Domingo 3º de Pascua C

 Domingo 3º de Pascua C

(Hch 5, 27-32.40s; Ap 5, 11-14; Jn 21, 1-19) 

Queridos hermanos: 

          En este tiempo de la Pascua, hoy la liturgia nos presenta esta palabra entrañable, en la que después de la Resurrección y de las apariciones en Jerusalén, los discípulos son emplazados a marchar a Galilea. Se abre entonces un tiempo de expectación, figura del “tiempo de la Iglesia”, que se prolongará hasta la consumación de los tiempos. Cada cual retorna entonces a su vida, mientras aguardan el cumplimiento de las palabras del Señor y la promesa de ser revestidos de poder desde lo alto.

          La palabra nos habla hoy de una noche interminable y de un día infinito; de una experiencia y de una esperanza. La noche, ha sido la experiencia de nuestra vida, en la que no han faltado la oscuridad y el fracaso, la impotencia y el desánimo. El día, nos lanza al encuentro con Cristo resucitado, nuestro anfitrión, que se ha hecho el encontradizo con nosotros y nos ha hecho gustar una vida nueva, plena de comunión y de sentido, en la que él mismo se ha hecho nuestro alimento.

          De la angustia del Cenáculo, nos ha trasladado a la consolación de su presencia, junto a la orilla del mar apaciguado en la Galilea de los gentiles, como frontera que se abre a la epopeya de la misión. Lo que Cristo ha contemplado junto al Padre y nosotros en él, somos enviados a testificarlo a las naciones, envueltas en la oscuridad y la ignorancia de la muerte del pecado.

          Siete discípulos, con Pedro a la cabeza, mientras aguardan la promesa del Señor, vuelven a pescar al lago, convencidos de que no ha sido en vano cuanto han vivido, aunque les superan infinitamente los acontecimientos y las palabras de que son testigos. Después de una jornada infructuosa, en las tinieblas de la noche, les sorprende la íntima experiencia de un nuevo encuentro con el Señor, que en el amanecer de su luz se hace plenitud de fruto, en el contexto sacramental de comunión fraterna de una comida, en la que son servidos por el Señor.

          La noche de nuestra vida, la barca, la red, el fruto abundante y la presencia del Señor, todo se ilumina de sentido envolviendo las vidas de los discípulos, y lanzándolos a testificar a un mundo en tinieblas, el amor por el que han sido arrebatados por la misericordia de Dios. ¡Cristo ha resucitado rompiendo las ataduras de la muerte!, el pecado ha sido perdonado, y el amor de Dios ha sido derramado en sus corazones. Ahora son posibles la conversión y la vida eterna.

          De la Eucaristía brota la misión. Del encuentro con Cristo, surge el Anuncio, y la acogida del anuncio lleva a la gloria. Como a los apóstoles, también a nosotros se nos ha manifestado el Señor a través del Anuncio que nos ha congregado, después de la dispersión y el escándalo de la cruz, y somos enviados a testificarlo ante el mundo sobre todo con nuestra vida, y a unirnos a la alabanza celeste.

          Jesús sigue apareciéndose y manifestándose. Nosotros no podemos pretender que se nos aparezca, pero debemos esperar que se nos manifieste, a través del testimonio que da el Espíritu Santo en nuestro corazón mediante la predicación por la fe, y que es superior al testimonio de los sentidos. Muchos testigos, en efecto, vieron al Señor resucitado y no le reconocieron.

          Entre la Pascua de Cristo y la nuestra, hay todo un camino que recorrer para ser constituidos testigos, de que Cristo ha resucitado; que él es el Señor, y que somos hijos de Dios. No deben, no obstante, escandalizarnos nuestras miserias, que subsistirán precisamente “para que se manifieste que lo sublime de este amor, viene de Dios, y que no viene de nosotros.”

          Para san Juan, Cristo es el Día, y su aparición es siempre un amanecer, mientras apartarse de él es entrar en las tinieblas de la noche. Cristo es el Día, que por nosotros entra en la noche del abandono de Dios para iluminarla con su resurrección, rompiendo las ataduras de la muerte que nos separaba de él.

          El trabajo de los apóstoles da fruto, cuando la luz de Cristo se hace presente: «¡Es el Señor!». “Trabajad mientras es de día; llega la noche cuando nadie puede trabajar”. Sólo el Padre, que es luz, y “en él no hay tiniebla alguna”, puede trabajar, amar siempre; “mi Padre trabaja siempre”, porque ama siempre; en él no hay sueño, ni noche, ni sombra alguna, sino solo día y vida; cada día renueva la creación, en un amor que es constante creación: “Haces la paz y todo creas. Tú que iluminas la tierra y a todos sus habitantes, que renuevas cada día la obra de la creación” (Bendición sinagogal antes de la proclamación del Shemá.  Manns F. “Introducción al judaísmo”. cap. 7, p 139).

          Con Cristo, a su luz (mientras es de día), el trabajo del amor, da fruto abundante. Existe una gematría con las cifras de esta plenitud del fruto 153 (obra citada p. 138), que corresponde a: qāhāl hā`ahabāh. Qāhāl (asamblea) iglesia; hā`ahabāh (del amor); “iglesia del amor”. La red que acoge estos peces será pues, “comunidad del amor”, y de la comunión, que no debe ser rota, porque: “aun siendo tantos, no se rompió la red”, cuando fue sacada a la “orilla”, donde termina el mar, figura de la muerte; donde termina el tiempo, y son separados los peces buenos de los malos.

          Para San Jerónimo los 153 peces, plenitud de la red, son la totalidad de los peces conocidos entonces, y por tanto, signo de la universalidad de la Iglesia. También el número 153, es el resultado de la suma de los números, del 1 al 17, edad con la que entró en Egipto José, figura de Cristo, proveedor del alimento que sacia, y libra de la muerte a la universalidad de los hombres.

          El Pez, que es Cristo, sacado del mar de la muerte, se une a los cristificados por la fe, pescados también ellos del mar, como alimento para saciar el hambre de cuantos se acerquen a él. La Luz, se une a los iluminados constituidos en luz, para disipar las tinieblas del mundo.

          Hoy, el Evangelio nos habla también del seguimiento de Cristo y del ministerio de servicio a los hermanos, que siempre van unidos, pero ambas cosas deben ser fruto del amor firmemente ratificado, como lo han sido también nuestras infidelidades, desobediencias y pecados. En el Evangelio de hoy, el amor, sería más bien una oferta a Pedro, que la confesión de su propia disposición que ya conoce el Señor, y a la que ha precedido la triple negación: Simón, ¿estás dispuesto a aceptar amarme más que estos, ya que te he perdonado más? Lo que quiero confiarte, vendría a decir el Señor, requiere de un amor mayor, que esté por encima del de los demás. Dímelo por tres veces, como triple fue también tu negación. Su amor consistirá en gastar su vida en cuidar las ovejas, en procurar su salvación, y por último recibir la corona de su amor con la efusión de su sangre. La misión que le es encomendada a Pedro de vivir para los demás, después de su profesión de amor a Cristo, le lleva a someterse a su voluntad mediante la fe.

          El Señor dice a Pedro sígueme, después de anunciarle que será llevado a la muerte por voluntad de otro, como fue llevado él, en la libertad del amor que se entrega voluntariamente, pero bajo la decisión de otro. No pertenece a la voluntad del hombre decidir el momento y la forma de su muerte, pero si, el aceptarlos de la mano de Dios por el medio que sea. Quien así pone su vida en las manos del Señor, puede recibir la misión de apacentar a su pueblo. 

          Profesemos juntos nuestra fe.

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Domingo 2º de Pascua C

 Domingo 2º de Pascua C

Hch 5, 12-16; Ap 1, 9-19; Jn 20, 19-31 

Queridos hermanos: 

Este año, este domingo reúne muchas cosas por las que glorificar y dar gracias al Señor: Terminamos la octava de Pascua, es el domingo de la Misericordia, el Señor nos da la Paz, el Espíritu Sano, el poder de perdonar, y nos envía, pero sobre todo nos dice algo que con frecuencia se nos olvida: “¡Dichosos los que creéis sin haber visto!”, porque tenéis un testimonio mayor que el de “ver”. El que os da el Espíritu Santo en vuestro corazón, la fe, que derrama en vuestro corazón el amor de Dios. ¿Amas a tus hermanos?, eres dichoso; ¿perdonas las ofensas?, eres dichoso.

Te levantas un día “depresivo”, y te dice el diablo: ¡estúpido! todo te lo crees, ¿has visto a Dios acaso?, todo son pamplinas…

Pues el Señor te dice hoy: ¡dichoso si crees sin haber visto como Tomás, como Pablo!, porque tienes un don mayor: el testimonio del Espíritu Santo, y el amor de Dios en tu corazón. ¡Eso es la fe, y eso es la vida eterna!

Cristo resucita al amanecer, y al atardecer se manifiesta a los apóstoles todavía conmocionados por el trauma de su pasión y muerte, y temerosos de la furia y las posibles represalias de los judíos. El encuentro con el Señor viene a transformar no sólo su estado de ánimo y su percepción personal de los acontecimientos, sino la realidad misma. Con la resurrección de Cristo, Dios testifica la veracidad de su doctrina, la aceptación de su sacrificio y el perdón suplicado por él desde la cruz. La muerte ha sido vencida y el Espíritu Santo que se cernía en los orígenes sobre el caos, es derramado sobre la humanidad, dando origen a la nueva creación libre ya de la corrupción de la muerte, que los discípulos deben extender al mundo entero y a toda la creación mediante el perdón de los pecados, suscitando por la fe en Jesucristo la acogida de la misericordia divina que se anuncia en el Evangelio.

En primer lugar debe ser fortalecida la fe de los discípulos, que el Espíritu transforma, de adhesión al maestro bueno, en sumisión a Dios, unificando en ellos la memoria de las Escrituras y las esperanzas mesiánicas de Israel, y superando el testimonio de los sentidos, por el que interiormente suscita en ellos el Espíritu Santo: “Dichosos los que crean sin haber visto”.

Salvada del miedo, por la paz, aparece la comunidad cristiana unida por el amor: “con todo el corazón, con toda la mente y con todos sus bienes”, como una consecuencia de la obra realizada en ellos por Cristo como nos presenta el Evangelio: Los discípulos son incorporados a la comunión del Padre y el Hijo en el Espíritu Santo, recibiendo el don de la paz, ratificado por tres veces, y la alegría; reciben el envío del Señor, y el “munus” de Cristo para perdonar los pecados, y a través de la profesión de fe de Tomás, son fortalecidos en una fe que no necesita apoyarse en los sentidos, sino en el testimonio interior del Espíritu. En efecto, Tomás ha visto a un hombre y ha confesado a Dios como observa san Agustín, cosa que no pueden producir los sentidos sino el corazón creyente que ha recibido el Espíritu Santo. Las heridas gloriosas de Cristo sanan las de nuestra incredulidad. Esta es la finalidad de que se haya escrito el Evangelio: ayudarnos a creer y que por la fe recibamos Vida Eterna.

La obra de Cristo en nosotros, comenzando por suscitarnos la fe, darnos vida por el Espíritu Santo, y trasmitirnos la Paz y la alegría, se completa al constituirnos después en portadores del amor de Dios por el perdón de los pecados. Cristo ha sido enviado por el Padre para testificar su amor y para que a través del Espíritu recibiéramos la vida, nueva para nosotros y eterna en Dios, de la comunión de amor: “Un solo corazón, una sola alma en los que se comparte todo lo que se posee. Así, visibilizando el amor testificamos la Verdad del amor de Dios y el mundo es evangelizado y salvado por el perdón de Dios que la Iglesia lleva al mundo y nosotros a nuestros semejantes. 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Domingo de Pascua

 Domingo de Pascua (misa del día)

Hch 10, 34a.37-43; Col 3, 1-4 ó 1Co 5, 6-8; Jn 20, 1-9, o el propio de la Vigilia, o en las misas vespertinas: Lc 24, 13-35. 

Queridos hermanos: 

           En este primer día de Pascua, el Evangelio nos presenta a los dos discípulos grandes amantes del Señor, a los que el amor hace percibir la presencia del amado anticipándose al testimonio de los sentidos. María Magdalena es la primera discípula en llegar al sepulcro, y la primera en ver y anunciar al Señor a los apóstoles; la primera en descubrir la tumba vacía, y poner en movimiento a los apóstoles. El apóstol Juan, evangelista y místico teólogo, se nos presenta en su pureza casta, modelo inolvidable para esta generación tristemente enfangada y descreída, impedida para alzar el vuelo de la contemplación del Señor resucitado. Ver y creer fue su actitud ante la tumba vacía, que nos confirma el testimonio interior, que el Espíritu del Hijo daba a su discípulo amado.

          ¡Es el Señor! El amor se adelantaba siempre a la percepción de los sentidos, limitados como están en su pequeño mundo físico, frente a los horizontes infinitos del espíritu que se abren a quien ama. Hijo del trueno por su celo, águila por su elevación de miras y de vuelos; contemplador privilegiado de la gloria y la agonía de Cristo, había recibido la gracia de acoger a María, la Virgen madre, junto a la cruz de su hijo, y el hoy considerado apóstol del Asia Menor y confesor invicto, nos presenta también su sumisión filial, ante la elección recibida por Pedro, dándole precedencia para el testimonio, no sólo de la resurrección, sino de todo el misterio de nuestra salvación, como dice la primera lectura.

          Pescador de hombres por designación profética divina, recibió del Señor la promesa de sentarse a juzgar a las doce tribus de Israel. Él, que pretendió sentarse junto a Cristo en su reino, fue revestido de paciencia para esperarlo aquí hasta su retorno glorioso, si tal hubiera sido la voluntad de su maestro.

          Cristo ha resucitado y se manifiesta a quienes lo aman, para que su testimonio brote de un corazón vigilante que intuye su presencia, más que de la percepción de los sentidos. Elevemos, por tanto, nuestro corazón a las alturas celestiales para encontrar a Cristo, vida nuestra, como dice la segunda lectura, en espera de su retorno glorioso. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Vigilia Pascual C

 Vigilia Pascual C

Lc 24, 1-12 

Queridos hermanos: 

          El evangelista nos dirige a nosotros en esta Noche Santa estas palabras: “¡No está aquí, en la soledad del sepulcro donde fue sembrado su cuerpo! ¡Ha resucitado!” Si buscáis a Cristo, Jesús, el Crucificado, no tenéis de que temer, porque el que pidió el perdón para nosotros ha sido escuchado, ha sido resucitado, y ha sido constituido Espíritu que da vida. El que fue bautizado en la muerte, ha resurgido a la Vida Eterna. El que fue talado en este huerto, ha brotado como “Renuevo del tronco de Jesé”; ha surgido como un “Vástago de sus raíces”. El pastor que fue herido está de nuevo al frente de su rebaño para reunir a las ovejas dispersas; va delante de nosotros abriendo camino, y nos saldrá al encuentro en el testimonio de la misión: ¡La muerte ha sido vencida y el pecado ha sido perdonado! El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones.  

          Hemos escuchado el testimonio de los ángeles: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. ¡Ha resucitado!

Los ángeles se lo han testificado a las mujeres, las mujeres a los apóstoles, y los apóstoles a nosotros, para que nosotros lo testifiquemos con nuestra vida, al mundo entero, comenzando por los más cercanos, amándonos y viviendo en comunión; siendo “uno” con los hermanos, con Cristo y con el Padre, para que el mundo crea.

La piedra ha sido removida, y con ella nuestras frustraciones y nuestros fracasos. Hay que dejar el sepulcro de la corrupción y de la impotencia, porque Cristo no está allí  y nos llama a seguirlo sin miedo, porque él ha vencido la muerte para siempre. ¡Cristo ha resucitado! La vida precaria en este mundo ya no volverá a ser lo que fue, porque se ha abierto una brecha en medio de la muerte fatal. La vida celeste ha irrumpido en el infierno y lo ha despojado. La noche sempiterna se ha hecho clara como el día. Las cadenas de la esclavitud han sido rotas, y Adán se ha desembarazado de su culpa. En nuestra generación nos alcanzó la condena por nuestra desobediencia, y en nuestra regeneración por la fe, la gracia de la sumisión.

“Cristo ha resucitado, y con su claridad ilumina al pueblo rescatado con su sangre”. Lo hemos celebrado en el simbolismo del Cirio pascual y lo reviviremos con la aspersión del agua bautismal, con la que la Iglesia romperá aguas en estos niños que hoy serán bautizados. Sentémonos a la mesa del Señor que viene a servirnos vida eterna en su cuerpo y en su sangre.

          Como hemos dicho en la oración después de la séptima lectura: ¡Que lo abatido se levante, lo viejo se renueve y vuelva a su integridad primera, por medio de nuestro Señor Jesucristo de quién todo procede! ¡Él, que vive, y reina con el Padre, por los siglos de los siglos!

          Esa es nuestra misión, y ese debe ser el fruto de la Pascua, en la que nuestros pecados han sido perdonados por la sangre de Cristo. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Domingo de Ramos en la Pasión del Señor C

 Domingo de Ramos en la Pasión del Señor C

(Is 50, 4-7; Flp 2, 6-11; Lc 22, 14-23, 56). 

Queridos hermanos: 

Con este domingo de Ramos, comenzamos la Semana Santa que la Iglesia de Oriente llama Grande. La procesión de las palmas, única en la liturgia de la Iglesia, tiene su origen en Jerusalén, donde los fieles se reunían el domingo por la tarde en el Monte de los Olivos y después de escuchar la proclamación del Evangelio, caminaban hasta la ciudad. Los niños participaban llevando en las manos ramas de olivo y palmas. La descripción más antigua de la fiesta en la Iglesia de Roma, data del siglo X.

Comenzamos la fiesta con la procesión de las palmas, que hace presente la peregrinación del Señor, que se dirige a Jerusalén acompañado por una multitud de sus discípulos, para celebrar la fiesta de la Pascua, que actualiza la liberación de la esclavitud de Egipto, mediante el sacrificio del “cordero pascual”. Mientras sus discípulos le aclaman como Rey-Mesías, la multitud que había llegado a Jerusalén para la fiesta, pregunta sorprendida quién sea ese Jesús, como nos relata el Evangelio de san Mateo. Será esta multitud que no conoce a Cristo, la que incitada por los sumos sacerdotes aclamará su crucificsión, cuando Jesús sea entregado a Pilatos, porque “del árbol caído todos hacen leña”. Los discípulos responden a la multitud: Es el profeta Jesús, de Nazaret, pero ni siquiera sus discípulos comprenden que es él, el “verdadero cordero sin mancha”, que va a ser sacrificado para quitar el pecado del mundo; que es él la “verdadera Pascua” que va a liberarlos de la esclavitud del diablo.

Como hizo en Egipto, el Señor viene ahora en su propio Hijo, a salvar a su pueblo de la muerte con su propia sangre, entrando en su pasión, en la que la Iglesia contempla el amor de Dios, que tomando sobre sí el sufrimiento de nuestros pecados, deshace la mentira del diablo que nos lleva a dudar del amor de Dios. El Señor se entrega por nosotros enfrentando el combate con la muerte, para vencerla definitivamente, como nos presenta la primera lectura del Siervo, al que aclamamos como Señor en la segunda lectura.

Cristo es entregado: Dios lo entrega por compasión al linaje humano; Judas por avaricia; los judíos por envidia; y el diablo por temor a que con su doctrina arrancase de su poder al género humano, no advirtiendo que por su muerte se lo arrancaría mejor de lo que se lo había arrancado ya por su doctrina y sus milagros (Orígenes en Mt. 35). Cristo mismo, se entrega por amor a nosotros y por obediencia y sintonía total a la voluntad del Padre. La gente que lo acompaña en su entrada gloriosa, se separa de él en el bullicio de la fiesta, y quedará solo cuando aparezca la cruz, a excepción del discípulo y la madre, a quienes el amor hace permanecer unidos a Cristo llevando su oprobio.

En este día, Cristo, subiendo a Jerusalén, sabe que el tiempo de la predicación ha llegado a su fin, y que comienza el tiempo del testimonio y de dar fruto mediante el sacrificio: Ha llegado “Su hora”, la hora de pasar de este mundo al Padre y abrir las puertas del Paraíso a la humanidad; la hora de humillarse hasta la muerte de cruz asumiendo la condición de siervo lleno de confianza en su Padre, y de amor por nosotros; la hora de amarnos hasta el extremo. Nosotros llenos de palabras y faltos de amor, necesitamos acudir a esta mesa para saciarnos de Cristo y llevarlo a los hermanos, no sea que tenga el Señor que maldecirnos como a la higuera en la que no encontró más que hojas, palabras, pero no fruto.

Toda alma santa en este día es como el asno del Señor, como dice un escritor anónimo del siglo IX. Acoger a Cristo con palmas y ramos, debe responder a nuestra adhesión a sus preceptos, a su voluntad, y a su palabra, que se muestra en las obras de misericordia. Aquel que guarda odio o cólera en el corazón, aunque sea sólo contra un pecador, comienza las celebraciones de la Pascua lejos del Señor, para su desventura, y por eso es necesario buscar y eliminan toda corrupción que haya en nosotros, antes de celebrarla. En este domingo proclamamos los misterios de nuestra salvación, y para la Iglesia sería pecado de ingratitud no hacerlo, como lo sería también para nosotros, el no prestarles la debida atención. Purifiquémonos, pues, y perdonémonos unos a otros en el amor del Señor. La palma que significa la victoria, llevémosla gozosos con toda verdad. 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 5º de Cuaresma

 Sábado 5º de Cuaresma

Ez 37, 21-28; Jn 11, 45-56 

Queridos hermanos: 

          Una vez más los judíos intentan matar a Jesús, pero en vano, porque aún no había llegado su hora; Jesús deberá confirmar su testimonio por tercera vez, y ante el Sumo Sacerdote, antes de ser consumado. Ignorando su mensaje de paz, los judíos juzgan su ministerio como un intento de alzarse con el poder, acarreando las represalias de Roma y provocando la ruina de la nación. Es exactamente lo que sucederá en el año 135 con la rebelión de Bar Kojba, reconocido como Mesías, y que supuso para Israel la mayor de sus catástrofes.

          Se cumple en ellos la sentencia manifestada a Isaías: “Mirarán pero no verán; oirán pero no escucharán; no se convertirán y no serán curados”. Se ha embotado el corazón de este pueblo, han cegado sus ojos, y han tapado sus oídos.

          Olvidando que la misión de su nación era la de ser testigo de las obras de Dios ante los poderes del mundo, prefirieron salvar su miserable existencia de pueblo sometido, para no perder su bienestar y sus corrompidas canonjías, a manos de un Mesías que fustigaba su prevaricación.

          También nosotros seremos tentados en nuestras seguridades, y en nuestras reivindicaciones frente al Cordero manso que no abre su boca ante el esquilador, dejándose degollar para lavar con su sangre nuestras inmundicias. ¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen! 

          Que así sea.

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Lunes 5º de Cuaresma

 Lunes 5º de Cuaresma

(Dn 13, 1-62; Jn 8, 1-11 ó 12-20 en el ciclo C) 

Queridos hermanos: 

          Cristo ha venido a dar la luz a los ciegos, que como nosotros, pueden decir con el salmo “en la culpa nací; pecador me concibió mi madre”. Pero para ser curados de nuestra ceguera, necesitamos aceptar el juicio de Dios sobre nuestros pecados. Necesitamos acoger el Evangelio del perdón y la misericordia, reconociéndonos pecadores; la Palabra debe iluminar nuestra ceguera, como dice Jesús a los fariseos: “Si fuerais ciegos no tendríais pecado, pero como decís, vemos, vuestro pecado permanece” (Jn 9, 41). No basta solamente con tener delante el agua, hay que beberla, sumergirse en ella; hay que creer. Hay que dejarse iluminar por la luz que se ha acercado a nosotros.

Dejarse iluminar es aceptar el testimonio de Cristo, y el del Padre, que testifica a través de las obras que realiza Cristo en su nombre, y que le acreditan como enviado de Dios. Si no me creéis a mí, creed por las obras.

Cuando la luz es rechazada, el hombre es emplazado a juicio: “Y el juicio está en que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz para que no sean censuradas sus obras. Pero el que obra la verdad, va a la luz para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios” (Jn 3, 19-21).

A cuantos la reciben, en cambio, les da el poder hacerse hijos de Dios y los constituye en luz. Con la “luz”, sucede como con el “agua” de la fe, cuya virtud no es la de quitar la sed simplemente, sino la de hacer brotar la fuente en el corazón del que cree en Jesucristo. Así, la “luz” de la fe, no solo tiene la virtud de iluminar al creyente en Cristo, sino la de hacerlo luz en el Señor. En el corazón del cristiano, por el Espíritu, hay luz. Luz del intelecto y llama ardiente de amor en el corazón, como cantamos en el “Veni Creator Spiritus”. Luz, también para iluminar a otros y para ver con la mirada de Dios el corazón del hombre, sin quedarnos en la apariencia de las cosas.

Si la luz ha llegado a nosotros, escuchemos, pues, lo que nos dice el apóstol: Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz (Rm 13, 12).   

          Que así sea.

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Domingo 5º de Cuaresma C

 Domingo 5º de Cuaresma C

Is 43, 16-21; Flp 3, 8-14; Jn 8, 1-11. 

Queridos hermanos: 

          En medio de este desierto contemporáneo de la Cuaresma, que mira al Bautismo en la Pascua, la palabra nos presenta el agua viva del Espíritu, que brota a borbotones en una tierra árida y seca donde reina la muerte, para transformarla en un vergel, llevándonos al conocimiento de Cristo, que en san Pablo se hace comunión con sus padecimientos, como dice la segunda lectura.

          Israel se encuentra en el destierro por haberse alejado de Dios. Tiene el fruto de sus pecados en las manos como la adúltera, pero es invitado a mirar hacia adelante y confiar en el amor de Dios, que tuvo poder para conducir a su pueblo por el desierto en medio de grandes prodigios y ahora les abre un camino de retorno.

          Cristo ha venido a proclamar el “año de gracia del Señor”, pero los judíos que se creen justificados y no necesitados de la misericordia sino de justicia, piden a Cristo  anticipar el juicio sobre aquella mujer por motivos espurios. Entonces Cristo viene a decirles: Mi tiempo, es tiempo de gracia para quien acoja al “enviado” para actuar la misericordia divina, y crea en él, y tiempo de asumir en mi propio cuerpo, la venganza que los enemigos merecen por sus pecados. Cuando termine este tiempo de gracia, “tiempo de higos”; tiempo de la dulzura del verano, de sentarse junto a la parra y la higuera, y llegue el tiempo de juicio, lo será para todos, pero sobre todo para quienes rechazáis mi oferta de misericordia. ¿Por qué debo juzgar sólo a esta mujer y no también al que adulteró con ella y de un jalón a todos vosotros? Si queréis anticipar la hora del juicio, de acuerdo, pero será para todos y comenzaremos por los más viejos.

          Entonces, como dice el libro de Daniel: “se abrieron los libros”, y el dedo del Legislador que escribió la ley de santidad sobre las tablas de piedra, comenzó a escribir sobre la arena, las sentencias a los acusadores, convertidos ahora en los primeros acusados, y como nos ocurre a nosotros, aquellos judíos, más dispuestos a juzgar que a ser juzgados, inmediatamente perdieron todo interés en el asunto, y comenzaron a escabullirse dejando sola a la mujer con el Señor.

          Como decía la primera lectura, Cristo mediante el perdón, abre un camino de retorno a la adúltera, figura de todos nosotros sorprendidos “in fraganti”, para que abandonando sus pecados, pueda lanzarse hacia la meta en el amor de Cristo, que rompe la muerte y cambia la condena en gracia. Él se ha hecho como dice San Pablo, “nuestra justicia”, por el perdón de los pecados. En él podemos ser justificados. Recordemos sus palabras: “No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados”

          La Ley, ante la imposibilidad de cambiar el corazón del pecador, lo aniquilaba, pero Cristo con la gracia de la fe, obtiene el perdón, anula el pecado, salva de la muerte, y con el don del Espíritu Santo, regenera al pecador dándole un corazón nuevo, en el que el fuego del amor grava su ley en sus tablas de carne.

          La Cuaresma es tiempo de misericordia y camino de esperanza en la promesa que ya se divisa; tiempo de preparar la blancura del vestido nupcial y de vigilar, no sea que se cierre la puerta ante nosotros. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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