San José obrero
Col 3, 14-15; Mt 13, 54-58
San José obrero
Col 3, 14-15; Mt 13, 54-58
Domingo 4º de Pascua A
(Hch
2, 14.36-41; 1P 2, 20-25; Jn 10, 1-10
Hoy la palabra nos invita a
reflexionar en la centralidad absoluta de Cristo en la historia, y a darnos
cuenta de que sólo cuando esta centralidad de Cristo se realice en nuestra
vida, quedará resuelta nuestra problemática personal. A hacer esto posible, va
encaminada su obra redentora, en la que hoy se nos presenta como pastor y
puerta, para guiarnos e introducirnos a la Iglesia, ámbito de la comunión entre
todos los hombres, y con el Padre, que se alcanza mediante la fe en él.
Esta fe, adquiere expresiones
distintas, según las distintas definiciones con las que se revela a sí mismo
iluminándonos, como las siete lámparas del candelabro que está ante la
presencia de Dios (Ap 1, 12s): Yo soy el pan de la vida; la luz verdadera;
el camino, la verdad y la vida; la resurrección; la vid verdadera; la puerta y el
buen pastor. Creer en Cristo, Pan, será: Comer la carne del Hijo del hombre; creer en Cristo, Luz, será: Ver al Hijo; creer en Cristo, Camino,
Verdad, y Vida, será: Ir a Cristo;
creer en Cristo Resurrección, será: Entrar
con él en la muerte; creer en Cristo, Vid, será: Beber su sangre; creer en Cristo, Puerta, será: Entrar por él, y creer en Cristo, Buen
Pastor, será: Conocer su voz, escucharla,
y seguirle, como hemos escuchado en el Evangelio. El fruto de esta fe será
siempre el mismo: Vida, y Vida eterna.
Dios ha abierto una puerta para que
los hombres puedan salir de la cárcel de la muerte, a la vida, y esta puerta es
Cristo, cuya llave tiene forma de cruz, de humillación, y de pasión. Como dice
San Pedro: “No hay otro nombre dado a los hombres en el que podamos ser
salvos.” El Verbo mismo, ha entrado por la puerta de nuestra carne que el
Padre le ha presentado, y aunque su carne pudiese preferir otra distinta, de
éxito, y de aceptación para salvar al mundo, ha tomado la cruz, en lugar de
haber nacido de estirpe real o de casta sacerdotal. Cristo entró por la puerta
de la voluntad del Padre. Fue fiel a la imagen del Cristo que el Padre había
modelado, y así se ha hecho puerta para nosotros.
Cuantos han pretendido traer salvación
antes y después de Cristo anunciándose a sí mismos, eran ladrones y bandidos.
No así los profetas, que no han dado testimonio de sí mismos sino de Cristo,
como Juan Bautista.
Todo este discurso gira en torno al
amor que procede del Padre y que entrega a su Hijo, y de Cristo que le obedece
y lo hace visible en su cuerpo que se entrega. Este amor se manifiesta después
en la comunión de las ovejas y en su testimonio ante el mundo. La ausencia de
este amor en forma de cruz, es lo que desenmascara al falso pastor que, sólo
busca destruir al rebaño con sus propuestas halagüeñas para evitar la cruz, y que
son falsas.
Cristo, para introducir a las ovejas
en el redil de la vida, entra en la muerte por la puerta del Amor crucificado,
y se constituye a sí mismo en puerta abierta; después llama a las ovejas con su
palabra, las saca de la dispersión de la muerte, y las conduce en comunión a
los pastos de la vida.
Para salir de la muerte hay que conocer
y escuchar la voz del pastor, seguirle, y entrar por Cristo; por la puerta de
la fe, a través del bautismo y mediante la conversión. Cada oveja recibe así el
Espíritu Santo, su vida, y su nombre en Cristo. La muerte no tiene ya poder
sobre ellas y pueden entrar y salir por la puerta de la cruz (cf. 1P 2, 20) sin
que las dañe la muerte. Pueden creer y amar, siguiendo las huellas de Cristo, y
ser apacentadas en los pastos abundantes de la vida eterna, en un rebaño a
salvo del lobo.
En esta eucaristía, el Señor nos
apacienta con su palabra y nos da su cuerpo y sangre como alimento de vida
eterna.
Sábado 3º de Pascua
(Hch 9, 31-42; Jn 6, 61-70)
El Señor está formando a sus
discípulos para consolidarlos en la fe, pues sabe que se acerca el escándalo de
la cruz. Él sabe lo que hay en el corazón de cada uno, y por eso los va preparando,
para que se conozcan a sí mismos y salgan fuera sus intenciones más profundas: “Yo te llevé al desierto, para que
conocieras lo que había en tu corazón; si ibas o no a guardar mis preceptos”
(cf. Dt 8, 2). Se lo dice abiertamente: «¿No
os he elegido yo a vosotros, los Doce? Y uno de vosotros es un diablo (Jn 6,
70).» Por eso les dirá después: “Vosotros sois los que habéis perseverado
conmigo en mis pruebas”.
La fe debe ser probada. Deja que muchos
discípulos se vayan y hasta dice a los doce: “¿También vosotros queréis marcharos?”. Si su fe no ha madurado, si
el Padre no les testifica en su corazón mediante su Espíritu, de forma que
puedan trascender su razón y captar el espíritu de sus palabras, ¿qué ocurrirá
cuando llegue la cruz? ¿Cómo pudo Abrahán superar el escándalo de aquellas
palabras: «Toma a tu hijo, a tu único, al
que amas, a Isaac, vete al país de Moria y ofrécelo allí en holocausto en uno
de los montes, el que yo te diga (Ge 22, 2)?»
Las palabras que os he dicho son
espíritu y son vida.” La fe de los discípulos debe ser probada como fue
probada la de Abrahán, y como fue probada la de Israel en el desierto. Lo hemos
escuchado de la boca de Jesús en el Evangelio: « hay entre vosotros algunos que no
creen.»
La fe debe ser capaz de superar las
pruebas de Cristo y las que nos propone cada día la vida, para no sucumbir en
el momento de la tentación y que no se desvirtúe el testimonio a que estamos
llamados. Sólo la fe es capaz de trascender la carne, los límites de la razón,
y pasar al espíritu que da vida: ¿Qué pasará si no, cuando aparezca la cruz? ¿En
qué será capaz de apoyarse la razón? Dice Jesús: “¿Esto os escandaliza? ¿Y cuándo veáis al Hijo del hombre subir
adonde estaba antes?”.
Por
la fe, la razón se apoya en la palabra de Cristo: «Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de
vida eterna», hasta que alcancemos la respuesta final; la confesión de
la fe que dan los apóstoles en el Evangelio: “nosotros creemos y sabemos que
tú eres el Santo de Dios”. Dice San Agustín comentando esta palabra, que
efectivamente, primero se cree y después se conoce. La fe da una certeza de
conocimiento, que la razón, limitada como es, no puede alcanzar por sí sola,
aunque la fe no medra en las cenizas de la razón, como dice V. Messori.
También
hoy la Eucaristía nos invita a decir ¡amén! A confesar a Cristo superando la
duda a que esté sometida hoy nuestra razón y a comulgar con este “sacramento de
nuestra fe”, que nos sitúa ante el Gran misterio respecto a Cristo y la
Iglesia. Pan que es cuerpo de
Cristo; vino que es su sangre. Alimento de vida eterna.
Viernes 3º de Pascua
(Hch 9, 1-20; Jn 6, 53-58)
Queridos hermanos:
Dice el señor: “mis
palabras son espíritu y vida, la carne no sirve para nada. No habla para
satisfacer la carne sino el espíritu.
Sólo la fe, es capaz de resistir ante
este lenguaje, porque se apoya en quien habla aunque no comprenda lo que
escucha. Jesús ha dicho: “Mis palabras son espíritu y son vida”. Un
judío ni siquiera puede comer sangre de animales, cuánto menos de una persona.
Sólo la confianza y el abandono total en quien habla, fruto de la fe, pueden
soportarlo, y trascender la propia razón.
En la Escritura, la vida está unida a
la sangre y por eso pertenece a Dios, y el hombre no puede derramarla ni
apropiársela. Sólo si se acepta que Cristo es Dios, la mente puede trascenderse
y puede aceptar, sin comprender, su invitación a beber su sangre. Beber sangre
equivaldría a beber vida. La invitación a beber la sangre divina de Cristo en
este caso, lo es a la Vida eterna.
Carne y sangre, hacen referencia al
cuerpo, y Cristo a través de la Escritura (cf. Hb 10, 5-7) dice: “me has
formado un cuerpo para hacer, oh Dios,
tu voluntad”. Comulgar con el cuerpo de Cristo es por tanto, hacerlo
con la voluntad de Dios, que le lleva a entregarse a la muerte por la salvación
del mundo haciéndonos un espíritu con él. Este es el pan sustancial que no
perece (Jn 6, 27), del que Cristo mismo se alimenta: “mi comida es hacer la
voluntad (amorosa y salvadora) de
aquel que me ha enviado” (cf. Jn 4, 34). El que hace la voluntad de
Dios permanece en él, que no muere, y aunque guste la muerte, no morirá para siempre; vivirá. La vida
del Padre que está en Cristo porque permanece en él, está en el discípulo que
permanece en Cristo, dándole Vida
eterna.
Cuando en la Eucaristía decimos ¡amén!
a comer la carne de Cristo y a beber su sangre, estamos aceptando que la
voluntad de Dios se cumpla en nosotros, por la que ha enviado a Cristo a
entregarse por todos los hombres. San Pablo dice que se debe discernir lo que
se come y bebe, refiriéndose a la Eucaristía. Este discernimiento es posible
por la fe, y por eso, hemos visto en la primera lectura que san Pablo debe
someterse al bautismo, el sello de la fe, para poder incorporarse, formar parte
del cuerpo de Cristo, al que también nosotros nos unimos en la Eucaristía.
Cuando Cristo habla de vida eterna,
dice, que quien la tenga, resucitará el último día, y por tanto habrá tenido
que pasar antes por la muerte, que es la puerta de entrada a la resurrección,
pero no permanecerá en la muerte. Vivirá para siempre.
Si comer la carne de Cristo es vivir
en él, somos saciados; si es vivir él en nosotros, se entrega por el mundo en
nuestra entrega. Esta participación en la muerte de Cristo, en su “carne”,
lleva también consigo nuestra participación en su resurrección. Por eso dice
Cristo, que sólo así, se tiene vida en sí mismo y garantía de resurrección en
el último día. Su alimento no perece, sino que salta a la vida eterna, donde
sólo el amor, que es Dios, subsistirá.
Miércoles 3º de Pascua
(Hch 8, 1-8; Jn 6, 35-40)
Queridos hermanos:
Después de las primeras apariciones y
de los primeros testimonios de la Resurrección, el anuncio del Evangelio y la
Iglesia misma, desbordan el ámbito de Jerusalén y se extienden hasta los
confines de la tierra, bajo el signo de la cruz, por obra y gracia de la
persecución.
Hoy en el Evangelio, Cristo se nos
presenta como el pan enviado por Dios, que no cae como el maná, sino que se
encarna para dar vida. No sólo es un pan que viene de Dios, sino un pan en el
que Dios mismo se da como alimento.»
Pero este pan de Dios, los judíos no lo
han visto caer del cielo, sino surgir de la tierra: «¿No es éste Jesús, el hijo
de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: He bajado del
cielo?» Murmuran porque no entienden
eso de nacer de lo alto, nacer del Espíritu, y no están dispuestos a aceptar la
encarnación de Dios, en un hombre, en un galileo, en un laico, en un irregular,
si ni siquiera han podido aceptar nunca el envío profético. Para nosotros, para
nuestra generación, no es menor la dificultad ante la encarnación: “Cristo sí,
la Iglesia no”, dicen muchos; la Iglesia sí, los curas no; los curas sí, los
laicos no. De hecho la mayor parte de las herejías han surgido en torno a la
Encarnación. Por eso dice Jesús que el problema consiste en “ver al Hijo” de Dios, en el hijo del
carpintero; discernir en Jesús de Nazaret la presencia de Dios, cosa que sólo
el Padre puede revelar, “dando” a Pedro
a Cristo: “Tú eres el Cristo, el Hijo de
Dios vivo.” También nosotros mediante la revelación de esta fe, somos
“dados” a Cristo, podemos “ir” a Cristo, creer en él, tener vida eterna y ser
resucitados el último día.
Pero hemos escuchado a Cristo que dice: «Todo
lo que me dé el Padre vendrá a mí. Nadie puede venir a mí, si el Padre que me
ha enviado no lo atrae;» El
Padre nos atrae hacia Cristo, nos ofrece a Cristo con el don de nuestra fe,
pero lo hace con lazos de amor, de libertad, y no de constricción, a los cuales
debe responder el libre albedrío de nuestro amor, creyendo; yendo a Cristo.
Nuestro corazón debe querer ser atraído hacia Cristo, y aceptar su gracia con
el obsequio de nuestra mente y nuestra voluntad, y el Padre que ve los deseos
de nuestro corazón, nos lo concederá como dice el salmo: “Sea el Señor tu
delicia y él te dará lo que pide tu corazón” (Sal 36,4). «Porque esta es la
voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida
eterna y que yo le resucite el último día.»
Hoy somos invitados por la Eucaristía a entrar en comunión con la carne de Cristo haciéndonos un solo espíritu con él, que se entrega por la vida del mundo.
Que así sea.
San Isidoro
1Co 2, 1-10; Mt 5, 13-16
El
Evangelio nos presenta al discípulo, nueva creación que el Padre realiza en el
hombre por el Espíritu Santo a través de su Palabra y mediante la fe, que
Cristo denomina “sal” y “luz”, para mostrar el cometido para el que es asociado
a la obra salvadora de la voluntad del Padre. Como la sal, el discípulo está
llamado a ser signo de estabilidad, de durabilidad, de fidelidad, y de
incorruptibilidad, cualidades que se buscan siempre en cualquier pacto humano.
El
culto espiritual del discípulo, debe sazonarse con la sal, de su fidelidad al
amor con el que ha sido convocado por Dios gratuitamente a su presencia: La
entrega transformadora de la sal, por la que el discípulo se ha de ejercitar en
el amor recibido gratuitamente, precede
en el discípulo a su respuesta. La sal es un don aceptado que implica
fidelidad.
La
necesidad de estas cualidades viene iluminada por la sentencia del Evangelio
que anuncia el “fuego” como condimento universal de toda existencia; todos han
de ser acrisolados en el sufrimiento. Frente al ardor que debe enfrentar toda
alteridad, la sal como capacidad de sufrimiento y de perdón, es refrigerio de
paz.
El
Señor ha encendido también en el discípulo la luz de su amor, sacándolo de las
tinieblas, y de los lazos de la muerte, y le ha dado la misión de mantenerla
encendida y visible en el lugar eminente de la cruz, donde él la ha colocado en
su Iglesia, y de llevarla hasta los confines del orbe para que el mundo reciba
la vida que a él le ha resucitado y por el conocimiento del temor de Dios,
pueda ser librado de los lazos de la muerte.
Esta
es la voluntad y la gloria del Padre: Que los discípulos demos el fruto
abundante de iluminar a los hombres el conocimiento de su amor, que brilla en
el rostro de Cristo y de consolidarlos en la perseverancia de su salvación.
Pretender
armonizar esta vocación y esta elección que conllevan una transformación
ontológica semejante y una consagración existencial de estas características,
con la vieja realidad mundana sumida en tinieblas y corrupción, será la
tentación a la que los discípulos y la Iglesia misma tendrá que enfrentarse
constantemente, de la que san Pablo previene a los fieles de Roma diciéndoles: “no
os acomodéis al mundo presente” (Rm 12, 2).
El
discípulo está llamado a evangelizar, y no a sucumbir a las seducciones de un
mundo pervertido, asimilando sus criterios de equívoca racionalidad, aparente
bondad y atrayente modernidad, travestida de realización humana, cultural y
científica. Así ha presentado desde antiguo el fruto mortal, el “padre de la
mentira” disfrazado de luminosidad (cf. 2Co 11, 14).
Cuando
contemplamos cómo en nuestros días los hombres, los gobiernos y las leyes,
desprecian a la Iglesia y sus más sagrados criterios, podemos pensar que son
muchas las causas de la existencia y de la actuación del “misterio de la
iniquidad”, pero no podemos dejar de preguntarnos acerca de nuestra posible
responsabilidad, en el extravío y alejamiento de los hombres a los que se nos
ha encomendado iluminar y preservar de la corrupción, habiendo sido
constituidos luz y sal para el mundo.
Son las puertas del infierno las que “no prevalecerán” ante la Iglesia, que las combate evangelizando con las armas de la luz suscitadas por el Espíritu, y no, ante una Iglesia, agazapada para tratar de resistir el furibundo embate de un infierno que ha sido ya vencido por la cruz de nuestro Señor Jesucristo.
Que
así sea.
Cielos nuevos y tierra nueva.
“He aquí que
yo creo cielos nuevos y tierra nueva, y no serán mentados los primeros ni
vendrán a la memoria; antes habrá gozo y regocijo por siempre jamás por lo que
voy a crear” (Is 65, 17-18). “Mira que hago nuevas todas las cosas.” (Ap 21,
5). “El que está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo”
(2Co 5, 17).
Somos
“espíritus incorporados” en la materia, que participamos del mundo y también de
la imagen y semejanza divina, por lo que un día seremos sustraídos a la
consumación cósmica, para alcanzar la meta de nuestra predestinación gloriosa
en la eternidad de Dios.
Según
los cosmólogos, después de aquella hipotética explosión inaudita de energía que
produjo el tiempo el espacio y la materia, comenzando así el viaje sideral del
universo, unos trece mil setecientos millones de años antes de que naciéramos,
dispersándose y enfriándose ininterrumpidamente, el universo alcanzará el
límite de su degradación, -anunciadora de lo precario de su esplendor- y una
vez haya perdido todo su potencial en acto, y las estrellas apagándose, hayan
dado paso a sus gigantes rojas, nebulosas planetarias, enanas blancas, enanas
negras, y hasta las últimas partículas de luz y los mismos agujeros negros se
hayan consumido convertidos en radiación, las tinieblas se adueñarán de nuevo
del gélido y profundo abismo, disolviéndose entonces, así mismo, la flecha del
tiempo.
El
exuberante cosmos habrá dado de nuevo paso al estéril, estable e inamovible
caos, y la anomalía temporal de la materia en la que se engendró la vida, habrá
sido completamente inútil, y sin posibilidad alguna de ser recordada, hasta el
punto de poder quedar reducida a la duda absoluta de haber existido. Quizá nosotros
mismos nos encontremos ahora envueltos en la mayor alucinación global jamás
soñada, del existir, según aquel orden calderoniano de pensamiento, por el que
la vida es ilusamente sueño, y los sueños, ilusamente, sueños son, sin
posibilidad alguna de un despertar, más que al no ser.
Concluida,
entonces, su función instrumental de ver gestarse la vida y asistir al prodigio
de su espiritualización, el cosmos, envejecido, se habrá desvanecido, pero
nosotros, únicos supervivientes de la creación, habiendo sido transformados gloriosamente
nuestros cuerpos, seremos asumidos de forma perdurable por la dimensión
celestial.
Pese
a esta deprimente singularidad, no podemos sustraernos a la incuestionable
realidad, de un instante trascendental de inflexión, ineludible, en el que “la
irrupción del espíritu”, sobre la materia viviente, fecundándola de albedrío,
entendimiento y voluntad, la capacitó para su encuentro personal con el Creador,
recibiendo, entonces, la revelación del misterioso “diseño amoroso”, por el que
la creatura una vez raptada del colapso cósmico y trascendiendo del drama
histórico de su libertad, sería conducida al seno de su eterna predestinación
bienaventurada, dando sentido así, a tanta magnificencia y esplendor presente
en lo creado, en cuyo fruto perdurable y glorioso, quiso involucrarse a
perpetuidad el Verbo divino, principio y fin de lo creado.
Nuestro
pretendido orden racional con el que concatenamos ideas, pensamientos, juicios
y acciones, en la construcción de un mundo “civilizado” a nuestro antojo
creatural, en pos de una calidad de vida y estado de bienestar, no deja de ser,
en realidad, sino el intento de un cierto desorden perturbador del orden
natural, finalizado a conducir hacia la nada, lo que de ella procede, por medio
de la “entropía cósmica” (Degradación progresiva
del universo por pérdida de energía), dando preeminencia al orden sobrenatural
de nuestra cimentación en el amor, que procedente de Dios, tiende a alcanzarlo
eternamente.
Nuestro
universo espacio-temporal, como milagrosa y providencial “anomalía de la materia” (Asimetría física inexplicable entre bariones y
antibariones en la bariogénesis, atribuida supuestamente a la variación de la
temperatura originada por la expansión de la energía del universo en sus
instantes iniciales, que dio lugar a la aparición de la materia), no es por tanto “la respuesta”, sino
simplemente el vehículo predestinado por la fecundidad difusiva del supremo
Bien, al que llamamos Dios, luz y Amor, para llevar muchos hijos a su gloria
(cf. Hb 2, 10).
No
es la conquista de este anciano universo lo que nos preocupa, cuanto el
alcanzar para nosotros y para nuestros semejantes, “los cielos nuevos y la
tierra nueva”. En ellos, rescatados del espacio, y el tiempo, y en enaltecida
materia, asumiremos la glorificación de nuestro cuerpo, para la contemplación sempiterna
de Dios, fuente de vida, en compañía de la “multitud inmensa” de los santos,
unidos en el amor, con un solo corazón y una sola alma. Mientras, esperamos dichosos,
la venida de nuestro Redentor, según su promesa, y gemimos en nuestro interior en
espera de su manifestación gloriosa.
Domingo 3º de Pascua A
(Hch 2, 14.22-28; 1P 1, 17-21; Lc 24, 13-35)
Queridos hermanos:
Hoy la palabra nos invita a situarnos
frente al acontecimiento pascual que celebramos en la Eucaristía. Todas las
lecturas nos presentan la glorificación del Señor, pero hemos escuchado que:
“era necesario que el Cristo padeciera estas cosas para entrar así en su
gloria.” ¿Acaso no era su propia gloria; la que tenía junto al Padre antes
que el mundo existiese? ¿Cómo entonces era necesario que padeciera para entrar
en la gloria que le pertenecía? ¿Para quién era necesario? No ciertamente para
él, sino para nosotros; para nuestra justificación y salvación; para que al regresar a su gloria no lo hiciese solo,
sino con todos nosotros como hermanos suyos: “Subo a mi Padre y (ahora) vuestro
padre”.
No es a Israel a quien iba a librar el
Mesías, sino a toda la humanidad, y no, de un poder humano, sino de la
esclavitud al diablo y de la muerte consecuencia del pecado de nuestros padres
que aparece de fondo en esta palabra.
Para llevar a cabo esta salvación,
Cristo hace Pascua por nosotros. Y la pascua de Cristo, de la que brota la vida
para nosotros, se actualiza en la Eucaristía, que es la realidad que nos
presenta esta palabra como viático de camino que a través de Cristo nos une al
Padre, en la comunión que él tenía desde siempre en su gloria. El Antiguo
Testamento fue un tiempo para hambrear la salvación de Dios que ahora podemos
gustar en Cristo, mediante la comunión con Dios y con los hermanos.
Los discípulos de Emaús hacen presente a
Jesús y su Pascua: “Conversaban entre sí sobre todo lo
que había pasado”,
y él, que está allí en medio de ellos, fiel a sus palabras: “donde estén dos
o tres reunidos en mi nombre allí estoy yo”, comienza a manifestárseles,
para constituirlos testigos de su Resurrección.
Esta es la experiencia pascual de la Iglesia: “Estaban
hablando de estas cosas, cuando él se presentó en medio de ellos” (Lc
24, 36).
Dice el Evangelio que “iban dos de ellos; uno, llamado Cleofás”. Debían ciertamente ser al menos dos para testificar, pero ¿por qué uno queda en el anonimato? hay quién afirma que el mismo Lucas era el otro testigo y por eso prefiere mantener incógnito su nombre. También podríamos interpretar este silencio como una invitación del evangelista a incluirnos y encarnar nosotros mismos el rol de testigos en el acontecimiento. “Cuando leemos la Escritura, nosotros somos el texto. No es tanto que el texto hable de nosotros o que nosotros nos encontremos en él, sino que nosotros somos el texto sagrado. Del mismo modo que la finalidad de la música, -como arte de combinar los sonidos con el tiempo-, no es simplemente el ser oída, sino el vivir en nuestro oído; el ser nuestro oído mismo; parte de nuestra alma, así la Palabra, desea hacerse “Uno” en nosotros a través del texto (Cf. Lawrence Kushner, “In questo luogo c´era Dio e io non lo sapevo” p 170.). Por eso, de cada relación personal con la Palabra, nace un nuevo significado en base al sujeto que la estudia, la interpreta, la escucha, la proclama o la anuncia.
Los dos discípulos abandonaban la ciudad.
La tristeza de la incredulidad velaba sus ojos y disolvía los lazos de la
comunión que los congregaba en Jerusalén: “tardos de corazón para creer” les
dirá Jesús.
“Jesús se
acercó a ellos y caminó a su lado; sus ojos estaban como incapacitados para reconocerle”. Los Evangelios
muestran frecuentemente que, Cristo resucitado, no es reconocido cuando
aparece. Lo es en un segundo momento y sólo por algunos. Juan explica este
hecho, con el verbo “manifestarse”. Cristo es reconocido, no cuando aparece,
sino cuando “se manifiesta”. Es por tanto una gracia especial concedida a quién
él quiere, y que suele asociarse a una relación especial de amor a Cristo: Así
sucede en el caso de Juan y de María Magdalena; también en un contexto
litúrgico, como en este pasaje o en el del Cenáculo con los once (cf. Lc 24, 31.36; Jn 20, 16.20).
Podemos saber la conciencia que tenían los de Emaús acerca de Jesús antes de su pasión y de la resurrección, por sus mismas palabras: “Jesús el Nazoreo, profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo; nuestros sumos sacerdotes y magistrados le condenaron a muerte y le crucificaron. Esperábamos que sería él el que iba a librar a Israel. “Los discípulos de Emaús tienen una memoria abstracta de las profecías mesiánicas y de las Escrituras en general y una expectativa concreta del Mesías, desligadas la una de la otra: esperaban que Jesús expulsase a los romanos, al estilo de Judas Macabeo que combatió precisamente en Emaús (1M 4, 3.8ss) y cuyo discurso ante la batalla es claramente mesiánico: «No temáis a esa muchedumbre ni su pujanza os acobarde. Recordad cómo se salvaron nuestros padres en el mar Rojo, cuando el faraón los perseguía con su ejército. Clamemos ahora al Cielo, a ver si tiene piedad de nosotros, si recuerda la alianza de nuestros padres y destruye hoy este ejército a nuestro favor. Entonces reconocerán todas las naciones que hay quien rescata y salva a Israel.» Después del encuentro con Jesús vuelven a Jerusalén con una mentalidad distinta: El encuentro con Cristo resucitado y con la palabra de Jesús, unen en su espíritu pasado, presente y futuro. Esta es la obra del Espíritu Santo en la comunidad cristiana cuando se proclama la palabra” (Nodet, Etienne, Origen hebreo del Cristianismo).
Siempre hemos
escuchado y aceptado que los discípulos de Emaús reconocieron a Jesús “al
partir el pan”, como dice el mismo texto, pero el texto dice también que, Jesús
partió, y les dio el pan. Pero no dice
solamente que entonces le reconocieron, sino que, “entonces, se les abrieron
los ojos”, que son las palabras textuales, las palabras exactas de lo que
les ocurrió a Adán y Eva al comer del fruto del árbol de la ciencia del bien y
del mal, y no sólo al tenerlo en sus manos. Si este: “entonces se les
abrieron los ojos” hace referencia al comer, parece, por tanto coherente pensar,
que también a los de Emaús, “se les abrieron los ojos”, al comer el pan que
Jesús les “iba dando”. Dicho en otras
palabras, al comer el pan sobre el que Cristo pronunció la bendición; es decir,
al comer del fruto del árbol de la vida, ya que: “El que coma de este pan,
vivirá para siempre”. El primer árbol situado al centro del Paraíso, “de
la ciencia del bien y del mal”, abrió los ojos a la muerte como fruto de la
rebeldía, y el segundo árbol, -también al centro del Paraíso-, los abrió a la
vida, ante el signo oblativo de la fe. “Al partir el pan” significa
pues, al participar plenamente del cuerpo de Cristo en la Eucaristía,
sacramento de nuestra fe, más que a la simple contemplación del gesto de la
fracción (cf. Hch 2, 42+).
Por eso, en este pasaje evangélico, se hacen presentes cada una de las partes de la Eucaristía, como si de una catequesis mistagógica se tratara: Ya en la “liturgia de la Palabra”, mientras les “explicaba las Escrituras”, y recibida “la exhortación”, de que “era necesario que el Cristo padeciera eso para entrar así en su gloria”, después de haberse reconocido en el “acto penitencial”, “insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas”, el ardor del corazón les hacía barruntar la presencia de Jesús. La Palabra tiene la capacidad de hacerse presente cuando es proclamada. Puede entrar en el que la escucha y cambiarlo (Nodet, Etienne, Obra citada). Por fin, en la “liturgia eucarística” en que: “sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando, y sobre todo, en la consumación sacramental de “la comunión”, su corazón se abrió al Misterio de la fe. Y ante la fe, ya no es necesario el testimonio de los sentidos; bastan los signos sacramentales, y por eso, en ese momento: “él desapareció de su vista.”.
“¡Es verdad!
¡El Señor ha resucitado!”. Con esta expresión de júbilo, experiencia de
su encuentro sacramental con Cristo, superior a la visión física, los
discípulos regresaron a la comunión con la comunidad en Jerusalén, dieron
testimonio de la resurrección y acogieron la confirmación de los hermanos.
¡Que
así sea también para nosotros en la Eucaristía!
Proclamemos
juntos nuestra fe.
Lunes 2º de Pascua
(Hch 4, 23-31; Jn 3, 1-8)
Queridos hermanos:
La
palabra nos habla hoy de la vida nueva de la fe, como itinerario bautismal en
el que la semilla del Kerigma, y del Reino, se van desarrollando en quien acoge
la predicación, hasta ser dada a luz por el Espíritu. El comienzo de este
itinerario bautismal, se nos presenta hoy en la figura de Nicodemo, que el
Evangelio de Juan va señalando con sus tres fases de adhesión a Cristo, iluminando
todo su ser: el corazón, el alma, y las fuerzas.
En este pasaje de hoy (Jn 3, 1-21), Nicodemo está cerca del Reino, como
aquel escriba del Evangelio (Mc 12, 34). La gracia que está actuando en él, le
hace acercarse a Cristo, y el Señor le muestra el camino a recorrer: «En verdad, en verdad te digo: el que
no nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios; el que no nazca de agua y de
Espíritu no puede entrar en él.»
Nicodemo se acerca a Cristo por primera vez en medio de la oscuridad de la noche,
esto es, todavía sin la luz de la fe, con miedo a ser considerado discípulo, o
sea sin la fortaleza del Espíritu, pero bajo la acción de la gracia, que como
la aurora, comienza a iluminar su mente, aunque sigan divididas en él, las
tendencias de su corazón: sí, y no.
Habrá un su segundo encuentro (Jn 7, 45-52), en el que Nicodemo, como el
ciego de nacimiento, comenzará a arriesgar, poniéndose en evidencia y cuestionando
a los judíos: “¿Acaso nuestra Ley juzga a un hombre
sin haberle antes oído y sin saber lo que hace? Ellos le respondieron: ¿También
tú eres de Galilea? Indaga y verás que de Galilea no sale ningún profeta.” La novedad del “acontecimiento Jesús de Nazaret”, sin la luz del Espíritu,
no consigue penetrar en el corazón de los judíos, mientras en Nicodemo, la fe comienza
a cristalizar, y fortalecido como los apóstoles en la primera lectura, será
capaz de comenzar a afrontar la persecución, cargando con el rechazo del
Consejo de su pueblo. Superada la tentación del corazón, también su alma será
puesta a prueba, cuando su fe llegue a
permear toda su vida.
Este será, pues, su tercer y definitivo encuentro con el Señor (Jn 19, 38-42),
en el que: “Nicodemo
-aquel que anteriormente había ido a verle de noche- fue con una mezcla de
mirra y áloe de unas cien libras.” Su
amor a Cristo le hace servirlo también con sus fuerzas, gastando sus bienes en treinta kilos de perfumes para
honrar su sepultura. Su fe se ha
completado, y está preparado para “ver” la irrupción del Reino de Dios en su
corazón.
Por la fe, y mediante el agua del bautismo, será el Espíritu,
quien moverá la vida del discípulo, llevándolo donde quiere, como al viento, ante
la mirada atónita del mundo que oye su voz, pero no discierne de dónde viene ni
a dónde va, aquel que ha nacido de nuevo, tal como ocurre con Cristo: “¿De dónde le viene a éste esa sabiduría y
esos milagros? ¿De dónde le viene todo eso? ¿No es este el hijo del carpintero?”
El Reino de Dios se hace presente ahora para nosotros en la Eucaristía invitándonos a entrar en él.
Que así sea.
Domingo 2º de Pascua A
(Hch 2, 42-47; 1P 1, 3-9; Jn 20, 19-31)
Queridos hermanos:
La Pascua de Cristo que la Iglesia predica mediante el
anuncio de Jesucristo, consiste en un único acontecimiento: Que Cristo ha sido
crucificado, muerto y sepultado, y ha resucitado. Pero mientras la pasión y
muerte son evidentes a todos, la resurrección no lo es, y debe ser testificada
por los discípulos elegidos por el Señor como testigos, y que los evangelios
presentan de forma distinta, para decir lo mismo: ¡Cristo ha resucitado! ¡Nosotros somos testigos de ello!
Esto se entiende muy bien observando un “caleidoscopio”, en
el que los mismos cristales multicolores que contiene, forman figuras distintas
con cada giro. Así, los evangelios, presentan bajo formas distintas, el acontecimiento
único del misterio pascual que es la resurrección de Cristo. Lo que se dice en
uno, se da por supuesto en otro, etc.
Leemos en un evangelio que el Señor abrió sus inteligencias
para comprender las Escrituras, y en otro se nos dice que les dio el Espíritu
Santo, que es quien las unifica en el corazón del creyente.
Dice el Señor en un evangelio, que serán dichosos los que
crean sin haber visto, y en otro, se nos muestra cómo será esto posible,
diciendo: Id por todo el mundo y anunciad el Evangelio a toda la creación.
En un evangelio, María Magdalena no puede abrazarse a los
pies de Jesús, ella sola, y en otro, en compañía de las otras mujeres puede
hacerlo, porque aparece, entonces, la comunidad, la Iglesia, como esposa de
Cristo.
Juan concluye diciendo que los escritos, presentan apenas
algunas cosas, de las muchas realizadas por el Señor, y están en función de
ayudarnos a creer.
Esta es, pues, una palabra llena de contenido, que después de la aparición a María Magdalena, a Pedro y a los de Emaús, presenta hoy los primeros encuentros de Cristo resucitado con los apóstoles, en los que van a recibir el Espíritu Santo y ser enviados a la misión con el poder de perdonar los pecados.
La
primera lectura nos presenta la vida de la comunidad cristiana unida en el
amor: “con todo el corazón, con toda la mente y con todos sus bienes” y unida a
los apóstoles en la enseñanza, en la liturgia, en la oración en común, y en la
caridad, en espera de la manifestación final de la salvación, que han recibido
por la fe en Cristo, como dice san Pedro en la segunda lectura.
Los
discípulos han sido incorporados a la comunión del Padre y el Hijo en el
Espíritu Santo, recibiendo el don de la paz ratificado tres veces por el Señor,
y la alegría; reciben el envío del Señor, y el “poder” de Cristo para perdonar
los pecados, y a través de la profesión de Tomás, son fortalecidos en una fe
que no necesita apoyarse en los sentidos, sino en el testimonio interior del
Espíritu. En efecto, Tomás ha visto a un hombre y ha confesado a Dios, como
observa san Agustín, cosa que no pueden producir los sentidos sino el corazón
creyente que ha recibido el Espíritu Santo. Las heridas gloriosas de Cristo
sanan las de nuestra incredulidad. Lo
que los discípulos han recibido de la boca del Señor, lo tendrán que transmitir
a quienes sin haberlo visto, creerán en su testimonio y en la predicación, para
que la salvación alcance hasta los confines de la tierra.
La
obra de Cristo en nosotros, comenzando por suscitarnos la fe, darnos vida por
el Espíritu Santo, y trasmitirnos la Paz y la alegría, se completa al
constituirnos después en portadores del amor de Dios en el perdón de los
pecados.
Cristo ha sido enviado por el Padre para testificar su amor y para que a través del Espíritu recibiéramos la vida, nueva para nosotros y eterna en Dios, de comunión en el amor: “Un solo corazón, una sola alma, en los que se comparte todo lo que se es, y todo lo que se posee. Así, visibilizando el amor, testificamos la Verdad de Dios, y el mundo es evangelizado y salvado por el perdón, que la Iglesia administra a través de nosotros a nuestros semejantes.
Proclamemos juntos nuestra fe.
Jueves de la Octava de Pascua
(Hch 3, 11-26; Lc 24, 35-48)
Queridos hermanos:
Hoy la palabra está en continuidad con
la que escuchamos ayer, destaca sobre todo la importancia de la celebración de
la palabra, insistiéndonos en la importancia de poner en común los
acontecimientos proclamando la palabra,
y las vivencias, el eco, de la Pascua en nosotros; las experiencias del “paso” del
Señor entre nosotros, mediante la acción de su Espíritu, fortaleciendo así los
lazos de la comunión entre nosotros. No hay otra actividad que pueda compararse
a la de estar juntos y saborear los efectos concretos de la presencia del Señor
en los hermanos. La experiencia de la Iglesia en este hacer presente las
vivencias del paso del Señor, están registradas en las Escrituras como acabamos
de escuchar: “Estaban hablando de estas cosas, cuando él se presentó en
medio de ellos y les dijo: «La paz con vosotros.»”
Cristo ha muerto y ha resucitado para
que nuestros pecados sean borrados, y la misión de la Iglesia es llevar este
acontecimiento a todos los hombres mediante el testimonio de los discípulos. La
resurrección de Cristo, es buena noticia de salvación que es manifestada en
primer lugar por Cristo mismo a los testigos elegidos por Dios, como vemos en
el Evangelio, salvación que se alcanza mediante la fe. La primera lectura
presenta a Pedro dando testimonio de la resurrección y amaestrando a la gente
con la sabiduría, la ciencia y la inteligencia sobre los acontecimientos, por obra
del Espíritu Santo que le ha sido dado, haciendo una interpretación de la
historia a la luz de la fe.
La resurrección no destruye la
encarnación convirtiendo a Cristo en un mito y disolviendo así el misterio de
la cruz y por tanto el de la Redención. Al contrario, la completa, con el
testimonio de la glorificación de la naturaleza redimida y con la glorificación
de Dios en la plenitud de su obra. Por eso, en Cristo resucitado subsisten,
aunque gloriosas, las llagas de su pasión.
“Sobresaltados y asustados, creían
ver un espíritu. Pero él les dijo: « ¿Por qué os turbáis? ¿Por qué se suscitan
dudas en vuestro corazón? Mirad mis
manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved, que un espíritu no tiene carne
y huesos como veis que yo tengo.»”
La palabra nos habla del miedo de los
discípulos ante la sorpresa de ver aparecer al Señor, miedo que seguramente el
Señor va a tener a bien ahorrarnos a nosotros, esperando, en cambio, nos
conceda la alegría de su Espíritu, aunque nos ocurra como a los discípulos que:
“no acababan de creérselo a causa de la alegría y estaban asombrados”.
Quién no ha dicho alguna vez ante una buena noticia: ¡No me lo puedo creer! Siendo la alegría un fruto del Espíritu, no
pueden achacarse sus dudas a una falta de fe. El gozo que supone el encuentro
con Cristo resucitado, es de unos efectos sobrenaturales tales, que las
potencias del alma se reconocen ajenas a lo que experimentan, y suspenden su
capacidad de afirmar la veracidad de lo que perciben. Las acciones del Señor en
favor nuestro, sobrepasan frecuentemente nuestras pobres expectativas,
llenándonos de sorpresa como le sucedió a Pedro: “Apártate de mí, Señor, que soy un pobre pecador.”
Las
experiencias de los sentidos quedan relegadas a un segundo plano, o incluso se hacen
totalmente insignificantes, en relación a las experiencias sobrenaturales de la
fe, como en el caso de Tomás: «Porque me has visto has creído. Dichosos los
que no han visto y han creído» (Jn 20, 29).
Como en los discípulos de Emaús, el
recuerdo abstracto de las Escrituras que tienen los discípulos, está desligado
del presente, quedando así privadas de la capacidad de actualizarse, iluminando
e integrando los acontecimientos de la historia, con su particular expectativa
acerca del Mesías. Esta será la acción del Espíritu Santo, mediante el cual,
Cristo abre sus inteligencias para comprender las Escrituras. “El Cristo
debía padecer y entrar así en su gloria, y se anunciaría en su nombre la
salvación”. El pasado de las
profecías está unido al presente del acontecimiento pascual y al futuro de la
misión.
Que este sacramento de nuestra fe, nos
conduzca al encuentro con Cristo resucitado, en quién también nuestra cruz es
luminosa y da gloria a Dios.
Que así sea.
Lunes, de la Octava de Pascua
(Hch 2,
14. 22-32 ; Mt 28, 8-15)
Queridos hermanos:
Es muy importante que la Iglesia ya desde
el primer día después de la Resurrección, lo primero que hace a través de la
liturgia es presentarnos su misión: Anunciar el Evangelio, sobre todo con el
testimonio del amor. Recibido el
anuncio de los ángeles, las mujeres son las encargadas de llevarlo a la
Iglesia. Con el anuncio del Evangelio el Señor va formando la comunidad de los
creyentes que es su esposa, a la que le es permitido abrazarse a sus pies.
“Seré en tu boca”, dijo el
Señor a Moisés. Como él, también la Iglesia enviada por Dios al mundo entero,
hará presente al Señor en la predicación, ya desde los comienzos, aun antes de
recibir el Espíritu, que completará su testimonio con su amor mutuo. Los
hombres verán entonces a Dos en la vida y en la boca del enviado: “Yo seré en tu boca, estaré contigo y me
manifestaré.”
Galilea es el lugar donde todo
comienza: El primer encuentro con Cristo, el lugar de la llamada, y de la
promesa de la misión. Allí, la relación con el Señor se ha hecho cercana y
personal; se ha hecho camino, seguimiento en su compañía cada vez más íntimo, a
la escucha de la Palabra. Allí los discípulos han sido amaestrados, y Cristo se
ha dejado conocer por ellos. Allí han comenzado a amarle.
Galilea es también la frontera desde
la que Israel se abre a las naciones «Galilea de los gentiles », y
es el paradigma de la predicación, en la que los discípulos verán a Cristo que
les acompaña y actúa con ellos: “irá delante de vosotros a Galilea; allí le
veréis.” Jesús ha terminado su misión entre las ovejas perdidas de la casa
de Israel, y ahora toca a sus discípulos llamar a los gentiles, pues van a ser
enviados a las naciones. Es la hora de la Iglesia que vemos en la primera
lectura comenzando el testimonio de la predicación: ¡Cristo ha resucitado!
Constituido Señor con poder.
En el Evangelio vemos que el anuncio
del ángel pasa a la Iglesia, como pasó antes a la virgen María. Y tan
irregulares como lo fueron dos mujeres para testificar en Israel, lo será la
Iglesia que se abre a los gentiles. Lo que no fue concedido a María Magdalena
sola, porque abrazarse a los pies era
privativo de la esposa: “no me toques, que todavía no he subido al Padre”,
le es concedido en compañía de las otras mujeres; le es concedido a la comunidad,
a la Iglesia, esposa de Cristo, presente en las mujeres enviadas a testificar
la resurrección a los discípulos: ”Ellas, acercándose, se asieron de sus
pies y le adoraron”.
Cristo mismo confirma a las mujeres a
quienes el amor ha llevado al sepulcro en su busca, en su misión ante los
discípulos: «No temáis. Id, avisad a mis
hermanos que vayan a Galilea; allí me verán.»
Es curioso que el Evangelio nos relate que ya desde el comienzo, la mentira tenga mediante la seducción del dinero sus propios propagadores. Lutero mismo se sorprendía en su momento, de las “alas” con las que se propagaba su rebelión. Cuál, no deberá ser nuestro celo en la misión, habiendo sido constituidos heraldos de la Verdad del amor misericordioso del Padre, en Jesucristo.
Que así sea.
Domingo de Pascua (misa del día)
Hch 10, 34a.37-43; Col 3, 1-4 ó 1Co 5, 6-8; Jn 20,
1-9,
(o el propio de la Vigilia, o en las misas vespertinas: Lc 24, 13-35).
Queridos hermanos:
En este primer día de Pascua, el Evangelio nos
presenta a los dos discípulos grandes amantes del Señor, a los que el amor hace
percibir la presencia del amado anticipándose al testimonio de los sentidos.
María Magdalena es la primera discípula en llegar al sepulcro, y la primera en
ver y anunciar al Señor a los apóstoles; la primera en descubrir la tumba
vacía, y poner en movimiento a los apóstoles. El apóstol Juan, evangelista y
místico teólogo, se nos presenta en su pureza casta, modelo inolvidable para esta
generación tristemente enfangada y descreída, impedida para alzar el vuelo de
la contemplación del Señor resucitado. Ver y creer fue su actitud ante la tumba
vacía, que nos confirma el testimonio interior, que el Espíritu del Hijo daba a
su discípulo amado.
¡Es el Señor! El amor se adelantaba
siempre a la percepción de los sentidos, limitados como están en su pequeño
mundo físico, frente a los horizontes infinitos del espíritu que se abren a
quien ama. Hijo del trueno por su celo, águila por su elevación de miras y de
vuelos; contemplador privilegiado de la gloria y la agonía de Cristo, había
recibido la gracia de acoger a María, la Virgen madre, junto a la cruz de su
hijo, y el hoy considerado apóstol del Asia Menor y confesor invicto, nos
presenta también su sumisión filial, ante la elección recibida por Pedro,
dándole precedencia para el testimonio, no sólo de la resurrección, sino de
todo el misterio de nuestra salvación, como dice la primera lectura.
Pescador de hombres por
designación profética divina, recibió del Señor la promesa de sentarse a juzgar a las doce tribus de Israel. Él,
que pretendió sentarse junto a Cristo en su reino, fue revestido de paciencia
para esperarlo aquí hasta su retorno glorioso, si tal hubiera sido la voluntad
de su maestro.
Cristo ha resucitado y se manifiesta a quienes lo aman, para que su testimonio brote de un corazón vigilante que intuye su presencia, más que de la percepción de los sentidos. Elevemos, por tanto, nuestro corazón a las alturas celestiales para encontrar a Cristo, vida nuestra, como dice la segunda lectura, en espera de su retorno glorioso.
Proclamemos juntos nuestra
fe.
Vigilia Pascual A
Mt 28, 1-10
Queridos hermanos:
A
los que estáis aquí porque buscáis al Señor Jesús el que fue crucificado y
murió, os digo como ha dicho el ángel: «¡No temáis!; ¡no está en el
sepulcro!, ¡ha resucitado, como lo había dicho! Venid, ved el lugar donde
estaba. Y ahora id enseguida a
decir a sus discípulos: Ha resucitado de entre los muertos e irá delante de
vosotros a Galilea; allí le veréis. Ya os lo he dicho.» Cristo mismo a
través de su Espíritu lo testifica a vuestro espíritu: «¡Salve!» «¡No
temáis! Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán.»
No
podemos esconder nuestra alegría ni callar esta noticia; no podemos ignorar
esta misión: «La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os
envío.». «¡No temáis! Id, avisad a mis hermanos; anunciad en el nombre del
Señor la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones,
empezando desde Jerusalén.
«Id
por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y
sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará. Haced discípulos a
todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado.
Si,
queridos hermanos: Encontraremos a Cristo en el anuncio y en el testimonio de
su resurrección. Que nuestro gozo doblegue nuestro miedo, rompa el silencio y
glorifique al Señor. ¡Cristo ha resucitado!
En
Él, tienen perdón nuestros pecados. ¡Alegrémonos, exultemos y démosle gracias!
El testimonio del ángel
pasa a las mujeres y después a los discípulos, aunque Cristo mismo va a
manifestarse personalmente a las mujeres, a los de Emaús, a los once, y a
Pedro. Se ve, que el comunicar la propia experiencia del encuentro con Cristo, a los hermanos
tiene su propia eficacia e importancia. Pensemos en aquello de: “estaban hablando de estas cosas”, que
nos refiere el Evangelio, cuando nos dice que “él se presentó en medio de ellos”. Hacer memoria de Cristo, es más
que recordarlo, como ocurre en el memorial sacramental de su Pascua.
Esta “buena noticia”
viene en primer lugar a confortar a los discípulos, en medio de la crisis que
ha supuesto para ellos la pasión y muerte de su maestro. En segundo lugar,
viene a encaminarlos a Galilea, aunque si tenemos en cuenta que lo van a
encontrar primeramente en Emaús, y en Jerusalén, podemos pensar que “Galilea”,
tenga una significación particular, como decía el Papa Francisco en su homilía
de la Vigilia Pascual del año 2014. Galilea es, en efecto, el lugar donde todo
comienza: El primer encuentro con Cristo, el lugar de la llamada, y de la
promesa de la misión. Allí, la relación con el Señor se ha hecho cercana y
personal; se ha hecho camino, seguimiento en su compañía cada vez más íntimo, a
la escucha de la Palabra. Allí los discípulos han sido amaestrados, y Cristo se
ha dejado conocer por ellos. Allí han comenzado a amarle.
Ahora, después de su
entrega hasta el extremo, resucitado,
victorioso de la muerte, viene a buscarlos de nuevo y se hace su compañero de
camino, pero no para caminar a su lado, sino para hacerlo dentro de ellos por
su Espíritu Santo. Ahora, todo lo hace nuevo: el encuentro, la llamada y el
envío. Ahora, la vida del discípulo se hace testimonio de su presencia en el
amor mutuo, como fruto de su misericordia. También nosotros, alcanzados por el
Señor, tenemos nuestra “Galilea”; el lugar de los primeros amores que viene a
renovar el encuentro con él en la Pascua.
Ante nosotros hay una
multitud que aún no lo conoce. Una “Galilea
de los gentiles” a la que somos enviados, y en la que lo veremos salvando
de la muerte. Que no se interrumpa la cadena que los ángeles iniciaron en el
sepulcro vacío y que la Iglesia sigue transmitiendo generación tras generación,
hasta que venga el Señor, cuando sea completado el número de los hijos de Dios,
“la muchedumbre inmensa que nadie podía
contar”.
Proclamemos juntos
nuestra fe.