FE, CIENCIA Y SABIDURÍA

 Fe, ciencia y sabiduría

“Todo es posible para Dios”, dice la Escritura, y añade: “todo es posible para el que cree”. El poder de Dios, por tanto, puede entrelazarse con el hombre mediante la fe, empleando términos actuales de la ciencia; creador y creatura unidos en una comunión de mente y voluntad tal, que aun sin hacerla omnipotente, la une efectivamente a su omnipotencia, haciéndola capaz para determinar la realidad, como insiste en afirmar el Evangelio, y ratifican las escandalosas comprobaciones de la física moderna en relación al microcosmos, proveyendo de sentido al llamado "principio de incertidumbre", o de "indeterminación", por el que, sólo es posible encontrar certezas a priori, en Dios. Sólo nuestra relación de fe con él, tiene la capacidad de determinar con nuestra asentimiento, una realidad concreta, excluyendo cualquier otra, posible sólo para Dios.

          Como el entrelazarse las partículas elementales en la materia, puede considerarse la adhesión del hombre a Dios por la fe, con la oración, de modo que incluso su cuerpo sea glorificado y alcance cuanto suplique, en comunión con su semejante. Alcanzar esa sintonía requiere paz universal, simplicidad de amor y ausencia de idolatrías, que apacigüen su espíritu ante el Señor. Trasladar montañas; plantar árboles en el mar; calmar tempestades,  pero sobre todo amar, hasta la negación de sí, en una muerte de cruz; alcanzar el Espíritu Santo, el amor de Dios y la vida eterna, son posibles consecuencias de cuánto ha sido concedido al ser humano por la fe.

Cuando dice el Evangelio: "si tenéis fe como un grano de mostaza, y no vaciláis, creyendo que va a suceder lo que decís, nada os será imposible." Todo cuanto pidáis con fe en la oración, creed que ya lo habéis recibido, y lo obtendréis": "Pero cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?" El Evangelio nos habla de lo que la naturaleza humana está llamada a experimentar, cuando entrando en la comunión del amor, su sumisión al creador alcance el nivel con el que la creación obsequia a su hacedor obedeciendo sus leyes.
  Como dice la Escritura:

“Seremos arrebatados en los aires y hasta la muerte cederá el paso a la transformación que nos convertirá en luz en el Señor, y estaremos siempre con él. Los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros. Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la caducidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la esclavitud de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. La creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo. Cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también nosotros apareceremos gloriosos con él. Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado todavía lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es. Esperamos, según nos lo tiene prometido, (el Señor) nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia. Y así suspiramos en este estado, deseando ardientemente ser revestidos de nuestra habitación celeste. Somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará nuestro pobre cuerpo a imagen de su cuerpo glorioso, en virtud del poder que tiene de someter a sí todas las cosas. ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor! Por quien hemos obtenido también, mediante la fe, el acceso a esta gracia en la cual nos hallamos, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios.

La fusión entre materia y espíritu en el ser humano, trascendiendo entonces lo anecdótico de la dualidad entre cuerpo y alma, transporta la creación a límites asintóticos de eternidad por la comunión con Dios, en la glorificación de la Resurrección. La religión como preámbulo, acompaña al hombre desde su ruptura por el pecado, hasta la comunión de fe, con Dios, en el conocimiento de su amor, que va alcanzando progresivamente de fe en fe, tras los pasos de Abraham.  

          Si al aferrar algún conocimiento por el estudio de la Escritura que alimenta nuestro espíritu, pretendemos ilusamente haber aprehendido la Verdad o a Dios mismo en nuestra mente, el aumento de nuestros conocimientos no haría, sino empobrecer nuestra precaria, por no decir inexistente sabiduría, ya que todo verdadero conocimiento, no hace, sino abrir nuestro corazón a una “docta ignorancia” como diría san Agustín, aumentando nuestro estupor y maravilla ante el Misterio insondable de la Verdad que es Dios, haciendo de nuestro abandono en su “autoritas”, nuestra única seguridad y certeza.

Nuestra pequeña razón tiende siempre a negar cuanto es incapaz de comprender y explicar, y así ha sido a lo largo de la historia del pensamiento, que ha ido avanzando lentamente, a remolque de cuanto la realidad ha ido maravillando nuestra tozudez, obligándonos a denominar “ciencia”, cuanto hemos sido constreñidos a aceptar a pesar de nuestro raquítico razonamiento, que se negaba a abrirse a la inmensidad de cuanto nos superaba y nos sigue superando infinitamente. Pero esa interminable historia de la humillación de nuestra mente por la realidad, sólo raramente ha conseguido proveer de un ápice de humildad a nuestra razón ebria de sí.

Negando a Dios, consecuentemente se ha rechazado siempre su revelación, y la constante remisión a su autoría que hace la naturaleza, no consigue sino la inmolación impía de nuestra ignorancia, en aras del “Azar”, como: todopoderoso, sabio, verdadero, bello y bueno, vencedor de la nada y autor de la vida.

En la medida en que se nos permite penetrar más profundamente en las entrañas de la naturaleza, su maravilla se hace siempre más, digamos, irreverente a nuestro orgullo, devastando toda certeza, y la capacidad misma de razonamiento, que ilusamente nos hacía creernos poseedores de algún conocimiento, motivo por el que en ciertos momentos de la historia, llegamos a creernos autores de una realidad, que nunca como ahora se nos muestra implacable a nuestra pueril seguridad, consecuente con el atrevimiento propio de la ignorancia.

El paradigma de la ciencia actual, superando esquemas dogmáticos del saber clásico, abre el horizonte de la comprensión de la realidad tanto en lo inmensamente grande como en lo microscópico, sorprendiendo constantemente a los “sabios” y haciéndoles interrogarse acerca de su inmensa ignorancia ininterrumpidamente.

          La misma Naturaleza como medio progresivo de auto revelación divina a la humilde razón humana, proveyéndola de ciencia, se nos muestra cada vez más escurridiza y paradójica, e incluso díscola e insolente frente a la autosuficiencia y la soberbia de la mente humana. Una somera mirada a la ciencia contemporánea, fijándonos, por ejemplo en los descubrimientos de la física: la “superposición”, y el“ entrelazamiento” en las partículas subatómicas, el enigma cuántico, el principio de incertidumbre, el efecto túnel, etc., nos muestra un panorama desconcertante en el que la razón y la intuición tocan fondo, estrellándose contra un muro, que mueve a los científicos a preguntarse acerca de la estructura misma de la mente y de su funcionamiento; ante una nueva lógica y un saber en el que no hay certezas, y que nos hablan del vértigo y del éxtasis de las mentes más privilegiadas, por la profundidad inscrita en el universo por su creador. Se especula ya con la existencia de múltiples dimensiones y con la idea de universos paralelos, cuando ni siquiera conocemos la naturaleza del 95% de cuanto compone el universo en el que nos movemos.

          La creación misma se va revelando como un milagro tal, que hace colapsar las más recalcitrantes perplejidades que han suscitado siempre los prodigios que nos narran los Evangelios y el entero Nuevo Testamento. Efectivamente, la simplicidad y la pureza de las partículas elementales, las hace superar el tiempo y el espacio, pudiendo retroceder o avanzar en ellos, bilocarse, atravesar cualquier obstáculo, y sin variar su condición física, comportarse como partículas o como ondas, en una obediencia incomprensible a quien las observa sin poder discernir su indeterminación a priori. Han sido constituidas para servir, por quien les dio el ser, y parecen tener “ojos” para ver y “oídos” para escuchar, y al ser llamadas, -como los astros-, responden: “¡aquí estamos! y brillan alegres para su creador” (cf. Ba 3, 34-35). Como todo el resto de la naturaleza predestinada para servir, no existen para sí, y son como su ADN, en el que el creador ha inscrito su amor por el ser humano, para el que todo ha sido hecho.

Pretender poner en cuestión a Dios o dominar sobre la obra de sus manos con nuestra ciencia, le hace sonreír benévolamente, ante el atrevimiento de nuestra pueril ignorancia, y como dice la Escritura: El (Señor) enreda a los sabios en su propia astucia. Conoce cuán vanos son los pensamientos de los sabios. Destruye la sabiduría de los sabios, e inutiliza la inteligencia de los inteligentes. ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el docto? ¿Dónde el intelectual de este mundo? ¿Acaso no entonteció Dios la sabiduría del mundo? De hecho, como el mundo mediante su propia sabiduría no conoció a Dios en su divina sabiduría, quiso Dios salvar a los creyentes mediante la necedad de la predicación; del Kerigma. Si alguno se cree sabio según este mundo, vuélvase necio, para llegar a ser sabio; pues la sabiduría de este mundo es necedad a los ojos de Dios”. 

Mira atentamente cómo vives; y no seas necio, sino sabio. “Acércate a la sabiduría como quien ara y siembra, y espera sus mejores frutos. Cultivándola te fatigarás un poco, pero bien pronto comerás de sus productos. Es muy dura para los ignorantes, y el necio no la soporta; como piedra de toque lo oprime, y él no tarda en sacudírsela. Pues la sabiduría hace honor a su nombre, no se manifiesta a muchos. Mete los pies en su cepo, y el cuello en su coyunda. Doblega la espalda y carga con ella, no te rebeles contra sus cadenas. Acércate a ella con toda tu alma, y con toda tu fuerza guarda sus caminos. Síguela, búscala, y se te dará a conocer, y cuando la tengas, no la sueltes. Porque al final hallarás en ella descanso, y ella se convertirá en tu alegría. Sus cadenas serán para ti un refugio seguro, y sus argollas un traje de gloria. Adorno de oro será su yugo, y sus correas cintas de púrpura. Como túnica de gloria te la vestirás, te la ceñirás como corona de júbilo.”[1]

Que el Señor nos conceda hablar según su voluntad y concebir pensamientos dignos del don de la sabiduría pues es él quien marca el camino a los sabios. Porque en sus manos estamos nosotros y nuestras palabras, y toda la prudencia y el talento. Él nos otorgó un conocimiento infalible de los seres, para conocer la trama del mundo y las propiedades de los elementos; el comienzo y el fin y el medio de los tiempos, la sucesión de los solsticios y el relevo de las estaciones; los ciclos anuales y la posición de las estrellas; el poder de los espíritus y las reflexiones de los hombres. En efecto, la sabiduría es un espíritu inteligente, santo, único, múltiple, sutil, móvil, penetrante, inmaculado, lúcido, invulnerable, bondadoso, agudo, incoercible, benéfico, amigo del hombre, firme, seguro, sereno, todopoderoso, todovigilante, que penetra todos los espíritus inteligentes, puros, sutilísimos. La sabiduría es más móvil que cualquier movimiento, y, en virtud de su pureza, lo atraviesa y lo penetra todo; porque es efluvio del poder divino, emanación purísima de la gloria del Omnipotente; por eso, nada inmundo se le pega. Es reflejo de la luz eterna, espejo nítido de la actividad de Dios e imagen de su bondad. Siendo una sola, todo lo puede; sin cambiar en nada, renueva el universo, y, entrando en las almas buenas de cada generación, va haciendo amigos de Dios y profetas; pues Dios ama sólo a quien convive con la sabiduría. Es más bella que el sol y que todas las constelaciones; comparada a la luz del día, sale ganando, pues a éste lo releva la noche, mientras que a la sabiduría no la vence el mal.[2]

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[1] Cf. (Eclo 6, 19-32)
[2] Cf. Sb 7, 15-30)

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