Las riquezas

Sobre las riquezas

Una observación preliminar es necesaria para despejar el terreno de posibles equívocos al leer lo que el Evangelio dice de la riqueza. Jesús jamás condena la riqueza ni los bienes terrenos por sí mismos. Entre sus amigos está también José de Arimatea, «hombre rico»; Zaqueo es declarado «salvado», aunque retenga para sí la mitad de sus bienes, que, visto el oficio de recaudador de impuestos que desempeñaba, debían ser considerables. Lo que condena el Señor es el amor al dinero y a los bienes, darles el corazón, hacer depender de ellos la propia vida y acumular tesoros sólo para uno mismo (Lc 12, 13-21).

Por la experiencia de muerte que todos tenemos a consecuencia del pecado, la precariedad del mañana nos empuja a tratar de asegurar nuestra subsistencia y a buscar seguridad en las cosas, y en consecuencia a atesorar bienes. El problema está, en que el atesorar implica inexorablemente el corazón y mueve sus potencias: entendimiento y voluntad de forma insaciable, ya que el corazón humano es un abismo que sólo Dios puede colmar. “Sea el Señor tu delicia y él te dará lo que pide tu corazón”. Acogiendo el Evangelio del amor de Dios, el Kerigma de Jesucristo, el pecado es perdonado, la muerte es vencida, y las heridas del corazón son curadas haciendo al hombre libre frente a la idolatría del dinero. Ahora puede poner su corazón en Dios: “¡Va, vende tus bienes, ven y sígueme!”. “¡Tendrás un tesoro en el cielo!”

A Dios hay que amarlo con todo el corazón, pero dice la Escritura que nuestro corazón está donde se encuentra nuestro tesoro. Por eso el que ama el dinero tiene en él su corazón y a Dios no le deja sino unos ritos vacíos y unos cultos sin contenido; cumplimiento de normas, pero no amor. Pero Dios ha dicho por el profeta Oseas: “Yo quiero amor y no sacrificios”; e Isaías: “Este pueblo me honra con los labios pero su corazón está lejos de mí.”

El Evangelio nos presenta la relación entre los bienes y la vida; nos plantea un problema de discernimiento, entre los medios y el fin, que consiste primeramente, en darnos cuenta de que estamos de paso en esta vida. Administramos cuanto tenemos por un tiempo, y en consecuencia debemos saber utilizarlo, y dar a cada cosa su valor.  Saber amar las cosas y a uno mismo no más de lo que conviene.

Todo en este mundo es precario, pero no Dios. Por eso enriquecerse y atesorar, sólo tienen sentido en orden a Dios, que no pasa, y en quien las riquezas no se corroen y a quien los ladrones no socaban ni roban. Por medio de la caridad y la limosna, se cambia la maldición del amor al dinero, por la bendición del amor a Dios y a los hermanos: “Dad en limosna lo que tenéis (en el corazón), y todo será puro para vosotros”. Enriquecerse en orden a Dios equivale a empobrecerse en orden a los ídolos, a cuya cabeza está el dinero, que se acrisola salándolo con la limosna como cruz purificadora. Al llamado joven rico de la parábola Dios le da la oportunidad de repartir, pero prefiere atesorar.

Los dones de Dios en un corazón idólatra se convierten en trampas. La necedad está en dejar que la codicia guíe nuestra vida sin calcular lo efímera que es la existencia. En efecto, el hombre tiene una existencia natural, física y temporal, sostenida por el cuerpo, que requiere unos cuidados, porque tiene unas necesidades, pero está llamado a una vida de dimensión sobrenatural y eterna, mediante su incorporación al Reino de Dios, al cual está finalizada su existencia. Encontrar y alcanzar esta meta, requiere prioritariamente de nuestra intención y nuestra dedicación, pues: ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?

Buscar el Reino de Dios es poner a Dios como nuestro Señor y depositar nuestro cuidado en sus manos providentes que sostienen la creación entera, confiando en él. “Quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará.” En el Señor está la verdadera seguridad. “Dichoso el hombre que esto tiene; dichoso el hombre cuyo Dios es el Señor.”

La Palabra de Dios llama al amor al dinero «idolatría» (Col 3, 5; Ef 5, 5). El dinero no es uno de tantos ídolos; es el ídolo por antonomasia. Literalmente «dios de fundición» (Ex 34, 17). Es el anti-dios porque crea una especie de mundo alternativo. Se realiza una siniestra inversión de todos los valores. «Nada es imposible para Dios», dice la Escritura, y también: «Todo es posible para quien cree». Pero el mundo dice: «Todo es posible para quien tiene dinero». 

La avaricia, además de la idolatría, es asimismo fuente de infelicidad. El avaro es un hombre infeliz. Desconfiado de todos, se aísla. No tiene afectos, ni siquiera entre los de su misma carne, a quienes ve siempre como aprovechados, y quienes, a su vez, alimentan con frecuencia respecto a él un solo deseo de verdad: que muera pronto para heredar sus riquezas. Tenso hasta el espasmo para ahorrar, se niega todo en la vida y así no disfruta ni de este mundo ni de Dios, pues sus renuncias no se hacen por Él. En vez de obtener seguridad y tranquilidad, es un eterno rehén de su dinero. 


Pero Jesús no deja a nadie sin esperanza de salvación; tampoco al rico. Cuando los discípulos, después de lo dicho sobre el camello y el ojo de la aguja, preocupados le preguntaron a Jesús: «Entonces ¿quién podrá salvarse?», Él respondió: «Para los hombres, imposible; pero no para Dios». Dios puede salvar también al rico. La cuestión no es «si el rico se salva» (esto no ha estado jamás en discusión en la tradición cristiana), sino «qué rico se salva». 

Jesús señala a los ricos una vía de salida de su peligrosa situación: «Acumulaos tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan» (Mt 6, 20); «Haceos amigos con el dinero injusto, para que, cuando llegue a faltar, os reciban en las eternas moradas» (Lc 16, 9). Sala tu dinero, como dicen los judíos. Hoy sería: blanquea tu dinero negro con la limosna.


¡Se diría que Jesús aconseja a los ricos transferir su capital al exterior! Pero no a Suiza, sino ¡al cielo! Muchos –dice Agustín- se afanan en meter su propio dinero bajo tierra, privándose hasta del placer de verlo, a veces durante toda la vida, con tal de saberlo seguro. ¿Por qué no ponerlo nada menos que en el cielo, donde estaría mucho más seguro y donde se volverá a encontrar, un día, para siempre? ¿Cómo hacerlo? Es sencillo, prosigue San Agustín: Dios te ofrece, en los pobres, a los porteadores. Ellos van allí donde tú esperas ir un día. La necesidad de Dios está aquí, en el pobre, y te lo devolverá cuando vayas allí. 

Pero está claro que la limosna de calderilla y la beneficencia ya no es hoy el único modo de emplear la riqueza para el bien común, ni probablemente el más recomendable. Existe también el de pagar honestamente los impuestos, crear nuevos puestos de trabajo, dar un salario más generoso a los trabajadores cuando la situación lo permita, poner en marcha empresas locales en los países en vías de desarrollo. En resumen, poner a rendir el dinero, hacerlo fluir. Ser canales que hacen circular el agua, no charcas artificiales que la retienen sólo para sí. 


  La respuesta inmediata a la pregunta del “joven rico” sería decirle: “Escucha Israel. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas  y al prójimo como a ti mismo. Haz esto y vivirás”. Jesús en cambio le habla de los mandamientos, porque toda la Ley y los profetas y por tanto los mandamientos, penden de este amor. El que ama así, los cumple, y es de ese amor, del que proviene la salvación, pero el que pretende compartir su amor a Dios con el que tiene a sus bienes, se “ama” más a sí mismo, equivocada y carnalmente. Por eso los apóstoles dudan de la posibilidad de salvarse y Jesús mismo les confirma que ese amor no es posible a los hombres con sus solas fuerzas. Sólo el conocimiento trinitario de Dios: Padre, Espíritu y Verdad, lo puede dar, entendiendo por conocimiento, la experiencia de su vida divina: de su amor, de su espíritu, y de su gracia.

El llamado “joven” rico, se ha encontrado con un “maestro bueno” y quiere obtener de él la certeza de la vida eterna, que el seudo cumplimiento de la Ley no le ha dado. Cristo le pregunta, que tan maestro y que tan bueno le considera, ya que sólo Dios es el maestro bueno, que puede darle no sólo una respuesta adecuada, sino alcanzarle lo que desea. Sabemos que se marchó triste porque tenía muchos bienes, pero su tristeza procedía, de que su presunto amor a Dios, era incapaz de superar el que sentía por sus bienes, que le impidió creer que en aquel Jesús estaba realmente su Señor y su Dios, para seguirle, obedeciendo su palabra. Le  fue imposible encontrar el tesoro, escondido en el campo de la carne de Cristo. Le fue imposible discernir el valor de la perla que tenía ante sus ojos, pues de haberlo descubierto, ciertamente habría vendido todo y le habría seguido. Como le dijo Jesús, una cosa le faltaba, pero no como añadidura, sino como fundamento de su religión: el amar a Dios más que a sus bienes, y al prójimo como a sí mismo.

Es curioso además, que en Marcos y Lucas el rico hable de “herencia”, como si esperase alcanzar la vida eterna, con el mismo esfuerzo con el que se obtienen los bienes en herencia, es decir, sin ningún esfuerzo. Si vemos el desenlace del encuentro, podemos suponer que es así, ya que no estuvo dispuesto a vender sus bienes. Según Mateo, parecía dispuesto a hacer algo para alcanzar la Vida, pero no fue así.

Jesús parece decirle al rico: Has heredado muchos bienes y quieres asegurarlos para siempre, pero en el cielo esos bienes no tienen ningún valor, si no son salados aquí por la limosna. La vida eterna es la herencia de los hijos, por eso, cuando hayas vendido tus bienes, “ven y sígueme”; hazte discípulo del “maestro bueno”; cree, y llegarás a amar a tus enemigos, y “serás hijo de tu padre celeste”, y tendrás derecho a la herencia de la vida eterna.

En nosotros habita la muerte a consecuencia del pecado, pero Cristo la ha vencido para nosotros. Aquella parte de nosotros que abrimos a Cristo es redimida por él y transformada en vida y aquella que nos reservamos, permanece sin redimir y en la muerte. Si nuestro ser, en la Escritura es designado como: corazón, alma y fuerzas, sólo abriéndolo a Dios completamente, nos abriremos a la vida eterna. Hay que amar a Dios con todas las tendencias del corazón, con toda la existencia y por encima de toda creatura, para alcanzar en él la Vida.

Como en el caso del administrador del Evangelio, los bienes son medios que deben cumplir una función al servicio de un fin, pero no son fines en sí mismos. Si la vida del hombre tiene como orientación definitiva la bienaventuranza de la vida eterna, todos los medios de que dispone, deben estar en función de poder alcanzarla. Esa es la astucia que alaba el patrón de la parábola: saber sacrificar sus beneficios inmediatos, en función de su supervivencia. Cristo atribuye en mayor medida esta astucia a los hijos de este mundo que a los de la luz, para exhortar así a sus discípulos. La inmediatez de las riquezas tiene cierta ventaja al estimular los corazones humanos, frente al estímulo que ejerce lo futuro de la bienaventuranza, debido a nuestra débil fe. 
La vida cristiana  no es una forma pía de ocupar el tiempo que sobra después de las exigencias del mundo, sino al revés. “Estar en el mundo sin ser del mundo”, para llevarlo a Cristo. Habrá que dar su tiempo a las cosas del mundo, pero no el corazón; usar el dinero pero no amarlo; trabajar, pero no darle nuestra vida al trabajo; descansar, pero no hacer del bienestar la meta de la existencia.    

Con Cristo, Dios vuelve a llamar a los necesitados de salvación, para devolverles la heredad que rechazaron los primeros padres en el Paraíso. Por eso la invitación no es sólo para Israel, sino para todos los hijos de Adán. Ante nosotros están pues, misericordia y responsabilidad para orientar nuestra libertad y nuestra vida al Evangelio del Reino o alienarlas por la ilusión de los bienes de este mundo. “Hay de los hartos,” y de los justos a sus propios ojos, porque se excluyen a sí mismos del Reino. Dichosos en cambio los que ahora tienen hambre porque serán saciados.

El Señor, a través de “las riquezas injustas”, nos llama a ganar las verdaderas; ¿cómo puede subsistir la justicia de la caridad en la acumulación de bienes? La caridad purifica lo contaminado del corazón distribuyendo las riquezas. A través de “lo ajeno”, nos llama a amar “lo nuestro”, lo propio, lo que no nos será arrebatado; a través de lo pasajero a valorar el Don eterno de su Espíritu.

San Juan de la Cruz llega a decir que, para alcanzar a Dios, se requiere un corazón desnudo no sólo de males, sino también de bienes; de los goces y los deleites que pueden sernos impedimento, ya sean temporales, sensuales o espirituales, porque ocupan el corazón que se aferra a ellos. Por eso dice: No pondré mi corazón en las riquezas ni en los bienes que ofrece el mundo, ni en los deleites de la carne, ni en los gustos y consuelos del espíritu, que me detengan en la búsqueda del Amor a través de las virtudes y los trabajos, como dijo David en el salmo (61, 11): Aunque crezcan las riquezas no les deis el corazón. No sólo riquezas materiales sino incluso espirituales. Cuanto impida el caminar en la cruz del Esposo Cristo.
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