El hombre y la libertad

El hombre y la libertad


                      «Si os mantenéis en mi palabra, conoceréis la verdad,
y la verdad os hará libres.»


     La antropología bíblica, describe el itinerario de la persona humana, que se inicia con su creación a imagen y semejanza de Dios, que experimenta el pecado, que se encuentra con el Evangelio, y que adhiriéndose a la Palabra, conoce la Verdad del amor de Dios y es reinsertado en la libertad de sus hijos.

     El hombre, predestinado por Dios a la Bienaventuranza de ser santo e inmaculado en su presencia por el amor, ha recibido su libertad original para poder realizarse en tan glorioso destino, libre y responsablemente, y frente a esta verdad primordial de la voluntad amorosa de Dios, el hombre ha sido solicitado por la falsedad envidiosa del mal (Ge 3, 4), que lo ha seducido y sometido a esclavitud, experimentando la muerte existencial de su ruptura unilateral con el ser de Dios. Esta es la realidad ontológica que afirma la Carta a los Hebreos diciendo que: ““El hombre por temor a la muerte estaba de por vida sometido a la esclavitud del diablo” (cf. Hb 2, 14-18), y que san Pablo describe en la Carta a los Romanos cuando exclama: “Soy de carne, vendido al poder del pecado. Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco; en efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero. ¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?” (cf. Rm 7, 14.18.19).

       Acogiendo y guardando la palabra de Cristo que nos habla de la Verdad del amor de Dios a través del Evangelio, este amor puede ser experimentado por el hombre, y contraponerse a la “mentira primordial”, de modo que mediante la fe, el hombre quede desatado de la esclavitud al maligno. En consecuencia dirá san Pablo: “Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo, que nos da la victoria” sobre la impotencia para realizar el bien que quería, y me llevaba a realizar el mal que no quería. Si la figura pascual de Cristo llevó un tan gran fruto de libertad a un pueblo en medio de la esclavitud de Egipto, cuánto más la realidad de la Verdad plena del Evangelio, dará la libertad a toda la creación, habiendo sido entregada por el bien de toda la naturaleza humana.

     La herida profunda de la libertad original del hombre causada por el pecado que lo aparta “sin remedio” de la vida divina, es lo que el Génesis llama muerte, cuando dice: “Del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio (Ge 2, 17). Su albedrío herido ha quedado limitado, y su discernimiento imposibilitado para la Bienaventuranza. El hombre en esta situación de “naturaleza caída”, puede razonar acerca de la libertad, como puede hacerlo respecto a cualquier otro aspecto de la realidad y de sí mismo, y puede hacerse la ilusión de ir alcanzando certezas y verdades, mientras “sólo el Verbo encarnado manifiesta al hombre lo que es el hombre”, como ha dicho el Concilio Vaticano II.



     A lo largo de la historia se ha venido hablando de “libertad de excelencia”, “libertad de indiferencia”, “libertad de”, “libertad para”, y también de distintas concepciones del hombre, pero a nosotros nos interesa la que propone la antropología bíblica revelada: El hombre a imagen y semejanza de Dios, el hombre herido por el pecado y el hombre redimido por Jesucristo. En el Evangelio, Cristo afirma: «En verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado es un esclavo. Si, pues, el Hijo os da la libertad seréis realmente libres (Jn 8, 34-36). “Para ser libres nos ha liberado Cristo”, afirmará después san Pablo (Ga 4, 1). Esta será la obra de Cristo destruyendo la muerte y perdonando el pecado. Mientras tanto como dice san Pedro, muchos: “Hablando palabras altisonantes, pero vacías, seducen con las pasiones de la carne y el libertinaje a los que acaban de alejarse de los que viven en el error. Les prometen libertad, mientras que ellos son esclavos de la corrupción, pues uno queda esclavo de aquel que le vence” (2P 2, 18-19), y añade: “Obrad como hombres libres, y no como quienes hacen de la libertad un pretexto para la maldad, sino como siervos de Dios (1P 2, 16).

El llamado mito adámico, es en realidad un paradigma existencial del hombre, que aún hoy, superadas con creces las concepciones y las realidades medievales, renacentistas y cosmopolitas, y también el independentismo reformador, sigue proyectando luz sobre el gran misterio que es el hombre para sí mismo. La libertad, será la condición de posibilidad de la existencia del bien y del mal, materializada en la Escritura por el árbol del Paraíso que crece junto al árbol de la vida, y que no por casualidad se encuentran situados en el centro del jardín. Ambas: “vida y libertad” al centro de la creación, hacen devenir al jardín primordial en “Paraíso”, en cuyo ámbito coloca Dios al ser humano para que fructifique en el amor. Dios creó al hombre llamándolo al amor, y después de darle espíritu de vida, lo colocó en el Paraíso a medida de su felicidad, y para que ejerciera su amor recibió la libertad; colocó en el centro el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal. Ante él se abrían entonces los dos caminos: el camino de la vida sin fin y el de la muerte sin remedio. Sucumbiendo ante la mentira, es desterrado lejos del alcance de la vida y privado de su libertad (Hb 2, 15). Se abre así para él un desierto de esclavitud y de muerte. El Paraíso, como preámbulo, es apertura al drama del devenir humano en la senda de la libertad que llamamos historia, y anticipación anunciada de su  predestinación. 

  Cuando el hombre aferrándose al árbol prohibido opta contra el autor de su libertad negando la verdad de su amor, asintiendo con su voluntad a la mentira envidiosa del diablo, hace mal uso de su libertad original, pierde su acceso al árbol de la vida, y muere, abandonando la órbita del amor. Ha enterrado su “talento” como si de un cadáver se tratase, sometiéndolo a la esterilidad, que lo aleja de la ley de gravitación universal de la creación que es el amor. Como dice san Pablo: “La creación, en efecto, fue sometida a la caducidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la esclavitud de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios (Rm 8, 20-21).”




            La reaparición de Dios en la existencia humana a través de la llamada y la promesa, sitúa al hombre de nuevo en la historia, dándole una meta de eternidad, un sentido vital y la recuperación de un origen que lo inserta de nuevo en la tradición, interrumpida por el intento desafortunado de auto afirmación e independencia frente al Ser, razón y causa de su albedrío. Sólo el cristianismo, como plenitud y cumplimiento de la relación libre, interior y espiritual entre Dios y su criatura, da a luz a la historia concebida en el judaísmo, dándole su dimensión universal, trascendente y eterna en la que Dios lo será todo en todos.

               La libertad frente al miedo a la muerte y al precepto, estará motivada por la experiencia existencial de Dios, que es amor siempre y sin segundas intenciones: “Misericordia quiero y no sacrificios, conocimiento de Dios, más que holocaustos”. “Ama, y haz lo que quieras” había dicho Tácito y cristianizó después San Agustín. Tomar los mandamientos por prohibiciones arbitrarias del autoritarismo divino, por límites puestos a su libertad, cuando son una manifestación de su amor y de su solicitud paternal por el hombre, es un error y una falsedad, como dice el padre Cantalamessa. «Cuida de practicar lo que te hará feliz» dijo Dios a Israel (Dt 6, 3; 30, 15 s). Jesús mismo resumió todos los mandamientos, es más, toda la Escritura, en un único precepto: el del amor. Amor a Dios y al prójimo. «De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas» (Mt 22, 40). También el apóstol Santiago afirma: “El que considera atentamente la Ley perfecta de la libertad y se mantiene firme, no como oyente olvidadizo sino como cumplidor de ella, ése, practicándola, será feliz (St 1, 25).” Y añade: “Hablad y obrad tal como corresponde a los que han de ser juzgados por la ley de la libertad (St 2, 12).” Dijo Unamuno: Quise hacerme dueño de la fe y no su esclavo, y así llegué a la esclavitud, en vez de alcanzar la libertad de Cristo.

     Erich Fromm se pregunta: ¿Es la libertad solamente ausencia de presión exterior o es también presencia de algo? Y, siendo así, ¿qué es ese algo? Nosotros podemos responderle con la Escritura: “Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad (2Co 3, 17).  Pero el Espíritu es el Amor; amor entre el Padre y el Hijo, que lleva al hombre a la libertad plena, restaurando en él lo que había perdido por su declaración de independencia en medio del Paraíso.

     Con Emiliano Jiménez, podemos afirmar que donde está la Libertad, allí está el Amor; donde está la libertad, está por tanto el otro, los otros, y al hombre libre, sólo cuadra el aislamiento del mundo, cuando éste, está motivado por el amor. El hombre está en situación de libertad como dijo Zubiri, y esta situación que podemos llamar también vocación, es el amor, como ámbito de la plena realización del hombre como hombre y hombre libre. El amor es el espacio que la libertad se crea para realizarse a sí misma; es la única tierra donde crece.



     Sin este ámbito del amor, el paraíso de la libertad se transforma en infierno como decía Sartre; soledad en compañía y esclavitud del odio. La libertad es por tanto no sólo realización del hombre como tal, sino también responsabilidad a realizar en medio de la comunidad humana, como ámbito irrenunciable de su condición social. Como decía Calvo Serer: Las fuerzas creadoras del hombre tienen su origen nato en la libertad, que abre al hombre, por urgencias ineludibles, a los amplios horizontes de la verdad, el bien y el amor.

          Para el Concilio Vaticano II (GS, 31): La libertad humana con frecuencia se debilita cuando cae en extrema necesidad; de la misma manera que se envilece cuando el hombre, satisfecho por una vida demasiado fácil, se encierra como en una dorada soledad. Por el contrario, la libertad se vigoriza cuando el hombre acepta las inevitables obligaciones de la vida social, toma sobre sí las múltiples exigencias de la convivencia humana  y se obliga al servicio de la comunidad en que vive.

          ​Para Emiliano Jiménez: El hombre se experimenta a sí mismo como un ser que vive su libertad en un tiempo irreversible, limitado por un principio y un final. ​Sólo la verdad hace al hombre libre. La sociedad, que oculte, silencie o margine las situaciones primordiales del vivir y del morir, del nacer y el envejecer, está arrancando al hombre sus posibilidades más humanas, porque son las que le abren las fronteras de su verdad, colocándole al filo de su libertad. El aturdimiento, que mantiene al hombre perennemente divertido, cierra las puertas del santuario interior, impidiendo que el silencio entre en la vida del hombre y que en él pueda resonar el eco de su verdad, la luz de su libertad y el misterio de su ser. Para que la libertad sea auténtica, y no una forma camuflada del egoísmo inhumano, hay que situarla en su procedencia y en su destino. Todo hombre, que haya bajado a la interioridad de su corazón, no puede por menos de interrogarse de dónde le nace la libertad y qué quiere hacer con ella, es decir, a qué la quiere consagrar o a quién se la quiere ofrendar.   

               Dios nos libre de la utopía totalitaria de una justicia sin libertad y de una libertad sin verdad que va codo con codo con un falso concepto de tolerancia, y que en palabras de Juan Pablo II, presagian errores y horrores vividos recientemente en la historia  (cf. Ecclesia in Europa, 98).


BIBLIOGRAFÍA

R. CALVO SERER, La fuerza creadora de la libertad, Madrid 1959.
E. FROMM, El miedo a la libertad, Buenos Aires.
E. JIMÉNEZ HERNÁNDEZ, Quien soy yo. Callao, Perú.

                    www.jesusbayarri.com








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