El misterio del mal
(Misterium iniquitatis)[1]
El mal hunde sus raíces en el
misterio de la libertad, y por tanto, como todo cuanto existe y participa del
Ser, en el misterio del amor. No hay amor sin libertad, ni libertad sin amor.
Amor y libertad que comparten ángeles y hombres, privilegiados en su vocación y
predestinación: “Señor, ¡qué es el hombre
para que te acuerdes de él!” Lo hiciste poco inferior a los ángeles; lo
coronaste de gloria y dignidad.
Uno de los problemas
de la historia que presenta mayor dificultad de comprensión, y de asimilación
de su sentido trascendente, es “el misterio del mal” (Misterium iniquitatis), envuelto
todo él en el ámbito de la libertad, y por tanto, de la responsabilidad; misterio, al
que sólo la cruz de Cristo como “misterium charitatis” ilumina desde la fe.
El problema del bien
y del mal, por mucho que se intente desde las trincheras de un humanismo ateo diluir
sus fronteras, resiste tozudamente frente a toda dialéctica ideológica, por la
evidencia de los hechos, por más intentos del eufemismo progresista de
travestirlo de tolerancias, pluralismos y consensos.
Dios nos libre de la
utopía totalitaria de una justicia sin libertad y de una libertad sin verdad
que va codo con codo con un falso concepto de tolerancia, y que en palabras de
Juan Pablo II, presagian errores y horrores vividos recientemente en la
historia (cf. Ecclesia in Europa, 98).
Juan Pablo II en la introducción de su
último libro “Memoria e Identidad”,
dice que frente al problema del mal nosotros tenemos la tentación de los
siervos de la parábola de la cizaña que dicen al Señor: “¿Quieres que vayamos a arrancar la cizaña?”, que es lo que tantas
veces queremos nosotros, quitar el mal, que el Señor intervenga y quite a todos
los malvados y queden solamente los buenos. Somos incapaces de comprender el
porqué de la existencia del mal. Sólo que hay un problema: que no podemos saber
quién es la cizaña y quién es el buen grano, mientras dure este tiempo en que
el Misterio de la iniquidad,
está actuando de muchas maneras en el mundo, y que según dice el Apocalipsis, refleja
la lucha entre el Cordero y la Bestia.
Dice san Agustín en un sermón:
“Atención, que si tú eres buen grano, puede llegar un día en que seas cizaña,
si te resistes a Dios y te vuelves al demonio, llegas a ser un hijo del
demonio”. Por eso dice la Escritura: “no
llaméis nunca santo a nadie hasta que expire el último aliento, hasta que
muera”. Porque todo es posible. Existe la conversión y la corrupción. La
cizaña y el trigo evolucionan en la libertad frente a la gracia. Todos podemos
transformarnos en demonios. Dice san Agustín: “Ves un hombre santo, mañana le
ves que ha traicionado a todos y está hecho un indeseable. “Corruptio optimi cuiusque pessima”, la corrupción de los mejores,
de los santos, es la peor de todas. Ves a un malvado y mañana se puede
convertir; estamos todos en esta precariedad que requiere vigilancia; todos estamos
sometidos a la seducción, la tentación y la concupiscencia. Y cuanto más en alto
nos situemos, más grande será el peligro de la caída.
Por eso sabiduría y caridad se alejan
del juicio según las palabras del Señor sumergidos como estamos en su amorosa
misericordia, desechando todo maniqueísmo antes que venga el Señor a separar
definitivamente la cizaña del trigo. Mientras
tanto: Dios conduce la Historia, como drama de la libertad humana, salvando a
la humanidad, ya que la acción de Dios en favor de la iglesia, está finalizada
a la salvación del mundo. El Misterium iniquitatis será entonces condenado
y destruido como ansía el corazón humano, cuando termine el tiempo de la
misericordia, “tiempo de higos”, con el que todos estamos siendo agraciados, y la
justicia nos alcance la eterna bienaventuranza.
La existencia
del infierno sigue siendo un profundo misterio en torno a la libertad y como
consecuencia de la misma, por la que puede rechazarse “la herencia del Reino preparado para vosotros (los hombres) desde la creación del mundo”.
Coincide con el misterio del pecado, “misterium iniquitatis”, en el
sentido que no es fácil entender cómo la criatura humana pueda rechazar el amor
ofrecido por Dios, que constituye su felicidad; no se comprende cómo la Cruz de
Cristo, revelación suprema del amor salvífico, pueda ser rechazada y
blasfemada. Se trata del misterioso
encuentro entre dos sujetos llamados a entregarse libre y conscientemente.
Cuando contemplamos cómo en nuestros
días los hombres, los gobiernos y las leyes, desprecian a la Iglesia y a sus
más sagrados criterios, podemos pensar que son muchas las causas de la
existencia y de la actuación del “misterio de la iniquidad”, pero no podemos
dejar de preguntarnos acerca de nuestra posible responsabilidad, en el extravío
y alejamiento de aquellos a quienes se nos ha encomendado iluminar y preservar
de la corrupción, habiendo sido constituidos luz y sal para el mundo.
El “Misterio de Iniquidad” del que nos
habla la Revelación, está operante en el mundo a través del diablo, que actúa
personalmente, y también por medio de quienes subyugados por él, obedecen sus
inspiraciones más o menos conscientemente, pero de forma real.
La pascua de Cristo hace dar un salto de
cualidad a nuestras pobres expectativas de vida, sumergiéndolas en el torrente
del amor divino mediante la oblación de la propia existencia a su voluntad.
Sólo con la fe es posible superar la crisis en la que nos sumergen los acontecimientos
que superan nuestra capacidad de comprensión y de respuesta. Dios está presente
y controla la dramática historia de nuestra libertad; ni una hoja cae del árbol
sin su permiso; no estamos a merced del sino, ni el Misterio de la Iniquidad
actúa más allá de los límites de la providencia amorosa de Dios: “Todo contribuye al bien, para los que aman
a Dios.”
Antes
del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que
sacudirá la fe de numerosos creyentes. La persecución que acompaña a su
peregrinación sobre la tierra desvelará el "Misterio de iniquidad"
bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una
solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la
verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un
seudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el
lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne (Catecismo de la Iglesia).
Lo
que el Señor castiga es lo que los hombres cometen contra sí mismos, porque
hasta cuando pecan contra él, obran impíamente contra sus almas y su iniquidad
se engaña a sí misma, ya corrompiendo y pervirtiendo su naturaleza –la que Dios
ha hecho y ordenado–, ya sea usando inmoderadamente las cosas permitidas, ya
sea deseando ardientemente las no permitidas, según el uso que es contra
naturaleza. Indagué qué cosa era la iniquidad, y no hallé que fuera sustancia,
sino la perversidad de una voluntad que se aparta de la suma sustancia, que
eres tú, ¡oh Dios!, y se inclina a las cosas ínfimas, y arroja sus intimidades,
y se hincha por de fuera. (“Confesiones de san Agustín”).
El “misterio de la iniquidad” tiene,
pues, un tiempo para actuar, que contribuye al bien de quienes aman a Dios,
como dice san Pablo, que les está velado discernir a sus contemporáneos de
forma misteriosa, y cuya cerrazón se comprende a la luz del profeta Isaías: «Ve y di a ese pueblo: Escuchad bien, pero
no entendáis, ved bien, pero no comprendáis. Engorda el corazón de ese pueblo,
hazle duro de oídos, y pégale los ojos, no sea que vea con sus ojos, y oiga con
sus oídos, y entienda con su corazón, y se convierta y se le cure» (Is 6,
9-10). El pueblo que se ha negado a convertirse a la palabra del Señor,
deberá esperar a que Dios “sea propicio”.
Según
Manuel Lacunza[2]:
El Anticristo,
de quien hemos oído que vendrá, estaba ya en el mundo en tiempo de San Juan y
comenzaba a verse el carácter inquieto, duro y terrible del espíritu de división (diábolos), y
muchos apostataban de la fe, renunciaban a Jesús, y eran después sus mayores
enemigos, a ellos da el Apóstol el nombre de Anticristo, y para que ninguno
piense que habla de los judíos, que en algún tiempo perseguían a Cristo, y a su
cuerpo místico, añade luego, que estos Anticristos habían salido de entre los
cristianos; salieron de entre
nosotros. En sustancia San Pablo dice lo mismo, hablando de la
apostasía de los últimos tiempos, esto es, que en su tiempo ya comenzaba a
obrar este misterio de iniquidad. De esta definición del Anticristo, que es lo
más claramente expresado sobre este asunto en las Escrituras, parece que
podemos sacar legítimamente esta consecuencia: que el Anticristo, de quien
hemos oído que ha de venir, no puede ser un hombre, o persona individual y
singular, sino un cuerpo moral que empezó a formarse en tiempo de los
apóstoles, juntamente con el cuerpo místico de Cristo, que desde entonces
empezó a existir en el mundo, y
que ahora ya está en el mundo. Porque ya está actuando el misterio de la
iniquidad, que ha existido hasta nuestros tiempos, que existe
actualmente, y bien crecido y robusto, y que se dejará ver en el mundo entero,
cuando se haya completado enteramente este misterio de iniquidad. Esta
consecuencia se verá más clara en la observación que vamos a hacer de las ideas
que nos da la Escritura del Anticristo mismo.
Cuando la Escritura nos
presenta la metáfora de la bestia de siete cabezas, se puede interpretar que se
refiere a siete falsas religiones que pueden entrar en una misma idea o proyecto particular, y que se unirán en un solo cuerpo,
para hacer la guerra en toda forma al cuerpo de Cristo, y a Cristo mismo, no en
alguna parte determinada de la tierra, sino en toda ella y a un mismo tiempo. De
igual forma, la metáfora de los diez cuernos todos coronados, puede
interpretarse como diez o más reyes, que por seducción o por malicia, pueden incorporarse
en el mismo sistema o misterio de iniquidad, prestando a la bestia, compuesta
ya de siete, toda su autoridad y potestad, ayudándola para aquella empresa del
mismo modo que ayudan sus cuernos a un toro para herir y hacerse temer. Una de
las siete cabezas, o de las siete bestias unidas, puede recibir algún golpe
mortal, y no obstante ser curada la llaga metafórica por la solicitud,
industrias y lágrimas de las otras. Todo esto se puede aceptar sin dificultad;
y si no podemos asegurarlo con toda certeza, podemos por lo menos sospecharlo,
como sumamente verosímil; y de la sospecha vehemente pasar a una más atenta y
más vigilante observación. Esto es lo que tantas veces nos encarga el
evangelio. Velad pues... para que seáis dignos de evitar todas estas cosas, que
han de suceder, y estar en pie delante del Hijo del hombre.
El misterio
de las cuatro bestias de la profecía de Daniel es sustancialmente el mismo al que
se refiere el Apocalipsis. El cuerno de la cuarta bestia, piensan algunos que se
trate del Anticristo mismo. Ambas profecías se complementarían como lo hacen entre sí los mismos Evangelios.
Todas estas
ideas acerca del Anticristo y de todo su misterio de iniquidad, podrían ser
utilísimas a los fieles (incluso a aquellos que profesan un falso cristianismo)
si les prestasen alguna atención particular; si las mirasen, no digo ya como
ciertas e indudables, sino al menos como verosímiles. Preparados con ellas, y
habiendo entrado siquiera en alguna sospecha, les sería ya bien fácil estudiar
los tiempos, confrontarlos con las Escrituras, advertir el verdadero peligro, y
por consiguiente no perecer en él. No se perderían tantos como ya se pierden, y
como ciertamente se han de perder; estarían con mayor vigilancia contra los
falsos profetas que vienen con
vestidos de ovejas, y que por dentro son lobos rapaces; sobre todo,
se acercarían más a Jesús; y se unirían más estrechamente a él; procurarían
asegurarse más respecto a Jesús, sabiendo que no hay salvación en ningún otro. Se
aplicarían, en fin, más seriamente a redoblar y fortificar siempre más aquella ligazón
tan necesaria y tan precisa, en la que consiste el ser cristianos y sin la
cual, es imposible serlo.
Como dice
san Pablo:
Por
lo que respecta a la Venida de nuestro Señor Jesucristo y a nuestra reunión con
él, os rogamos, hermanos, que no os dejéis alterar tan fácilmente en vuestro
ánimo, ni os alarméis por alguna manifestación del Espíritu, por algunas
palabras o por alguna carta presentada como nuestra, que os haga suponer que es
inminente el Día del Señor. Que nadie os engañe de ninguna manera. Primero
tiene que venir la apostasía y manifestarse el Hombre impío, el Hijo de
perdición, el Adversario que se eleva sobre todo lo que lleva el nombre de Dios
o es objeto de culto, hasta el extremo de sentarse él mismo en el Santuario de
Dios y proclamar que él mismo es Dios. ¿No os acordáis que ya os dije esto
cuando estuve entre vosotros? Vosotros sabéis qué es lo que ahora le retiene,
para que se manifieste en su momento oportuno. Porque el misterio de la
impiedad ya está actuando. Tan sólo con que sea quitado de en medio el que
ahora le retiene, entonces se manifestará el Impío, a quien el Señor destruirá
con el soplo de su boca, y aniquilará con la manifestación de su Venida. La
venida del Impío estará señalada por el influjo de Satanás, con toda clase de
milagros, signos, prodigios engañosos, y todo tipo de maldades que seducirán a
los que se han de condenar por no haber aceptado el amor de la verdad que les
hubiera salvado. Por eso Dios les envía un poder seductor que les hace creer en
la mentira, para que sean condenados todos cuantos no creyeron en la verdad y
prefirieron la iniquidad.
Entonces, y sólo entonces
se empezarán a ver los grandes y admirables misterios que contiene el
Apocalipsis, y a verificarse sus profecías, las cuales, hasta ahora no se han
verificado, en absoluto. Entonces se revelará, se manifestará, o saldrá a la
luz, aquel gran misterio de iniquidad, que llamamos Anticristo, que se está
formando desde hace tanto tiempo, y vemos en nuestros días ya tan desarrollado.
La segunda cosa que debemos advertir aquí y no
olvidar, es aquel Consejo extraordinario y juicio supremo, que se dice
expresamente en Daniel: Pero cuando el
tribunal haga justicia, le quitarán el poder y será destruido y aniquilado
totalmente. Y la soberanía, el poder y la grandeza de todos los reinos del
mundo serán entregados al pueblo de los santos del Altísimo. En ese supremo Consejo se sienta, en primer lugar, en su
trono el Anciano de Días,
y en sus tronos respectivos otros conjueces. A este Consejo asisten millares de
millares de ángeles, prontos a ejecutar lo que allí se ordena. En presenta el
Mesías mismo, según Daniel, como
Hijo de Hombre; y según San Juan, un Cordero degollado. El que tomó el libro de la mano derecha del que
estaba sentado en el trono, según dice San Juan; y según Daniel,
recibe la potestad, y la
honra, y el reino, etc. Este Consejo o Juicio supremo que se abre,
como queda dicho, después del parto de la mujer, permanece abierto y en
continua operación, todo el tiempo que la mujer misma está retirada en la
soledad, es decir, los mismos cuarenta y dos meses que debe durar entre las
gentes la gran tribulación del Anticristo, o del misterio de iniquidad, ya
consumado y revelado, hasta que del mismo Consejo o tribunal supremo se desprenda
la piedra, y se encamine directamente hacia la estatua, hiriéndola en sus pies de hierro, y de barro;
hasta que el Hijo del Hombre o el Cordero mismo, Cristo Jesús, llegada aquella
hora y momentos, que puso el
Padre en su propio poder, y que espera con las mayores ansias el
cielo y la tierra, vuelva a ésta después
de haber recibido el reino con toda aquella gloria y majestad con
que se describe en el capítulo XIX del mismo Apocalipsis.
En conclusión la venida del Mesías
glorioso está vinculada al reconocimiento de Jesús como Mesías por Israel (Rm
11,26; Mt 23,39) y al desvelamiento del misterio de iniquidad en la prueba
final de la Iglesia, que sacudirá la fe de numerosos creyentes (Lc 18,8; Mt
24,12; Lc 21,12; Jn 15,19-20; 2Ts 2,4-12; 1Ts 5,2-3; 2Jn 7; 1Jn 2,18.22). La
Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino a través de esta última Pascua en
la que seguirá a su Señor en su muerte y su resurrección (Ap 19,1-9). El Reino
no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia (Ap
13,8) en forma de un proceso creciente, al estilo hegeliano, sino por una
intervención de Dios, que triunfará sobre el último desencadenamiento del mal
(Ap 20,7-10) y hará descender desde el cielo a su Esposa (Ap 21,2-4). El
triunfo de Dios sobre la rebelión del mal tomará la forma de Juicio final (Ap
20,12) después de la última sacudida cósmica de este mundo que pasa (2P
3,12-13; CEC 668-677).
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