Martes 6º de Pascua

Martes 6º de Pascua

(Hch 16, 22-34; Jn 16, 5-11)

Queridos hermanos:

Como nos decía la palabra estos días, la obra de Cristo continúa en sus discípulos, que han sido asociados a su misión y han recibido la fuerza y el testimonio del Espíritu. A las despedidas se une la promesa del Paráclito (Defensor-Consolador). Hasta ahora Cristo estaba junto a sus discípulos (Dios con nosotros) para instruirlos, sostenerlos, consolarlos y guardarlos, pero ahora vivirá dentro de ellos (Dios en nosotros) cuando reciban su Espíritu Santo. El que esa separación se vaya a realizar en medio de un sufrimiento enorme, les escandalizaría aún más si llegasen a comprenderlo.     

También los discípulos unidos a Cristo y a su misión, por la fe, beberán en su día de este mismo cáliz, pero al presente son incapaces siquiera de oírlo mencionar. Cristo les anuncia al que hará posible en ellos lo que él mismo realiza. Recibirán el Espíritu Santo. Los discípulos viven todavía su relación con Cristo, en la carne más que en la fe, y sólo el pensamiento de separarse de él, los entristece, y no están en grado de comprender los grandes motivos ni los enormes frutos que de ese acontecimiento se desprenderán.

 Con todo, ellos mismos beberán un día de ese cáliz del que ahora son incapaces tan siquiera de oírlo mencionar. Cristo, les habla de quien lo hará posible en ellos, como lo hace en él, y les promete el Defensor, el Consolador. Por él, recibirán la gracia de que Cristo viva en ellos con una presencia más personal, íntima y eficaz, y con una relación más profunda de filiación con el Padre y de hermandad con el Hijo. Cristo entra al cielo, y el cielo penetra en los discípulos con el Espíritu; enorme ganancia y conveniencia para la que era necesario primero limpiar del infierno su corazón. Era necesaria la muerte de Cristo, para que sus pecados fueran disueltos, y que resucitara el Señor, para que recibieran vida eterna.

          Por el sacrificio de Cristo, en el mundo sumergido ahora bajo el pecado de su incredulidad, aparece la justicia por la fe en Cristo, obra del Espíritu, y el príncipe de este mundo, mentiroso y asesino, queda convicto de pecado, juzgado y condenado, mientras el pecado del hombre queda perdonado. Ahora, el mundo se divide: entre quienes creen en Cristo y quienes se resisten a acogerlo por la fe. Los discípulos que habían creído que Jesús, su Maestro, era el Cristo; ahora comienzan a creer que Jesús es el Señor, es Dios; se apoyarán en él, esperarán en él y lo amarán, dice San Agustín.

Acoger a Cristo en sus enviados, es un salir del pecado y entrar en la justicia, condenando al demonio. Rechazar a Cristo, es frustrar en sí mismos la misericordia de Dios. El pecado de la incredulidad es nefasto, porque con él, todos los pecados permanecen.

Cuando me vaya, (viene a decir Jesús), el mundo será enfrentado a la fe en mí, a través de vosotros, y quedará de manifiesto el pecado de su incredulidad. Pero será el Espíritu que recibiréis quien realizará la obra, y por eso digo que convencerá al mundo de pecado por su incredulidad, y de la justicia propia de la fe, porque yo estaré en el Padre, y en consecuencia será manifiesta la condena del príncipe de este mundo, padre de la mentira, que negó la verdad del amor de Dios que es Cristo.

Los fieles, en cambio, habiendo aceptado el juicio de perdón y misericordia de Dios, que Cristo ha hecho patente sobre sus pecados, con su cruz, no serán juzgados, habiendo pasado de la muerte a la vida. Cristo se prepara para beber el cáliz preparado para los pecadores, bebiendo del “torrente” del sufrimiento del que debe beber el Mesías en su camino, para después ser abrevado en el “torrente” de tus delicias, y levantar la cabeza.

             Que así sea.

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Lunes 6º de Pascua

Lunes 6º de Pascua

(Hch 16, 11-15; Jn 15, 26-16,4)

Queridos hermanos:

          Dios ha querido salvarnos mediante la redención de Cristo, que nos   testifica el amor del Padre. La redención es gratuita y precede a nuestra respuesta, pero el testimonio de su amor debe ser acogido por la fe. Mas ¿cómo creerán sin que se les predique, y cómo predicarán si no son enviados?

          El testimonio de Cristo, con sus palabras y con la entrega de su vida, lo confirma el Padre con sus obras a través del Espíritu Santo. Así también nuestro testimonio, es acompañado por el testimonio del Espíritu, en nuestro interior y ante el mundo. Cristo es el testigo fiel y veraz enviado por el Padre, y quien constituye en testigos a sus discípulos. Si por esta redención y este testimonio, Cristo ha entregado su vida, sus discípulos también serán perseguidos. No hay amor más grande, ni grandeza semejante a la de este amor. Quien lo recibe, se incorpora al testimonio de Cristo y como él, debe asumir sin acobardarse el escándalo de su cruz.

          Solo a través de la purificación del sufrimiento y la persecución, se acrisolan nuestra fe y nuestro amor de su carga de interés, y del buscarnos a nosotros mismos aun en las cosas más santas, para poder aquilatarse en la gratuidad del servicio, y del don desinteresado de sí, fruto del Espíritu. Ante el escándalo de la cruz, Cristo previene a sus discípulos, revelándoles los caminos inescrutables de Dios, y sosteniéndolos con la fuerza del Espíritu Santo, que llena de gozo el corazón de los fieles. Sufrirán, pero no perecerán.  

          Como hemos escuchado: “El Espíritu dará testimonio de mí, y también vosotros daréis testimonio”. Algunos exégetas hablan del Cristo histórico y del Cristo de la fe, atribuyendo a la fe de la comunidad cristiana la divinización de Cristo. Con todo, deberán explicarnos, cómo aquel grupo de discípulos “insensatos y tardos de corazón”, a los que el estrepitoso fracaso humano de su maestro, dispersó, e hizo encerrarse por miedo a los judíos, fueron capaces, y tuvieron la osadía, de afrontar las consecuencias del acontecimiento, ofreciendo su vida por el testimonio de aquel crucificado, realizar toda clase de prodigios y señales en su nombre, y propagar su fe hasta los últimos confines de la tierra, en lugar de disolverse y esconderse, como ratas, si no contaron con la veracidad del testimonio del Espíritu, acerca de la divinidad de Cristo, y con su fortaleza. No son ellos quienes han pergeñado y orquestado la divinización de Cristo, sino quienes han sido alcanzados por ella, gracias al testimonio interior del Espíritu, y a las obras que lo acompañan y acreditan.

          Hay un sufrimiento unido al amor, que tiene plenitud de sentido y que es fecundo, y da fruto en abundancia por los méritos infinitos del Verbo de Dios encarnado. Amar es negarse, y negarse es siempre sufrir. Cristo tiene que sufrir los dolores del alumbramiento del Reino que son siempre amor, y sus discípulos, pasando tras el Señor por el valle del llanto, van a ser sumergidos en el torrente del sufrimiento, del que debe beber el Mesías, para levantar con él la cabeza, en el gozo eterno de la Resurrección.

          Aquí, el Espíritu, es llamado Espíritu de la Verdad, para suscitar la aceptación de su testimonio, que ni se engaña, ni puede engañar. Es Dios quien apoya con sus obras la palabra de sus mensajeros declarándolos veraces. El Hijo ha recibido un cuerpo en Jesús de Nazaret, y el Espíritu, en nosotros, en la Iglesia, para testificar ante el mundo el amor que Dios le tiene, y su voluntad de salvarlo mediante la fe en Jesucristo.

          Con esta palabra se nos propone la misión, con persecución, y se nos promete el Espíritu; la suavidad de su consuelo y la fortaleza de su defensa para vencer la muerte. La Iglesia comparte con Cristo la misión de subir a Jerusalén, para dar la vida por el testimonio del amor de Dios que ha conocido en Cristo, y que ha recibido del Espíritu Santo.

          La Eucaristía, con nuestro amén, nos introduce en el testimonio de Cristo. ¡Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, Ven Señor!

          Que así sea.

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Domingo 6º de Pascua B

Domingo 6º de Pascua B 

(Hch 10, 25-26.34-35.44-48; 1Jn 4, 7-10; Jn 15, 9-17)

Queridos hermanos:

          La palabra de hoy está centrada en la Caridad de Dios que está a la raíz de todo, dando consistencia a todas las cosas. Como hemos escuchado en la primera lectura, el amor de Dios alcanza a todos y quiere que todos lo conozcan y puedan recibirlo. En primer lugar lo revela a través de su Hijo hecho hombre, entregándolo en la cruz para el perdón de los pecados, y Cristo mismo, se entrega por amor al Padre y a nosotros, con el mismo amor del Padre que está en él.

Cristo, hace suya la iniciativa del Padre, porque está en sintonía total de voluntad y de amor con él: lo que el Padre quiere, lo quiere igualmente el Hijo. Su entrega, es la del Padre realizada en el Hijo, para que su amor esté en nosotros, a quienes llama a ser sus discípulos, para que nosotros lo testifiquemos ante el mundo. En este amor hemos sido introducidos por su gracia y en él somos invitados a permanecer, adhiriéndonos a sus mandamientos, que se unifican en el amor mutuo.

El Señor desea para nosotros plenitud de gozo dándonos el suyo, que proviene de permanecer en el amor del Padre cumpliendo sus mandamientos. Su gozo estará en nosotros si también cumplimos sus mandamientos, que son en realidad uno solo: “Que os améis los unos a los otros como yo os he amado.” Así lo ha querido el Padre porque nos ama y así lo ha realizado el Hijo por amor a su Padre y a nosotros. Este amor del Padre y del Hijo es el Espíritu Santo, cuyo fruto en nosotros es el amor mutuo y también el gozo. Para este fruto y misión eligió a sus discípulos, y a nosotros, como a la familia de Cornelio, haciendo descender sobre nosotros su Espíritu. Ahora podemos llamarnos y ser realmente sus amigos si cumpliendo sus mandamientos permanecemos en su amor.

Como al niño se le manda comer y estudiar, a nosotros el Señor nos manda amar; lo que está detrás de este mandato es el amor y no el despotismo o la arbitrariedad del autoritarismo. Se nos invita a amar, no sólo con nuestro afecto, sino sobre todo, con nuestra entrega, que puede llegar a ser extrema, como la de Cristo, para que nuestro gozo sea pleno. Amar, en efecto, es un negarse a sí mismo; un morir cotidiano a nosotros mismos en bien de alguien. El amor de Cristo nos apremia; es solícito del bien del otro, siendo Dios el sumo Bien que se nos ha dado en su Hijo. Su voluntad se identifica con nuestro bien, y se hace mandamiento en el amor cristiano.

Dándonos el Espíritu Santo, y su gozo, su amor en nosotros se hace pleno y testifica el amor del Padre y del Hijo, si es plena nuestra entrega. La consecuencia es pues, el cumplimiento del mandamiento del Señor: “Que os améis los unos a los otros” sin reservaros la vida que yo mismo os he dado. Para este fruto hemos sido elegidos y destinados: “No me habéis elegido vosotros  a mí, sino que yo os he elegido.” El amor entre los hermanos es signo para el mundo del amor que Dios derrama sobre él, llamándolo a la fe; es apremiante para la vida del mundo y se hace mandato ineludible para nosotros. Este amor debe ser como el de Cristo por nosotros, que le ha llevado hasta el don de la vida, no solo como un ejemplo a imitar, sino como un don a compartir. Este amor va acompañado de la amistad de Cristo, de la total confianza en Dios, y de su gozo, que no se diluye en medio de los sufrimientos del amor, de modo que recibamos del Padre cuanto necesitemos, y que permanezca después de la muerte para la vida eterna que se nos da en la Eucaristía.

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 5º de Pascua

Sábado 5ª de Pascua

(Hch 16, 1-10; Jn 15, 18-21)

Queridos hermanos:

          La primera lectura de los Hechos, nos presenta el momento clave en el que la fe cristiana va a entrar en lo que hoy llamamos occidente a través de Macedonia, lo cual va a provocar el encuentro con el pensamiento griego que será decisivo en el futuro desarrollo de la Iglesia y de la futura Europa.

          El Evangelio nos habla del mundo en su acepción negativa, que engloba todo el entorno sujeto consciente o inconscientemente a la influencia, a la dependencia, e incluso a la esclavitud del diablo. El mundo y la Iglesia, son realidades completamente opuestas, antagónicas, como lo son Cristo y Beliar (2Co 6, 15). Como dice Santiago: “Cualquiera, pues, que desee ser amigo de “este” mundo, se constituye en enemigo de Dios.” 

          El Evangelio nos habla del odio del mundo a Cristo y por tanto a la Iglesia, que en estos momentos es cada vez más evidente, y no debe sorprendernos, ya que el príncipe de este mundo es el diablo que aborrece a Dios y por tanto a Cristo. El otro día leíamos la carta a Diogneto en la que se hablaba de este odio que nadie sabe explicarse, pero que viene de la sujeción al diablo propia del “mundo.”

          La obra de Cristo y de la Iglesia: es precisamente, arrebatar al diablo sus hijos, y arrancar del corazón del hombre las raíces amargas del pecado. Llevar a los hombres al conocimiento de Dios y de su amor, perseverando hasta el fin:

          “Y seréis odiados de todos por causa de mi nombre; pero el que persevere hasta el fin, ése se salvará; No os extrañéis, hermanos, si el mundo os aborrece; Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado, porque no son del mundo, como yo no soy del mundo; En verdad, en verdad os digo: no es más el siervo que su amo, ni el enviado más que el que lo envía; Si al dueño de la casa le han llamado Beelzebul, ¡cuánto más a sus domésticos! ”

          Que así sea.

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Santos Felipe y Santiago Apóstoles

Santos Felipe y Santiago Apóstoles

(1Co 15, 1-8; Jn 14, 6-14)

Queridos hermanos:

El sentido de nuestra vida es alcanzar al Padre, que hemos conocido gracias a Cristo, que ha venido a revelárnoslo con sus palabras, que proceden del Padre, con sus obras, que el Padre realiza por el Espíritu Santo, con su amor, con el que el Padre le amó desde toda la eternidad, y con su misma vida que hemos recibido de él por el envío del Espíritu Santo, y así podamos decir lo que de él nos ha enseñado, amar como él nos ha amado, y dar vida a quienes no lo conocen llevándolos a la fe.

Cristo viene del Padre, está en él, vive por él, habla por él, y ama con su mismo amor. Nosotros estamos en Cristo, hablamos sus palabras, y amamos con el amor que nos ha dado, haciéndolo presente con nuestra vida. Así, el mundo puede ver en nosotros a Cristo, y en Cristo al Padre, porque estamos en comunión con ellos para que el mundo crea.

 En esta fiesta de los apóstoles: Felipe el de Betsaida, llamado y elegido por el Señor; intermediario al que el Señor probó en la multiplicación de los panes; y Santiago el menor, o de Alfeo, o hermano del Señor, el evangelio nos remite al Padre, origen y meta de toda la Revelación.

San Pablo en la primera lectura, nos presenta a los apóstoles como testigos de la resurrección del Señor. Para esa especial misión fueron llamados por el Señor, y tuvieron la gracia de convivir con él.

Jesús vuelve a hacernos presente a Dios, su Padre, a quien él mismo nos ha revelado con sus palabras, sus obras y su propia persona, para que a través de él, lo alcancemos también nosotros. A él está unido Cristo, con él, es uno, y a él, quiere unirnos a nosotros por la fe y las obras. Por eso él, es el único camino hacia el Padre; la verdad del Padre y única posibilidad de conocerlo en este mundo; vida del Padre que se nos ha acercado en Cristo, y que la muerte no puede destruir.

Como a los apóstoles, también a nosotros nos cuesta mucho comprender la igualdad, unidad, pero no identidad de Cristo con el Padre, que sería tanto como querer comprender el misterio de la Santísima Trinidad. Nos resulta más fácil seguir llamando Dios, a quien Cristo nos ha enseñado llamar Padre nuestro, pero cuyo amor, misericordia, bondad, palabra, etc. nos han sido reveladas por Cristo y en Cristo: Quien me ve a mí ve al Padre; el Padre está en mí y yo en el Padre; como el Padre me amó os he amado yo; yo y el Padre somos uno;  Con todo, la unidad entre el Padre y el Hijo no es identidad, aunque el Hijo sea igual al Padre, porque: “El Padre es más grande que yo (Jn 14, 28)”; mi alimento es hacer su voluntad; yo hago siempre lo que a él le agrada.

Cristo, con sus obras y sus palabras nos hace presente al Padre, presente en él. Por la fe, los discípulos nos unimos a Cristo y por tanto al Padre, y recibimos la misión de hacerlos presentes ante el mundo, realizando las obras de Cristo, por las que el Espíritu Santo da testimonio de ellos. Lo que los fieles piden a Cristo, él, lo realiza, junto con el Padre, por medio del Espíritu.

          En este recuerdo de los apóstoles, bendigamos al Señor con toda la Iglesia. Las obras de Cristo, son señales que nos muestran que el Padre está en él, y con él nos unen de forma excelente en la Eucaristía.

           Que así sea.

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Jueves 5º de Pascua

Jueves 5º de Pascua

(Hch 15, 7-21; Jn 15, 9-11)

Queridos hermanos:

          Hoy el Evangelio nos habla del amor del Padre que hemos conocido a través del amor de Cristo. Lo que Cristo ha recibido del Padre nos lo da, para que lo que nosotros recibimos de él lo demos también a los hombres. El deseo de Cristo, es llenarnos de su gozo. Sabemos que el gozo es un fruto del Espíritu Santo, o sea del amor que une al Padre y al Hijo. Por eso el deseo de Cristo se hará realidad si permanecemos unidos a su amor, porque se permanece en el amor, amando. Pero como para nosotros este amor era inalcanzable, Cristo mismo lo ha traído hasta nosotros, y con su entrega en la cruz, nos ha alcanzado poder ser introducidos en él. No tenemos que conquistarlo, sino que él lo ha conquistado para nosotros. El Señor nos invita por tanto a permanecer en este don que él ha hecho posible para nosotros; a no alejarnos de él, a no apartarlo de nosotros, a no contristarlo, a no contradecir sus deseos de paz y misericordia, sino a guardar su palabra, y sus mandamientos. La permanencia en el amor implica obediencia y combate contra pasiones y sugestiones, con las que nuestro yo se resiste a ser relativizado frente al bien del otro.

          El secreto del amor de Cristo al Padre, es hacer siempre lo que a él le agrada. Sabemos que a Dios le complace siempre nuestro bien, porque es amor, y el que ama, piensa más en el bien de la persona amada que en sí mismo, y eso, a veces, implica renunciar al propio bienestar. Por eso el Padre entrega al Hijo por nosotros; por eso el Hijo obedece al Padre hasta la muerte. Así le ama, le obedece, y lleno del gozo de este amor se entrega y padece por nosotros. Descubrimos en Cristo la paradoja del “gozo en el dolor” que acompaña al amor. La alegría y el dolor no se excluyen mutuamente en presencia del amor: Qué triste alegría la que dan las cosas, que alegre tristeza la que da el amor. Qué triste alegría la que dan los otros, qué alegre tristeza la que da el Señor.

          El Señor nos ha dicho que quiere para nosotros su gozo, y por eso nos da su amor, y su mandamiento de entregarnos, sin temer al dolor que conlleva. La primera lectura nos recuerda que el Señor nos ha permitido escuchar el Evangelio, ha hecho posible para nosotros la fe, y nos ha dado su Espíritu gratuitamente. Todo es gracia. Nos ha introducido en su amor, que es el amor del Padre, para que permanezcamos en él, y su gozo alcance plenitud en nosotros.

          Hay un dolor en la inmolación amorosa que tiene plenitud de sentido, porque es fecundo, y produce mucho fruto. Cristo tiene que sufrir los dolores del alumbramiento del Reino, y los apóstoles, pasando detrás de él por el valle del llanto, van a ser sumergidos en el torrente del que debe beber el Mesías, para levantar con él la cabeza, en el gozo eterno de la resurrección. 

          Que así sea.

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Miércoles 5º de Pascua

Miércoles 5º de Pascua 

(Hch 15, 1-6; Jn 15, 1-8)

Queridos hermanos:

          Nueva imagen eucarística por la que la vida del Señor pasa a sus discípulos como a los sarmientos de la vid, llamados en Cristo, a la fecundidad generosa del amor. Esta abundancia de fruto, de amor, en su discípulo, es la que glorifica al dueño de la viña, porque: “Yo quiero amor,” dice Dios, por boca del profeta Oseas. El amor de Dios, su celo por la salvación del mundo, es el que le hace podar, limpiar su viña, y cortar los sarmientos que no dan fruto. Este es el mismo celo que Cristo manifiesta al decir: “Lo que os mando es, que os améis los unos a los otros.” Y la primera forma de cumplir este precepto es, no aplicárselo al hermano. 

          La comparación de la vid que nos presenta la palabra de hoy, es fácil de entender a primera vista, pero presenta además algunas cuestiones sobre las que debemos reflexionar. Dios tiene una vid con sus sarmientos, que deben dar fruto, ya que no se trata de una planta ornamental, como ocurre también con la higuera, en el Evangelio. Como buen viñador, el Padre quiere que su vid produzca mucho fruto y por eso, el Padre cultiva su vid, arrancando los sarmientos que no dan fruto, sino solo hojas, y desperdician la savia en balde, en perjuicio del fruto. Cuando los sarmientos producen poco fruto, tienen, igualmente, exceso de hojas que es necesario podar, para aprovechar toda la savia en beneficio del fruto. Es, evidente, por tanto, que la vid está en función del fruto, y que este solo es posible cuando los sarmientos permanecen unidos a la vid. Pero, ¿de qué fruto estamos hablando?, ¿quién es el destinatario de este fruto, a quien se ordena tanta dedicación, tanto amor?

          Lo mismo que Cristo nos ha hablado del pan de su cuerpo que sacia, para dar al mundo la vida divina, hoy el Señor nos habla de la vid como la madre, o la fuente, de la que brota el vino nuevo del amor divino, como abundante fruto en su sangre. Es el Padre quien lo ha engendrado en los discípulos amándolos hasta el extremo en Cristo su Hijo. No son, por tanto, nuestras alabanzas las que lo glorifican, sino su don gratuito para nuestra salvación; no lo que podamos decir, sino lo que alcancemos a amar como fruto de su amor. La Gloria del Padre es su Espíritu, dado a Cristo, y que él nos comunica a nosotros para que seamos uno en el amor, como el Padre y el Hijo son uno. Amando lo hacemos visible y testificamos su misericordia: Dios es tal, que a unos miserables pecadores como nosotros, nos ha concedido gratuitamente el poder amar, negarnos a nosotros mismos, y llegar a ser hijos suyos, dándonos su Espíritu Santo. Cristo es quien ha dado mayor gloria a Dios entregándose por sus enemigos: “¡Padre, glorifica tu Nombre!”  

          Cumplir este precepto es, preocuparnos de amar nosotros, y no tanto de que los demás amen: “Si amáis a los que os aman que hacéis de particular”. El amor nos justifica, y quien ama, justifica a la persona amada. El que se “ama” a sí mismo, necesita justificarse, porque no tiene amor que lo justifique. Quien ama, se inmola en alguna medida y recibe de Cristo la plenitud de su gozo.

          Hoy la palabra nos habla del gran amor de Dios por el mundo de los pecadores y de la importancia de testificarlo con la propia vida, a quienes viven sometidos y en la tristeza de la muerte. Dios quiere llenarnos del celo que nos purifique y nos haga inocentes, porque: “la caridad, cubre la multitud de los pecados.”

          El Verbo ha sido enviado por el Padre, hecho hombre como nosotros, para traernos el vino nuevo del amor de Dios a nuestro corazón, que lo había perdido por el pecado, y así introducirnos en la fiesta de las bodas con el Señor.

          Por la pasión y muerte de Cristo, Dios perdona nuestro pecado, y a través del Evangelio nos llama a ser injertados en él, la vid verdadera, para que pasando a nosotros su vida divina, por la fe en él, y mediante el Espíritu Santo, demos el fruto abundante de su amor para la vida del mundo.

          La obra de Dios en Cristo, nos ha rodeado gratuitamente de su amor, y nos toca a nosotros defender el don que se nos ha dado, permaneciendo en él, al amor de su “fuego”. Unidos a Cristo por su gracia, el fruto de su amor está asegurado y lo obtiene todo de Dios. Así, los hombres alcanzados por el amor de Dios que está en nosotros, glorificarán al Padre por su salvación en Cristo, en cuya mano Dios lo ha colocado todo.

          Bendigamos al Señor que se nos da en la Eucaristía para avivar nuestro amor, y nuestro celo por los que no le conocen.

           Que así sea.

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Martes 5º de Pascua

Martes 5º de Pascua

(Hch 14, 19-28; Jn 14, 27-31)

Queridos hermanos:

          Cristo ha llegado al término de su misión y se prepara para “volver” al Padre. Vuelta tortuosa y terrible a través de la pasión y la muerte. Ya sabe el Señor que este discurso de hoy no gusta a sus discípulos, y que los escandaliza, por eso comienza dándoles la Paz. Es un discurso de obediencia y de cruz, y sobre todo es un discurso de Amor. Solo Dios puede entrar en él, y nosotros con su Don. En la oración colecta pedimos fortaleza en la fe y en la esperanza.

          El que Cristo haya revelado a Dios como su Padre y al Espíritu como paráclito procedente del Padre, no agota, por eso, el conocimiento del misterio de Dios, que irá creciendo en sus discípulos, tanto en este mundo, como cuando sean incorporados a su eternidad, y al verlo tal cual es, sean semejantes a él, según las palabras de san Juan.

          Cristo, engendrado por el Padre, es uno con él, está en él y él en Cristo, pero el Padre es mayor que él; es él quien lo envía, y quien le manda y le enseña lo que debe decir y hacer, quien le entrega todo, y quien lo conoce todo. Cristo se alimenta haciendo siempre la voluntad del Padre y permanece en su amor. Conocer a Cristo es conocer al Padre.

Para Cristo, se acerca el momento decisivo de su misión y de su retorno al Padre. Vuelta tortuosa y terrible a través del parto trascendental de su pasión y muerte. Toda su vida ha sido un testimonio de obediencia y amor al Padre, que va a consumarse en la cruz, por amor a nosotros. El que ama a Cristo, no mira tanto su propia frustración, como la gloria del Padre, por la que Cristo se entrega a la cruz en favor nuestro. Su regreso al Padre es una garantía de su victoria en el combate de la cruz, que nos alcanza a nosotros con la efusión de su Espíritu.

El Señor, consciente de la fragilidad de sus discípulos, que van a ser sometidos al escándalo de la cruz,  quiere iluminarles el sentido y la grandeza del acontecimiento pascual, y de la separación que hará posible una nueva presencia suya en nosotros a través del Espíritu Santo. Será un momento de obediencia y de prueba, pero sobre todo un trance de Amor. Sólo Dios puede hacerlo posible para nosotros con su Don.  

Hemos escuchado a san Pablo decir que hay que pasar mucho para entrar en el Reino de los Cielos. Necesitamos la paz de Cristo y su fortaleza en el amor al Padre y a los hermanos, para que nuestro corazón no se acobarde. El mundo debe saber que Cristo ama al Padre y debe saber también, que este amor ha sido derramado por Cristo en nosotros, para salvarlos a ellos.

Hay un sufrimiento unido al amor en el corazón de Cristo, que tiene plenitud de sentido, porque es fecundo, y da mucho fruto. Cristo tiene que sufrir los dolores del alumbramiento del Reino, y los apóstoles van a ser sumergidos con él, en el torrente del sufrimiento, del que bebe el Mesías, para levantar también con él la cabeza, en el gozo eterno de la resurrección.

Lo que aparecerá como absurdo, estará cargado de sentido; lo yermo, pletórico de vida. Esa es la confianza de la fe, la fortaleza de la esperanza, y la generosidad de la caridad. Esos son los renglones torcidos de Dios para nuestra visión distorsionada; la distancia entre los caminos de Dios y nuestras veredas. “Como aventajan los cielos a la tierra, así mis caminos a los vuestros”, dice el Señor.

En la Eucaristía, podemos ver realizada la conveniencia de que el Señor se vaya al Padre, haciendo pascua por nosotros.

         Que así sea.

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Santa Catalina de Siena

Santa Catalina de Siena

1Jn 1, 5-2, 2; Mt 11, 25-30

Queridos hermanos

          El Señor dice en el Evangelio, que lo mismo que el Padre se complace en los “pequeños” para manifestarse a ellos, así él viene en nuestra ayuda, invitándonos a descansar en él, tomando sobre nosotros su yugo, uniéndonos a él bajo su yugo como iguales, por su humanidad, sabiendo que el peso lo lleva él, porque ha asumido un cuerpo como el nuestro, y un yugo para rescatarnos de la tiranía del diablo, de forma que pudiésemos sacudirnos su yugo y hacernos llevadero nuestro trabajo junto a él en la regeneración del mundo. Qué suave el yugo y qué ligera la carga, si el Señor comparte con nosotros su mansedumbre y su humildad.

          Mientras Cristo siendo Dios se ha hecho hombre sometiéndose a la voluntad del Padre y tomando sobre sí nuestra carne para arar, arrastrando el arado de la cruz con humildad y mansedumbre, nosotros que somos hombres, queremos hacernos dioses, rebelándonos contra Dios, llenos de orgullo y violencia, poniendo sobre nuestro cuello el yugo del diablo que nos agobia y nos fatiga. Por eso dice el Señor: “Aprended de mí”. No a crear el mundo, sino a ser mansos y humildes de corazón, como dijo san Agustín. No a crear el mundo, sino a salvarlo unidos a Cristo; no a ser dioses, sino a someternos humilde y mansamente al Padre, trabajando con Cristo, el único redentor del mundo. Como dijo san Juan de Ávila: “Cristo, por el fuego del amor que en sus entrañas ardía, se quiso abajar para purgarnos; dándonos a entender que si el que es alto se abaja, con cuánta más razón el que tiene tanto por qué abajarse no se ensalce. Y si Dios es humilde, que el hombre lo debe ser” (Audi filia, cap. 108 y 109) unido a él.

          El Señor nos ha dicho: “Tenemos que trabajar en las obras del que me ha enviado; como el Padre me envió, yo también os envío.” Seguir a Cristo es asociarnos a su misión. Ahora tenemos un nuevo Señor a quien servir, para encontrar descanso para nuestras almas. El que pierde su vida por Cristo, la encuentra.

La mansedumbre y la humildad de Cristo en llevar su yugo, es lo que nos invita a aprender de él, llevándolo también nosotros para que descubramos que son suaves y ligeros su yugo y su carga, y encontremos descanso y reposo.

Nadie más pequeño y pobre que uno sometido voluntariamente al yugo del amor, y a la vez nadie más grande y más rico. Dios revestido de carne y carne glorificada de amor.

Para Cristo, el yugo del amor fue su cruz, que el Señor nos invita a tomar sobre nosotros como enseña el Eclesiástico. Siendo una palabra sobre la sabiduría, podemos, como san Pablo aplicarla a la cruz, que él ha visto como: “Fuerza de Dios y sabiduría de Dios.”

Que así sea.

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Domingo 5º de Pascua B

Domingo 5º de Pascua B 

(Hch 9, 26-31; 1Jn 3, 18-24; Jn 15, 1-8)

Queridos hermanos:

Lo mismo que Cristo nos ha hablado del pan de su cuerpo que sacia para dar al mundo la vida divina, hoy el Señor nos habla de la vid como la madre, o la fuente, de la que brota el vino nuevo del amor divino, como abundante fruto en su sangre para la vida del mundo.

Nueva imagen eucarística por la que la vida del Señor pasa a sus discípulos como a los sarmientos de la vid, llamados en Cristo, a la fecundidad generosa del amor. Esta abundancia de fruto, de amor, en sus discípulos, es la que glorifica al Padre, porque a él debe su paternidad; es él quien lo ha engendrado en nosotros amándonos hasta el extremo en Cristo su Hijo. No son nuestras alabanzas las que lo glorifican, sino nuestra redención y salvación; no lo que podamos decir, sino lo que alcancemos a amar; nuestro fruto de amor. La Gloria del Padre es su Espíritu, dado a Cristo, y que él nos ha dado a nosotros para que seamos uno en el amor, como el Padre y el Hijo son uno. Amando lo hacemos visible y testificamos su misericordia: Dios es aquel que a unos miserables pecadores como nosotros, nos ha concedido gratuitamente el poder amar, negarnos a nosotros mismos, y llegar a ser hijos suyos, dándonos su Espíritu Santo. Esto es lo que hizo con san Pablo como testifica la primera lectura.

Cristo es quien ha dado mayor gloria a Dios entregándose por sus enemigos: “¡Padre, glorifica tu Nombre! En él se encuentra la plenitud del fruto, porque: “Yo quiero amor,” dice Dios, por boca del profeta Oseas. El amor de Dios, su celo por la salvación del mundo, es el que le hace podar, limpiar su viña, y cortar los sarmientos que no dan fruto. Este es el celo que Cristo manifiesta al decir: “Lo que os mando es, que os améis los unos a los otros.”  

Cumplir este precepto, es no aplicárselo al hermano, sino cada uno a sí mismo. Preocuparnos de amar nosotros, y no tanto de que los demás amen: “Si amáis a los que os aman, qué hacéis de particular”. El amor nos justifica a nosotros, y el que ama, justifica a la persona amada, porque el amor todo lo excusa, y no toma en cuenta el mal. El que se “ama” a sí mismo, necesita justificarse, porque no tiene amor. Quien ama, se inmola en alguna medida y recibe de Cristo la plenitud de su gozo.

Hoy la palabra nos habla del gran amor de Dios por el mundo de los pecadores y de la importancia de testificarlo con la propia vida, a quienes viven sometidos y en la tristeza de la muerte. Dios quiere llenarnos del celo que nos purifique y nos haga inocentes, porque: “la caridad, cubre la multitud de los pecados.” El Verbo ha sido enviado por el Padre, hecho hombre como nosotros, para traer el vino nuevo del amor de Dios a nuestro corazón, que lo había perdido por el pecado, y así, introducirnos en la fiesta de las bodas con el Señor. Por la pasión y muerte de Cristo, Dios perdona nuestro pecado, y a través del Evangelio, nos llama a ser injertados en él, la vid verdadera, para que pasando a nosotros su vida divina, por la fe en él, y mediante el Espíritu Santo, demos el fruto abundante de su amor para la vida del mundo.

La obra de Dios en Cristo, nos ha rodeado gratuitamente de su amor, y nos toca a nosotros defender el don que se nos ha dado, permaneciendo en él, al amor de su “fuego”. Unidos a Cristo por su gracia, el fruto de su amor está asegurado y lo obtiene todo de Dios. Así, los hombres alcanzados por el amor de Dios que permanece en nosotros, glorifican al Padre por su salvación en Cristo, en cuya mano Dios lo ha colocado todo. Bendigamos al Señor que se nos da en la Eucaristía para avivar nuestro amor, y nuestro celo por los que no le conocen.

 Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 4º de Pascua

Sábado 4ª de Pascua

(Hch 13, 44-52; Jn 14, 7-14)

Queridos hermanos: 

          Cristo, sus obras y sus palabras nos hacen presente al Padre y su presencia en el Hijo. Por la fe, los discípulos nos unimos a Cristo y por tanto al Padre, y recibimos la misión de hacerlos presentes, realizando las obras de Cristo, por las que el Espíritu Santo da testimonio del Padre, del Hijo, y su obra en nosotros. Lo que los fieles piden a Cristo, lo realizan el Padre y él, por medio del Espíritu.

          Mientras dura la espera de Cristo en su segunda venida, se nos confía una misión. Las obras de Cristo son señales que nos conducen a él, y se reproducen en quienes a él se incorporan, por cuanto han sido unidos a su misión, suscitando la fe, para completar la edificación del templo espiritual, la asamblea santa, y el pueblo sacerdotal.

          Al Padre se le encuentra en Cristo y a Cristo en los cristianos, en la Iglesia. Nosotros somos llamados a realizar las obras del Padre que realiza el Hijo, ya que permanecemos unidos a él. Quien viendo a Jesús reconoce al Hijo, conoce también al Padre, cuyas obras realiza el Hijo, presente entre nosotros. Los judíos ven las obras de Jesús sin creer en él, porque no han conocido ni al Padre ni a él. En el caso de Felipe y tantas veces también en el nuestro, a pesar de verle y escuchar su voz, no sabemos discernir la Palabra del Padre, de la misma manera que no acertamos a tocarlo aun cuando nos apretemos a él y lo oprimamos.

          Son la fe y el amor, los que dan el verdadero conocimiento que se diferencia de la simple visión. Sólo cuando podamos verlo “tal cual es” se unirán en nosotros la visión y el conocimiento. Retirado el velo en aquel dulce encuentro, seremos, pues, semejantes a él, según dice la primera epístola de Juan, cuando lo veamos tal cual es.

           Que así sea.

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San Isidoro

San Isidoro

1Co 2, 1-10; Mt 5, 13-16

Queridos hermanos:

          Celebramos hoy la fiesta de san Isidoro, obispo de Sevilla y doctor de la iglesia, que vivió en la época visigoda y destacó por sus escritos, de gran importancia para el conocimiento de la cultura antigua, recopilada por él.

          El Evangelio nos presenta al discípulo, nueva creación que el Padre realiza en el hombre por el Espíritu Santo a través de su Palabra y mediante la fe. Cristo denomina “sal” y “luz” al discípulo, para mostrar el cometido para el que es asociado a la obra salvadora de la voluntad del Padre.

          Como la sal, el discípulo está llamado a ser signo de estabilidad, de durabilidad, de fidelidad, y de incorruptibilidad, cualidades que se buscan siempre en cualquier pacto humano. El culto espiritual del discípulo, debe sazonarse con la sal, de su fidelidad al amor con el que ha sido convocado por Dios gratuitamente a su presencia: La entrega transformadora de la sal, por la que el discípulo se ha de ejercitar en el amor recibido gratuitamente, precede en el discípulo a su respuesta. La sal es un don aceptado que implica fidelidad. La necesidad de estas cualidades viene iluminada por la sentencia del Evangelio que anuncia el “fuego” como condimento universal de toda existencia; todos han de ser acrisolados en el sufrimiento. Frente al ardor que debe enfrentar toda alteridad, la sal como capacidad de sufrimiento y de perdón, es refrigerio de paz.

          El Señor ha encendido también en el discípulo la luz de su amor, sacándolo de las tinieblas, y de los lazos de la muerte, y le ha dado la misión de mantenerla encendida y visible en el lugar eminente de la cruz, donde él la ha colocado en su Iglesia, y de llevarla hasta los confines del orbe para que el mundo reciba la vida que a él le ha resucitado, y por el conocimiento del temor de Dios, pueda ser librado de los lazos de la muerte.

          Esta es la voluntad y la gloria del Padre: Que los discípulos demos el fruto abundante de iluminar a los hombres el conocimiento de su amor que brilla en el rostro de Cristo, y de consolidarlos en la perseverancia de su salvación.

          Pretender armonizar esta vocación y esta elección que conllevan una transformación ontológica semejante y una consagración existencial de estas características, con la vieja realidad mundana sumida en tinieblas y corrupción, será la tentación a la que los discípulos y la Iglesia misma tendrá que enfrentarse siempre, y de la que san Pablo  previene a los fieles de Roma diciéndoles: “no os acomodéis al mundo presente.”

          El discípulo está llamado a evangelizar, y no a sucumbir a las seducciones de un mundo pervertido, asimilando sus criterios de equívoca racionalidad, aparente bondad y atrayente modernidad, travestida de progresismo humano, cultural y científico. Así ha presentado desde antiguo el fruto mortal, el “padre de la mentira” disfrazado de angélica luminosidad.  

          Cuando contemplamos cómo en nuestros días los hombres, los gobiernos y las leyes, desprecian a la Iglesia y sus más sagrados criterios, podemos pensar que son muchas las causas de la actuación del “misterio de la iniquidad”, pero no podemos dejar de preguntarnos acerca de nuestra posible responsabilidad, en el extravío y alejamiento de aquellos a los que se nos ha encomendado iluminar y preservar de la corrupción, habiendo sido constituidos luz y sal para el mundo.

          Son las puertas del infierno las que “no prevalecerán,” ante la Iglesia que las combate evangelizando con las armas de la luz suscitadas por el Espíritu, y no ante una Iglesia agazapada, que trate de resistir el furibundo embate de un infierno, que ha sido ya vencido por la cruz de nuestro Señor Jesucristo.

           Que así sea.

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San Marcos, Evangelista

San Marcos, Evangelista

(1P 5, 5b-14; Mc 16, 15-20)

Queridos hermanos:

          En esta fiesta del evangelista Marcos, la liturgia de la palabra nos presenta el anuncio del Evangelio a toda la creación; san Pablo dirá: “Sólidamente cimentados en la fe, firmes e inconmovibles en la esperanza del Evangelio que oísteis, que ha sido proclamado a toda creatura bajo el cielo; san Marcos dirá que: “Es preciso que sea proclamada la Buena Nueva a todas las naciones, y añade: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación.” Esto, evidentemente, más que con palabras se testifica con una Vida Nueva. San Lucas en los Hechos, dice: “Recibiréis una fuerza, cuando el Espíritu Santo venga sobre vosotros, y de este modo seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra,” o como dice Mateo: Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.”

          "La creación, en efecto, fue sometida a la frustración" por la muerte, consecuencia del pecado, y ha sido vaciada de su sentido instrumental para la realización del plan de Dios. La humanidad finalizada a la gloria quedó impedida para la comunión con Dios y las tinieblas volvieron de nuevo a cernirse sobre el mundo. San Pablo lo expresa diciendo: “la creación gime con dolores de parto, esperando la manifestación de los hijos de Dios.”

          Cristo resucitado ha recibido todo poder y en su nombre obedecen el cielo y la tierra; el mal y la muerte retroceden ante el Evangelio de la gracia de Dios, que se convierte en paradigma de salvación para aquel que se abre a su acción por la fe: “Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios.”  Los que crean “hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien.”

          Nosotros hoy, celebramos con san Marcos el testimonio de la vida y de las Escrituras, por las que el Espíritu, a través de los enviados, hace resonar la verdad del amor de Dios. Hoy, somos llamados a que sigamos fielmente las huellas de Cristo, y en la Eucaristía imploremos la gracia de creer con firmeza en el Evangelio que nos salva.

          Que así sea.

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Miércoles 4º de Pascua

Miércoles 4º de Pascua

(Hch 12, 24-13,5ª; Jn 12, 44-50)

Queridos hermanos:

          Decían los latinos “Bonum diffusivum sui”: El Bien, de suyo, es difusivo. Dios es amor y este amor, por naturaleza, quiere ser  compartido, y en esta caridad omnipotente, concibe y crea al hombre, haciéndolo capaz de amar y por tanto libre, y responsable de su libertad. Cuando el hombre se separa del amor de Dios por el pecado, se sumerge en las tinieblas de la muerte, porque sólo en Dios hay vida, pero la luz del amor de Dios no puede ser extinguida por las tinieblas del pecado, ni la vida aniquilada por su causa, y venciendo su maligna inconsistencia, el Amor se abre camino como Luz. Dios envía al Hijo a buscar al hombre; El Hijo perpetúa su obra en sus discípulos, y por el Espíritu, mantiene y perfecciona a la Iglesia en su misión: “Como el Padre me envió, así yo os envío; recibid el Espíritu Santo.”

          Cristo es por tanto luz, vida y amor del Padre, enviado a salvar al mundo de sus tinieblas de muerte, restableciendo en el amor de Dios a quien lo acoge por la fe y guarda sus palabras, que son mandato de vida eterna. Rechazarlo, en cambio, es permanecer en las tinieblas que serán juzgadas el último día, pues la voluntad del Padre respecto de los hombres es, vida eterna.  

           Cristo testifica al Padre a través de sus palabras, como su enviado, cuya misión es iluminar a los hombres su rostro: su amor, y su voluntad salvadora, y el Padre, con sus obras, testifica al Hijo, su enviado.

          El hombre, acogiendo a Cristo, llega a ser hijo de Dios, luz, y sal del mundo, en cuanto permanece unido a Cristo, haciéndose un espíritu con él, pero si rechaza esta gracia que consiste en el amor del Padre, en el perdón de los pecados, en el don del Espíritu Santo y en la filiación adoptiva, si rechaza a Cristo, regresa a las tinieblas, y de todas estas gracias se le pedirán cuentas el último día, pues la voluntad del Padre respecto de los hombres es, vida eterna.

          La luna puede iluminar, en tanto en cuanto mira al sol, pero si no tiene su luz, se sume en la oscuridad. Como dirá san Pablo: “el que no tiene el espíritu de Cristo, no le pertenece”. Cristo ha dicho: “Vosotros sois la luz”, a quienes ha dado de su Espíritu, y por el hecho de que su Espíritu permanece en ellos, y por eso añade: “Sin mí, no podéis hacer nada.” Sin el Señor, nuestra luz se apaga y nuestra sal pierde su sabor.

          Por eso dice Cristo que el hombre necesita de él absolutamente; “no hay otro nombre dado a los hombres, por el que debamos salvarnos.” el hombre, necesita absolutamente su redención y la unión con él, que dan los sacramentos y la oración, y que le alcanzan lo que es “imposible para los hombres”, pero no para Dios, porque para Dios todo es posible.

          De la misma manera que en la creación el hombre debe ejercer su responsabilidad de ser libre, así también en la redención, como dice Jesús en el Evangelio: “Quien rechaza mis palabras ya tiene quien le juzgue: mi palabra le juzgará en el último día.”

          Cristo, a través de sus obras y de sus palabras, hace presente al Padre. Él, es el enviado del Padre, con la misión de iluminar a los hombres el rostro del Padre, su amor, y su voluntad salvadora. Sus palabras y sus obras son las del Padre. El hombre puede rechazar esta gracia si rechaza a Cristo y de ello se le pedirán cuentas el último día, pues la voluntad del Padre respecto de los hombres es, vida eterna.

          Que así sea.

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Martes 4º de Pascua

Martes 4º de Pascua

(Hch 11, 19-26; Jn 10, 22-30)

Queridos hermanos:

          La palabra del Evangelio, en continuidad con la del Buen Pastor, nos llama hoy a la fe, a través del reconocimiento de su voz, la escucha de su palabra, y el seguimiento de Cristo.

          El ministerio visible de Cristo, consta de palabras y de obras. Sus obras, testifican la veracidad de sus palabras, con las que da testimonio del Padre, de su amor, y el Padre, a través del Espíritu que realiza las obras, da testimonio de Cristo, como enviado suyo. A Cristo, los judíos le piden un testimonio de sí mismo, porque no creen en sus palabras, y rechazan el testimonio de sus obras. No están dispuestos a acoger el testimonio que Dios mismo da en favor suyo. Dios mismo testifica en favor de Cristo, para llevarnos a él, lo mismo que Cristo en la primera lectura, da testimonio de sus predicadores a través de las conversiones: “La mano del Señor estaba con ellos”.

          Los judíos no creyeron a Jesús, porque en su corazón endurecido (cf. Is 6, 10), no estaba el testimonio interior del Espíritu con el que el Padre marca las ovejas de Cristo, para escucharlo y seguirlo, cumpliendo sus palabras; al testimonio exterior de las obras y de las palabras, debe unirse el testimonio interior del Espíritu. Sus ovejas deberían ser los judíos en primer lugar, pero Cristo constata que la mayoría no le escucha y no reconoce la voz de Dios en él. Dios no les interesa; sus intereses son terrenos; no son de arriba, de Dios, de sus ovejas, y no ven a Dios en las obras de Cristo, no le escuchan, no le siguen y no reciben de él vida eterna.

          Podemos preguntarnos por qué este testimonio del Espíritu no marcó a aquellos judíos, y aunque puedan ser muchas las causas, hay una palabra que lo explica en Isaías (6, 10): “mirarán y no verán, no escucharán, y no se convertirán; porque se ha embotado el corazón de este pueblo (cf. Mt 13, 14-15).”

          Mostrándoles el contraste con sus ovejas, Cristo les previene de su situación para que se vuelvan a él, pero cuando les predica le piden obras y cuando les muestra las obras le piden palabras. Lo han repudiado en su corazón rechazando y escandalizándose de la unidad que Cristo reivindica tener con el Padre, a quien ellos llaman su Dios.

          Entonces Cristo marca la diferencia entre ser judíos y ser ovejas, y a través de sus discípulos saldrá al encuentro de ovejas ajenas a Israel, para traerlas al único redil: “Os digo que vendrán muchos de oriente y occidente del norte y del sur, y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob, mientras a vosotros os echarán fuera. Y hay últimos que serán primeros y los primeros últimos”.

          Con el testimonio del Espíritu, las ovejas escuchan la voz del Pastor y lo siguen. No es lo mismo oír que escuchar. Escuchar es obedecer la palabra oída poniéndola por obra. Su palabra es: “¡Amaos como yo os he amado!” El que escucha, sigue al pastor a través del valle del llanto; se niega a sí mismo y toma su cruz cada día; en su camino, bebe con él del torrente para levantar la cabeza. “Yo le doy vida eterna y no perecerá jamás.” A quien escucha yo lo conozco, lo amo. “Mis ovejas escuchan mi voz.”

          A la coherencia de Cristo entre sus palabras y su entrega, debe corresponder la de sus discípulos, entre la escucha y la obediencia, viviendo en el amor y la unidad. Si Dios es amor, a Dios se le testifica haciendo visible sobre todo el amor: “En esto conocerán que sois discípulos míos: Si os tenéis amor los unos a los otros”, y siendo uno, el mundo creerá.

          Que la Eucaristía nos haga un espíritu con Cristo y el Espíritu nos testifique su amor, marcándonos con el sello de sus ovejas.

          Que así sea.

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Lunes 4º de Pascua

Lunes 4º de Pascua

(Hch 11, 1-18; Jn 10, 1-10)

Queridos hermanos:        

          Hoy continuamos este discurso del buen pastor que gira en torno al “conocimiento”, amor que procede del Padre que entrega a su Hijo, y de Cristo que amándolo le obedece y hace concreto este conocimiento de amor, en su cuerpo que se entrega. La ausencia de este amor crucificado, es lo que desenmascara al ladrón que sólo busca destruir al rebaño. En eso se distinguen la cultura y la civilización cristianas de las demás: en que son fruto de una semilla de amor. Por amor el Padre envía al Hijo; por amor Cristo se encarna, y por amor se entrega a la voluntad amorosa del Padre para nuestra salvación.

          Las ovejas encerradas en la prisión mortal del pecado, sólo pueden ser sacadas a la vida, mediante el perdón del pecado, que rompe las puertas de la muerte. Sólo el amor encarnado y crucificado del Padre, en Cristo, puede realizarlo, constituyéndose en puerta de acceso a las ovejas. Por eso hemos escuchado que Cristo va delante de sus ovejas. Todo intento de eludir este acceso del seguimiento a Cristo, es una pretensión de anteponerse a él; de precederlo en lugar de seguirlo; inútil tentativa de asalto y robo, propia de ladrones y salteadores. Los "Hechos de los apóstoles" mencionan a algunos que viniendo antes de Cristo, no eran sino ladrones y bandidos: Teudas, y Judas el galileo (Hch 5, 34-39), y también después de Cristo: Simón bar Kojba, que acarreó la mayor aniquilación del pueblo. Él va delante abriendo la puerta con su entrega, y las ovejas le siguen. 

          A través de su muerte, Cristo, va a introducir a sus ovejas en el redil de la vida, que es la Iglesia, entrando por la entrega de su sangre y de su cruz, y constituyéndose a sí mismo en puerta abierta, llamando a sus ovejas por su propio nombre con su palabra, sacándolas de la dispersión de la descomunión, y de la esclavitud de la muerte (saldrán), y las conduce en comunión a los pastos de la vida.

          Para salir de la muerte hay que escuchar la voz del pastor, y entrar por Cristo en la Iglesia a través del bautismo, y mediante la conversión (entrarán). Cada oveja recibe de Cristo el Espíritu Santo, la vida divina, y su nombre de vivo. La muerte no tiene ya poder sobre ellas y pueden salir por la puerta de la cruz (cf.1P 2, 20) siguiendo las huellas de Cristo, y ser apacentadas en los pastos abundantes de la vida eterna, a salvo de los salteadores.

          El pastor da su vida por las ovejas, le importan, y las conoce a cada una por su nombre; en una palabra, las ama; no le son extrañas, sino algo propio, y las ama con el amor con que él mismo ama y es amado por el Padre y con el que es enviado para amar a las ovejas entregándose por ellas. A este mismo amor son incorporadas las ovejas a las que Cristo dirá:”permaneced en mi amor”.

          Ezequiel había dicho: “Yo suscitaré para ponérselo al frente un solo pastor que las apacentará, mi siervo David: él las apacentará y será su pastor.” Y también:”Yo mismo apacentaré a mis ovejas”. En Cristo, David a través de su hijo y Dios por su Hijo encarnado, apacentarán las ovejas. Cristo se atribuye esta función mesiánica y esta filiación divina anunciada por Ezequiel (Ez 34). De ahí la necesidad del discernimiento de la voz del pastor: “mis ovejas conocen mi voz, no conocen la voz de los extraños”. Quien ha sido apacentado con la palabra del pastor, conoce su voz.

          La solicitud de Cristo por las ovejas dispersas se transmite a los discípulos, y comenzando por Pedro, la Iglesia se abre a la evangelización de las naciones llamadas a la unidad en el redil de Cristo, como nos muestra la lectura de los Hechos de los Apóstoles.

          En esta eucaristía, el Señor nos apacienta con su palabra y nos da su cuerpo y sangre como viático de esta vida y alimento que salta hasta la vida eterna.

          Que así sea en nosotros.

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