PENSANDO EL CIELO
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Creemos
que la vida futura no es una simple continuación de la presente, pero no
debemos olvidar, con todo, que están, una en función de la otra. En este mundo
que pasa, se decide nuestra verdadera vida perdurable que el Evangelio llama
eterna. Nuestra vida terrena, por tanto, adquiere un valor que salta a la vida
eterna.
“Somos
ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador a Nuestro Señor
Jesucristo, el cual transfigurará nuestro pobre cuerpo a imagen de su cuerpo
glorioso”.
Contemplando
a Cristo resucitado en el Evangelio, podemos discernir la transformación
gloriosa a la que estamos llamados, con cuanto en este mundo deba incorporarse
a la Resurrección en el mundo futuro. La vida misma, por tanto, será
transformada en orden a nuestra convivencia con los ángeles, pero sobre todo
con Cristo, y con la Virgen María, en la visión beatífica de Dios Padre:
“Ahora vemos
como en un espejo, de forma confusa; pero entonces le veremos cara a cara.
Ahora conozco de modo imperfecto, pero entonces conoceré perfectamente, como
soy conocido”.
El
mismo Señor bajará del cielo con clamor, a la voz del arcángel y trompeta de
Dios, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar. Después
nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes,
junto con ellos, al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos siempre
con el Señor.
Podemos
proyectar sublimadas en la gloria ciertas realidades de esta vida, como el
amor, la belleza, la bondad o la justicia con una plenitud y perfección
totales, pero recordemos a san Pablo que nos dice:
“Ni el ojo
vio, ni el oído oyó, ni la mente del hombre ha podido imaginar lo que ha
preparado Dios para los que le aman”.
No
sólo el “lugar” que Cristo fue a prepararnos, como hemos visto en el Evangelio,
sino la misma actividad eterna del amor, la relación mutua de comunión, o la
“ocupación” como concepto, sufrirán con toda certeza su propia transformación. Según
el Evangelio, los bienaventurados: “Serán como ángeles” ha dicho el Señor. No
habrá muerte; la relación matrimonial dará paso a una convivencia esponsal sin
relación a la procreación con su propia llamémosle fecundidad. Así como la
misma realidad familiar, y comunitaria, experimentará, con certeza su propia
transformación. Los Padres de la Iglesia insisten en que la comunión entre todos
los bienaventurados, estará en continuidad con el mandamiento de Cristo: “Que
os améis los unos a los otros como yo os he amado”, que responde al amor con el
que el Padre amó a Cristo desde toda la eternidad.
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