San José obrero

 San José obrero

Col 3, 14-15; Mt 13, 54-58

 Queridos hermanos:

           Según una tradición copta, san José que era viudo, tenía los cuatro hijos que menciona hoy el Evangelio: Santiago, José, Simón y Judas, y al desposarse con María, habría aportado a la familia el menor de ellos que era Santiago, todavía niño, y que andando el tiempo llegó a ser uno de los doce apóstoles, por lo que se le conocía como “el hermano del Señor”. La profesión de san José era “tekton”, que traducimos como “carpintero”, aunque era más un experto en construcción, y que entre sus paisanos servía para denominar a un Jesús sencillo y humilde, sin otro título distintivo que le caracterizara personalmente; era simplemente “el hijo del carpintero” como dice el Evangelio.

           No es de extrañar la perplejidad de aquellos lugareños, conciudadanos suyos, que ven de repente al tal Jesús, fungiendo de maestro y profeta, asombrando al mundo con sus palabras y sus obras. Como nos sucede a nosotros, no es fácil de asimilar una elección de tales características, libre y gratuita del Señor que “alza de la basura al pobre para sentarlo entre los príncipes de su pueblo”. Así ha sido a lo largo de la historia con los profetas, como reconoce con tristeza el Señor, aceptando la desconfianza y el desprecio de este pueblo, al que ama entrañablemente, y al que ha venido a salvar, entregándole su vida hasta el extremo, muriendo por él, y por nosotros en una cruz.

           A través de José, el Padre ha querido mostrar la mansedumbre y la humildad en su Hijo, como contrapartida a la soberbia diabólica que mueve al mundo, y  el rechazo a la violencia de los prepotentes. Es el cordero degollado quien vence a la bestia, cuyo furor es ajeno a toda misericordia. Para recorrer los caminos del amor, son necesarias estas cualidades, que hacen posible la sumisión.

           Que así sea.

                                                           www.jesusbayarri.com

 

 

Domingo 4º de Pascua A

 Domingo 4º de Pascua A

(Hch 2, 14.36-41; 1P 2, 20-25; Jn 10, 1-10

 Queridos hermanos:

           Ante la dispersión provocada por el pecado, que destruye la comunión del hombre con Dios y con los demás hombres, Dios que es amor, comienza por mediación de su Hijo, la construcción de un nuevo “redil” en el que sean reunidos de nuevo en el Paraíso del amor, del que fueron expulsados. Dios mismo los buscará, los conducirá y los apacentará.

          Hoy la palabra nos invita a reflexionar en la centralidad absoluta de Cristo en la historia, y a darnos cuenta de que sólo cuando esta centralidad de Cristo se realice en nuestra vida, quedará resuelta nuestra problemática personal. A hacer esto posible, va encaminada su obra redentora, en la que hoy se nos presenta como pastor y puerta, para guiarnos e introducirnos a la Iglesia, ámbito de la comunión entre todos los hombres, y con el Padre, que se alcanza mediante la fe en él.

          Esta fe, adquiere expresiones distintas, según las distintas definiciones con las que se revela a sí mismo iluminándonos, como las siete lámparas del candelabro que está ante la presencia de Dios (Ap 1, 12s): Yo soy el pan de la vida; la luz verdadera; el camino, la verdad y la vida; la resurrección; la vid verdadera; la puerta y el buen pastor. Creer en Cristo, Pan, será: Comer la carne del Hijo del hombre; creer en Cristo, Luz, será: Ver al Hijo; creer en Cristo, Camino, Verdad, y Vida, será: Ir a Cristo; creer en Cristo Resurrección, será: Entrar con él en la muerte; creer en Cristo, Vid, será: Beber su sangre; creer en Cristo, Puerta, será: Entrar por él, y creer en Cristo, Buen Pastor, será: Conocer su voz, escucharla, y seguirle, como hemos escuchado en el Evangelio. El fruto de esta fe será siempre el mismo: Vida, y Vida eterna.

          Dios ha abierto una puerta para que los hombres puedan salir de la cárcel de la muerte, a la vida, y esta puerta es Cristo, cuya llave tiene forma de cruz, de humillación, y de pasión. Como dice San Pedro: “No hay otro nombre dado a los hombres en el que podamos ser salvos.” El Verbo mismo, ha entrado por la puerta de nuestra carne que el Padre le ha presentado, y aunque su carne pudiese preferir otra distinta, de éxito, y de aceptación para salvar al mundo, ha tomado la cruz, en lugar de haber nacido de estirpe real o de casta sacerdotal. Cristo entró por la puerta de la voluntad del Padre. Fue fiel a la imagen del Cristo que el Padre había modelado, y así se ha hecho puerta para nosotros.

          Cuantos han pretendido traer salvación antes y después de Cristo anunciándose a sí mismos, eran ladrones y bandidos. No así los profetas, que no han dado testimonio de sí mismos sino de Cristo, como Juan Bautista.

          Todo este discurso gira en torno al amor que procede del Padre y que entrega a su Hijo, y de Cristo que le obedece y lo hace visible en su cuerpo que se entrega. Este amor se manifiesta después en la comunión de las ovejas y en su testimonio ante el mundo. La ausencia de este amor en forma de cruz, es lo que desenmascara al falso pastor que, sólo busca destruir al rebaño con sus propuestas halagüeñas para evitar la cruz, y que son falsas.

          Cristo, para introducir a las ovejas en el redil de la vida, entra en la muerte por la puerta del Amor crucificado, y se constituye a sí mismo en puerta abierta; después llama a las ovejas con su palabra, las saca de la dispersión de la muerte, y las conduce en comunión a los pastos de la vida.

          Para salir de la muerte hay que conocer y escuchar la voz del pastor, seguirle, y entrar por Cristo; por la puerta de la fe, a través del bautismo y mediante la conversión. Cada oveja recibe así el Espíritu Santo, su vida, y su nombre en Cristo. La muerte no tiene ya poder sobre ellas y pueden entrar y salir por la puerta de la cruz (cf. 1P 2, 20) sin que las dañe la muerte. Pueden creer y amar, siguiendo las huellas de Cristo, y ser apacentadas en los pastos abundantes de la vida eterna, en un rebaño a salvo del lobo.

          En esta eucaristía, el Señor nos apacienta con su palabra y nos da su cuerpo y sangre como alimento de vida eterna.

           Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                                     www.jesusbayarri.com

Sábado 3º de Pascua

 Sábado 3º de Pascua  

(Hch 9, 31-42; Jn 6, 61-70)

 Queridos hermanos:

           Hemos contemplado en estos días el discurso del “Pan de Vida”, y hoy el Evangelio antes de darnos la respuesta de la fe a esta palabra por boca de los apóstoles, nos pone delante la resonancia a este discurso por parte de sus oyentes, entre los que ahora estamos también nosotros: “Los judíos murmuraban de él.” “Muchos de sus discípulos decían: Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?” No parece que haya sido un discurso muy bien acogido.

          El Señor está formando a sus discípulos para consolidarlos en la fe, pues sabe que se acerca el escándalo de la cruz. Él sabe lo que hay en el corazón de cada uno, y por eso los va preparando, para que se conozcan a sí mismos y salgan fuera sus intenciones más profundas: “Yo te llevé al desierto, para que conocieras lo que había en tu corazón; si ibas o no a guardar mis preceptos” (cf. Dt 8, 2). Se lo dice abiertamente: «¿No os he elegido yo a vosotros, los Doce? Y uno de vosotros es un diablo (Jn 6, 70).»  Por eso les dirá después: “Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas”.

          La fe debe ser probada. Deja que muchos discípulos se vayan y hasta dice a los doce: “¿También vosotros queréis marcharos?”. Si su fe no ha madurado, si el Padre no les testifica en su corazón mediante su Espíritu, de forma que puedan trascender su razón y captar el espíritu de sus palabras, ¿qué ocurrirá cuando llegue la cruz? ¿Cómo pudo Abrahán superar el escándalo de aquellas palabras: «Toma a tu hijo, a tu único, al que amas, a Isaac, vete al país de Moria y ofrécelo allí en holocausto en uno de los montes, el que yo te diga (Ge 22, 2)?»

          Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida.” La fe de los discípulos debe ser probada como fue probada la de Abrahán, y como fue probada la de Israel en el desierto. Lo hemos escuchado de la boca de Jesús en el Evangelio: « hay entre vosotros algunos que no creen.»

          La fe debe ser capaz de superar las pruebas de Cristo y las que nos propone cada día la vida, para no sucumbir en el momento de la tentación y que no se desvirtúe el testimonio a que estamos llamados. Sólo la fe es capaz de trascender la carne, los límites de la razón, y pasar al espíritu que da vida: ¿Qué pasará si no, cuando aparezca la cruz? ¿En qué será capaz de apoyarse la razón? Dice Jesús: “¿Esto os escandaliza? ¿Y cuándo veáis al Hijo del hombre subir adonde estaba antes?”.

          Por la fe, la razón se apoya en la palabra de Cristo: «Señor,  ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna», hasta que alcancemos la respuesta final; la confesión de la fe que dan los apóstoles en el Evangelio: “nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios”. Dice San Agustín comentando esta palabra, que efectivamente, primero se cree y después se conoce. La fe da una certeza de conocimiento, que la razón, limitada como es, no puede alcanzar por sí sola, aunque la fe no medra en las cenizas de la razón, como dice V. Messori.

          También hoy la Eucaristía nos invita a decir ¡amén! A confesar a Cristo superando la duda a que esté sometida hoy nuestra razón y a comulgar con este “sacramento de nuestra fe”, que nos sitúa ante el Gran misterio respecto a Cristo y la Iglesia.  Pan que es cuerpo de Cristo; vino que es su sangre. Alimento de vida eterna.

           Que así sea.

                                       www.jesusbayarri.com

Viernes 3º de Pascua

 Viernes 3º de Pascua

(Hch 9, 1-20; Jn 6, 53-58)

 Queridos hermanos:

           A través del Evangelio según san Juan llevamos algunos días recorriendo el discurso del Pan de Vida, que comenzaba haciéndonos ver que nuestra adhesión a Cristo estaba muy contaminada con las exigencias de la carne, y era necesario ir purificándola de lo que tiene de terrena, para hacerla elevarse al cielo de la fe.

          Dice el señor: “mis palabras son espíritu y vida, la carne no sirve para nada. No habla para satisfacer la carne sino el espíritu.

          Sólo la fe, es capaz de resistir ante este lenguaje, porque se apoya en quien habla aunque no comprenda lo que escucha. Jesús ha dicho: “Mis palabras son espíritu y son vida”. Un judío ni siquiera puede comer sangre de animales, cuánto menos de una persona. Sólo la confianza y el abandono total en quien habla, fruto de la fe, pueden soportarlo, y trascender la propia razón.

          En la Escritura, la vida está unida a la sangre y por eso pertenece a Dios, y el hombre no puede derramarla ni apropiársela. Sólo si se acepta que Cristo es Dios, la mente puede trascenderse y puede aceptar, sin comprender, su invitación a beber su sangre. Beber sangre equivaldría a beber vida. La invitación a beber la sangre divina de Cristo en este caso, lo es a la Vida eterna.

          Carne y sangre, hacen referencia al cuerpo, y Cristo a través de la Escritura (cf. Hb 10, 5-7) dice: “me has formado un cuerpo para hacer, oh Dios,  tu voluntad”. Comulgar con el cuerpo de Cristo es por tanto, hacerlo con la voluntad de Dios, que le lleva a entregarse a la muerte por la salvación del mundo haciéndonos un espíritu con él. Este es el pan sustancial que no perece (Jn 6, 27), del que Cristo mismo se alimenta: “mi comida es hacer la voluntad (amorosa y salvadora) de aquel que me ha enviado” (cf. Jn 4, 34). El que hace la voluntad de Dios permanece en él, que no muere, y aunque guste la muerte, no morirá para siempre; vivirá. La vida del Padre que está en Cristo porque permanece en él, está en el discípulo que permanece en Cristo, dándole  Vida eterna.

          Cuando en la Eucaristía decimos ¡amén! a comer la carne de Cristo y a beber su sangre, estamos aceptando que la voluntad de Dios se cumpla en nosotros, por la que ha enviado a Cristo a entregarse por todos los hombres. San Pablo dice que se debe discernir lo que se come y bebe, refiriéndose a la Eucaristía. Este discernimiento es posible por la fe, y por eso, hemos visto en la primera lectura que san Pablo debe someterse al bautismo, el sello de la fe, para poder incorporarse, formar parte del cuerpo de Cristo, al que también nosotros nos unimos en la Eucaristía.

          Cuando Cristo habla de vida eterna, dice, que quien la tenga, resucitará el último día, y por tanto habrá tenido que pasar antes por la muerte, que es la puerta de entrada a la resurrección, pero no permanecerá en la muerte. Vivirá para siempre.

          Si comer la carne de Cristo es vivir en él, somos saciados; si es vivir él en nosotros, se entrega por el mundo en nuestra entrega. Esta participación en la muerte de Cristo, en su “carne”, lleva también consigo nuestra participación en su resurrección. Por eso dice Cristo, que sólo así, se tiene vida en sí mismo y garantía de resurrección en el último día. Su alimento no perece, sino que salta a la vida eterna, donde sólo el amor, que es Dios, subsistirá.

           Que así sea en nosotros. 

                                                           www.jesusbayarri.com

Miércoles 3º de Pascua

 Miércoles 3º de Pascua

(Hch 8, 1-8; Jn 6, 35-40)

Queridos hermanos: 

          Después de las primeras apariciones y de los primeros testimonios de la Resurrección, el anuncio del Evangelio y la Iglesia misma, desbordan el ámbito de Jerusalén y se extienden hasta los confines de la tierra, bajo el signo de la cruz, por obra y gracia de la persecución.

Hoy en el Evangelio, Cristo se nos presenta como el pan enviado por Dios, que no cae como el maná, sino que se encarna para dar vida. No sólo es un pan que viene de Dios, sino un pan en el que Dios mismo se da como alimento.»    

Pero este pan de Dios, los judíos no lo han visto caer del cielo, sino surgir de la tierra: «¿No es éste Jesús, el hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: He bajado del cielo?»  Murmuran porque no entienden eso de nacer de lo alto, nacer del Espíritu, y no están dispuestos a aceptar la encarnación de Dios, en un hombre, en un galileo, en un laico, en un irregular, si ni siquiera han podido aceptar nunca el envío profético. Para nosotros, para nuestra generación, no es menor la dificultad ante la encarnación: “Cristo sí, la Iglesia no”, dicen muchos; la Iglesia sí, los curas no; los curas sí, los laicos no. De hecho la mayor parte de las herejías han surgido en torno a la Encarnación. Por eso dice Jesús que el problema consiste en “ver al Hijo” de Dios, en el hijo del carpintero; discernir en Jesús de Nazaret la presencia de Dios, cosa que sólo el Padre puede revelar, “dando” a  Pedro a Cristo: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.” También nosotros mediante la revelación de esta fe, somos “dados” a Cristo, podemos “ir” a Cristo, creer en él, tener vida eterna y ser resucitados el último día.

  Pero hemos escuchado a Cristo que dice: «Todo lo que me dé el Padre vendrá a mí. Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae;»  El Padre nos atrae hacia Cristo, nos ofrece a Cristo con el don de nuestra fe, pero lo hace con lazos de amor, de libertad, y no de constricción, a los cuales debe responder el libre albedrío de nuestro amor, creyendo; yendo a Cristo. Nuestro corazón debe querer ser atraído hacia Cristo, y aceptar su gracia con el obsequio de nuestra mente y nuestra voluntad, y el Padre que ve los deseos de nuestro corazón, nos lo concederá como dice el salmo: “Sea el Señor tu delicia y él te dará lo que pide tu corazón” (Sal 36,4). «Porque esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna y que yo le resucite el último día.»

Hoy somos invitados por la Eucaristía a entrar en comunión con la carne de Cristo haciéndonos un solo espíritu con él, que se entrega por la vida del mundo. 

Que así sea.

                                                 www.jesusbayarri.com

San Isidoro

 San Isidoro

1Co 2, 1-10; Mt 5, 13-16

 Queridos hermanos:

           Celebramos hoy la fiesta de san Isidoro, obispo de Sevilla y doctor de la iglesia, que vivió en la época visigoda y destacó por sus escritos, de gran importancia para el conocimiento de la cultura antigua, recopilada por él.

          El Evangelio nos presenta al discípulo, nueva creación que el Padre realiza en el hombre por el Espíritu Santo a través de su Palabra y mediante la fe, que Cristo denomina “sal” y “luz”, para mostrar el cometido para el que es asociado a la obra salvadora de la voluntad del Padre. Como la sal, el discípulo está llamado a ser signo de estabilidad, de durabilidad, de fidelidad, y de incorruptibilidad, cualidades que se buscan siempre en cualquier pacto humano.

          El culto espiritual del discípulo, debe sazonarse con la sal, de su fidelidad al amor con el que ha sido convocado por Dios gratuitamente a su presencia: La entrega transformadora de la sal, por la que el discípulo se ha de ejercitar en el amor  recibido gratuitamente, precede en el discípulo a su respuesta. La sal es un don aceptado que implica fidelidad.

          La necesidad de estas cualidades viene iluminada por la sentencia del Evangelio que anuncia el “fuego” como condimento universal de toda existencia; todos han de ser acrisolados en el sufrimiento. Frente al ardor que debe enfrentar toda alteridad, la sal como capacidad de sufrimiento y de perdón, es refrigerio de paz.

          El Señor ha encendido también en el discípulo la luz de su amor, sacándolo de las tinieblas, y de los lazos de la muerte, y le ha dado la misión de mantenerla encendida y visible en el lugar eminente de la cruz, donde él la ha colocado en su Iglesia, y de llevarla hasta los confines del orbe para que el mundo reciba la vida que a él le ha resucitado y por el conocimiento del temor de Dios, pueda ser librado de los lazos de la muerte.

          Esta es la voluntad y la gloria del Padre: Que los discípulos demos el fruto abundante de iluminar a los hombres el conocimiento de su amor, que brilla en el rostro de Cristo y de consolidarlos en la perseverancia de su salvación.

          Pretender armonizar esta vocación y esta elección que conllevan una transformación ontológica semejante y una consagración existencial de estas características, con la vieja realidad mundana sumida en tinieblas y corrupción, será la tentación a la que los discípulos y la Iglesia misma tendrá que enfrentarse constantemente, de la que san Pablo  previene a los fieles de Roma diciéndoles: “no os acomodéis al mundo presente” (Rm 12, 2).

          El discípulo está llamado a evangelizar, y no a sucumbir a las seducciones de un mundo pervertido, asimilando sus criterios de equívoca racionalidad, aparente bondad y atrayente modernidad, travestida de realización humana, cultural y científica. Así ha presentado desde antiguo el fruto mortal, el “padre de la mentira” disfrazado de luminosidad (cf. 2Co 11, 14).  

          Cuando contemplamos cómo en nuestros días los hombres, los gobiernos y las leyes, desprecian a la Iglesia y sus más sagrados criterios, podemos pensar que son muchas las causas de la existencia y de la actuación del “misterio de la iniquidad”, pero no podemos dejar de preguntarnos acerca de nuestra posible responsabilidad, en el extravío y alejamiento de los hombres a los que se nos ha encomendado iluminar y preservar de la corrupción, habiendo sido constituidos luz y sal para el mundo.

          Son las puertas del infierno las que “no prevalecerán” ante la Iglesia, que las combate evangelizando con las armas de la luz suscitadas por el Espíritu, y no, ante una Iglesia, agazapada para tratar de resistir el furibundo embate de un infierno que ha sido ya vencido por la cruz de nuestro Señor Jesucristo. 

          Que así sea.

                                       www.jesusbayarri.com

 

 

Cielos nuevos y tierra nueva

 Cielos nuevos y tierra nueva.

 

 

          “He aquí que yo creo cielos nuevos y tierra nueva, y no serán mentados los primeros ni vendrán a la memoria; antes habrá gozo y regocijo por siempre jamás por lo que voy a crear” (Is 65, 17-18). “Mira que hago nuevas todas las cosas.” (Ap 21, 5). “El que está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo” (2Co 5, 17).

 

          Somos “espíritus incorporados” en la materia, que participamos del mundo y también de la imagen y semejanza divina, por lo que un día seremos sustraídos a la consumación cósmica, para alcanzar la meta de nuestra predestinación gloriosa en la eternidad de Dios.

          Según los cosmólogos, después de aquella hipotética explosión inaudita de energía que produjo el tiempo el espacio y la materia, comenzando así el viaje sideral del universo, unos trece mil setecientos millones de años antes de que naciéramos, dispersándose y enfriándose ininterrumpidamente, el universo alcanzará el límite de su degradación, -anunciadora de lo precario de su esplendor- y una vez haya perdido todo su potencial en acto, y las estrellas apagándose, hayan dado paso a sus gigantes rojas, nebulosas planetarias, enanas blancas, enanas negras, y hasta las últimas partículas de luz y los mismos agujeros negros se hayan consumido convertidos en radiación, las tinieblas se adueñarán de nuevo del gélido y profundo abismo, disolviéndose entonces, así mismo, la flecha del tiempo.

          El exuberante cosmos habrá dado de nuevo paso al estéril, estable e inamovible caos, y la anomalía temporal de la materia en la que se engendró la vida, habrá sido completamente inútil, y sin posibilidad alguna de ser recordada, hasta el punto de poder quedar reducida a la duda absoluta de haber existido. Quizá nosotros mismos nos encontremos ahora envueltos en la mayor alucinación global jamás soñada, del existir, según aquel orden calderoniano de pensamiento, por el que la vida es ilusamente sueño, y los sueños, ilusamente, sueños son, sin posibilidad alguna de un despertar, más que al no ser.

          Concluida, entonces, su función instrumental de ver gestarse la vida y asistir al prodigio de su espiritualización, el cosmos, envejecido, se habrá desvanecido, pero nosotros, únicos supervivientes de la creación, habiendo sido transformados gloriosamente nuestros cuerpos, seremos asumidos de forma perdurable por la dimensión celestial.

          Pese a esta deprimente singularidad, no podemos sustraernos a la incuestionable realidad, de un instante trascendental de inflexión, ineludible, en el que “la irrupción del espíritu”, sobre la materia viviente, fecundándola de albedrío, entendimiento y voluntad, la capacitó para su encuentro personal con el Creador, recibiendo, entonces, la revelación del misterioso “diseño amoroso”, por el que la creatura una vez raptada del colapso cósmico y trascendiendo del drama histórico de su libertad, sería conducida al seno de su eterna predestinación bienaventurada, dando sentido así, a tanta magnificencia y esplendor presente en lo creado, en cuyo fruto perdurable y glorioso, quiso involucrarse a perpetuidad el Verbo divino, principio y fin de lo creado. 

          Nuestro pretendido orden racional con el que concatenamos ideas, pensamientos, juicios y acciones, en la construcción de un mundo “civilizado” a nuestro antojo creatural, en pos de una calidad de vida y estado de bienestar, no deja de ser, en realidad, sino el intento de un cierto desorden perturbador del orden natural, finalizado a conducir hacia la nada, lo que de ella procede, por medio de la “entropía cósmica” (Degradación progresiva del universo por pérdida de energía), dando preeminencia al orden sobrenatural de nuestra cimentación en el amor, que procedente de Dios, tiende a alcanzarlo eternamente.

          Nuestro universo espacio-temporal, como milagrosa y providencial “anomalía de la materia” (Asimetría física inexplicable entre bariones y antibariones en la bariogénesis, atribuida supuestamente a la variación de la temperatura originada por la expansión de la energía del universo en sus instantes iniciales, que dio lugar a la aparición de la materia), no es por tanto “la respuesta”, sino simplemente el vehículo predestinado por la fecundidad difusiva del supremo Bien, al que llamamos Dios, luz y Amor, para llevar muchos hijos a su gloria (cf. Hb 2, 10).

          No es la conquista de este anciano universo lo que nos preocupa, cuanto el alcanzar para nosotros y para nuestros semejantes, “los cielos nuevos y la tierra nueva”. En ellos, rescatados del espacio, y el tiempo, y en enaltecida materia, asumiremos la glorificación de nuestro cuerpo, para la contemplación sempiterna de Dios, fuente de vida, en compañía de la “multitud inmensa” de los santos, unidos en el amor, con un solo corazón y una sola alma. Mientras, esperamos dichosos, la venida de nuestro Redentor, según su promesa, y gemimos en nuestro interior en espera de su manifestación gloriosa.

                                                 www.jesusbayarri.com

Domingo 3º de Pascua A

 Domingo 3º de Pascua A  

(Hch 2, 14.22-28; 1P 1, 17-21; Lc 24, 13-35)

Queridos hermanos: 

          Hoy la palabra nos invita a situarnos frente al acontecimiento pascual que celebramos en la Eucaristía. Todas las lecturas nos presentan la glorificación del Señor, pero hemos escuchado que: “era necesario que el Cristo padeciera estas cosas para entrar así en su gloria.” ¿Acaso no era su propia gloria; la que tenía junto al Padre antes que el mundo existiese? ¿Cómo entonces era necesario que padeciera para entrar en la gloria que le pertenecía? ¿Para quién era necesario? No ciertamente para él, sino para nosotros; para nuestra justificación y salvación; para que al regresar a su gloria no lo hiciese solo, sino con todos nosotros como hermanos suyos: “Subo a mi Padre y (ahora) vuestro padre”.

          No es a Israel a quien iba a librar el Mesías, sino a toda la humanidad, y no, de un poder humano, sino de la esclavitud al diablo y de la muerte consecuencia del pecado de nuestros padres que aparece de fondo en esta palabra.

          Para llevar a cabo esta salvación, Cristo hace Pascua por nosotros. Y la pascua de Cristo, de la que brota la vida para nosotros, se actualiza en la Eucaristía, que es la realidad que nos presenta esta palabra como viático de camino que a través de Cristo nos une al Padre, en la comunión que él tenía desde siempre en su gloria. El Antiguo Testamento fue un tiempo para hambrear la salvación de Dios que ahora podemos gustar en Cristo, mediante la comunión con Dios y con los hermanos.

Los discípulos de Emaús hacen presente a Jesús y su Pascua: Conversaban entre sí sobre todo lo que había pasado”, y él, que está allí en medio de ellos, fiel a sus palabras: “donde estén dos o tres reunidos en mi nombre allí estoy yo”, comienza a manifestárseles, para constituirlos testigos de su Resurrección.  Esta es la experiencia pascual de la Iglesia: Estaban hablando de estas cosas, cuando él se presentó en medio de ellos” (Lc 24, 36).  

          Dice el Evangelio que “iban dos de ellos; uno, llamado Cleofás”. Debían ciertamente ser al menos dos para testificar, pero ¿por qué uno queda en el anonimato? hay quién afirma que el mismo Lucas era el otro testigo y por eso prefiere mantener incógnito su nombre. También podríamos interpretar este silencio como una invitación del evangelista a incluirnos y encarnar nosotros mismos el rol de testigos en el acontecimiento. “Cuando leemos la Escritura, nosotros somos el texto. No es tanto que el texto hable de nosotros o que nosotros nos encontremos en él, sino que nosotros somos el texto sagrado. Del mismo modo que la finalidad de la música, -como arte de combinar los sonidos con el tiempo-, no es simplemente el ser oída, sino el vivir en nuestro oído; el ser nuestro oído mismo; parte de nuestra alma, así la Palabra, desea hacerse “Uno” en nosotros a través del texto (Cf. Lawrence Kushner, “In questo luogo c´era Dio e io non lo sapevo” p 170.)Por eso, de cada relación personal con la Palabra, nace un nuevo significado en base al sujeto que la estudia, la interpreta, la escucha, la proclama o la anuncia.

          Los dos discípulos abandonaban la ciudad. La tristeza de la incredulidad velaba sus ojos y disolvía los lazos de la comunión que los congregaba en Jerusalén: “tardos de corazón para creer” les dirá Jesús.

“Jesús se acercó a ellos y caminó a su lado; sus ojos estaban como incapacitados para reconocerle”. Los Evangelios muestran frecuentemente que, Cristo resucitado, no es reconocido cuando aparece. Lo es en un segundo momento y sólo por algunos. Juan explica este hecho, con el verbo “manifestarse”. Cristo es reconocido, no cuando aparece, sino cuando “se manifiesta”. Es por tanto una gracia especial concedida a quién él quiere, y que suele asociarse a una relación especial de amor a Cristo: Así sucede en el caso de Juan y de María Magdalena; también en un contexto litúrgico, como en este pasaje o en el del Cenáculo con los once (cf. Lc 24, 31.36; Jn 20, 16.20).

Podemos saber la conciencia que tenían los de Emaús acerca de Jesús antes de su pasión y de la resurrección, por sus mismas palabras: “Jesús el Nazoreo, profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo; nuestros sumos sacerdotes y magistrados le condenaron a muerte y le crucificaron. Esperábamos que sería él el que iba a librar a Israel. “Los discípulos de Emaús tienen una memoria abstracta de las profecías mesiánicas y de las Escrituras en general y una expectativa concreta del Mesías, desligadas la una de la otra: esperaban que Jesús expulsase a los romanos, al estilo de Judas Macabeo que combatió precisamente en Emaús (1M 4, 3.8ss) y cuyo discurso ante la batalla es claramente mesiánico: «No temáis a esa muchedumbre ni su pujanza os acobarde. Recordad cómo se salvaron nuestros padres en el mar Rojo, cuando el faraón los perseguía con su ejército. Clamemos ahora al Cielo, a ver si tiene piedad de nosotros, si recuerda la alianza de nuestros padres y destruye hoy este ejército a nuestro favor. Entonces reconocerán todas las naciones que hay quien rescata y salva a Israel.» Después del encuentro con Jesús vuelven a Jerusalén con una mentalidad distinta: El encuentro con Cristo resucitado y con la palabra de Jesús, unen en su espíritu pasado, presente y futuro. Esta es la obra del Espíritu Santo en la comunidad cristiana cuando se proclama la palabra” (Nodet,  Etienne, Origen hebreo del Cristianismo)

Siempre hemos escuchado y aceptado que los discípulos de Emaús reconocieron a Jesús “al partir el pan”, como dice el mismo texto, pero el texto dice también que, Jesús partió, y les dio el pan.  Pero no dice solamente que entonces le reconocieron, sino que, “entonces, se les abrieron los ojos”, que son las palabras textuales, las palabras exactas de lo que les ocurrió a Adán y Eva al comer del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, y no sólo al tenerlo en sus manos. Si este: “entonces se les abrieron los ojos” hace referencia al comer, parece, por tanto coherente pensar, que también a los de Emaús, “se les abrieron los ojos”, al comer el pan que Jesús les “iba dando”. Dicho en otras palabras, al comer el pan sobre el que Cristo pronunció la bendición; es decir, al comer del fruto del árbol de la vida, ya que: “El que coma de este pan, vivirá para siempre”. El primer árbol situado al centro del Paraíso, “de la ciencia del bien y del mal”, abrió los ojos a la muerte como fruto de la rebeldía, y el segundo árbol, -también al centro del Paraíso-, los abrió a la vida, ante el signo oblativo de la fe. “Al partir el pan” significa pues, al participar plenamente del cuerpo de Cristo en la Eucaristía, sacramento de nuestra fe, más que a la simple contemplación del gesto de la fracción (cf. Hch 2, 42+).

Por eso, en este pasaje evangélico, se hacen presentes cada una de las partes de la Eucaristía, como si de una catequesis mistagógica se tratara: Ya en la “liturgia de la Palabra”, mientras les “explicaba las Escrituras”, y recibida “la exhortación”, de que “era necesario que el Cristo padeciera eso para entrar así en su gloria”, después de haberse reconocido en el “acto penitencial”, “insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas”, el ardor del corazón les hacía barruntar la presencia de Jesús. La Palabra tiene la capacidad de hacerse presente cuando es proclamada. Puede entrar en el que la escucha y cambiarlo (Nodet,  Etienne, Obra citada).  Por fin, en la “liturgia eucarística” en que: “sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando, y sobre todo, en la consumación sacramental de “la comunión”, su corazón se abrió al Misterio de la fe. Y ante la fe, ya no es necesario el testimonio de los sentidos; bastan los signos sacramentales, y por eso, en ese momento: “él desapareció de su vista.”.

“¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado!”. Con esta expresión de júbilo, experiencia de su encuentro sacramental con Cristo, superior a la visión física, los discípulos regresaron a la comunión con la comunidad en Jerusalén, dieron testimonio de la resurrección y acogieron la confirmación de los hermanos.

          ¡Que así sea también para nosotros en la Eucaristía!

 

Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                           www.jesusbayarri.com


Lunes 2º de Pascua

 Lunes 2º de Pascua

(Hch 4, 23-31; Jn 3, 1-8) 

Queridos hermanos: 

La palabra nos habla hoy de la vida nueva de la fe, como itinerario bautismal en el que la semilla del Kerigma, y del Reino, se van desarrollando en quien acoge la predicación, hasta ser dada a luz por el Espíritu. El comienzo de este itinerario bautismal, se nos presenta hoy en la figura de Nicodemo, que el Evangelio de Juan va señalando con sus tres fases de adhesión a Cristo, iluminando todo su ser: el corazón, el alma, y las fuerzas.

En este pasaje de hoy (Jn 3, 1-21), Nicodemo está cerca del Reino, como aquel escriba del Evangelio (Mc 12, 34). La gracia que está actuando en él, le hace acercarse a Cristo, y el Señor le muestra el camino a recorrer: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios; el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en él.»

Nicodemo se acerca a Cristo por primera vez en medio de la oscuridad de la noche, esto es, todavía sin la luz de la fe, con miedo a ser considerado discípulo, o sea sin la fortaleza del Espíritu, pero bajo la acción de la gracia, que como la aurora, comienza a iluminar su mente, aunque sigan divididas en él, las tendencias de su corazón: sí, y no.

Habrá un su segundo encuentro (Jn 7, 45-52), en el que Nicodemo, como el ciego de nacimiento, comenzará a arriesgar, poniéndose en evidencia y cuestionando a los judíos: ¿Acaso nuestra Ley juzga a un hombre sin haberle antes oído y sin saber lo que hace? Ellos le respondieron: ¿También tú eres de Galilea? Indaga y verás que de Galilea no sale ningún profeta.” La novedad del “acontecimiento Jesús de Nazaret”, sin la luz del Espíritu, no consigue penetrar en el corazón de los judíos, mientras en Nicodemo, la fe comienza a cristalizar, y fortalecido como los apóstoles en la primera lectura, será capaz de comenzar a afrontar la persecución, cargando con el rechazo del Consejo de su pueblo. Superada la tentación del corazón, también su alma será puesta a prueba, cuando su fe llegue a permear toda su vida.

Este será, pues, su tercer y definitivo encuentro con el Señor (Jn 19, 38-42), en el que: “Nicodemo -aquel que anteriormente había ido a verle de noche- fue con una mezcla de mirra y áloe de unas cien libras.” Su amor a Cristo le hace servirlo también con sus fuerzas, gastando sus bienes en treinta kilos de perfumes para honrar su sepultura. Su fe se ha completado, y está preparado para “ver” la irrupción del Reino de Dios en su corazón.

          Por la fe, y mediante el agua del bautismo, será el Espíritu, quien moverá la vida del discípulo, llevándolo donde quiere, como al viento, ante la mirada atónita del mundo que oye su voz, pero no discierne de dónde viene ni a dónde va, aquel que ha nacido de nuevo, tal como ocurre con Cristo: “¿De dónde le viene a éste esa sabiduría y esos milagros? ¿De dónde le viene todo eso? ¿No es este el hijo del carpintero?”

          El Reino de Dios se hace presente ahora para nosotros en la Eucaristía invitándonos a entrar en él. 

Que así sea.

                                       www.jesusbayarri.com

Domingo 2º de Pascua A

 Domingo 2º de Pascua A

(Hch 2, 42-47; 1P 1, 3-9; Jn 20, 19-31) 

Queridos hermanos: 

          La Pascua de Cristo que la Iglesia predica mediante el anuncio de Jesucristo, consiste en un único acontecimiento: Que Cristo ha sido crucificado, muerto y sepultado, y ha resucitado. Pero mientras la pasión y muerte son evidentes a todos, la resurrección no lo es, y debe ser testificada por los discípulos elegidos por el Señor como testigos, y que los evangelios presentan de forma distinta, para decir lo mismo: ¡Cristo ha resucitado! ¡Nosotros somos testigos de ello!

          Esto se entiende muy bien observando un “caleidoscopio”, en el que los mismos cristales multicolores que contiene, forman figuras distintas con cada giro. Así, los evangelios, presentan bajo formas distintas, el acontecimiento único del misterio pascual que es la resurrección de Cristo. Lo que se dice en uno, se da por supuesto en otro, etc.

          Leemos en un evangelio que el Señor abrió sus inteligencias para comprender las Escrituras, y en otro se nos dice que les dio el Espíritu Santo, que es quien las unifica en el corazón del creyente.

          Dice el Señor en un evangelio, que serán dichosos los que crean sin haber visto, y en otro, se nos muestra cómo será esto posible, diciendo: Id por todo el mundo y anunciad el Evangelio a toda la creación.

          En un evangelio, María Magdalena no puede abrazarse a los pies de Jesús, ella sola, y en otro, en compañía de las otras mujeres puede hacerlo, porque aparece, entonces, la comunidad, la Iglesia, como esposa de Cristo.

          Juan concluye diciendo que los escritos, presentan apenas algunas cosas, de las muchas realizadas por el Señor, y están en función de ayudarnos a creer.

          Esta es, pues, una palabra llena de contenido, que después de la aparición a María Magdalena, a Pedro y a los de Emaús, presenta hoy los primeros encuentros de Cristo resucitado con los apóstoles, en los que van a recibir el Espíritu Santo y ser enviados a la misión con el poder de perdonar los pecados.

La primera lectura nos presenta la vida de la comunidad cristiana unida en el amor: “con todo el corazón, con toda la mente y con todos sus bienes” y unida a los apóstoles en la enseñanza, en la liturgia, en la oración en común, y en la caridad, en espera de la manifestación final de la salvación, que han recibido por la fe en Cristo, como dice san Pedro en la segunda lectura.

Los discípulos han sido incorporados a la comunión del Padre y el Hijo en el Espíritu Santo, recibiendo el don de la paz ratificado tres veces por el Señor, y la alegría; reciben el envío del Señor, y el “poder” de Cristo para perdonar los pecados, y a través de la profesión de Tomás, son fortalecidos en una fe que no necesita apoyarse en los sentidos, sino en el testimonio interior del Espíritu. En efecto, Tomás ha visto a un hombre y ha confesado a Dios, como observa san Agustín, cosa que no pueden producir los sentidos sino el corazón creyente que ha recibido el Espíritu Santo. Las heridas gloriosas de Cristo sanan las de nuestra incredulidad.  Lo que los discípulos han recibido de la boca del Señor, lo tendrán que transmitir a quienes sin haberlo visto, creerán en su testimonio y en la predicación, para que la salvación alcance hasta los confines de la tierra.

La obra de Cristo en nosotros, comenzando por suscitarnos la fe, darnos vida por el Espíritu Santo, y trasmitirnos la Paz y la alegría, se completa al constituirnos después en portadores del amor de Dios en el perdón de los pecados.

Cristo ha sido enviado por el Padre para testificar su amor y para que a través del Espíritu recibiéramos la vida, nueva para nosotros y eterna en Dios, de comunión en el amor: “Un solo corazón, una sola alma, en los que se comparte todo lo que se es, y todo lo que se posee. Así, visibilizando el amor, testificamos la Verdad de Dios, y el mundo es evangelizado y salvado por el perdón, que la Iglesia administra a través de nosotros a nuestros semejantes. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                                     www.jesusbayarri.com

Jueves de la Octava de Pascua

 Jueves de la Octava de Pascua  

(Hch 3, 11-26; Lc 24, 35-48) 

Queridos hermanos: 

          Hoy la palabra está en continuidad con la que escuchamos ayer, destaca sobre todo la importancia de la celebración de la palabra, insistiéndonos en la importancia de poner en común los acontecimientos  proclamando la palabra, y las vivencias, el eco, de la Pascua en nosotros; las experiencias del “paso” del Señor entre nosotros, mediante la acción de su Espíritu, fortaleciendo así los lazos de la comunión entre nosotros. No hay otra actividad que pueda compararse a la de estar juntos y saborear los efectos concretos de la presencia del Señor en los hermanos. La experiencia de la Iglesia en este hacer presente las vivencias del paso del Señor, están registradas en las Escrituras como acabamos de escuchar: “Estaban hablando de estas cosas, cuando él se presentó en medio de ellos y les dijo: «La paz con vosotros.»”

          Cristo ha muerto y ha resucitado para que nuestros pecados sean borrados, y la misión de la Iglesia es llevar este acontecimiento a todos los hombres mediante el testimonio de los discípulos. La resurrección de Cristo, es buena noticia de salvación que es manifestada en primer lugar por Cristo mismo a los testigos elegidos por Dios, como vemos en el Evangelio, salvación que se alcanza mediante la fe. La primera lectura presenta a Pedro dando testimonio de la resurrección y amaestrando a la gente con la sabiduría, la ciencia y la inteligencia sobre los acontecimientos, por obra del Espíritu Santo que le ha sido dado, haciendo una interpretación de la historia a la luz de la fe.

          La resurrección no destruye la encarnación convirtiendo a Cristo en un mito y disolviendo así el misterio de la cruz y por tanto el de la Redención. Al contrario, la completa, con el testimonio de la glorificación de la naturaleza redimida y con la glorificación de Dios en la plenitud de su obra. Por eso, en Cristo resucitado subsisten, aunque gloriosas, las llagas de su pasión.

          Sobresaltados y asustados, creían ver un espíritu. Pero él les dijo: « ¿Por qué os turbáis? ¿Por qué se suscitan dudas en vuestro corazón?  Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved, que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo.»”

          La palabra nos habla del miedo de los discípulos ante la sorpresa de ver aparecer al Señor, miedo que seguramente el Señor va a tener a bien ahorrarnos a nosotros, esperando, en cambio, nos conceda la alegría de su Espíritu, aunque nos ocurra como a los discípulos que: “no acababan de creérselo a causa de la alegría y estaban asombrados”. Quién no ha dicho alguna vez ante una buena noticia: ¡No me lo puedo creer! Siendo la alegría un fruto del Espíritu, no pueden achacarse sus dudas a una falta de fe. El gozo que supone el encuentro con Cristo resucitado, es de unos efectos sobrenaturales tales, que las potencias del alma se reconocen ajenas a lo que experimentan, y suspenden su capacidad de afirmar la veracidad de lo que perciben. Las acciones del Señor en favor nuestro, sobrepasan frecuentemente nuestras pobres expectativas, llenándonos de sorpresa como le sucedió a Pedro: “Apártate de mí, Señor, que soy un pobre pecador.”

            Las experiencias de los sentidos quedan relegadas a un segundo plano, o incluso se hacen totalmente insignificantes, en relación a las experiencias sobrenaturales de la fe, como en el caso de Tomás: «Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído» (Jn 20, 29).

          Como en los discípulos de Emaús, el recuerdo abstracto de las Escrituras que tienen los discípulos, está desligado del presente, quedando así privadas de la capacidad de actualizarse, iluminando e integrando los acontecimientos de la historia, con su particular expectativa acerca del Mesías. Esta será la acción del Espíritu Santo, mediante el cual, Cristo abre sus inteligencias para comprender las Escrituras. “El Cristo debía padecer y entrar así en su gloria, y se anunciaría en su nombre la salvación”. El pasado de las profecías está unido al presente del acontecimiento pascual y al futuro de la misión.

          Que este sacramento de nuestra fe, nos conduzca al encuentro con Cristo resucitado, en quién también nuestra cruz es luminosa y da gloria a Dios.

 

          Que así sea.

                                                 www.jesusbayarri.com

Lunes de la Octava de Pascua

 Lunes, de la Octava de Pascua

(Hch 2, 14. 22-32 ; Mt 28, 8-15) 

Queridos hermanos: 

          Es muy importante que la Iglesia ya desde el primer día después de la Resurrección, lo primero que hace a través de la liturgia es presentarnos su misión: Anunciar el Evangelio, sobre todo con el testimonio del amor. Recibido el anuncio de los ángeles, las mujeres son las encargadas de llevarlo a la Iglesia. Con el anuncio del Evangelio el Señor va formando la comunidad de los creyentes que es su esposa, a la que le es permitido abrazarse a sus pies.

          Seré en tu boca”, dijo el Señor a Moisés. Como él, también la Iglesia enviada por Dios al mundo entero, hará presente al Señor en la predicación, ya desde los comienzos, aun antes de recibir el Espíritu, que completará su testimonio con su amor mutuo. Los hombres verán entonces a Dos en la vida y en la boca del enviado: “Yo seré en tu boca, estaré contigo y me manifestaré.”

          Galilea es el lugar donde todo comienza: El primer encuentro con Cristo, el lugar de la llamada, y de la promesa de la misión. Allí, la relación con el Señor se ha hecho cercana y personal; se ha hecho camino, seguimiento en su compañía cada vez más íntimo, a la escucha de la Palabra. Allí los discípulos han sido amaestrados, y Cristo se ha dejado conocer por ellos. Allí han comenzado a amarle.

          Galilea es también la frontera desde la que Israel se abre a las naciones «Galilea de los gentiles », y es el paradigma de la predicación, en la que los discípulos verán a Cristo que les acompaña y actúa con ellos: “irá delante de vosotros a Galilea; allí le veréis.” Jesús ha terminado su misión entre las ovejas perdidas de la casa de Israel, y ahora toca a sus discípulos llamar a los gentiles, pues van a ser enviados a las naciones. Es la hora de la Iglesia que vemos en la primera lectura comenzando el testimonio de la predicación: ¡Cristo ha resucitado! Constituido Señor con poder.

          En el Evangelio vemos que el anuncio del ángel pasa a la Iglesia, como pasó antes a la virgen María. Y tan irregulares como lo fueron dos mujeres para testificar en Israel, lo será la Iglesia que se abre a los gentiles. Lo que no fue concedido a María Magdalena sola,  porque abrazarse a los pies era privativo de la esposa: “no me toques, que todavía no he subido al Padre”, le es concedido en compañía de las otras mujeres; le es concedido a la comunidad, a la Iglesia, esposa de Cristo, presente en las mujeres enviadas a testificar la resurrección a los discípulos: ”Ellas, acercándose, se asieron de sus pies y le adoraron”.

          Cristo mismo confirma a las mujeres a quienes el amor ha llevado al sepulcro en su busca, en su misión ante los discípulos: «No temáis. Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán.»

          Es curioso que el Evangelio nos relate que ya desde el comienzo, la mentira tenga mediante la seducción del dinero sus propios propagadores. Lutero mismo se sorprendía en su momento, de las “alas” con las que se propagaba su rebelión. Cuál, no deberá ser nuestro celo en la misión, habiendo sido constituidos heraldos de la Verdad del amor misericordioso del Padre, en Jesucristo. 

          Que así sea.  

                                                 www.jesusbayarri.com

 

Domingo de Pascua A

 Domingo de Pascua (misa del día)

Hch 10, 34a.37-43; Col 3, 1-4 ó 1Co 5, 6-8; Jn 20, 1-9,

(o el propio de la Vigilia, o en las misas vespertinas: Lc 24, 13-35). 

Queridos hermanos: 

           En este primer día de Pascua, el Evangelio nos presenta a los dos discípulos grandes amantes del Señor, a los que el amor hace percibir la presencia del amado anticipándose al testimonio de los sentidos. María Magdalena es la primera discípula en llegar al sepulcro, y la primera en ver y anunciar al Señor a los apóstoles; la primera en descubrir la tumba vacía, y poner en movimiento a los apóstoles. El apóstol Juan, evangelista y místico teólogo, se nos presenta en su pureza casta, modelo inolvidable para esta generación tristemente enfangada y descreída, impedida para alzar el vuelo de la contemplación del Señor resucitado. Ver y creer fue su actitud ante la tumba vacía, que nos confirma el testimonio interior, que el Espíritu del Hijo daba a su discípulo amado.

          ¡Es el Señor! El amor se adelantaba siempre a la percepción de los sentidos, limitados como están en su pequeño mundo físico, frente a los horizontes infinitos del espíritu que se abren a quien ama. Hijo del trueno por su celo, águila por su elevación de miras y de vuelos; contemplador privilegiado de la gloria y la agonía de Cristo, había recibido la gracia de acoger a María, la Virgen madre, junto a la cruz de su hijo, y el hoy considerado apóstol del Asia Menor y confesor invicto, nos presenta también su sumisión filial, ante la elección recibida por Pedro, dándole precedencia para el testimonio, no sólo de la resurrección, sino de todo el misterio de nuestra salvación, como dice la primera lectura.

Pescador de hombres por designación profética divina, recibió del Señor la promesa de sentarse a juzgar a las doce tribus de Israel. Él, que pretendió sentarse junto a Cristo en su reino, fue revestido de paciencia para esperarlo aquí hasta su retorno glorioso, si tal hubiera sido la voluntad de su maestro.

Cristo ha resucitado y se manifiesta a quienes lo aman, para que su testimonio brote de un corazón vigilante que intuye su presencia, más que de la percepción de los sentidos. Elevemos, por tanto, nuestro corazón a las alturas celestiales para encontrar a Cristo, vida nuestra, como dice la segunda lectura, en espera de su retorno glorioso. 

Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                           www.jesusbayarri.com

 

 

Vigilia Pascual A

 Vigilia Pascual A

Mt 28, 1-10 

Queridos hermanos: 

          A los que estáis aquí porque buscáis al Señor Jesús el que fue crucificado y murió, os digo como ha dicho el ángel: «¡No temáis!; ¡no está en el sepulcro!, ¡ha resucitado, como lo había dicho! Venid, ved el lugar donde estaba. Y ahora id enseguida a decir a sus discípulos: Ha resucitado de entre los muertos e irá delante de vosotros a Galilea; allí le veréis. Ya os lo he dicho.» Cristo mismo a través de su Espíritu lo testifica a vuestro espíritu: «¡Salve!» «¡No temáis! Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán.»

          No podemos esconder nuestra alegría ni callar esta noticia; no podemos ignorar esta misión: «La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío.». «¡No temáis! Id, avisad a mis hermanos; anunciad en el nombre del Señor la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén.

          «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará. Haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado.

          Si, queridos hermanos: Encontraremos a Cristo en el anuncio y en el testimonio de su resurrección. Que nuestro gozo doblegue nuestro miedo, rompa el silencio y glorifique al Señor. ¡Cristo ha resucitado!

          En Él, tienen perdón nuestros pecados. ¡Alegrémonos, exultemos y démosle gracias!

El testimonio del ángel pasa a las mujeres y después a los discípulos, aunque Cristo mismo va a manifestarse personalmente a las mujeres, a los de Emaús, a los once, y a Pedro. Se ve, que el comunicar la propia experiencia  del encuentro con Cristo, a los hermanos tiene su propia eficacia e importancia. Pensemos en aquello de: “estaban hablando de estas cosas”, que nos refiere el Evangelio, cuando nos dice que “él se presentó en medio de ellos”. Hacer memoria de Cristo, es más que recordarlo, como ocurre en el memorial sacramental de su Pascua.

Esta “buena noticia” viene en primer lugar a confortar a los discípulos, en medio de la crisis que ha supuesto para ellos la pasión y muerte de su maestro. En segundo lugar, viene a encaminarlos a Galilea, aunque si tenemos en cuenta que lo van a encontrar primeramente en Emaús, y en Jerusalén, podemos pensar que “Galilea”, tenga una significación particular, como decía el Papa Francisco en su homilía de la Vigilia Pascual del año 2014. Galilea es, en efecto, el lugar donde todo comienza: El primer encuentro con Cristo, el lugar de la llamada, y de la promesa de la misión. Allí, la relación con el Señor se ha hecho cercana y personal; se ha hecho camino, seguimiento en su compañía cada vez más íntimo, a la escucha de la Palabra. Allí los discípulos han sido amaestrados, y Cristo se ha dejado conocer por ellos. Allí han comenzado a amarle.

Ahora, después de su entrega hasta el extremo, resucitado, victorioso de la muerte, viene a buscarlos de nuevo y se hace su compañero de camino, pero no para caminar a su lado, sino para hacerlo dentro de ellos por su Espíritu Santo. Ahora, todo lo hace nuevo: el encuentro, la llamada y el envío. Ahora, la vida del discípulo se hace testimonio de su presencia en el amor mutuo, como fruto de su misericordia. También nosotros, alcanzados por el Señor, tenemos nuestra “Galilea”; el lugar de los primeros amores que viene a renovar el encuentro con él en la Pascua.

Ante nosotros hay una multitud que aún no lo conoce. Una “Galilea de los gentiles” a la que somos enviados, y en la que lo veremos salvando de la muerte. Que no se interrumpa la cadena que los ángeles iniciaron en el sepulcro vacío y que la Iglesia sigue transmitiendo generación tras generación, hasta que venga el Señor, cuando sea completado el número de los hijos de Dios, “la muchedumbre inmensa que nadie podía contar”. 

Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                           www.jesusbayarri.com