PENSANDO EL CIELO
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Días
atrás cuando comenzó a rondarme el impulso de reflexionar acerca de la Vida
eterna del Cielo, no acertaría a saber por qué, pero lo fui posponiendo, al
pensar que apenas poseemos conocimientos al respecto, salvo algunas alusiones
del Evangelio, expresiones del Nuevo Testamento y testimonios de los místicos,
o experiencias del más allá de la muerte que nos cuentan personas de la más
variada condición. Sabemos por la fe, de su existencia y tenemos noticia de
algunas de sus características fundamentales, pero no deja de ser algo lejano y
en consecuencia poco atractivo y seductor, y más bien se hace de él algo
excesivamente banalizado e incluso ridiculizado desde opciones que pretendiendo
ser humanistas, ignoran tristemente una de las ansias más profundas del
espíritu humano, intentando sustituirla por la exclusiva satisfacción de las
necesidades corporales, con lo que se cercena la grandiosidad personal, cuando
es amputada su trascendencia.
Pensaba
que podría comenzar a tomar forma esta reflexión personal, fijándola como
posible narración escrita (por aquello de que: “escribir es la mejor forma de
leer la vida” como dijo alguien), de algo que de hecho es una cuestión de
importancia trascendental y perdurable, de la que por cierto hacemos poco menos
que caso omiso en nuestro cotidiano “ir existiendo”, muy ocupados en
preocuparnos de lo inmediato, en una actitud deletérea de negar toda atención a
lo ineludible en nuestra condición mortal.
El
don de ensimismarnos tomando distancia de la realidad cotidiana en la que
estamos inmersos, buscando el sentido profundo de la existencia, al estilo de
los verdaderos filósofos, pensadores, contemplativos y demás “raras avis”, que
surgen raramente aquí y allá, no es algo que se nos conceda comúnmente en el
transcurrir vertiginoso de esta que llamamos vida moderna, pletórica de
ciencias, tecnologías, bienestares, ocios, intereses y también lacras
innumerables, que la hacen en ciertos aspectos lamentablemente plural,
tolerante y libertaria, moteada con vistosas lentejuelas democráticas, y la
envuelve en el tupido velo de quien no quiere ver el agujero negro en el que se
precipita inexorablemente, y que la estrecha como boa, en su mortal abrazo
constrictor.
Pienso
que perseverar profundizando en este “pensar el Cielo”, producirá un fruto, que
independientemente de su posible alcance y difusión, supondrá para mí una
riqueza personal de coherencia, entre lo que creo y lo que espero, y pueda
traducirse en caridad.
En
mi tierna infancia, mi padre nos reunía los domingos por la tarde después de
comer, con nuestra madre, a mis hermanos y a mí, junto a la mesa del comedor, y
abriendo la Biblia nos leía un pasaje de las Escrituras y comenzaba después a hablarnos de Dios y de la
hermosura del cielo. Un día, cuando apenas tendría unos tres o cuatro años,
durante las explicaciones de mi padre, y por un instante, en medio de mucha
luz, vi un trono dorado elevado, en el que alguien estaba sentado; no lo vi de
frente; vi su lado izquierdo algo ladeado y sentí con suavidad un ardor, que
sólo después de muchos años he vuelto a experimentar, como una señal del cielo
que me indicaba un camino a seguir. En mi inocencia no di mayor importancia al
hecho ni conté nada a nadie, pero es algo que ha permanecido curiosamente
imborrable todos estos años. Qué gracia tan grande sería ahora poder visitar el
Cielo en esta vida, como les ha ocurrido a algunos privilegiados, pero
reconozco que, mucho mayor es la gracia que se nos ha concedido a todos, de que
Dios mismo nos haya visitado a nosotros, en su querido Hijo, para que poseamos
el Cielo para siempre.
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