegría o tristeza y magnitudes de brevedad o largueza, rapidez, lentitud, calidez o frialdad; esencia o existencia, sólo puede ser captado, o podríamos decir creado, por la conciencia, el alma o el espíritu humanos, protagonistas de la historia y receptores a su vez de la entidad y la relación, propias del Creador. Cuanto nos parece la más sólida realidad, las cosas más consistentes, tienen en el tiempo un disolvente que las relativiza absolutamente: El presente se nos deshace entre las manos, y con él la realidad se va transformando en recuerdo hasta su total aniquilación. Creador y criatura, uncidos en Cristo, al yugo del tiempo, avanzan en su albedrío, al predestinado encuentro en el que al fin será consumado. Siendo un concepto tan socorrido en el lenguaje, es sorprendente la facilidad con la que puede ser sustituido e incluso eliminado de cualquier expresión, como dando razón a quienes aseveran su inexistencia. En su intangibilidad puede soportarlo todo, hasta el punto de poder atribuírsele una progresiva negatividad y degradación: “Cualquier tiempo pasado fue mejor”.

        Instante, momento, lapso, periodo, era, o eón, el tiempo, al que podemos denominar andamio metafísico del ser participado de la criatura, ajeno y a la vez poseedor de toda dimensión, hace referencia siempre, hemos dicho, a la tensión del hombre hacia su plenitud, mediante la realización de las promesas divinas y el cumplimiento de las profecías, que lo harán innecesario y prescindible. Su principio coincide con la creación, su plenitud con la redención y su final con la deificación, por la que la criatura, alcanzando la meta de su inserción libre en la eternidad divina, disuelva la anomalía de su misteriosa entidad.

     Para poder valorar el tiempo, es necesario que la vida tenga una dirección y una meta que le dan sentido. El Evangelio abre al hombre sumergido en el tiempo un horizonte de esperanza ante el Reino de Dios. El tiempo deviene historia que brota de la libertad y la llamada por la que el hombre debe ponerse en marcha en seguimiento de la promesa.

Dios alfa y omega de todas las cosas, concede al hombre un tiempo en el que ejercer su libertad en el amor que se nos revela en Cristo. En Cristo, el hombre, como “tiempo y libertad”, sale del caos de una existencia ensimismada, y entra en el cosmos de la historia; ordenándose  en el Ser del Amor. Su tiempo se convierte así, en un: “caminar humildemente con su Dios” (cf. Mi 6,8). Tiempo de misión y de testimonio, de prueba y de purificación en el amor, y por tanto de libertad, en el crisol de la fe. Tiempo de acoger la Palabra, de amar al Señor y de adquirir sabiduría y discernimiento. Tiempo de vida eterna en la comunión de la carne y la sangre de Cristo. Tiempo de Eucaristía. El tiempo de Cristo, lo es de misión y de misericordia: año de gracia del Señor que es necesario discernir antes que llegue el tiempo inexorable de la justicia.

          El libro del Eclesiástico (3, 1-8) habla de diferentes tiempos: Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo: Su tiempo el nacer, y su tiempo el morir;  su tiempo el plantar,  y su tiempo el arrancar lo plantado.  Su tiempo el matar,  y su tiempo el sanar; su tiempo el destruir,  y su tiempo el edificar. Su tiempo el llorar, y su tiempo el reír;  su tiempo el lamentarse, y su tiempo el danzar. Su tiempo el lanzar piedras, y su tiempo el recogerlas; su tiempo el abrazarse, y su tiempo el separarse. Su tiempo el buscar, y su tiempo el perder; su tiempo el guardar, y su tiempo el tirar. Su tiempo el rasgar, y su tiempo el coser; su tiempo el callar, y su tiempo el hablar. Su tiempo el amar, y su tiempo el odiar; su tiempo la guerra, y su tiempo la paz.

  "El amor engloba la existencia entera y en todas sus dimensiones, incluido también el tiempo. No podría ser de otra manera, puesto que su promesa apunta a lo definitivo: el amor tiende a la eternidad". Deus Charitas est, 6.

         Lo que para el mundo es muerte, para quien está en Cristo, no es más que sueño, del que un día, a la voz del Señor despertará. Como Cristo despertó, despertará quien se haga un solo espíritu con él; será un despertar eterno sin noche que lo turbe ni tiempo que lo disipe. Somos introducidos a la existencia y se nos concede un principio, un cuerpo y un tiempo para alcanzar una meta recorriendo un camino.

         La Escritura, cuando trata de cosas tan importantes como la conversión, el Reino de Dios y la Buena Noticia, las enmarca todas en “el tiempo”. Cuando Jonás va a Nínive, el tiempo se concreta en un breve espacio de cuarenta días en los que es posible librarse de la muerte y salvarse mediante la conversión. En el Evangelio, el tiempo de la salvación que han anunciado los profetas y en cuyas promesas ha esperado el pueblo fiel, llega a su perfección en la historia; alcanza su plenitud: “El tiempo se ha cumplido” o como dice literalmente san Pablo: “El tiempo ha plegado velas”, porque la historia ha alcanzado su meta en Cristo. Ha llegado el Mesías, la salvación y el Reino: “Por tanto, los que tienen mujer, vivan como si no la tuviesen. Los que lloran, como si no llorasen. Los que están alegres, como si no lo estuviesen. Los que compran, como si no poseyesen. Los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen de él. Porque la representación de este mundo se termina.” Ya no es tiempo de vivir para este mundo, sino de arrebatar el Reino; de buscar los bienes de arriba donde está Cristo, sentado a la diestra de Dios.

        El tiempo presente es de salvación mediante la conversión que se nos ofrece. Dios es eterno, pero el hombre ha tenido un Principio, siendo llamado a entrar en la eternidad de Dios, mediante una vida perdurable. Llega el tiempo de pedir cuentas, el tiempo de rendir los frutos, del “verano escatológico”. Por eso la higuera del pasaje de los Evangelios de Mateo y Marcos, debe rendir sus frutos. Se ha agotado el tiempo cíclico o cartesiano y ha sobrevenido el “Éschaton”. Ya no es “tiempo” de higos: tiempo de la dulzura del estío, de sentarse bajo la parra y la higuera, ni volverá a serlo jamás. Ahora es el tiempo del juicio (cf. Ml 3, 5), son los últimos tiempos, en los que la mies ya blanquea para la siega, y hay que acoger el testimonio de los segadores del Evangelio, que desde oriente y occidente, del norte y del sur, nos anuncian el cumplimiento de las promesas y de las profecías. “El profeta” ha llegado, el Reino está en medio de nosotros, y la fuente de aguas vivas mana a raudales para saciar la sed sempiterna: “Oh sedientos todos, acudid por agua y los que no tenéis dinero, venid a beber sin plata y sin pagar. El que tenga sed que venga y beba el que crea en mí. El que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás.”

     La Escritura, y toda la Revelación, comienzan evocando este principio de todo lo que no es eterno, de todo lo que no es Dios, y que ha venido a ser, porque Dios es. “Bonum diffusivum sui” (El Bien es difusivo) y: “En el principio creo Dios los cielos y la tierra.” Esta vida perdurable trasciende el tiempo porque no tiene fin; comparte el tiempo con la primera creación, hasta que llega la nueva en Cristo resucitado. Pasar de la antigua a la nueva creación, es posible mediante la conversión. Esto es lo que anuncia y realiza el Evangelio, dando paso al Reino de Dios. En esto consiste el Reino de Dios: en la incorporación del hombre a la eternidad de Dios: “Convertíos y creed en el Evangelio.”

     El Reino de los Cielos ha irrumpido con Cristo, invitándonos a salir de nuestras prisiones y a seguirle en la implantación de su señorío en el corazón de los hombres, arrebatándolos al mar de la muerte con el anzuelo de su cruz. Es el tiempo de la gracia de la conversión. La ira y la condena del pecado, se cambian en misericordia. Se anuncia la Buena Noticia y comienza el tiempo del cumplimiento de las promesas y la realización de las profecías.

     El tiempo presente y la relación con nuestros semejantes, son componentes esenciales para configurar nuestra relación perdurable con Dios en el amor: "Combate el buen combate de la fe y conquista la vida eterna.”

      La Eucaristía, que como dice el Papa Francisco en su encíclica: Laudato si (238), es un acto de amor cósmico, que une el cielo y la tierra, penetrando y abrazando todo lo creado, inserta nuestro tiempo en la eternidad de Dios; nuestra mortalidad en su vida perdurable; nuestra carne en la comunión de su Espíritu: “El que come mi carne tiene vida eterna”.

                            www.jesusbayarri.com