FE, CIENCIA Y SABIDURÍA

 Fe, ciencia y sabiduría

“Todo es posible para Dios”, dice la Escritura, y añade: “todo es posible para el que cree”. El poder de Dios, por tanto, puede entrelazarse con el hombre mediante la fe, empleando términos actuales de la ciencia; creador y creatura unidos en una comunión de mente y voluntad tal, que aun sin hacerla omnipotente, la une efectivamente a su omnipotencia, haciéndola capaz para determinar la realidad, como insiste en afirmar el Evangelio, y ratifican las escandalosas comprobaciones de la física moderna en relación al microcosmos, proveyendo de sentido al llamado "principio de incertidumbre", o de "indeterminación", por el que, sólo es posible encontrar certezas a priori, en Dios. Sólo nuestra relación de fe con él, tiene la capacidad de determinar con nuestra asentimiento, una realidad concreta, excluyendo cualquier otra, posible sólo para Dios.

          Como el entrelazarse las partículas elementales en la materia, puede considerarse la adhesión del hombre a Dios por la fe, con la oración, de modo que incluso su cuerpo sea glorificado y alcance cuanto suplique, en comunión con su semejante. Alcanzar esa sintonía requiere paz universal, simplicidad de amor y ausencia de idolatrías, que apacigüen su espíritu ante el Señor. Trasladar montañas; plantar árboles en el mar; calmar tempestades,  pero sobre todo amar, hasta la negación de sí, en una muerte de cruz; alcanzar el Espíritu Santo, el amor de Dios y la vida eterna, son posibles consecuencias de cuánto ha sido concedido al ser humano por la fe.

Cuando dice el Evangelio: "si tenéis fe como un grano de mostaza, y no vaciláis, creyendo que va a suceder lo que decís, nada os será imposible." Todo cuanto pidáis con fe en la oración, creed que ya lo habéis recibido, y lo obtendréis": "Pero cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?" El Evangelio nos habla de lo que la naturaleza humana está llamada a experimentar, cuando entrando en la comunión del amor, su sumisión al creador alcance el nivel con el que la creación obsequia a su hacedor obedeciendo sus leyes.
  Como dice la Escritura:

“Seremos arrebatados en los aires y hasta la muerte cederá el paso a la transformación que nos convertirá en luz en el Señor, y estaremos siempre con él. Los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros. Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la caducidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la esclavitud de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. La creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo. Cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también nosotros apareceremos gloriosos con él. Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado todavía lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es. Esperamos, según nos lo tiene prometido, (el Señor) nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia. Y así suspiramos en este estado, deseando ardientemente ser revestidos de nuestra habitación celeste. Somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará nuestro pobre cuerpo a imagen de su cuerpo glorioso, en virtud del poder que tiene de someter a sí todas las cosas. ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor! Por quien hemos obtenido también, mediante la fe, el acceso a esta gracia en la cual nos hallamos, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios.

La fusión entre materia y espíritu en el ser humano, trascendiendo entonces lo anecdótico de la dualidad entre cuerpo y alma, transporta la creación a límites asintóticos de eternidad por la comunión con Dios, en la glorificación de la Resurrección. La religión como preámbulo, acompaña al hombre desde su ruptura por el pecado, hasta la comunión de fe, con Dios, en el conocimiento de su amor, que va alcanzando progresivamente de fe en fe, tras los pasos de Abraham.  

          Si al aferrar algún conocimiento por el estudio de la Escritura que alimenta nuestro espíritu, pretendemos ilusamente haber aprehendido la Verdad o a Dios mismo en nuestra mente, el aumento de nuestros conocimientos no haría, sino empobrecer nuestra precaria, por no decir inexistente sabiduría, ya que todo verdadero conocimiento, no hace, sino abrir nuestro corazón a una “docta ignorancia” como diría san Agustín, aumentando nuestro estupor y maravilla ante el Misterio insondable de la Verdad que es Dios, haciendo de nuestro abandono en su “autoritas”, nuestra única seguridad y certeza.

Nuestra pequeña razón tiende siempre a negar cuanto es incapaz de comprender y explicar, y así ha sido a lo largo de la historia del pensamiento, que ha ido avanzando lentamente, a remolque de cuanto la realidad ha ido maravillando nuestra tozudez, obligándonos a denominar “ciencia”, cuanto hemos sido constreñidos a aceptar a pesar de nuestro raquítico razonamiento, que se negaba a abrirse a la inmensidad de cuanto nos superaba y nos sigue superando infinitamente. Pero esa interminable historia de la humillación de nuestra mente por la realidad, sólo raramente ha conseguido proveer de un ápice de humildad a nuestra razón ebria de sí.

Negando a Dios, consecuentemente se ha rechazado siempre su revelación, y la constante remisión a su autoría que hace la naturaleza, no consigue sino la inmolación impía de nuestra ignorancia, en aras del “Azar”, como: todopoderoso, sabio, verdadero, bello y bueno, vencedor de la nada y autor de la vida.

En la medida en que se nos permite penetrar más profundamente en las entrañas de la naturaleza, su maravilla se hace siempre más, digamos, irreverente a nuestro orgullo, devastando toda certeza, y la capacidad misma de razonamiento, que ilusamente nos hacía creernos poseedores de algún conocimiento, motivo por el que en ciertos momentos de la historia, llegamos a creernos autores de una realidad, que nunca como ahora se nos muestra implacable a nuestra pueril seguridad, consecuente con el atrevimiento propio de la ignorancia.

El paradigma de la ciencia actual, superando esquemas dogmáticos del saber clásico, abre el horizonte de la comprensión de la realidad tanto en lo inmensamente grande como en lo microscópico, sorprendiendo constantemente a los “sabios” y haciéndoles interrogarse acerca de su inmensa ignorancia ininterrumpidamente.

          La misma Naturaleza como medio progresivo de auto revelación divina a la humilde razón humana, proveyéndola de ciencia, se nos muestra cada vez más escurridiza y paradójica, e incluso díscola e insolente frente a la autosuficiencia y la soberbia de la mente humana. Una somera mirada a la ciencia contemporánea, fijándonos, por ejemplo en los descubrimientos de la física: la “superposición”, y el“ entrelazamiento” en las partículas subatómicas, el enigma cuántico, el principio de incertidumbre, el efecto túnel, etc., nos muestra un panorama desconcertante en el que la razón y la intuición tocan fondo, estrellándose contra un muro, que mueve a los científicos a preguntarse acerca de la estructura misma de la mente y de su funcionamiento; ante una nueva lógica y un saber en el que no hay certezas, y que nos hablan del vértigo y del éxtasis de las mentes más privilegiadas, por la profundidad inscrita en el universo por su creador. Se especula ya con la existencia de múltiples dimensiones y con la idea de universos paralelos, cuando ni siquiera conocemos la naturaleza del 95% de cuanto compone el universo en el que nos movemos.

          La creación misma se va revelando como un milagro tal, que hace colapsar las más recalcitrantes perplejidades que han suscitado siempre los prodigios que nos narran los Evangelios y el entero Nuevo Testamento. Efectivamente, la simplicidad y la pureza de las partículas elementales, las hace superar el tiempo y el espacio, pudiendo retroceder o avanzar en ellos, bilocarse, atravesar cualquier obstáculo, y sin variar su condición física, comportarse como partículas o como ondas, en una obediencia incomprensible a quien las observa sin poder discernir su indeterminación a priori. Han sido constituidas para servir, por quien les dio el ser, y parecen tener “ojos” para ver y “oídos” para escuchar, y al ser llamadas, -como los astros-, responden: “¡aquí estamos! y brillan alegres para su creador” (cf. Ba 3, 34-35). Como todo el resto de la naturaleza predestinada para servir, no existen para sí, y son como su ADN, en el que el creador ha inscrito su amor por el ser humano, para el que todo ha sido hecho.

Pretender poner en cuestión a Dios o dominar sobre la obra de sus manos con nuestra ciencia, le hace sonreír benévolamente, ante el atrevimiento de nuestra pueril ignorancia, y como dice la Escritura: El (Señor) enreda a los sabios en su propia astucia. Conoce cuán vanos son los pensamientos de los sabios. Destruye la sabiduría de los sabios, e inutiliza la inteligencia de los inteligentes. ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el docto? ¿Dónde el intelectual de este mundo? ¿Acaso no entonteció Dios la sabiduría del mundo? De hecho, como el mundo mediante su propia sabiduría no conoció a Dios en su divina sabiduría, quiso Dios salvar a los creyentes mediante la necedad de la predicación; del Kerigma. Si alguno se cree sabio según este mundo, vuélvase necio, para llegar a ser sabio; pues la sabiduría de este mundo es necedad a los ojos de Dios”. 

Mira atentamente cómo vives; y no seas necio, sino sabio. “Acércate a la sabiduría como quien ara y siembra, y espera sus mejores frutos. Cultivándola te fatigarás un poco, pero bien pronto comerás de sus productos. Es muy dura para los ignorantes, y el necio no la soporta; como piedra de toque lo oprime, y él no tarda en sacudírsela. Pues la sabiduría hace honor a su nombre, no se manifiesta a muchos. Mete los pies en su cepo, y el cuello en su coyunda. Doblega la espalda y carga con ella, no te rebeles contra sus cadenas. Acércate a ella con toda tu alma, y con toda tu fuerza guarda sus caminos. Síguela, búscala, y se te dará a conocer, y cuando la tengas, no la sueltes. Porque al final hallarás en ella descanso, y ella se convertirá en tu alegría. Sus cadenas serán para ti un refugio seguro, y sus argollas un traje de gloria. Adorno de oro será su yugo, y sus correas cintas de púrpura. Como túnica de gloria te la vestirás, te la ceñirás como corona de júbilo.”[1]

Que el Señor nos conceda hablar según su voluntad y concebir pensamientos dignos del don de la sabiduría pues es él quien marca el camino a los sabios. Porque en sus manos estamos nosotros y nuestras palabras, y toda la prudencia y el talento. Él nos otorgó un conocimiento infalible de los seres, para conocer la trama del mundo y las propiedades de los elementos; el comienzo y el fin y el medio de los tiempos, la sucesión de los solsticios y el relevo de las estaciones; los ciclos anuales y la posición de las estrellas; el poder de los espíritus y las reflexiones de los hombres. En efecto, la sabiduría es un espíritu inteligente, santo, único, múltiple, sutil, móvil, penetrante, inmaculado, lúcido, invulnerable, bondadoso, agudo, incoercible, benéfico, amigo del hombre, firme, seguro, sereno, todopoderoso, todovigilante, que penetra todos los espíritus inteligentes, puros, sutilísimos. La sabiduría es más móvil que cualquier movimiento, y, en virtud de su pureza, lo atraviesa y lo penetra todo; porque es efluvio del poder divino, emanación purísima de la gloria del Omnipotente; por eso, nada inmundo se le pega. Es reflejo de la luz eterna, espejo nítido de la actividad de Dios e imagen de su bondad. Siendo una sola, todo lo puede; sin cambiar en nada, renueva el universo, y, entrando en las almas buenas de cada generación, va haciendo amigos de Dios y profetas; pues Dios ama sólo a quien convive con la sabiduría. Es más bella que el sol y que todas las constelaciones; comparada a la luz del día, sale ganando, pues a éste lo releva la noche, mientras que a la sabiduría no la vence el mal.[2]

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[1] Cf. (Eclo 6, 19-32)
[2] Cf. Sb 7, 15-30)

Cuarto domingo de Adviento B

Domingo 4º de Adviento B (cf. La Anunciación)
(2S 7, 1-5.8-12.14-16; Rm 16, 25-27; Lc 1, 26-38)


Queridos hermanos:

Celebramos el último domingo de Adviento y la liturgia nos presenta la fidelidad de Dios a sus promesas de salvación, y a Jesús como el salvador que viene a perdonar los pecados y a destruir la muerte. Viene a revelar el misterio escondido desde antiguo como decía la segunda lectura: La llamada universal a su Reino eterno prometido a David.
Todas las promesas apuntan a Cristo como el elegido para nuestra salvación, asumiendo la virulencia del mal para destruirlo. En él, Dios se ha elegido un rey y un linaje para siempre; una casa que no será destruida, y que hará sucumbir a las puertas del infierno.
El plan de Dios para salvar al mundo está en acto. Se ha cumplido el tiempo: el mensajero celestial anuncia las primicias del Evangelio, la Virgen acoge el anuncio de la Buena Nueva, y el salvador es engendrado en su seno por obra del Espíritu Santo.
La salvación revelada a los profetas, es ahora anunciada por el arcángel Gabriel a María, que acepta la voluntad de Dios y concibe a Cristo. La justicia nos mira desde el cielo y la misericordia brota de la tierra. La tierra ha dado su fruto, nos bendice el Señor nuestro Dios.
Contemplemos hoy a María concebir por la fe y acoger en la esperanza al que es la Caridad misma de Dios: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti; el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y se le llamará Hijo de Dios”. Esta buena noticia se cumple en todo el que cree.
También nosotros somos evangelizados con María. Cristo debe ser concebido por nosotros por la fe y dado a luz mediante las obras del amor de Dios, que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado. La salvación está cercana, y hay que disponerse a acogerla reconociendo el amor de Dios para con nosotros, y la fuerza de su poder, porque no hay nada imposible para Él.
La Buena Noticia se sigue proclamando y busca quien la acoja y la encarne, de forma que la salvación de Cristo alcance en cada generación a quienes crean en la Palabra creadora del mundo y redentora de la humanidad.
La respuesta natural a esta palabra es la alegría del corazón, oprimido por el mal. El enemigo ha sido vencido por misericordia de Dios, y comienza nuestra liberación.
La Eucaristía viene a buscarnos para unirnos al Salvador haciéndonos un solo espíritu con él.

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Tercer domingo de Adviento B

 Domingo 3º de Adviento B ¡Gaudete! (¡Regocijaos!)
(2017: “O Sapientia”-Oh Sabiduría-)
(Is 61, 1-2. 10-11; 1Ts 5, 16-24; Jn 1, 6-8. 19-28)

Queridos hermanos:

          En este 2017, el tercer domingo de Adviento, “Gaudete”, coincide con la primera de las “ferias mayores” de Adviento: “Oh Sabiduría”, en las que la liturgia centra su mirada en el misterio del nacimiento de Cristo, dándoles a las antífonas de vísperas, nombres proféticos del Mesías que figuran en las Escrituras.

          Domingo de “regocijo” en medio de la vigilante espera de la venida gloriosa del Señor y de su humilde presencia en carne mortal para nuestra salvación. El Señor se encuentra ya entre nosotros y su manifestación se hace inminente, acrecentando el gozo por la salvación ya próxima. El profeta Isaías movido por el Espíritu, nos anuncia en la primera lectura el “año de gracia del Señor” cuyo cumplimiento proclamará Cristo en la sinagoga de Nazaret.

 Se escucha “la voz” que lo anuncia, y que debe dar paso a la Palabra, como la aurora cede su claridad en favor de la luz y el calor del sol, plenitud de su resplandor y perfección de su verdad; así la “justicia” debe dar paso a la Santidad, la “ley” a la Gracia, y el “mensajero” a su Señor.

El Señor se hace presente ocultamente para manifestarse después; el “hijo del carpintero” se revela “Cordero de Dios”; el niño envuelto en pañales, recostado en un pesebre, será reconocido como el Salvador, el Mesías, y el Señor, manifestado al mundo con su resurrección.

Crecen la espera, el gozo y la “alegría”, y la atención se aviva ante el deseo de encontrar al Esperado de todos los tiempos y al Deseado de todos los corazones. Se acerca el Esposo, y las entrañas de la esposa destilar mirra fluida al escuchar su voz. Hay que agudizar el discernimiento y eliminar toda mancha: ¡vigilancia y calma!  

La voz del Juan Bautista sigue clamando “preparad el camino del Señor”. Debe ser removido todo obstáculo del corazón ante su llegada, para que las murallas de nuestra libertad dejen el paso franco, abriendo al Señor las puertas de nuestra  voluntad, a la conversión. El velo de nuestros ojos será removido, se abrirán nuestros oídos, y nuestro corazón se conmoverá para acoger la salvación. Seremos luz en el Señor, pequeños, nacidos de la gracia, y acogidos en el Reino de los Cielos.

San Pablo nos invita a la oración constante y a la apertura a la acción del Espíritu que se nos da en la Eucaristía.

Proclamemos juntos nuestra fe.

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PENSANDO EL CIELO VI

PENSANDO EL CIELO

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          La fe cristiana, a propósito del inicio y del fin del mundo, no es ni cronológica ni descriptiva. El cristiano cree simplemente que existe una relación estrecha entre Dios y la creación, entre Dios y la historia de la humanidad, entre Dios y la existencia de cada uno de nosotros.

          Si alcanzásemos a gustar y comprender cómo constantemente somos cubiertos por el amor de Dios, del que ningún acontecimiento que en nuestra libertad realizamos o padecemos escapa, no sólo a su conocimiento, sino también a su protección y compasión, ciertamente seríamos inundados del gozo celestial, sin temor alguno al sufrimiento y la muerte que ahora nos circundan encerrándonos en nosotros mismos, levantando barreras a nuestro alrededor que nos separan del amor del vivir inmolados, como lo está la creación entera en favor nuestro.

          En la llamada del hombre a la existencia está ya su predestinación a la glorificación y la comunión con Dios, y por tanto su libertad, su redención y su resurrección en Cristo. La resurrección no constituye, por tanto, una fase ulterior del curso de la vida, sino más bien el cumplimiento de una llamada de Dios. El hombre alcanza así la plenitud a que está destinado por su naturaleza, creado a imagen y semejanza de Dios, con un cuerpo no sujeto ya al espacio y al tiempo, sino con una nueva condición: “gloriosa”. Entonces, conservará su identidad, será transformado recuperando su condición inmortal, animado por el Espíritu. 

          El Catecismo de la Iglesia Católica dice:

          “Cristo resucitó con su propio cuerpo: “Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo”; pero no volvió a una vida terrenal. Del mismo modo, en Él “todos resucitarán con su propio cuerpo, pero será “transfigurado en cuerpo glorioso”, en “cuerpo espiritual”.

          Comunión y amor descartan la soledad, y consolidan la experiencia eclesial de la comunidad, que no se disolverá alcanzando su plenitud, en la “Perfecta comunión de los santos”. En su significado más pleno, una comunidad así es la Iglesia, como participación en la gracia de la vida eterna.

          “La vida eterna consiste, también, en la amable compañía de todos los bienaventurados, compañía sumamente agradable, ya que cada cual verá a los demás bienaventurados participar de sus mismos bienes. Todos, en efecto, amarán a los demás como a sí mismos y, por esto, se alegrarán del bien de los demás como del suyo propio[1].

          Como decía santa Teresa: “Un alegrarse que se alegren todos”.


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[1] Conferencia sobre el Credo de Santo Tomás de Aquino, Sábado XIX Sett. Año II.

PENSANDO EL CIELO V

PENSANDO EL CIELO

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          La felicidad del cielo, en cuanto plenitud de bien, podrá ser distinta de la que hoy anhelamos, en cuanto variarán no sólo las aspiraciones y las ansias que ahora gestan nuestras necesidades actuales, sino sobre todo, en cuanto se nos descubrirán realidades inimaginables ahora a nuestra limitada condición. Es doctrina eclesial que en el cielo los bienaventurados mantendrán enteramente su propia y única individualidad, mientras los vínculos interpersonales serán purificados, y llevados a una perfección, propia de la voluntad divina que nos creó a su “imagen y semejanza”. 

          El Papa Juan Pablo II en las Catequesis de preparación del gran jubileo de la redención del año 2000, afirmaba:

          “En el marco de la Revelación sabemos que el «cielo» o la «bienaventuranza» en la que nos encontraremos no es una abstracción, ni tampoco un lugar físico entre las nubes, sino una relación viva y personal con la santísima Trinidad. Es el encuentro con el Padre, que se realiza en Cristo resucitado gracias a la comunión del Espíritu Santo.
          Es preciso mantener siempre cierta sobriedad al describir estas “realidades últimas”, ya que su representación resulta siempre inadecuada. Hoy el lenguaje personalista logra reflejar de una forma menos impropia la situación de felicidad y paz en que nos situará la comunión definitiva con Dios.”

          El conocimiento de nuestro universo se acrecienta constantemente gracias a la ciencia que lo escudriña cada vez más profundamente, pero lo que se nos muestra más claramente con la grandiosidad de los descubrimientos del saber humano, es precisamente lo inabarcable para nuestra mente que se muestra la sabiduría divina que encierra la creación. En la medida que se acrecienta lo que alcanzamos a conocer, crece en progresión astronómica el descubrimiento de lo que ignoramos, como si de un pozo sin fondo se tratase; tal es el contenido que revela cada nuevo descubrimiento.

          Quizá más que de la transformación, del universo, que ciertamente esperamos, podríamos hablar paralelamente, de un desvelarse de nuestras capacidades, (hoy tan limitadas para conocer), una vez glorificadas, la profundidad infinita e inalcanzable de la sabiduría divina encerrada en la creación, mostrándose ante nosotros ciertamente como “un cielo nuevo y una tierra nueva”, a la luz de la encarnación y la resurrección de Cristo.  

          La encarnación y la resurrección de Cristo, es pues, un evento cósmico que provee del impulso necesario a la aventura del universo, para el cumplimiento del proyecto amoroso de Dios a que ha sido destinado el hombre, a través del drama histórico de la libertad, en orden al Amor. La pregunta relativa al cómo y al cuándo se realizará esta transformación de la humanidad y del universo mismo, es una de esas preguntas inadecuadas a las que Cristo en el Evangelio se niega a responder, manteniendo al hombre en la vigilancia esperanzada de la promesa divina, que no defrauda nunca a quien confía en él.

Al vencedor le pondré de columna en el Santuario de mi Dios, y no saldrá fuera ya más; y grabaré en él el nombre de mi Dios, y el nombre de la ciudad de mi Dios, la nueva Jerusalén, que baja del cielo enviada por mi Dios, y mi nombre nuevo (Ap 3, 12).
         

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PENSANDO EL CIELO IV

PENSANDO EL CIELO


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          Creemos que la vida futura no es una simple continuación de la presente, pero no debemos olvidar, con todo, que están, una en función de la otra. En este mundo que pasa, se decide nuestra verdadera vida perdurable que el Evangelio llama eterna. Nuestra vida terrena, por tanto, adquiere un valor que salta a la vida eterna. 

          “Somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador a Nuestro Señor Jesucristo, el cual transfigurará nuestro pobre cuerpo a imagen de su cuerpo glorioso”.

          Contemplando a Cristo resucitado en el Evangelio, podemos discernir la transformación gloriosa a la que estamos llamados, con cuanto en este mundo deba incorporarse a la Resurrección en el mundo futuro. La vida misma, por tanto, será transformada en orden a nuestra convivencia con los ángeles, pero sobre todo con Cristo, y con la Virgen María, en la visión beatífica de Dios Padre:

          “Ahora vemos como en un espejo, de forma confusa; pero entonces le veremos cara a cara. Ahora conozco de modo imperfecto, pero entonces conoceré perfectamente, como soy conocido”.

          El mismo Señor bajará del cielo con clamor, a la voz del arcángel y trompeta de Dios, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar. Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con ellos, al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor.

          Podemos proyectar sublimadas en la gloria ciertas realidades de esta vida, como el amor, la belleza, la bondad o la justicia con una plenitud y perfección totales, pero recordemos a san Pablo que nos dice:

          “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni la mente del hombre ha podido imaginar lo que ha preparado Dios para los que le aman”.

          No sólo el “lugar” que Cristo fue a prepararnos, como hemos visto en el Evangelio, sino la misma actividad eterna del amor, la relación mutua de comunión, o la “ocupación” como concepto, sufrirán con toda certeza su propia transformación. Según el Evangelio, los bienaventurados: “Serán como ángeles” ha dicho el Señor. No habrá muerte; la relación matrimonial dará paso a una convivencia esponsal sin relación a la procreación con su propia llamémosle fecundidad. Así como la misma realidad familiar, y comunitaria, experimentará, con certeza su propia transformación. Los Padres de la Iglesia insisten en que la comunión entre todos los bienaventurados, estará en continuidad con el mandamiento de Cristo: “Que os améis los unos a los otros como yo os he amado”, que responde al amor con el que el Padre amó a Cristo desde toda la eternidad.  

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PENSANDO EL CIELO III

PENSNDO EL CIELO

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          El Cielo como punto omega de la existencia, constituye de hecho un posible punto de llegada, en el que cobran sentido la vida, el sufrimiento, la enfermedad, la vejez, la muerte, y ese después, que en todos los pueblos se ha manifestado siempre como esperanza, que responde en el hombre, al “germen de eternidad que lleva en sí mismo” como ha afirmado el Concilio Vaticano II (GS 18). Pero es en el cristianismo donde la resurrección de la carne, fundándose en la promesa divina de vida eterna y en la resurrección de Cristo, entra en la perspectiva de ultratumba, a través de la predicación y los escritos de los apóstoles, testigos elegidos como propagadores de la esperanza cristiana, a la que han sido enfrentados con asombro.

          El Evangelio pone en boca de Cristo estas palabras: 

          En la casa de mi Padre hay muchas mansiones. Voy a prepararos un lugar, y cuando lo haya hecho volveré y os llevaré conmigo, para que donde yo esté, estéis también vosotros. Venid benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso. ¡Qué estrecha la entrada y qué angosto el camino que lleva a la Vida! Más te vale entrar en la Vida manco o cojo que, con las dos manos o los dos pies, ser arrojado en el fuego eterno. Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos. Yo os aseguro: nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio, quedará sin recibir el ciento por uno: ahora, al presente, casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y hacienda, con persecuciones; y en el mundo venidero, vida eterna.


          Aunque el Catecismo de la Iglesia Católica afirma que “este misterio de comunión bienaventurada con Dios y con todos los que están en Cristo sobrepasa toda comprensión y toda representación”, sin embargo la reflexión eclesial a lo largo de los siglos ha ido progresivamente penetrando en este misterio y ha explicitado algunos aspectos de lo que será la vida del hombre en la Bienaventuranza que en cierta medida podemos conocer ya desde ahora.

          San Agustín comentado el salmo 27 dice:

 “El Espíritu de Dios incita a los santos a que intercedan con gemidos inefables, inspirándoles el deseo de aquella realidad tan sublime que aún no conocemos, pero que engendra  en los fieles la esperanza. Ciertamente que si la ignorásemos del todo no la desearíamos[1]. Este conocimiento y esta esperanza, se nutren del testimonio en primer lugar de las Sagradas Escrituras:

          “He aquí que yo creo cielos nuevos y tierra nueva y no serán mentados los primeros ni vendrán a la memoria, antes habrá regocijo y gozo por siempre jamás por lo que voy a crear. “El Dios del cielo levantará un reino, que no será jamás destruido, y este reino subsistirá para siempre”. “Sucedió, pues, que murió el pobre (Lázaro) y los ángeles le llevaron al seno de Abrahán”. Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre que está en pie a la diestra de Dios. Sé de un hombre en Cristo, el cual hace catorce años -si en el cuerpo o fuera del cuerpo no lo sé, Dios lo sabe- fue arrebatado hasta el tercer cielo.

          No sólo nos hablan de su existencia, sino también de estadios distintos, aunque no sepamos en que consistan tales diferenciaciones. Son palabras para nuestra edificación en la fe y en la esperanza, que gesten en nosotros la caridad. El mismo San Pablo, recomienda a los fieles:

          “Buscad las cosas de arriba, dónde está Cristo sentado a la derecha de Dios”.

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[1] De la carta de S. Agustín a Proba, Viernes, XXIV Semana

PENSANDO EL CIELO II

PENSANDO EL CIELO

2


          Días atrás cuando comenzó a rondarme el impulso de reflexionar acerca de la Vida eterna del Cielo, no acertaría a saber por qué, pero lo fui posponiendo, al pensar que apenas poseemos conocimientos al respecto, salvo algunas alusiones del Evangelio, expresiones del Nuevo Testamento y testimonios de los místicos, o experiencias del más allá de la muerte que nos cuentan personas de la más variada condición. Sabemos por la fe, de su existencia y tenemos noticia de algunas de sus características fundamentales, pero no deja de ser algo lejano y en consecuencia poco atractivo y seductor, y más bien se hace de él algo excesivamente banalizado e incluso ridiculizado desde opciones que pretendiendo ser humanistas, ignoran tristemente una de las ansias más profundas del espíritu humano, intentando sustituirla por la exclusiva satisfacción de las necesidades corporales, con lo que se cercena la grandiosidad personal, cuando es amputada su trascendencia.

          Pensaba que podría comenzar a tomar forma esta reflexión personal, fijándola como posible narración escrita (por aquello de que: “escribir es la mejor forma de leer la vida” como dijo alguien), de algo que de hecho es una cuestión de importancia trascendental y perdurable, de la que por cierto hacemos poco menos que caso omiso en nuestro cotidiano “ir existiendo”, muy ocupados en preocuparnos de lo inmediato, en una actitud deletérea de negar toda atención a lo ineludible en nuestra condición mortal. 

          El don de ensimismarnos tomando distancia de la realidad cotidiana en la que estamos inmersos, buscando el sentido profundo de la existencia, al estilo de los verdaderos filósofos, pensadores, contemplativos y demás “raras avis”, que surgen raramente aquí y allá, no es algo que se nos conceda comúnmente en el transcurrir vertiginoso de esta que llamamos vida moderna, pletórica de ciencias, tecnologías, bienestares, ocios, intereses y también lacras innumerables, que la hacen en ciertos aspectos lamentablemente plural, tolerante y libertaria, moteada con vistosas lentejuelas democráticas, y la envuelve en el tupido velo de quien no quiere ver el agujero negro en el que se precipita inexorablemente, y que la estrecha como boa, en su mortal abrazo constrictor.
         
          Pienso que perseverar profundizando en este “pensar el Cielo”, producirá un fruto, que independientemente de su posible alcance y difusión, supondrá para mí una riqueza personal de coherencia, entre lo que creo y lo que espero, y pueda traducirse en caridad.

                    En mi tierna infancia, mi padre nos reunía los domingos por la tarde después de comer, con nuestra madre, a mis hermanos y a mí, junto a la mesa del comedor, y abriendo la Biblia nos leía un pasaje de las Escrituras y  comenzaba después a hablarnos de Dios y de la hermosura del cielo. Un día, cuando apenas tendría unos tres o cuatro años, durante las explicaciones de mi padre, y por un instante, en medio de mucha luz, vi un trono dorado elevado, en el que alguien estaba sentado; no lo vi de frente; vi su lado izquierdo algo ladeado y sentí con suavidad un ardor, que sólo después de muchos años he vuelto a experimentar, como una señal del cielo que me indicaba un camino a seguir. En mi inocencia no di mayor importancia al hecho ni conté nada a nadie, pero es algo que ha permanecido curiosamente imborrable todos estos años. Qué gracia tan grande sería ahora poder visitar el Cielo en esta vida, como les ha ocurrido a algunos privilegiados, pero reconozco que, mucho mayor es la gracia que se nos ha concedido a todos, de que Dios mismo nos haya visitado a nosotros, en su querido Hijo, para que poseamos el Cielo para siempre.


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PENSANDO EL CIELO

 PENSANDO EL CIELO

1

          Nada más oportuno para introducirnos en el espíritu del Adviento, que elevar nuestro pensamiento al Cielo con estas reflexiones, siendo él, quien se nos acerca en Nuestro Señor Jesucristo, que viene para ganárnoslo eternamente. Comencemos con una mirada concatenada de las Escrituras, que nos sitúe ante el objeto de nuestra “esperanza dichosa”:

“Seremos arrebatados en los aires y hasta la muerte cederá el paso a la transformación que nos convertirá en luz en el Señor, y estaremos siempre con él. Los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros. Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la caducidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la esclavitud de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. La creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo. Cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también nosotros apareceremos gloriosos con él. Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado todavía lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es. Esperamos, según nos lo tiene prometido, (el Señor) nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia. Y así suspiramos en este estado, deseando ardientemente ser revestidos de nuestra habitación celeste. Somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará nuestro pobre cuerpo a imagen de su cuerpo glorioso, en virtud del poder que tiene de someter a sí todas las cosas. ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor! Por quien hemos obtenido también, mediante la fe, el acceso a esta gracia en la cual nos hallamos, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios.

Dice san Pablo que la transformación gloriosa a la que estamos destinados al final de los tiempos para ser recibidos en la bienaventuranza, eludirá para quienes permanezcan con vida en aquella hora, el trámite de la muerte física, mientras los ya fallecidos recuperan sus cuerpos resucitados, para que unidos vayamos al encuentro del Señor.
Mientras tanto debemos aceptar la precariedad de esta vida, consecuencia del pecado, pero con la esperanza de la liberación en Cristo y de la regeneración de la creación, cuando sean creados “cielos nuevos y tierra nueva”.
Lo que ya ahora hemos recibido, por la fe, gracias a la misericordia de Dios, en Cristo, se manifestará entonces en la glorificación de la resurrección, y podremos contemplar maravillados lo que significa ser “hijos de Dios”, y que ya se nos ha mostrado en Cristo resucitado. Se nos revestirá como dice san Pablo de una “habitación celeste”, no tanto entendida como lugar, cuanto como una forma de vida celestial concorde a la ciudadanía que hemos heredado por nuestra fe; don gratuito que agradecemos a Dios con nuestro amor.

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Segundo domingo de Adviento B

2º Dgo. De Adviento.  B (2º Adv. A)
(Is 40, 1-5.9-11; 2P 3, 8-14; Mc 1, 1-8)

Queridos hermanos:

          Ya que el hombre se ha hecho incapaz de volver a Dios por el pecado, es él quien toma la iniciativa creando puentes para encontrarse con él a través de la gracia de la conversión, dándole la posibilidad de acogerlo; de que se abran sus oídos, sus ojos y su corazón a su gracia.
El Reino de Dios se acerca para que recibamos el Espíritu Santo, creando un nuevo pueblo de judíos y gentiles, en el amor y el conocimiento de Dios derramado en nuestros corazones. Ésta es la diferencia entre el bautismo de Juan y el de Cristo.
La profecía de Isaías sitúa esta Palabra, en el contexto de que Dios quiere consolar a su pueblo, porque ya ha pagado por sus pecados (Is 40, 1ss). La consolación le vendrá por la acogida de la gracia de la conversión, que le llegará mediante el anuncio del “mensajero” del Señor, que viene delante del Salvador preparando su camino. Después vendrá el Señor a perdonar sus pecados y a bautizar en el fuego del Espíritu.
          Dios proclama su Palabra de vida, a oídos de aquel que ha elegido para llevarla a cumplimiento, y escucharla es ya recibir la misión y el poder de que se realice. Los  evangelistas identifican a este mensajero con Juan (“ha sido dado”) el Bautista, que prepara el camino de Cristo invitando a la conversión, mediante la confesión de los pecados, la penitencia, y el bautismo.
          El camino del Señor debe prepararse en el desierto, por el cual, como en un nuevo Éxodo, Dios va a caminar para conducir a su pueblo de la esclavitud a la libertad, de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida. El desierto será siempre para Israel referencia insustituible. La añoranza de su primer amor, donde Israel ha visto realizarse que los caminos de Dios han sido sus caminos. Dios caminaba en medio de ellos. Él era su luz, su protección, su guía y su pastor. 
          El camino del Señor, queda preparado en aquel que acoge a su mensajero, en este caso a Juan Bautista, sometiéndose a su bautismo y aceptando la conversión. La gracia que lleva en sí esta Palabra, le abre los ojos, los oídos y el corazón a Cristo. En cambio para quien rechaza al mensajero, esta gracia permanece inaccesible: Mirará y no verá; oirá y no escuchará; no comprenderá, su corazón no se convertirá, y no será curado. (cf. Is 6, 9-10). Para san Lucas, esta es la causa de que ni fariseos ni legistas pudieran acoger a Cristo: “al no aceptar el bautismo de él (Juan el Bautista), frustraron el plan de Dios sobre ellos”, (Lc 7, 30) mientras hasta los publicanos y las prostitutas creyeron en él.
          Es por tanto el Señor, quien como el buen samaritano, ansía venir al encuentro del hombre que se ha separado de él por el pecado: Dejando Jerusalén, lugar de su presencia,  se ha encaminado a Jericó, imagen del mundo, cayendo en manos de salteadores que, después de despojarle y golpearle, se fueron dejándole medio muerto. Los profetas serán los encargados de anunciar con insistencia estos ardientes deseos de la voluntad amorosa de Dios. Juan será el designado para precederle con el espíritu y el poder de Elías a preparar su camino, y Cristo, el elegido para encarnar su venida.
          Dios es espíritu, y aun a través de Jesucristo, el encuentro con Dios del hombre, ha de realizarse en el espíritu, y por tanto en su libertad. Los obstáculos que encontrará el Señor en su camino al corazón del hombre serán por tanto espirituales. Ningún obstáculo puede oponerse al Señor sino el espíritu del hombre, al cual dotó Dios de libertad, para que pudiera amar: Los “montes” de la soberbia y el orgullo, levantan el yo del hombre, impidiendo el acceso al Señor, que viene manso y humilde de corazón. Estos montes deberán ser demolidos, y rellenados estos “valles”, abismos de la hipocresía y simas insaciables de las pasiones;  carencias socavadas en el espíritu del hombre que ha abandonado a su Dios.
          Sólo el Señor mediante la conversión, quiere darnos el discernimiento de la fe, capaz de acoger la salvación, que puede arrancar estos montes y plantarlos en el mar de la muerte, para desecar su poder, y convertir el corazón del hombre, en un vergel en el que florezca la justicia, camino llano para el Señor.  Por tanto: “¡Preparad el camino al Señor!”   “Y todos verán la salvación de Dios”.

          Proclamemos juntos nuestra fe.


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Primer domingo de Adviento B

Domingo 1º de Adviento B
(Is 63, 16-17. 64, 3-8; 1Co 1, 3-9; Mc 13, 33-37)
         
Queridos hermanos:

          Llega el Adviento, tiempo para excitar nuestra vigilancia, que debería ser constante y para orientar toda nuestra vida al Señor, que estando presente por su Espíritu, nos hace tender hacia la unión plena y definitiva con él. ¡Maran atha!

          Con esta perspectiva, el cristiano puede tener la cabeza erguida y asociarse a la invocación que, según el Apocalip­sis, es el gemido más profundo que el Espíritu Santo ha suscitado en la historia: "El Espíritu y la esposa dicen: ¡Ven!" (Ap 22,17). Esta es la invitación final del Apoca­lipsis (22,17.20) y del Nuevo Testamento: "Y el que lo oiga diga: ¡Ven! Y el que tenga sed, que se acerque, y el que quiera, reciba gratis agua de vida... ¡Ven, Señor Jesús![1]
         
          El amor engendra la esperanza, que se mantiene viva en la vigilancia, mediante la sobriedad de la ascesis del corazón que ora sin desfallecer. Como un cuerpo sano ansía el alimento, un espíritu amante ansía al Señor.

          En este primer domingo de Adviento, la liturgia de la Palabra nos llama a la vigilancia, en la esperanza dichosa de la venida del Señor, a quién hemos conocido por la fe y a quien amamos, por su salvación realizada en favor nuestro. Así clamaba el pueblo en la primera lectura: ¡Vuélvete Señor, por amor de tus siervos! Como dice siempre la Escritura: “Conviértenos, Señor, y nos convertiremos. San Pablo en la segunda lectura, asegura la asistencia del Señor a quienes le esperan, porque esperar es amar: “El os mantendrá hasta el fin, para que seáis irreprensibles en el día de nuestro Señor Jesucristo”.

En efecto, el velar del que habla el Evangelio no consiste en un mero privarse del sueño, sino en la vigilancia del corazón que ama, como dice la esposa del Cantar de los cantares: “Mi corazón velaba y la voz de mi amado oí”. El corazón que vigila en el amor, escucha la voz del amado y le reconoce para abrirle al instante, en cuanto llegue y llame: “Estén ceñidos vuestros lomos y las lámparas encendidas, y sed como hombres que esperan a que su señor vuelva de la boda, para que, en cuanto llegue y llame al instante le abran” (Lc 12, 35s).

          He aquí entonces el sorprendente descubrimiento: ¡nuestra esperanza, está precedida por la espera que Dios cultiva con respecto a nosotros! Sí, Dios nos ama y justamente por esto espera que regresemos a Él, que abramos el corazón a su amor, que pongamos nuestra mano en la suya y que recordemos que somos sus hijos. Esta espera de Dios precede siempre a nuestra esperanza, exactamente como su amor nos alcanza siempre en primer lugar (cfr 1 Jn 4,10).
           Todo hombre está llamado a esperar, correspondiendo a la expectativa que Dios tiene sobre él. 
           En el corazón del hombre (que cree) está escrita de forma imborrable la esperanza, porque Dios, nuestro Padre, es vida, y para la vida eterna y beata estamos hechos.[2]

                    Profesemos juntos nuestra fe.

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       [1] JUAN PABLO II    Catequesis del 3-7-1991.         
[2] Benedicto XVI, Homilía en las primeras vísperas del Primer domingo de Adviento de 2007

DOMUND A

 Domingo Mundial de la Propagación de la Fe A
Is 56, 1.6-7; 1Tm 2, 1-8; Mt 28, 16-20

Queridos hermanos:

Celebramos hoy el domingo dedicado a conmemorar la evangelización de los pueblos.
Contemplamos la misión universal con la que la Iglesia prolonga la de Cristo, que nos hace presente el amor del Padre, porque: “Tanto amó Dios al mundo, que le envió a su Hijo, para que el mundo se salve por él.”
Esta misión salvadora que Cristo ha proclamado con los hechos de su entrega y con las palabras de su predicación, nos ha obtenido el perdón de los pecados y nos ha suscitado la fe que nos justifica y nos alcanza el Espíritu Santo que renueva la faz de la tierra.
Esta misión, Cristo la entregó a sus discípulos para que alcanzara a todos los hombres de generación en generación: “Como el Padre me envió yo os envío”; “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.” Id por todo el mundo y anunciad el Evangelio a toda la creación”. La creación, como dice san Pablo “gime hasta el presente y sufre dolores de parto, esperando la manifestación de los hijos de Dios”, que proclamen la victoria de Cristo, para que todo el que crea en él, tenga vida eterna y llegue al conocimiento de la verdad del amor de Dios. Hacer discípulos, bautizar y enseñar, tres etapas de la iniciación cristiana.
A través del anuncio del Evangelio, Jesucristo ha puesto un cimiento nuevo, sobre el que edificar el verdadero templo, en el que se ofrezca a Dios un culto espiritual que brota de la fe; por la fe, el Espíritu Santo, derrama en el corazón del creyente el amor de Dios que lo salva y lo lanza a la salvación del mundo entero como hijo de Dios. En efecto, la predicación del Evangelio de Cristo suscita la fe y obtiene el don del Espíritu Santo.
Es urgente por tanto la predicación creída en el corazón y confesada con la boca para alcanzar la salvación como dice san Pablo. Pero “¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿cómo predicarán si no son enviados? Id pues, y anunciad el Evangelio a toda la creación.”
          No hay, por tanto, belleza comparable a la de los mensajeros del Evangelio, que traen la regeneración de todas las cosas en Cristo: La enfermedad, la muerte, la descomunión entre los hombres y todas las consecuencias del pecado, se desvanecen ante el anuncio. Irrumpe la gracia y el Reino de Dios se propaga. Cristo en sus discípulos se dispersa por toda creación suscitando la fe.
Este es el envío que la Iglesia ha recibido de Cristo, que nos ha alcanzado a nosotros y que se perpetúa hasta la Parusía. Esto es lo que hacemos hoy presente en la Eucaristía y a lo que nos unimos comiendo el cuerpo y bebiendo la sangre de Cristo: “Pues cada vez que comáis de este pan y bebáis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga.

          Proclamemos juntos nuestra fe.
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