ENTROPÍA CÓSMICA


Entropía cósmica[1]



          Según los cosmólogos, después de aquella explosión inaudita de energía que produjo el tiempo el espacio y la materia, comenzando así el viaje sideral del universo, unos trece mil setecientos millones de años antes de que naciéramos, dispersándose y enfriándose ininterrumpidamente, alcanzará el límite de su degradación energética, -anunciadora de lo precario de su esplendor- y una vez haya perdido todo su potencial en acto, y las estrellas apagándose, hayan dado paso a sus gigantes rojos, nebulosas planetarias, enanas blancas y negras, y hasta las últimas partículas de luz y los mismos agujeros negros se hayan convertido en radiación, las tinieblas se adueñarán de nuevo del gélido y profundo abismo, disolviéndose entonces, así mismo, la flecha del tiempo.

          El exuberante cosmos habrá dado de nuevo paso al estéril, estable e inamovible caos, y la anomalía temporal de la materia, en la que se engendró la vida, habrá sido completamente inútil, sin posibilidad alguna de ser recordada, hasta el punto de poder quedar reducida a la duda absoluta de haber existido. Quizá nosotros mismos, nos encontramos envueltos en la mayor alucinación global jamás soñada, del existir, según aquel orden calderoniano de pensamiento, por el que la vida es ilusamente sueño, y los sueños, ilusamente, sueños son, sin posibilidad alguna de un despertar, más que al no ser.

          Contrariamente a esta aparente paradoja, no podemos olvidar la existencia, de un instante trascendental de inflexión, ineludible, en el que la irrupción del espíritu, encontrando la materia viviente y fecundándola de albedrío, entendimiento y voluntad, la capacitó para su encuentro personal con su Creador. De él recibió la revelación de su diseño amoroso, por el que la creatura una vez raptada del colapso cósmico y rescatada del drama histórico de su libertad, sea conducida al seno de su eterna predestinación bienaventurada, dando sentido así, a tanta magnificencia y esplendor de lo creado, en cuyo fruto perdurable y glorioso, ha querido involucrarse a perpetuidad el Verbo divino, su creador.  

              Nuestro pretendido orden racional con el que concatenamos ideas, pensamientos, juicios y acciones, en la construcción de un mundo “civilizado” a nuestro antojo, con calidad de vida y estado de bienestar, no deja de ser, en realidad, sino el intento de un cierto desorden perturbador del orden natural, finalizado a conducir hacia la nada lo que de ella procede, por medio de la “entropía cósmica.” Mientras tanto, olvidamos el orden sobrenatural de nuestra edificación en el amor, que procedente de Dios, tiende a alcanzarlo eternamente.
          
          Nuestro universo espacio-temporal, providencial anomalía[2] de la materia, no es por tanto “la respuesta”, sino el vehículo predestinado por la fecundidad difusiva del Bien supremo que llamamos Dios, y Amor, para llevar muchos hijos a la gloria (cf. Hb 2, 10).

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[1]  Degradación progresiva del universo por pérdida de energía.
[2] Asimetría física inexplicable de la bariogénesis, que dio lugar a la aparición de la materia.

Jesucristo Rey del universo B


Domingo 34º B, Cristo Rey

(Dn 7, 13-14; Ap 1, 5-8; Jn 18, 33-37)


Queridos hermanos :

Dios no ha querido permanecer alejado del pueblo que ha creado, formado y bendecido, sino que ha querido ser su sabiduría, su guía y su defensa; ha querido ser su rey. Por su parte el pueblo en tiempos de Samuel ha querido asimilarse a los pueblos vecinos y ha pedido un rey. Dios ha dicho entonces a Samuel: “«Haz caso a todo lo que el pueblo te dice. Porque no te han rechazado a ti, me han rechazado a mí, para que no reine sobre ellos. El pueblo irá comprendiendo a lo largo de su historia, los inconvenientes de seguir los impulsos libertarios, ilustrados, y cosmopolitas, de su corazón, cambiando el yugo del Señor por el de los hombres.
Para hacer volver a sí el corazón de su pueblo, Dios, según la palabra dada al profeta Ezequiel, tendrá que darles en Cristo “un corazón nuevo y un espíritu nuevo.” La predicación de Cristo comenzará, pues, diciendo: “Convertios porque el Reino de Dios ha llegado.” Dios, en Cristo, quiere que el corazón del hombre vuelva a Él para su bien, sacándolo de la seducción del reino “autónomo, emancipado, progresista, de este mundo y del yugo de su príncipe el diablo. “Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mi que soy manso y humilde de corazón, porque mi yugo es suave y mi carga ligera”.  Pero la predicación de Cristo no sólo no ha sido escuchada, sino que a la pregunta de Pilato «¿A vuestro rey voy a crucificar?» Replicarán los sumos sacerdotes: «No tenemos más rey que el César.»
Cuando Cristo fue anunciado como rey por los magos de oriente, fue perseguido por Herodes; cuando fue aclamado rey por los niños de Jerusalén, fue reprendido por los sacerdotes, y cuando fue presentado como rey por Pilato fue coronado de espinas y crucificado, y con él fue rechazada la realeza de su testimonio de la Verdad del amor de Dios. El amor de Cristo visible en sus obras, da testimonio de Cristo; de que el amor del Padre es verdad en él: “Las obras que hago dan testimonio de mi” (Jn 10, 25). Sólo su victoria sobre la muerte testificará la veracidad de su testimonio: ¡Dios es amor!, y la falsedad de la insinuación del diablo (Ge 3, 4-5). Nosotros somos llamados a testificar la realeza de Cristo con nuestro amor más que con palabras. “No amemos de palabra ni de boca sino con obras y según la verdad. En esto conocemos que somos de la verdad (1Jn 3, 19).” Los mártires han testificado a Cristo gritando: ¡Viva Cristo rey!”, pero más aún amando y perdonando a sus asesinos como Cristo mismo.
Cristo quiere que su Reino sea acogido por la fe y no por el interés, y así: “Sabiendo Jesús que intentaban venir a tomarle por la fuerza para hacerle rey, huyó de nuevo al monte él solo.” Quiere que reconozcamos su testimonio como Natanael: «Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de Israel»; quiere que entremos en su Reino, como el ladrón crucificado con él: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino; que los hombres sean colocados a la derecha por el Rey para que escuchen la gloriosa sentencia: “Venid benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo.


Proclamemos juntos nuestra fe.
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Domingo 33 del TO B


Domingo 33º  B (cf. Dgo. 1º de Adviento C)
(Dn 12, 1-3; Hb 10, 11-14.18; Mc 13, 24-32).

Queridos hermanos:

Este penúltimo domingo, ante el final del año litúrgico y de la contemplación de Cristo Rey, alfa y omega de la historia, la liturgia dirige una mirada a la próxima venida del Señor, como juez, a quien hay que rendir cuentas, y a la preparación cósmica del acontecimiento decisivo para toda la creación.
Ante el nacimiento de cielos nuevos y tierra nueva, la apariencia de este mundo terminará, se desvanecerán las seguridades mundanas, y la angustia se apoderará de los que se apoyan en él. “Si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los hombres más dignos de compasión!” (1Co 15, 19). En cambio, la esperanza de los creyentes se fortalecerá y se acrecentará su gozo ante la cercanía del cumplimiento de la promesa. ¡Viene el Señor!
El plan de Dios llegará a su fin y aparecerá un pueblo santificado que tomará posesión del Reino de Dios. La purificación final será angustiosa pero cargada de esperanza, como los dolores del alumbramiento. Que se alegren los oprimidos por la injusticia, los atribulados por el dolor y todos los que aman al Señor, porque vendrá para hacer justicia y los llevará con él para siempre y ya no habrá más luto, ni llanto, ni dolor, y se colmarán las ansias de su corazón.
Sabemos que hay distintas venidas del Señor, y todas tienen su preparación y su anuncio con señales, pero lo importante es que: ¡Viene el Señor! Para el discernimiento de las señales precursoras se necesita la vigilancia del amor, que se abre a la misión del testimonio de la misericordia y alcanza la salvación. El fuego del Espíritu, en efecto, impulsa a los fieles, que no permanecen inactivos aguardando la venida del Señor, sino en su seguimiento, que se caracteriza en ellos por el testimonio de Jesús, (Ap 12, 17) enseñando a todos la luz de la justicia, que los hará brillar como astros por toda la eternidad (Dn 12, 3).
Cada generación está llamada a enfrentar este acontecimiento en la medida que le corresponde; “pero cuando El Hijo del hombre venga ¿encontrará la fe sobre la tierra? Velad y orad para que no caigáis en tentación.
          Cristo se entregó para vencer al diablo, que será sometido definitivamente en su advenimiento, “cuando todos sus enemigos sean puestos bajo sus pies”, como dice la Carta a los Hebreos; entonces “sus elegidos”, los justos, serán reunidos junto a él para siempre. Es cierto que Cristo vino a llamar a los pecadores (cf. Mt 9, 13), porque sólo los justos serán “elegidos” como dice san Pablo: “Muchos son los llamados y pocos los elegidos”. ¡No os engañéis! Ni impuros, ni idólatras, ni adúlteros, ni afeminados, ni homosexuales, ni ladrones, ni avaros, ni borrachos, ni ultrajadores, ni explotadores heredarán el Reino de Dios. Y tales fuisteis algunos de vosotros. Pero habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios (1Co 6, 9-11); a los que llamó, a ésos también los justificó; a los que justificó, a ésos también los glorificó” (Rm 8, 30).
          Este, es pues, un tiempo de espera para la conversión de los pecadores, y tiempo de oración para “sus elegidos, que están clamando a él día y noche” como en la parábola de la viuda importuna (Lc 18, 1-8). Tiempo de misericordia y de paciencia de Dios, “año de gracia del Señor” que, quiere que todos los hombres se salven, y también de paciencia, en la esperanza de la promesa, para los justos, a los que se “hará justicia pronto”, cuando venga el Señor.
          Este final es en realidad el comienzo de la vida dichosa, ante la cual todo es preparatorio e insignificante, porque pasará la figura de este mundo: “en un instante, en un pestañear de ojos”.
          Que la Eucaristía que ahora nos congrega en torno a la entrega de Cristo, nos una y nos disponga para acogerlo en el don total de su Parusía.

          Proclamemos juntos nuestra fe.
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Domingo 32 del TO B


Domingo 32º del TO B (lunes 34; sábado 9)
(1R 17, 10-16; Hb 9, 24-28; Mc 12, 38-44)

Queridos hermanos:

          La viuda en la Escritura es siempre figura de la precariedad existencial junto al huérfano y al extranjero, y es Dios mismo quien se constituye en su valedor, instando la piedad de los fieles en su protección. En consecuencia, la viuda piadosa es siempre modelo para los fieles, de la confianza y del abandono en Dios, propios de la fe: “La que de verdad es viuda, tiene puesta su esperanza en el Señor y persevera en sus plegarias y oraciones noche y día” (1Tm 5,5); la acompaña el testimonio de sus bellas obras: haber educado bien a los hijos, practicado la hospitalidad, lavado los pies de los santos, socorrido a los atribulados, y haberse ejercitado en toda clase de buenas obras (1Tm 5, 10). A la consideración y adquisición de esas cualidades quiere el Señor llevar a sus discípulos en el Evangelio y a nosotros hoy con su palabra presentándonos a estas viudas.
          Pecar contra las viudas que se acogen al Señor, abusando de su humana desprotección como hacen los escribas del Evangelio, supone enfrentarse directamente al juicio del Señor, su defensor, y consolador de su llanto: el hizo justicia a Tamar, resucitó al hijo de la viuda de Sarepta por medio de Elías, socorrió a la viuda del profeta por medio de Eliseo (2R 4), socorre a la viuda importuna del Evangelio; y devuelve su hijo a la viuda de Naín.
          Para la edificación de su pueblo, Dios, suscita carismas que lo enriquecen y lo perfeccionan. Así, la virginidad hace presente a la comunidad que sólo Dios basta. Claro está, que no todo el que permanece célibe puede ser considerado poseedor del carisma de la virginidad. También las viudas son un carisma que hacen presente a la comunidad la total dedicación y el abandono en Dios, en quien se pone toda la confianza, esperando sólo en su providencia el remedio de nuestras necesidades. Tampoco en este caso podemos atribuir el carisma de viuda a toda mujer que ha perdido a su marido.
          Si cabeza de la mujer es su esposo, como dice san Pablo; la Iglesia tiene a Cristo, su cabeza, en el cielo, por lo que podemos atribuirle justamente la condición de viuda, como también a cada alma fiel, que debe vivir como la Iglesia, abandonada en su Señor, y confiando plenamente en él. El peligro consiste en tratar de sustituir en el corazón al Esposo por el marido (baal), como la samaritana del Evangelio; sustituir la precariedad en el Señor, por la “seguridad” del ídolo; por el dinero.
          Como en el caso de la samaritana, Cristo se sienta hoy frente al tesoro a esperar a una mujer y complacerse en su entrega. La viuda pobre del Evangelio, opta por el Señor, que ve lo escondido de su corazón y lo precario de su situación; ella entrega su vida mientras otros dan lo accesorio; ella se entrega entera, mientras otros quedan al margen de su dádiva; ella da cuanto necesita, mientras ellos parte de sus sobras; si Dios provee para ella todavía un tiempo de subsistencia, continuará en esta vida y si no, comenzará a vivir eternamente en el Señor, en quien puso su confianza. Es mejor la precariedad, confiando en Dios, que la pretendida seguridad de la abundancia. La palabra de Dios, en efecto, hace inagotables nuestras miserables “orzas” y “tinajas”, como en el caso de la viuda de Sarepta.
          Sólo en Dios, está la vida perdurable y de él depende cada instante de nuestra existencia. Como dice el Señor en el Evangelio: “Aún en la abundancia, la vida no está asegurada por los bienes.” Sabiduría es saber vivir pendientes de su voluntad y abandonados a su providencia. Necedad, en cambio, es hacer de los bienes la seguridad de nuestra vida. Lo entregado a Dios permanece para siempre, y lo reservado para uno mismo, se corrompe. Lo que valoriza el don es la parte de la persona involucrada. No tanto lo que uno da, sino lo que uno se da.
          Que el don total de Cristo que nos presenta la carta a los hebreos, y que se nos ofrece en la Eucaristía, encuentre en nosotros la correspondencia de nuestra fe.
          Proclamemos juntos nuestra fe.
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DOMUND B


Domingo mundial de la propagación de la fe B
(Is 60, 1-6; Hb 4, 14-16; Mc 10, 35-45


Queridos hermanos:


Contemplamos hoy la misión universal con la que la Iglesia se une a la de Cristo para hacernos presente el amor del Padre, porque: “Tanto amó Dios al mundo, que le envió a su Hijo, para que el mundo se salve por él.”
Esta misión salvadora que Cristo ha proclamado con las palabras de su predicación y con los hechos de su entrega, nos ha obtenido el perdón de los pecados y nos ha suscitado la fe que nos justifica y nos alcanza el Espíritu Santo que renueva la faz de la tierra.
Esta misión, Cristo la entregó a sus discípulos para que alcanzara a todos los hombres de generación en generación: “Como el Padre me envió yo también os envío”; “Id por todo el mundo y anunciad el Evangelio a toda la creación”. La creación, como dice san Pablo “gime hasta el presente y sufre dolores de parto, esperando la manifestación de los hijos de Dios”, que proclaman la victoria de Cristo, para que todo el que crea en él, tenga vida eterna y llegue al conocimiento de la verdad del amor de Dios.
A través del anuncio del Evangelio, Jesucristo ha puesto un cimiento nuevo, sobre el que edificar el verdadero templo, en el que se ofrezca a Dios un culto espiritual que brota de la fe; por ella el Espíritu Santo, derrama en el corazón del creyente el amor de Dios que lo salva y lo lanza a la salvación del mundo entero como hijo de Dios. En efecto, la predicación del Evangelio de Cristo suscita la fe y obtiene el don del Espíritu Santo.
Es urgente por tanto la predicación creída en el corazón y confesada con la boca para alcanzar la salvación como dice san Pablo. Pero¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿cómo predicarán si no son enviados? Id pues, y anunciad el Evangelio a toda la creación.”
                    No hay, por tanto, belleza comparable a aquella de los mensajeros del Evangelio, que traen la regeneración de todas las cosas en Cristo: La enfermedad, la muerte, la descomunión entre los hombres y todas las consecuencias del pecado, se desvanecen ante el anuncio. Irrumpe la gracia y el Reino de Dios se propaga. Cristo en sus discípulos se dispersa por toda creación suscitando la fe.
Este es el envío que la Iglesia ha recibido de Cristo y que se perpetúa hasta la Parusía. Esto es lo que hacemos hoy presente en la Eucaristía y a lo que nos unimos comiendo el cuerpo y bebiendo la sangre de Cristo: “Pues cada vez que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga.
          Proclamemos juntos nuestra fe.
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El cristiano frente a la injusticia


El cristiano frente a la injusticia
(Actitudes cristianas frente a la ofensa, la injusticia o la violencia sufridas.)

         
          Siendo cierto que los avances de la sociedad en torno al tema de la justicia son innegables, sobre todo si miramos etapas anteriores de la historia, y que el cristianismo ha tenido una parte decisiva en este progreso que ha permeado la vida y la legislación de occidente, en este momento concreto en el que la verdad cede su puesto al consenso, alienando la dignidad de la razón, la equidad ante la tolerancia y la incongruencia se traviste de pluralidad, dando carta de ciudadanía a la subversión de los valores, se hace acuciante la necesidad de la proclamación del Evangelio, mediante la vivencia de aquellos valores eternos, que durante mil años permearon, salaron e iluminaron aquel primer paganismo, transformándolo, sin dejarse asimilar por su aparente hegemonía.

          Digamos como premisa, que una cosa es ser cristiano, “luz de las gentes y sacramento de salvación“,  y otra muy distinta buscar el cumplimiento de una pía religiosidad, con una casuística inacabable y siempre insuficiente, por la cual alcanzar una auto justificación frente a las legítimas reivindicaciones naturales, que nos permiten compaginar los criterios del mundo con nuestra piedad, viviendo ajenos a la transformación ontológica que realiza la gracia divina, por la fe, en el corazón del creyente, al ser derramado en él, el amor de Dios, por obra del Espíritu Santo, que lo constituye en “sal de la tierra y luz del mundo”.

          La moral cristiana actual, no solamente debe contribuir a mantener vivo e incontaminado, el depósito de la fe recibido, y participado en un ámbito de “cristiandad”, sino a testificar frente a un mundo que ha perdido el oriente, “el esplendor de la Verdad”, como encarnación del amor de Dios en un pueblo, que gratuitamente ha sido injertado en la naturaleza divina por el don del Espíritu Santo de Nuestro Señor Jesucristo. Sólo así puede comprenderse, que no se trata sólo de una exigencia personal, sino, sobre todo, de un don para esta humanidad, sometida a la influencia maligna de los poderes de este mundo, aquello de:

                    No resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra; al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica déjale también el manto; y al que te obligue a andar una milla vete con él dos. A quien te pida da, y al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda.
          Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, rogad por los que os persigan y os difamen, bendecid a los que os maldigan. Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite el manto, no le niegues la túnica. A todo el que te pida, da, y al que te robe lo que es tuyo, no se lo reclames.
          Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Pues también los pecadores aman a los que les aman. Si hacéis bien a los que os lo hacen a vosotros, ¿qué mérito tenéis? ¡También los pecadores hacen otro tanto! Si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a los pecadores para recibir lo correspondiente. Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? Haced el bien y prestad sin esperar nada a cambio; para que seáis hijos de vuestro Padre celestial; entonces seréis hijos del Altísimo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos; él es bueno con los ingratos y los perversos. Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial. (cf. Mt 5, 39-45 y Lc 6, 27-35).
  
          Al llamado “joven rico” que acude a Cristo en busca de salvación, preguntándole: “¿qué debo hacer?” el Señor lo sitúa frente a la moral de los mandamientos: no seas injusto; sólo para “seguirle” en su “misión” salvadora, le ofrecerá la gracia de recibir el ciento por uno, por renunciar a lo que en “justicia” tiene derecho. Así podemos responder a quienes busquen, con todo derecho, en el proceloso mar de esta vida: “nadar y guardar la ropa”.

          Ser cristiano en esta generación, no consiste, por tanto, en exigir unas “justas reclamaciones”, o en reivindicar unos “derechos desde todo punto de vista inalienables”, sino en mostrar sobre la tierra la vida celeste a la que todos somos llamados; mostrarla viva, y operante ya en un pueblo, que ha sido alcanzado gratuitamente por la misericordia divina que se ha encarnado en Jesucristo.

          No se trata, por tanto, de una sublime y exigente doctrina a conquistar, sino de un don, de una gracia “gratis data”, propia de la esencia misma del ser cristiano. San Pablo mismo la da por supuesta entre fieles: “Es un fallo vuestro que haya pleitos entre vosotros. ¿Por qué no preferís soportar la injusticia? ¿Por qué no os dejáis más bien despojar? (cf.1Co 6, 7).

          Frente a un mundo cada día más alejado del glorioso destino para el que ha sido creado, experimentable como prenda, en esta tierra, por la comunión entre los hombres, el Señor llama la atención de sus discípulos, a quienes él mismo se ha entregado: “Si vuestra justicia no es superior a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mt 5, 20).

El perdón cristiano de las ofensas es siempre una restitución a la misericordia divina, de su amor gratuito recibido en Cristo. La vida cristiana tiene como esencia la misión de evangelizar, sobre todo con el testimonio de un amor que trasciende toda relación mundana: “Mirad como se aman”. El escándalo del desamor o de la falta de perdón, por el contrario destruye la misión y por tanto a la Iglesia; es siempre un tropiezo a la fe y a los signos que la suscitan. La negativa a perdonar, escandaliza como el pecado mismo. Es un contra signo: “Mirad, como no se aman”. Por eso es tan fuerte la sentencia contra el que escandaliza, porque mata la vida en el “pequeño” que comienza a creer, destruyendo las débiles raíces de su fe.

La segunda característica del perdón es la de ser ilimitado. Cuando Pedro escucha al Señor aquello de perdonar siete veces al día, con la inmediatez que lo caracteriza, considera la afirmación de Jesús como un límite, y un límite ciertamente muy alto, por lo que se apresura a puntualizar el asunto con el Maestro: “Señor, ¿cuantas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces? Dícele Jesús: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18, 21-22). Ilimitadamente, como Dios hace contigo siempre que se lo pides.

          “Todo cuanto hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres, conscientes de que el Señor os dará la herencia en recompensa. El Amo a quien servís es Cristo (Col 3, 23-25).  Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”.

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Actitudes cristianas ante el emigrante


ACTITUDES CRISTIANAS ANTE EL EMIGRANTE[1]



           Esta es una “brevísima” reflexión, necesaria en estos tiempos en los que debido a la efervescencia social, la inmemorial trashumancia de la raza humana en busca de subsistencia y nuevos horizontes de supervivencia, alcanza caracteres trágicos, en pos de un estado de bienestar que se presenta inalcanzable para inmensas regiones deprimidas del planeta, provocando una crisis de inestabilidad en las zonas más privilegiadas del globo, en las que la abundancia de un desarrollo totalmente insólito en la historia, se siente amenazada, provocando reacciones de auto defensa que despiertan mecanismos ancestrales, supuestamente superados por una “civilización” secular, proclive, en realidad, al descarte y la marginación, frente a la acogida solidaria de una pretendida fraternidad.

          Ante la perplejidad actual de los gobernantes de los estados involucrados, responsables y diputados para dar respuesta a la situación, nos planteamos cual deba ser la actitud y la respuesta personales del cristiano, cuya fe obra por la caridad. Cada cristiano, con el espíritu de Jesucristo que lo hace tal en medio del mundo, se relaciona con sus semejantes en el amor, reconociendo su dignidad personal, asistiéndolos en sus necesidades y usando con todos de misericordia, en el ámbito de la justicia y de la convivencia.

          La Iglesia católica, ”madre y maestra,” como encarnación actual de la caridad cristiana en medio de la sociedad, ilumina a los fieles en su fidelidad al Evangelio, que hace florecer en ella, carismas de acogida y asistencia que la acompañen en su testimonio evangelizador, contribuyendo con su doctrina y con su acción al bien común de las sociedades en que vive, saneando sus estructuras, inspirando sus leyes, y salando con sus criterios de justicia, honestidad y responsabilidad, la entera vida social. La Iglesia puede proponer sus criterios y también oponer sus objeciones ante aquellas decisiones que manifiestamente contradigan o se opongan a la fraternidad humana con menoscabo de la dignidad de la persona que la moral evangélica proclama.

          Inmigración, y asilo, son fenómenos muy antiguos, que en estos últimos tiempos experimentan una tal masificación que pueden desembocar en actitudes de xenofobia, ante el endurecimiento y la radicalización de las posturas de los países afectados por la invasión descontrolada de inmigrantes, en busca de refugio y subsistencia. El bien común debe regularse superando el egoísmo de la rentabilidad a toda costa, en menoscabo de la dignidad de las personas. Se requiere racionalidad, justicia y eficacia, sin olvidar que hablamos de personas humanas cuya dignidad no procede de lo que saben o lo que tienen, sino de lo que son.

          Históricamente, la Iglesia Católica ha mantenido siempre un gran interés por la inmigración y el cómo la acción política afecta a quienes emigran en busca de una vida mejor. Basándose en las enseñanzas de la Escritura y en su propia experiencia, las enseñanzas de su Doctrina Social, hacen a la Iglesia Católica levantar su voz en favor de aquéllos que son marginados en su desarraigo, y cuyos derechos inalienables, dados por Dios no son respetados.

          Los emigrantes y refugiados, junto a los huérfanos y las viudas, han gozado siempre en la Escritura, de una particular protección por parte de Dios. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, encontramos ejemplos sobre la situación de los inmigrantes y los refugiados que huyen de la opresión y la violencia. El Éxodo hebreo de la esclavitud a la libertad, nos describe la experiencia de un pueblo que vivió 400 años en país extranjero y 40 en el desierto. También la Sagrada Familia, ha conocido la vida del refugiado, durante la persecución de Herodes. El mismo Jesús afirma de sí mismo, "no tener donde reclinar la cabeza," y en sus enviados, “sus pequeños hermanos”, perpetuará también la precariedad del destierro y el asilo: "Tuve hambre, y me distéis de comer, tuve sed y me distéis de beber, estuve enfermo y me visitasteis, fui forastero y me acogisteis". La Iglesia tiene, por tanto, también la responsabilidad de hacer brillar el mensaje cristiano en esta cuestión, ayudando a construir puentes, de modo que se pueda crear un sistema de inmigración que sea justo y sirva al bien común, considerando las legítimas preocupaciones en orden a la seguridad de cada nación.

El Magisterio de la Iglesia, y Los Papas

          León XIII, con su encíclica Rerum Novarum de 1891, es el primero en tratar el tema social de las condiciones laborales, mencionando que “toda persona tiene derecho a trabajar para vivir dignamente y sostener a su familia”.

          Pio XII, posteriormente, reafirma que “los emigrantes tienen derecho a una vida digna y a emigrar para conseguirla”.

          Juan XXIII puntualiza en su encíclica, Pacem in Terris, que el derecho a la emigración no es absoluto, y se aplica sólo, “cuando hay razones justas para emigrar”, como ocurre actualmente, que hay pobreza global, guerras, crimen, y persecuciones, y las personas se ven obligadas a abandonar sus casas motivadas por la necesidad de sobrevivir y sostener a sus familias.
          Las naciones tienen la obligación de garantizar el bien común universal, y por lo tanto, deben responder a los flujos migratorios de la mejor manera posible. Las naciones poderosas y ricas tienen una obligación aun mayor de buscar el bien común universal de acuerdo a las enseñanzas de la Doctrina Social de la Iglesia.

          Juan Pablo II dijo que el principio de la dignidad humana debe aplicarse a la inmigración en base a dos criterios:
          1.- Todo ser humano tiene derecho a buscar condiciones dignas de vida para sí y para sus seres queridos, incluso mediante la emigración.
          2.- Toda nación soberana tiene derecho a garantizar la seguridad de sus fronteras y regular el flujo migratorio.
          Hablar del derecho a la emigración, lleva implícito el derecho primario a no emigrar, desarrollando su actividad laboral en la propia patria sin el desarraigo familiar y social que supone.
          
           Francisco en 2016 dijo: ¿Cómo no ver el rostro del Señor en los millones de prófugos, refugiados y desplazados que huyen desesperados del horror de la guerra, de las persecuciones y de las dictaduras?

           La Iglesia reconoce el derecho a que las naciones soberanas protejan y cuiden sus fronteras para asegurar el bien común de sus ciudadanos. En general, los inmigrantes y los refugiados son algunos de los más pobres y vulnerables entre nosotros. Por esta razón, la Iglesia enseña que los gobiernos a todos los niveles deben hacer todo lo que puedan para asegurar que sean respetados y mantenidos su dignidad y bienestar. Con todo, ningún país está obligado a aceptar a todas las personas que quieren emigrar a él, en especial si la seguridad y el bien común de sus ciudadanos están en riesgo. Por último, un país debe regular sus fronteras con justicia y misericordia. Es decir, que este principio debe aplicarse con absoluta igualdad respetando la dignidad de todos. Aceptar inmigrantes y refugiados resulta esencial para la vida de cualquier nación justa, y una responsabilidad que se debe ejercer con prudencia y sabiduría.

          El Concilio Vaticano II, ha considerado los grandes movimientos de personas, como un signo de nuestro tiempo (Gaudium et Spes, 4-6), y es una de las preocupaciones que han ayudado a ampliar y a profundizar la Doctrina Social de la Iglesia. 

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[1] (Artículos consultados: Justice for Immigrants: The Catholic Campaign for Immigration Reform; Oficina de Asuntos para Inmigrantes y de Educación sobre Migración; Father Cal Christiansen. ¿Qué enseña la Iglesia acerca de la inmigración?; Mons. Jorge de los Santos;  CEU Ediciones. Migración y Doctrina Social de la Iglesia; Lucandrea Massaro)


Domingo 27 del TO B


Domingo 27º del T.O. B
( 2, 18-24; Heb 2, 9-11; Mc 10, 2-16)

Queridos hermanos:

El Reino de Dios trae consigo importantes novedades en todos los aspectos de la vida del discípulo. También en el Matrimonio, que es devuelto a su grandeza original según la voluntad divina. Todo ello es posible mediante el “Don de Dios”, el Espíritu Santo, que debe ser acogido con la docilidad de un niño.
Cristo, une los dos relatos de la creación del hombre, citando el comienzo del primero y el final del segundo, en su respuesta a los judíos, para manifestar que, en la voluntad divina, el matrimonio no sólo es indisoluble y orientado al bien de los cónyuges  “carne de mi carne”; “no es bueno que el hombre esté solo” (Ge 2, 18-24), sino también destinado a la fecundidad, por lo que “los hizo macho y hembra”, con el mandato expreso de: “sed fecundos” (Ge 1, 27s), ya que como dice la segunda lectura Dios quería: “llevar muchos hijos a la gloria”, hasta que llegaran a ser “una muchedumbre inmensa que nadie podía contar” como dice el Apocalipsis.

El Señor va al fondo de la cuestión sabiendo que sólo con la fuerza del Espíritu será posible que el corazón humano se centre de nuevo en el plan divino del amor único y fecundo de Dios. La novedad cristiana respecto al matrimonio, lo eleva al punto de ser signo del amor esponsal de Cristo por su Iglesia, por la que se entregó hasta la muerte de cruz y poder así “presentársela a sí mismo, resplandeciente, sin mancha ni arruga”. Por eso, toda profanación del matrimonio cristiano es adulterio, con la connotación idolátrica que la Escritura da a la palabra adulterio. En efecto, el adulterio en el matrimonio cristiano, desvirtúa la imagen del amor de Cristo por su Iglesia, que le ha sido dado, y que está llamado a visibilizar.

La gracia de Cristo transforma la “dureza del corazón” consecuencia del pecado, haciéndolo de carne por la acción del Espíritu, recibido por la fe en Cristo. Un corazón nuevo lleva consigo una vida nueva, en la que es posible el amor fecundo y fiel que superando los límites humanos, alcanza la plenitud del amor de Dios. Jesús, no se limita a reafirmar la ley; le añade la gracia. Esto quiere decir que los esposos cristianos no tienen sólo el deber de mantenerse fieles hasta la muerte; tienen también las ayudas necesarias para hacerlo. De la muerte redentora de Cristo viene la fuerza del Espíritu Santo que permea todo aspecto de la vida del discípulo, incluido el matrimonio. 

Como dice Benedicto XVI: «El desarrollo del amor hacia sus más altas cotas y su más íntima pureza, conlleva el que ahora aspire a lo definitivo, y esto en un doble sentido: en cuanto implica exclusividad, y en el sentido del “para siempre”. El amor engloba la existencia entera y en todas sus dimensiones, incluido también el tiempo. No podría ser de otra manera, puesto que su promesa apunta a lo definitivo: el amor tiende a la eternidad» «Deus caritas est, 6».

 Proclamemos juntos nuestra fe.
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Monseñor Romero a los altares


Mons. Romero a los altares.

         
          El Excmo. y Rvdmo. Mons. Óscar Arnulfo Romero Galdámez, será, Dios mediante, el primer Arzobispo mártir, y el primer santo de El Salvador.

          Como decimos frecuentemente ante situaciones que nos superan: “Doctores tiene la Santa Madre Iglesia”; nunca esta expresión es más acertada, que cuando, como ahora, se sitúa a la Iglesia, frente a la decisión que debe tomar, ante la vida, la muerte y la obra, de un hombre, al que la Providencia situó en el ojo del huracán, en un país convulsionado por la violencia, la injusticia y la represión, y del cual, debe proclamar sus virtudes heroicas y certificar su condición gloriosa atestiguada por sus obras de vida eterna. En una palabra, para que la Iglesia canonice su santidad; la vida divina en él, después de su muerte.

          Los testimonios de quienes lo conocieron para tal reconocimiento, debían ser estudiados, contrastados y valorados exhaustivamente, así como las inevitables contradicciones, generalmente también numerosas, que envuelven el acontecer de toda una vida, como nos muestra con frecuencia la historia de los santos: “Si al dueño de la casa le han llamado Beelzebul, ¡cuánto más a sus domésticos! Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán”, había anunciado ya el Señor. La Escritura nos hace levantar la mirada al recuerdo del profeta Elías, y a su llamémosle “reencarnación” (con su espíritu y poder) en Juan Bautista, figuras ambas del Justo perseguido, del que toman actualidad los innumerables “mártires cristianos”, de relevo en relevo, cuyo testigo pasó también a las manos de nuestro santo, mártir, Óscar Romero, por la gracia de Cristo.

          No ha sido de otra manera en el caso del ahora proclamado mártir: Mons. Óscar Romero, que fue Arzobispo de San Salvador, y cuya entrega al Amor de Dios ha debido enfrentar la contradicción propia de los elegidos, que renunciando a su propio cuidado, se inmolan, por amor a las ovejas que le han sido confiadas. Esto, en medio de una situación de violencia irreconciliable, entre un estado de brutal represión por parte de la “Junta revolucionaria de gobierno”, y una militancia guerrillera y marxista, ideológica y justiciera, con pretensiones redentoras, impulsada por el odio, que bajo la pretensión de liberarlo, sumergía al pueblo en una espiral de terror que lo engullía en su vórtice mortal.

          El drama del Arzobispo Romero, combatiendo sin más armas que el amor cristiano en favor del débil y oprimido, sin descalificar ni desesperar nunca de la salvación de nadie, y sin inclinarse ante la lógica diabólica de la aniquilación de toda alteridad, condujo al Arzobispo al rechazo tanto de propios, como de extraños, en un difícil discernimiento de las propuestas del mismo magisterio eclesial, ante el que no faltaron interpretaciones arbitrarias y perniciosas, buscando capitalizar la pobreza en beneficio propio, con ideologías espurias. La doctrina de “Medellín”, ciertamente puntera en cuanto a la pastoral eclesial de aquellos años, se vio envuelta en propuestas surgidas de universidades europeas que aplicaban a la realidad un análisis, de corte marxista, claramente antievangélico, que aumentando la fractura social realimentaban la represión, en espera de una síntesis de ruptura, que se iba extendiendo por toda Latinoamérica como reguero de pólvora, y que de hecho, desembocó en El Salvador en guerra civil.

          De forma providencial, Mons. Romero, no se dejó nunca deslumbrar por esa peligrosa falacia doctrinal, que andando los años fue claramente estigmatizada por el Magisterio, pero su incansable fustigamiento de la injusticia que terminó con su vida, hizo así, que fuera tomado como adalid, por aquellos con quienes nunca compartió bandera ni actuación. Esta pretendida identificación, falsa, y unilateral con Mons. Romero, salpicó la pureza de las cristalinas aguas de la caridad del santo, empañando su transparente diafanidad, incluso en ámbitos eclesiales por algún tiempo, pero la luz se fue abriendo camino a través de la Congregación para la Doctrina de la fe, que estudió su predicación; más tarde a través del papa Benedicto, y por último de S.S. Francisco, providencialmente, cercano conocedor de su colega salvadoreño.

          Así hablaba a sus paisanos:

          Es necesario renunciar a “la violencia de la espada, la del odio”, y vivir “la violencia del amor, la que dejó Cristo clavado en una cruz, la que se hace cada uno para vencer sus egoísmos y para que no haya desigualdades tan crueles entre nosotros”.

          Así habló finalmente a quienes detentaban el poder, en esta homilía que se ha denominado “de fuego”, el día 23 de marzo de 1980, en la que se ofrecía a sí mismo en holocausto, y que supuso el comienzo de un nuevo “día” para la nación.

          Quisiera hacer un llamamiento, de manera especial a los hombres del ejército. Y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la policía, de los cuarteles… Hermanos, son de nuestro mismo pueblo. Matan a sus mismos hermanos campesinos. Y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia, y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado. La Iglesia defensora de los derechos de Dios, de la ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre. En nombre de Dios pues, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: Cese la represión.

          Sólo la propia inmolación a ejemplo de Cristo, dejándose fagocitar por el Dragón infernal, hizo posible su eliminación.

          Gracias sean dadas a Dios, que a través de la gracia de su Hijo, suscita siempre profetas, santos y testigos de su amor, para venir en ayuda de los hombres a través de su Iglesia, a través de su Espíritu de fortaleza y santidad. Gracias por Mons. Romero. Gracias por San Óscar Arnulfo Romero Galdámez, obispo y mártir.              
                                                                      
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Domingo 25 del TO B


 Domingo 25 del TO B (martes 7)
(Sb 2,12.17-20; St 3,16-4,3; Mc 9, 30-37)

Queridos hermanos:

Las Escrituras como contenido de la Revelación del amor Dios y de la Historia de la Salvación, necesitan del Espíritu Santo que las unifique en el corazón del creyente, proveyendo los criterios de discernimiento de los acontecimientos pasados presentes y futuros. En efecto, el discernimiento fruto del amor que está a la raíz de todo, sólo el Espíritu Santo lo derrama en el corazón del creyente, abriendo sus ojos a la comprensión de las Escrituras.
A la venida del Mesías sobre las nubes del cielo, glorioso y restaurador de la soberanía de su pueblo, que esperaba Israel, y también los discípulos, debía preceder el “año de gracia del Señor”, que Israel no sabe discernir separadamente a su manifestación gloriosa y sobre todo a su encarnación del Siervo de Yahvé anunciado por Isaías, de cuya vida el libro de la Sabiduría, en la primera lectura, hace una descripción interpretando su rechazo. En el Evangelio, vemos a Cristo  instruyendo a sus discípulos en este discernimiento que será el fruto de su maduración en el amor. A través de la Palabra, también a nosotros el Señor nos abre las Escrituras, haciéndonos crecer en el conocimiento que es la experiencia de su amor.
La causa de la falta de discernimiento del pueblo, sobre este aspecto fundamental de la misión del Mesías, lo atribuirá Jesús, a la ignorancia de los judíos, sobre de aquello de: “Misericordia quiero; yo quiero amor”. Se trata de una falta de sintonía con el corazón de las Escrituras que es el amor, como se lee en la oración colecta, y que Cristo encarnará hasta el extremo, haciéndose el último, mediante el servicio a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas, abrazando la cruz y en ella a la humanidad entera.
Nietzsche, se sintió en el deber de combatir ferozmente el cristianismo, reo, en su opinión, de haber introducido en el mundo el «cáncer» de la humildad y de la renuncia, a las que en su obra Así hablaba Zaratustra, opone la «voluntad de poder» encarnada por el superhombre, el hombre de la «gran salud», que quiere alzarse, no abajarse, oponiéndose a los valores evangélicos.
Nosotros necesitamos hoy que esta palabra nos amoneste, no tanto para aceptarla intelectualmente, como para hacerla viva y operante en nuestra vida. Nuestro discernimiento irá siendo completado por la obra del Espíritu, pero la fe hay que vivirla cada día en la libertad, para que sea amor en el servicio de los hermanos.

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Domingo 24 del TO B


Domingo 24º del TO B (cf. Jueves 32; dgo. 12 C)
(Is 50, 5-10; St 2, 14-18; Mc 8, 27-35)

Queridos hermanos:

          Dios se hace presente en este mundo, en Cristo, para librarlo de la esclavitud al diablo y sellar con los hombres una alianza nueva y eterna, pero antes se presenta primeramente a sus discípulos, como el Siervo que debe entrar en la muerte y resucitar. Ambas cosas difícilmente comprensibles a la mentalidad carnal del momento. Sólo con la venida del Espíritu Santo, se iluminará a los discípulos la cruz, como misterio de salvación envuelto en el sufrimiento del sacrificio redentor de amor, de la misericordia divina: ¿Quién decís vosotros que soy yo? El Espíritu de Dios da la respuesta por boca de Pedro: “Tu eres el Cristo”, que Mateo completa: “El Hijo de Dios vivo.” Entonces Jesús, después de anunciarles su pasión, muerte y resurrección, añade: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame.”
          El Padre revela a través de Pedro la fe que fundamentará y sostendrá a la Iglesia, a Cristo, su misión de Siervo del que habla la primera lectura, en cuya entrega se complace el Padre: “Era necesario que el Cristo padeciera…El Hijo del hombre “debe sufrir mucho”…
          Pedro es pues investido por Cristo, de las prerrogativas de Mayordomo de la Casa de Dios cuyo distintivo son las llaves, como Eliaquín en el palacio de David, (Is 22, 20-22); de las del Sumo sacerdote Simón hijo de Onías, (cf. Simón hijo de Jonás, Mt 16, 17, o Simón hijo de Juan, Jn 1, 42), que puso los cimientos del templo (Eclo 50,1); y de las del Sumo sacerdote Caifás, Kefa, (Cefas), de pronunciar el nombre de Dios el día del Yom Kippur: “Tu eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.”
          Esta designación de Pedro, parte de la elección divina gratuita que lo impulsa a proclamar el nombre de Dios, que sólo era lícito al Sumo Sacerdote, y a que revele la filiación divina de Cristo, fundamento de la nueva fe, que será el cimiento de la Iglesia, como comunidad mesiánica, escatológica, que comienza a existir.
          Por eso, “Cefas”, sustituye a Caifás, cuya función queda tan obsoleta, como su culto en el templo de Jerusalén, una vez que la Presencia de Dios lo abandona, rasgándose el velo del Templo de arriba abajo. Desde aquel año en el que el hilo rojo de las puertas del Templo no fue blanqueado.[1]  Precisamente, el nuevo sacerdocio se inicia fuera del templo y de Jerusalén, en el lugar “profano” de Cesarea de Filipo, y ajeno a la casta sacerdotal de los levitas. La “unción” realizada por Cristo, viene de lo alto, mediante la revelación hecha a Pedro de la nueva fe: “Jesús de Nazaret es el Cristo, el Hijo del Dios vivo”.
          Pedro por inspiración de Dios va a recibir el "primado" en la proclamación de la fe en Jesús de Nazaret: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo, fe sobre la que se va a cimentar la Iglesia, y va a recibir de Cristo la promesa también del primado en el gobierno de la Iglesia misma. La confirmación de este primado la recibirá, cuando haya profesado por tres veces su amor a Cristo (Jn 21, 15-19).
          Dios desvela a los discípulos la persona del Cristo, que viene a salvar lavando los pecados, que Zacarías anuncia como, fuente que brota de la casa de David, en Jerusalén, en medio de un sufrimiento profundo, en el que será traspasado el “hijo único”, que en el Evangelio se revela como: “Hijo del Dios vivo”. De su costado abierto, manarán como de una fuente, agua y sangre. Se derramará “un espíritu de gracia y de clemencia”, en el que la Iglesia ve anunciado el Bautismo que nos salva, y que lava el pecado.
          La dialéctica entre muerte y vida, introducida en la historia por el pecado del hombre, alcanza a la redención que Dios mismo asume en su propio Hijo, para dar al hombre vida eterna, cuando la historia sea recreada por la misericordia divina, mediante la aniquilación de la muerte, en la cruz de Cristo Jesús. Esta fuente abierta está en la Iglesia, y sus aguas saludables brotan sin cesar de su seno bautismal, como del corazón de Cristo crucificado, para comunicar vida eterna, a cuantos se incorporan a él mediante la fe revelada a Pedro, que obra por la Caridad, como dice Santiago en la segunda lectura.

          Proclamemos juntos nuestra fe.
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[1] F. Manns Introducción al judaísmo, cap. V p.73: En la fiesta de Kîppûr, amarraban un hilo rojo a las puertas del Templo y otro hilo rojo a los cuernos del cabrito, que era echado al desierto. Si la oración del sumo sacerdote, la confesión, era sincera, el hilo rojo que estaba en la puerta del Templo cambiaba de color y se transformaba en blanco. Por eso Isaías dice que aunque tus pecados sean rojos como escarlata serán blancos como la lana (cf. Is 1,18). El talmud nos dice que cuarenta años antes de la destrucción del Templo, el hilo rojo no se volvió blanco (en Yom Kippur). Si hacemos los cálculos nos llevamos una sorpresa. El Templo fue destruido en el 70. Entonces, cuarenta años antes significa que nos encontramos justamente en la época de la crucifixión (Pascua) de Jesucristo. Es el talmud quien lo dice.