ESTE TIEMPO

ESTE TIEMPO


          Ya no importa mucho si el origen de la crisis ha sido preparado y diseñado, en el Foro de Davos, y fabricado y difundido en Wuhan más o menos maléfica y estratégicamente. Tampoco importa ya demasiado, si la alarma mediática ha sido programada y concienzudamente desorbitada. Puede ser sorprendente la adhesión generalizada por toda clase de estamentos nacionales e internacionales moviéndose como títeres al comando de organizaciones supranacionales, obedientes a poderes opacos o tramas espurias.
          Lo que es un hecho, es que ya desde hacía algún tiempo se barruntaba que se estaba fraguando una “tormenta global”, dado el incremento desorbitado de perversión planetaria, que eufemísticamente se engloba bajo el concepto de “progresismo”, y dado que un segundo “diluvio universal” viene descartado por las Escrituras, sin saber ni el cómo ni el cuándo, suplicaba al Señor que fuera piadoso en su infinita bondad, a la hora de sacudir pedagógicamente a “esta generación incrédula y perversa”. Como dice la Escritura: Dios prende a los necios (que se creen sabios y poderosos) en su astucia, y tras una corrección ciertamente severa, del mal saca siempre el bien.
          Siendo creaturas de Dios, estamos a la expectativa de lo que el Señor tenga dispuesto para hacer reaccionar a este mundo que gira sobre sí mismo, convencido de ser autosuficiente para manejar la historia y el destino de la humanidad de espaldas a Dios. No es necesario, como estamos comprobando, modificar las leyes físicas, para detener la marcha de este planeta movido por la soberbia, la avaricia y la necedad. Basta un insignificante conglomerado de proteína inferior a una célula, para detener tanta autosuficiencia y terquedad. Mucha agitación y poca reflexión y sabiduría. El mundo debería detenerse a pensar, para comprender que la vida no es sólo comer, beber y divertirse; robar, protestar y exigir. Es necesario acudir a la luz de la palabra divina para reencontrar el camino perdido y recuperar la dirección que nos oriente a la meta:

          “Sabéis explorar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no exploráis, pues, este tiempo?” (Lc 12, 56).

          “Habló el pueblo contra Dios, que envió contra él serpientes abrasadoras, y murió mucha gente. El pueblo dijo entonces: «Hemos pecado. Intercede por nosotros.» Moisés intercedió, y el Señor le dijo: «Hazte una serpiente abrasadora y ponla sobre un mástil. Todo el que  la mire, vivirá.»” (cf. Nm 21, 5-9).
          Cuando se multiplican estos minúsculos agentes de muerte y progresa la incapacidad de vencerlos, paralizando la vida de naciones enteras, bastaría una mirada de fe habiendo reconocido el pecado, para conjurar la amenaza mortal. En cambio, la autosuficiencia humana se niega a reconocer su impotencia y su impiedad, y es incapaz de levantar su mirada a un Dios en el que no cree, humillando su razón ebria de sí. Además hoy sería especialmente difícil una tal mirada, cuando han sido eliminados sistemáticamente los crucifijos, de la posición estratégica en la que la piedad cristiana tradicional los había colocado.
          “Dios Todopoderoso, tus juicios son verdaderos y justos.» Le fue ordenado al ángel abrasar a los hombres con fuego, y no obstante, blasfemaron del nombre de Dios que tiene potestad sobre tales plagas, y no se arrepintieron dándole gloria (cf. Ap 16, 7-9).
          Los demás hombres que no fueron exterminados por estas plagas, no se convirtieron de las obras de sus manos; no dejaron de adorar a los demonios y a los ídolos de oro, de plata, de bronce, de piedra y de madera. No se convirtieron de sus asesinatos ni de sus hechicerías ni de sus fornicaciones ni de sus rapiñas” (cf. Ap 9, 20-21).
          “Dice el Señor: Yo incluso os he dado falta de pan en todos vuestros lugares; ¡y no habéis vuelto a mí! Hice cesar la lluvia, a tres meses todavía de la siega; he hecho llover sobre una ciudad, y sobre otra ciudad no he hecho llover; una parcela recibía lluvia, y otra parcela, falta de lluvia, se secaba (y ardía); dos, tres ciudades acudían a otra ciudad a beber agua, pero no se saciaban; ¡y no habéis vuelto a mí! Os he herido, he secado vuestras huertas y viñedos; vuestras higueras y olivares los ha devorado la langosta; ¡y no habéis vuelto a mí! He enviado contra vosotros peste, he matado a espada a vuestros jóvenes; he hecho subir a vuestras narices el hedor de vuestros campamentos; ¡y no habéis vuelto a mí! Os he destruido como la destrucción divina de Sodoma y Gomorra, habéis quedado como un tizón sacado de un incendio; ¡y no habéis vuelto a mí!” (cf. Am 4, 6-11).
          “Surgirán muchos falsos profetas, que engañarán a muchos. Y al crecer cada vez más la iniquidad, la caridad de muchos se enfriará. Pero el que persevere hasta el fin, ése se salvará. «Se proclamará esta Buena Nueva del Reino en el mundo entero, para dar testimonio a todas las naciones. Y entonces vendrá el fin” (cf. Mt 24, 11-14).
          El origen de las calamidades hay que buscarlo en la apostasía y la depravación, la violación de la naturaleza, el aborto y el desprecio de la “ley divina” en general, porque aunque el hombre se empeñe en conseguirlo, no es posible separar la creación de su Creador pretendiendo impedir su corrupción, ni gobernar lo que ilusoriamente presume conocer. Ya el profeta Isaías, unos 750 años antes de nuestra era escribe:
          "El Señor estraga la tierra, la despuebla, trastorna su superficie y dispersa a sus habitantes: al pueblo y al sacerdote, al siervo y al señor; al que compra y al que vende; devastada y saqueada será la tierra profanada por sus habitantes, que traspasaron las leyes, violaron el precepto y rompieron la alianza eterna. Una maldición ha devorado la tierra por culpa de quienes la habitan" (Is 24, 1-6).
          El final está aún por verse. Dependerá de la corrección y la purificación con las que Dios quiera hacer reaccionar a la humanidad en espera de un juicio definitivo e imprevisible.
          “Y si el Señor no abreviase aquellos días, no se salvaría nadie, pero en atención a los elegidos que él escogió, ha abreviado los días” (cf. Mc 13, 20).

          Ante acontecimientos como los que están sucediendo a nuestro alrededor y que afectan a nuestro estatus de bienestar a ultranza, recurrimos inevitablemente a la acción, tomando medidas, y dando palos de ciego, como se suele decir, tratando de solucionar la problemática inmediata, porque no hay tiempo de buscar ante quien protestar o a quien culpar; siendo así, que la perturbación que nos incomoda, parece estar lo más alejada posible de nuestra responsabilidad personal. Nos resistimos a reflexionar al respecto, aceptando la fatalidad como única causa aceptable, a la que hay que enfrentarse, sin más.
          Si la situación climática se desquicia, el estado deberá proveer soluciones satisfactorias por su falta de previsión. Si la violencia se dispara, urge reformar el derecho penal, y el sistema penitenciario. Si dilaga la corrupción, la panacea milagrosa consiste en una buena moción de censura al gobierno, de modo que sean otros los que turnándose, puedan tener acceso a las arcas del estado. El análisis puede proyectar al infinito la casuística, en un recurso que nos devuelve siempre al punto de partida, dada la comprobada debilidad de la memoria política de las masas.
           La globalización no debería consistir en una estrategia de poderes financieros, sino en una comprometida actitud conjunta de buscar soluciones globales a problemas globales, trascendiendo los mezquinos intereses que sólo promueven el descarte y la marginación de muchos en favor de pocos.  
          Una crisis global remite a una instancia global, ante la cual no son posibles ningún tipo de individualismos o particularismos; de sectarismos o supremacismos de ningún tipo, y todo debe conducir al reconocimiento de la propia incapacidad, y la nefasta autosuficiencia frente a la existencia, la supervivencia o la trascendencia tanto personal como colectiva. El problema entonces consiste en que si procedemos del azar, a él estamos abocados, pero no de forma hipotética y lejana sino próxima y constatable en carne propia, donde toda vana pretensión de superar la crisis primordial se desvanece.
         Pero no procedemos del azar, tenemos un Padre amoroso y creador, y un Salvador que permanece con nosotros todos los días hasta el fin del mundo, en la salud y en la enfermedad; en la calma y en la tormenta; en las alegrías, en las penas, y entra con nosotros en la muerte para resucitarnos con él: 
          Pueblo mío, entra en tu casa y cierra tu puerta tras de ti, escóndete un instante hasta que pase la ira. Porque he ahí al Señor que sale a castigar la culpa de todos los habitantes de la tierra contra él (cf. Is 26, 20-21). Ya que has guardado mi recomendación de ser paciente, también yo te guardaré de la hora de la prueba que va a venir sobre el mundo entero para probar a los habitantes de la tierra (cf. Ap 3, 10). «¿Hasta cuándo, Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia y sin tomar venganza por nuestra sangre de los habitantes de la tierra?» Entonces se les dijo que esperasen todavía un poco, hasta que se completara el número de sus consiervos y hermanos que iban a ser asesinados (cf. Ap 6, 10-11). Entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará (cf. Mt 6, 6). 

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Domingo de Ramos A


Domingo de Pasión o de Ramos A
(Is 50, 4-7; Flp 2, 6-11; Mt 21,1-11; 26,14-27, 66)

Queridos hermanos:

Con este domingo de Pasión o de Ramos, comenzamos la Semana Santa que la Iglesia de Oriente llama Grande. La procesión de las palmas tiene su origen en Jerusalén, donde los fieles se reunían el domingo por la tarde en el Monte de los Olivos y después de la lectura del Evangelio caminaban hasta la ciudad. Los niños llevaban en las manos ramas de olivo y palmas. En Roma, la descripción más antigua de esta fiesta, data del siglo X.
Hacemos presente la pasión del Señor, porque Cristo sube a Jerusalén sabiendo que el tiempo de la predicación ha llegado a su fin y comienza el tiempo del sacrificio: Había llegado “Su hora”, la hora de pasar de este mundo al Padre y abrir las puertas del Paraíso a la humanidad; la hora de humillarse hasta la muerte de cruz asumiendo la condición de siervo, lleno de confianza en su Padre y de amor a nosotros.
Cristo es entregado: Dios lo entregó por compasión al linaje humano; Judas por avaricia; los judíos por envidia; y el diablo por temor a que con su doctrina arrancase de su poder al género humano, no advirtiendo que por su muerte se lo arrancaría mejor de lo que se lo había arrancado ya por su doctrina y sus milagros.[1] Cristo mismo, se entrega por amor a nosotros y por obediencia y sintonía total a la voluntad del Padre.
La gente que lo acompaña y lo ensalza en su entrada gloriosa, se diluye entre la multitud que lo abandona cuando aparece la cruz, a excepción del discípulo y la madre, a los que es el amor el que los hace permanecer unidos a Cristo.
Toda alma santa es en este día el asno del Señor, como dice un escritor anónimo del siglo IX.
          Acoger a Cristo con palmas y ramos, debe responder a la adhesión a sus preceptos, a su voluntad, y a su palabra, que se muestra en las obras de misericordia. Aquel que guarda odio o cólera en el corazón, aunque sea sólo hacia una persona, celebra la Pascua para su desventura, y por eso los judíos buscan y eliminan toda levadura, toda corrupción, antes de celebrarla, como un signo de purificación.
          En este domingo proclamamos los misterios de nuestra salvación. Para la Iglesia sería pecado de ingratitud no hacerlo, pero también lo sería para nosotros, el no prestarles la debida atención. Purifiquémonos, pues, y perdonémonos unos a otros en el amor del Señor.
La palma que significa la victoria. Llevémosla, pues, con verdad.

Oh Dios, a quien amor y afecto son debidos por justicia.
Multiplica en nosotros los dones de tu gracia inefable.
Concédenos, que así como por la muerte de tu Hijo
nos has hecho esperar en aquello que creemos,
por su resurrección alcancemos aquello a lo que tendemos.[2]

Proclamemos juntos nuestra fe.
                                      
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[1] Orígenes, in Matthaeum, 35.
[2] Sacramentario Gelasiano, ed. L.C. Mohlberg, Roma 1968, n. 330.


Martes 2º de Cuaresma


Martes 2º de Cuaresma (cf. domingo 31 A)
(Is 1, 10.16-20; Mt 23, 1-12).

Queridos hermanos:

          Dios es Amor, quiere la felicidad del hombre, y lo llama a la comunión con él, que es la vida, sacándolo de su propia complacencia y abriéndolo a la fe y al amor.
          El problema de escribas y fariseos es que cerrados a la fe, prefieren ser amados, antes que amar; prefieren la estima de los hombres a la comunión con Dios. Por eso les dirá Jesús: “Como podéis creer vosotros que aceptáis gloria unos de otros y no buscáis la gloria que viene sólo de Dios”. Sin la fe, el amor no puede estar en su corazón y la Ley desposeída del amor se convierte en una carga insoportable para sí mismo, y en una exigencia para los demás. Su culto es perverso y vano porque no busca la complacencia de Dios sino la suya propia, y el verdadero culto a Dios es el amor: “¡Misericordia quiero; yo quiero amor!”.
          Este tiempo viene en nuestra ayuda para movernos a buscar al Señor, negándonos a nosotros mismos mediante la penitencia y abriéndonos a los demás mediante la misericordia, en nuestro camino hacia la Pascua. Necesitamos abajar nuestro yo, para abrirnos al tú del amor, y en éste, encontrarnos frente al Tú de Dios.
          En Cristo, Dios va a glorificar su nombre como nunca antes manifestando su amor, salvando a todos los hombres de la muerte, entregándolo por nuestros pecados y resucitándolo para nuestra justificación. “Ahora va a ser glorificado el Hijo del hombre y Dios va a ser glorificado en él. ¡Padre, glorifica tu nombre!” y dijo Dios: “Lo he glorificado y de nuevo lo glorificaré.” La gloria de Dios es su entrega, y su complacencia, la entrega del Hijo por nosotros.
          Creer en Jesucristo da gloria a Dios, porque por la fe, el hombre fructifica en el amor: “La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto y seáis mis discípulos.” La semejanza de los discípulos con el Padre, y el Hijo, es el amor, y el amor lo glorifica. 
          Un fruto de amor da gloria a Dios, porque el amor es de Dios; es él quien lo ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha dado. El que no cree, no tiene el amor de Dios en su corazón y está condenado a buscar su propia gloria, porque no es posible vivir sin amor; pide la vida a las cosas y a las personas, se sirve de ellas que pero no las ama, y nada ni nadie puede dar vida, sino sólo Dios. El que no cree, no ama y no da gloria a Dios.
          Si por la Eucaristía nos unimos a Cristo en este sacramento de su amor al Padre, lo glorificamos juntamente con él haciéndonos uno con su entrega amorosa a su voluntad.

          Que así sea.
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