Domingo 13º del TO A

  Domingo 13º del TO A

(2Re 4, 8-11.14-16; Rm 6, 3-4.8-11; Mt 10, 37-42)

 Queridos hermanos:

       En la primera lectura se nos presenta un signo de lo que nos ha dicho el Evangelio: “Quien reciba a un profeta o a un justo, recompensa de justo, o de profeta recibirá”. Cuánto más quien reciba a Cristo, el enviado del Padre a salvarnos. La palabra nos invita a recibir la vida que nos viene de Dios con Cristo, y que se hace plena por nuestra incorporación a él a través del Bautismo. Sólo en Dios es posible nuestro acceso a la salvación, pero alcanzarlo directamente es imposible para nosotros, si no es a través de Cristo, en quien Dios ha querido hacerse cercano y dejarse conocer, mostrándonos cómo es posible serle gratos.

Nuestra relación con Dios, pasa pues, a través de nuestra acogida de Cristo. Pero Cristo ha querido dejar su presencia en el mundo en la Iglesia, continuadora de su misión, en sus “hermanos más pequeños”, en sus discípulos. A través de ellos, el mundo puede acoger a Cristo, y al Padre que lo ha enviado: “El que a vosotros recibe a mí me recibe y el que me recibe a mí, recibe a aquel que me ha enviado; el que os dé de beber tan sólo un vaso de agua por el hecho de que sois de Cristo, no perderá su recompensa.” “Id pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo, y del Espíritu Santo; id por todo el mundo y anunciad el Evangelio”.

          Todo cuanto existe tiene una función instrumental, de medio, que debe llevarnos a Dios: nuestra vocación, misión y predestinación; quedarse en los medios es la idolatría, que trunca el sentido de nuestra existencia, contradiciendo la universal voluntad salvadora de Dios: para la vida eterna. Sólo ordenados al amor que es Dios, adquieren fundamento y entidad los demás amores. Querer compaginar el amor a Dios, a Cristo, con cualquier otro medio, y no ir a Dios como el primero y único fin, es despreciarlo y hacerse indigno de él: “Si alguno viene donde mí, y no odia hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío”.

          Hasta la propia vida debe ser inmolada en el seguimiento y el amor de Cristo, para recibirla de él, con persecuciones, llevando la propia cruz, que puede ser total, como la de los mártires, o cotidiana como la de quienes se entregan para formar una familia cristiana.

           El Evangelio viene a esta triste condición nuestra, para sumergirla gratuitamente en la inmensidad del amor que es Dios, venciendo la muerte de nuestro miedo a inmolarnos, y a comunicarnos la libertad de una vida sin límites.

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 12º del TO

 Sábado 12º del TO  

Mt 8, 5-17

 Queridos hermanos:

          Dios ha creado un pueblo para revelarse a él, a partir de un grupo  de esclavos, y antes de universalizar esta revelación, sale en busca de cuantos se han ido dispersando, las ovejas perdidas de la casa de Israel, primero por los profetas y finalmente a través de la predicación de Cristo, pero son los extranjeros quienes manifiestan una mayor apertura a la predicación. Ha llegado el tiempo del cumplimiento de la profecía de Isaías. Dios se manifiesta a las naciones y se anuncia la paz: “Vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán a la mesa con los patriarcas en el Reino de Dios.”

       Cafarnaúm, “lugar de abundancia y de consolación”, está llena de orgullo por su bienestar en medio de la Galilea de los gentiles, frontera de las naciones, que se convertirá en horizonte para la expansión de la Iglesia en su misión evangelizadora hasta los extremos confines de la tierra.

La Escritura nos muestra el paradójico ámbito de la fe, a través de pobres, pecadores y gentiles, que alcanza tanto al pobre ciego, como al vil publicano, al malhechor, o al pagano centurión, de quien hoy dan testimonio además, su humildad, y el altruismo de su caridad. Fe, humildad y caridad, son poderosos intercesores de la oración, que Dios no desoye. Cómo no entrar en la casa, de quien por la fe, lo había ya acogido en su corazón, como rememoramos en la Eucaristía.

          En el tiempo de Adviento somos situados ante esta llamada universal a la fe como respuesta personal, y como misión a las naciones, a la que somos invitados. Sea con nuestra adhesión o sin ella, la llamada debe llegar a los confines de la tierra antes que vuelva el Señor. En este tiempo nuestro, las naciones abandonan la invitación al banquete del Reino, más que seguir llegando de los cuatro vientos. Es por tanto tiempo de misión y de testimonio al que hemos sido llamados mientras se completa el número de los hijos de Dios.

Este es pues un “kairós” de vigilancia ante la venida del Señor, viviendo en su presencia, mientras nuestra mente y nuestro corazón lo aguardan para que ocupe el centro de nuestra existencia por agradecimiento a su caridad.

 Que así sea.

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Viernes 12º del TO

 Viernes 12º del TO  

Mt  8, 1-4

 Queridos hermanos:

        La palabra de hoy es una invitación a dar gloria a Dios en todo, pero sobre todo por Jesucristo, en quien hemos obtenido el perdón de los pecados. Con él todo es gracia para nosotros de parte de Dios, y como agraciados somos llamados a ser agradecidos.

La lepra, impureza que excluía de la vida de la comunidad, es imagen del pecado, que aparta de la vida de Dios que une a los fieles en la comunión.

          El leproso que se acerca a Jesús de Nazaret, profesa su fe en Cristo, postrándose ante él reconociendo su autoridad sobre la lepra y sobre la Ley, que él se atreve a infringir acercándose a Jesús siendo un leproso.

Puede sorprendernos que Jesús toque al leproso antes de decirle: queda limpio, primero, porque él puede curar con sólo su palabra y segundo, porque la ley prohíbe tocar a un leproso. Pero sabemos que Jesús, no sólo no puede ser contaminado por la impureza, sino que puede limpiar toda impureza con sólo quererlo. Por eso podemos decir que lo tocó ya curado, pues le dijo “quiero, queda limpio”. Además quiso someterse a la ley en lugar de abolirla, mandando después al “leproso” curado, para que la cumpliese igualmente, presentándose al sacerdote, siendo así que, como dice San Juan Crisóstomo (Mat 25,1) , Cristo no estaba bajo la Ley, sino sobre ella como Señor de la Ley, y así lo testifica la curación.

Quizá viendo al leproso se le hizo presente al Señor la palabra de Isaías que él iba a encarnar: “Nosotros le tuvimos por azotado, herido por Dios y humillado”, y “quiso” ya desde ahora, sanar sus heridas; “resucitar” a aquel hombre de semejante muerte.

La curación, como dice el Señor, fue para dar testimonio ante los sacerdotes que no creían, de manera que fueran inexcusables si persistían en su incredulidad, mientras el leproso había hecho su profesión de fe, que lo salvó, como dice Cromacio de Aquilea (Mat Tract 38,10) ,. Por eso el Señor cura y manda al leproso para evangelizar a los sacerdotes y para que viesen su fidelidad a la Ley, como dice San Jerónimo (Com Mat 1, 8, 2-4) y no porque la felicidad eterna del leproso dependiera de su salud física, ni tan sólo para que cumpliera un precepto de la Ley.

También nosotros, leprosos como somos, necesitamos la curación que ahora sabemos desea el Señor, no tanto de nuestro cuerpo, sino de nuestro corazón incrédulo por el que nos viene la lepra, y a través de nosotros del de tantos que aún no lo conocen.

Que así sea.

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Santos Pedro y Pablo apóstoles

 Santos Pedro y san Pablo, apóstoles

Misa de la vigilia: Hch 3, 1-10; Ga 1, 11-20; Jn 21, 15-19.

Misa del día: Hch 12, 1-11; 2Tm 4, 6-8.17-18; Mt 16, 13-19.

 Queridos hermanos:

           Celebramos hoy a estos dos grandes apóstoles que la tradición ha unido por su martirio en Roma. Ambos son instrumentos de elección para fundar y extender la Iglesia hasta los confines del orbe. San León Magno dice que Dios los puso como los dos ojos del cuerpo cuya cabeza es Cristo.

La institución y el carisma, se complementan y se necesitan mutuamente, como el sacerdocio y la profecía a través de toda la Historia de la Salvación. Cristo es sacerdote y profeta para el mundo, como lo fue también para Israel, y por él, también la Iglesia que es su cuerpo místico, comparte su misión. Pedro y Pablo nos hacen visible de forma muy especial este doble aspecto de la misión de Cristo y de la Iglesia. También al interior de la Iglesia de la que Cristo es cabeza, Dios suscita la jerarquía para gobernarla y santificarla y los carismas para renovarla. Esta fiesta, por tanto, viene a iluminar nuestra llamada en función del mundo y también al interior de la Iglesia, a través de estos dos grandes apóstoles Pedro y Pablo.

Ambos conocieron el amor y el perdón de Cristo como nosotros: uno al negarlo y el otro al perseguirlo, y ambos le amaron también hasta la entrega de su vida.

Ambos encontraron la Verdad que es Cristo; predicaron lo que habían conocido; vivieron lo que predicaron y murieron por la Verdad que habían recibido, amando a Cristo. Sus vidas son todo un programa para nosotros, a quienes el Señor ha llamado a conocerle por la fe, anunciarle, vivir por él y perder por él nuestra vida.

Cristo es la piedra como dice san Pablo: "Nuestros padres bebían de la roca espiritual que les seguía; y la roca era Cristo (1Co 10, 1-4). Pedro por inspiración de Dios va a recibir el "primado" en la proclamación de la fe en Jesús de Nazaret: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo, fe sobre la que se va a cimentar la Iglesia, y va a recibir de Cristo la promesa también del primado en el gobierno de la Iglesia misma. La confirmación de este primado la recibirá, cuando haya profesado su amor a Cristo por tres veces (Jn 21, 15-19).

Pablo recibirá del Señor la fe, la misión y las gracias necesarias para el combate de la fe, que le conducirán a la meta de la vida eterna derramando su sangre como sacrificio (cf. 2Tm 4, 6-7), a través del camino de los gentiles (cf. Ga 1, 16).

Nosotros podemos celebrar con estos santos la misericordia del Señor, que no sólo no mira la condición de las personas, sino que vence las miserias humanas, por grandes que sean, de quienes acogen su gracia y su perdón, arrebatándolos para la regeneración de los hombres. El amor no desespera nunca de la salvación de nadie, porque las aguas impetuosas de la muerte, no lo pueden vencer. La negrura del más grande pecado, se desvanece al sumergirse en la claridad del océano inmenso del Amor. Donde abundó el pecado, sobreabundaron la gracia y la misericordia infinitas del amor de Dios.

            Proclamemos juntos nuestra fe.

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Miércoles 12º del TO

 Miércoles 12º del TO

Mt 7, 15-20

 Queridos hermanos:

           Si profeta es el que habla en nombre de Dios, el falso profeta, aunque pretenda hablar en su nombre, en definitiva lo hace en nombre del diablo, mentiroso y padre de la mentira que le inspira la falsedad, por la maldad, con la que ha llenado su corazón. Del corazón, como dice la Escritura (cf. Mt 15, 19; Mc 7, 21s), salen las intenciones malas y todas las perversidades que contaminan al hombre, y que el Evangelio de hoy denomina “sus frutos”. San Lucas añade: “El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca lo bueno, y el malo, del malo saca lo malo. Porque de lo que rebosa el corazón habla su boca” (Lc 6, 45).

          Hemos escuchado que los falsos profetas se disfrazan de ovejas; su disfraz son su hipocresía y sus palabras, que aun apareciendo en ocasiones buenas, tratan de engañar a quienes se dejen seducir por ellas. Por eso, en estos casos, dirá Jesús: “Haced, pues, y observad todo lo que os digan; pero no imitéis su conducta, porque dicen y no hacen” (Mt 23,3).

          La persona está llena de fantasías, ilusiones y deseos, pero su verdad se manifiesta en sus actos conscientes y libres, que la definen y la construyen. Los que se dejan guiar por el espíritu de Dios, esos son hijos de Dios (Rm 8, 14).

            El corazón debe pues, estar sólidamente adherido al Señor mediante las acciones de nuestra voluntad y no sólo por vanas especulaciones de nuestra mente, por las palabras, por los sentimientos o los deseos.

            Con frecuencia nuestro corazón está lleno de sí mismo: de nuestros miedos y nuestra desconfianza, que se plasma en la incredulidad y con dificultad se abre a la voluntad de Dios que es siempre amor y fortaleza para quienes en él se refugian. Por eso la incidencia de la palabra en nosotros es, con frecuencia, débil, al no encontrar resonancia en el abismo de nuestro corazón.

            Las obras de justicia con las que respondemos a la voluntad amorosa de Dios; son las piedras sillares que sostienen la casa del justo, para que se mantenga en pie eternamente. Sólo en sus acciones, se muestra la verdad de la persona, como decía Juan Pablo II en “Persona y acción” y el resto son intenciones, fantasías e ilusiones, como decía santa Teresa. “Hechos son amores”, como dice la sabiduría popular.

           Que así sea.

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Martes 12º del TO

 Martes 12º del TO

Mt 7, 6.12-14

 Queridos hermanos:

           Parece absurdo que todo lo bueno sea difícil y todo lo malo fácil, si no tenemos en cuenta que, la naturaleza humana ha quedado dañada por el pecado, que ha alejado al hombre de Dios, haciéndolo tender al mal, sea encerrándolo en sí mismo, o simplemente haciéndolo dependiente de las tendencias carnales contrarias a las del espíritu. Las tendencias de la carne predominan por la concupiscencia, y para que el espíritu las venza, hay que combatirlas con el Don de Dios. El hombre necesita ser redimido desde fuera, como dice san Pablo: “Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte.” “El que no nazca de nuevo, no puede entrar en el Reino de Dios.” “El vino nuevo, en odres nuevos. Atención a los “perros” que regresan a su vómito, y a los “puercos”, que regresan a su impureza, como previene Pedro (2P 2, 21-22). 

          La vida en Cristo como hemos visto a lo largo del Sermón de la Montaña es una superación de la religión y de la moral, que nace de la vida nueva en el Espíritu, y que no sólo consiste en no hacer el mal, en no pecar, sino en amar, cosa que ya la ley y los profetas proponían como el camino de la vida: Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. El hombre debe ser liberado del pecado, y el amor de Dios debe ser derramado en su corazón. El amor, en efecto, es donación, muerte de sí, mientras el temor a la muerte es consecuencia del pecado.

En el libro de Tobías ya se decía: “No hagas a nadie lo que no quieras que te hagan.” El Evangelio lo dice en positivo. Hay que hacer el bien, y no sólo evitar el mal. Pero esto requiere como decíamos una nueva naturaleza que procede de la fe en Cristo: “Vino nuevo, en odres nuevos”, y por eso: “No deis a los perros lo que es santo.” Como se lee en la “Doctrina de los doce Apóstoles”: El que sea santo, que se acerque. El Evangelio dice: “Muchos creyeron en Cristo, pero Jesús no se confiaba a ellos, porque conocía lo que hay en el hombre.”

          Podemos decir que, por el pecado el bien ha sido encerrado bajo llave y que sólo la cruz de Cristo puede abrir sus cerrojos con el mucho padecer, del que habla san Juan de la Cruz, lo cual es poco menos que imposible a quien está sujeto al temor a la muerte, que lo mantiene esclavo del diablo. Al hombre que ha gustado la muerte, le aterroriza su solo recuerdo, y lo incapacita para enfrentarse a ella y romper sus cadenas. Amar, en lo que tiene de auto negación, y de inmolación, es imposible a quien no ha sido liberado de la esclavitud y ha vencido la muerte. “Sin mi, no podéis hacer nada”, dice Jesús.

          Para entrar por la puerta estrecha que conduce a la vida, es necesaria la iluminación de la cruz que procede de la fe y que franquea el paso al árbol de la vida que está en el centro del Paraíso: “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna”, dice el Señor.

           Que así sea.

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Lunes 12º del TO

 Lunes 12º del TO  

Mt 7, 1-5

 Queridos hermanos:

      Detrás de esta palabra hay una afirmación clara: Todos somos pecadores, y hemos alcanzado misericordia por puro don gratuito de Dios. Lo que pretendemos corregir en los demás forma parte de nuestros defectos. La paja del ojo del hermano está también en nuestro propio ojo, pero además tenemos la viga de nuestra falta de caridad. Nuestra visión es defectuosa, porque carece de la luz necesaria de la caridad, que justifica al pecador, porque “la caridad todo lo excusa” y no lleva cuentas del mal (1Co 13, 7). Lo que creemos luz en nosotros, no es sino tinieblas. Los hombres necesitan más de nuestra oración que de nuestra reprensión. Si en nosotros no brilla la caridad, más nos vale preocuparnos de buscarla, para poder ver, antes de corregir a los demás, si no queremos ser guías ciegos y arrastrar a los demás cayendo con ellos en el hoyo.

          La caridad corrige en nosotros nuestras miserias y disimula las de los demás. Cuando se echa a faltar, se engrandecen las carencias ajenas y se disminuyen las propias, con lo que nos vemos impulsados a juzgar y a corregir en los demás, lo que deberíamos limpiar en nosotros. El problema principal no son las “briznas” de las imperfecciones propias y ajenas, sino las “vigas” de nuestra falta de caridad. Nos resulta más fácil sermonear al hermano, que ayunar, o levantarnos en la noche a rezar por sus pecados.

Sobre nosotros pende una acusación. Somos convictos de pecado; acusados en espera de sentencia. En Cristo, Dios ha promulgado un indulto al que necesitamos acogernos, y en lugar de eso, nos erigimos en jueces y nos resistimos a conceder gracia a los demás. El Señor, a esto, lo llama hipocresía, y nos invita a elegir el camino de la misericordia, que somos los primeros en necesitar. Si Dios ha pronunciado una sentencia de misericordia, en el “año” de gracia del Señor, ¿quiénes nos creemos nosotros para convocar a nadie a juicio poniéndonos por encima de Dios? Si la Ley es el amor, tiene razón el apóstol Santiago cuando dice que quien juzga, se pone por encima de la Ley, y por tanto no la cumple.

Si nos llamamos cristianos, debemos comprender que es más importante tener misericordia, que corregir las faltas ajenas y juzgar a quienes las cometen, en lugar de estar dispuestos a llevar su carga por amor, como Cristo ha hecho con las nuestras. Más importante que denunciar, es redimir. Esto no impide que ante ciertos pecados graves haya que reprender a solas al hermano, por amor, tratando de ganar al hermano, como dice el Evangelio (Mt 18, 15; Lc 7, 3). Ama y haz lo que quieras: tanto si corriges, como si callas, lo harás por amor.

En la Eucaristía, Cristo se nos entrega y nos invita a devolver lo que tomamos de esta mesa: perdón y misericordia; amor.

Que así sea.

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Domingo 12º del TO A

 Domingo 12º del TO A

(Jer 20, 7-13; Rm 5, 12-15; Mt 10, 26-33)

 Queridos hermanos:

           En el corazón humano hay una tendencia irrenunciable a la bienaventuranza eterna, pero debe enfrentar un combate para alcanzarla, que el enemigo trata de vencer, obstaculizando al hombre con la persecución.

          El amor de Cristo enfrentó y venció en este combate, a costa de su vida, en favor nuestro, por lo que nuestra victoria está asegurada si nos mantenemos adheridos a él, despreciando la violencia del enemigo contra nosotros, y confiando en su auxilio, y su poder para vencer la muerte, consecuencia del pecado, a la que fuimos sometidos por el engaño del diablo en nuestra libertad.

          La liturgia de la palabra nos presenta hoy esta persecución, que hacen referencia al pecado, por el que el hombre separándose de Dios que es la vida, quedó sumergido en la muerte. El pecado, en efecto, no es una simple transgresión de preceptos que merece punición, sino una opción libre y consciente por la muerte, que tiene consecuencias en nosotros y en toda la creación. Dice san Pablo que aunque el pecado no sea imputable sin la ley, con todo, ha hecho reinar la muerte, que es su consecuencia. Efectivamente, Cristo no ha venido a cancelar unas transgresiones de la Ley simplemente, sino a destruir la muerte que reinaba en el corazón humano y en toda la creación, y dar al hombre la posibilidad de unirse de nuevo a Dios, y a su vida eterna.

          La vida cristiana nos descubre, por tanto, frente a estas realidades, su carácter de combate. Existe el enemigo, pero ahora contamos con el auxilio y victoria de Cristo, que nos sostiene con su Espíritu.

          Jeremías, figura de Cristo, es perseguido, y lo será también la Iglesia, que es su cuerpo. Hay una persecución violenta anunciada por Cristo, que acompaña a la Iglesia desde sus comienzos: “Si a mí me han perseguido, a vosotros os perseguirán”. Pero esta persecución se vuelve contra el diablo, porque lleva en sí misma un testimonio enorme y gran cantidad de mártires.

          Hemos escuchado a Cristo decir no temáis esto, sino otra persecución que puede haceros perder también el alma, hundiéndola en la gehenna, lugar del fuego que quema y no puede purificar la llaga incurable de la libre condenación, y no del fuego purificador que cura y alcanza la salvación.

          El temor de Dios es un fruto de la fe. “¡Temed a ése!” Temed a aquel que quemará la paja con fuego que no se apaga. No hay que temer por esta vida, sino saber odiarla por la otra. Sabemos que hemos sido valorados en el alto precio de la sangre de Cristo. Que este amor expulse de nosotros el temor que quiere apartarnos de la Verdad y someternos de por vida a la esclavitud del diablo. Estamos en la mente y en el corazón de Aquel, cuyo amor es tan grande como su poder. Si hasta los cabellos de nuestra cabeza están contados, cuánto más llevará cuenta de nuestros sufrimientos y fatigas por el Reino; de nuestros desvelos por el Evangelio y de nuestra entrega por los más necesitados.

          El demonio ha aprendido por viejo y por diablo que hay otra persecución que le rinde más beneficios: seducir al hombre hasta corromperlo con el mundo y sus vanidades hasta apartar su corazón del amor de Dios. Esta es la tentación de Israel de “ser como los demás pueblos”, cuando el yugo de ser el pueblo de Dios se le hace pesado. Esta es también la tentación de la Iglesia a lo largo de la historia: meter la Luz debajo del celemín. Esta es también nuestra tentación frente a la apariencia de este mundo y de sus vanidades, sus luces y sus cantos de sirena travestidos de cultura, modernidad, progreso, placer y estado de bienestar.

          Esta palabra es pues, una llamada a la vigilancia y también a  confiar en Dios, y en su asistencia si permanecemos unidos a él.

           Proclamemos juntos nuestra fe.

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Natividad de san Juan Bautista (sábado 11º del TO)

 Natividad de San Juan Bautista

Misa de la vigilia (Jr 1, 4-10; 1P 1, 8-12; Lc 1, 5-17).

Misa del día (Is 49, 1-6; Hch 13, 22-26; Lc 1, 57-66.80).

 Queridos hermanos:

         Recordamos hoy al mayor entre los nacidos de mujer; a Elías; al último mártir, y al último profeta del A.T; al testigo de la luz, lámpara ardiente y luminosa (Jn 5,35); al amigo del novio; a la voz de la Palabra; al Precursor del Señor; al nacido lleno del Espíritu Santo, y único santo del que la Iglesia celebra el nacimiento, a excepción hecha de la Virgen María, pero del que había afirmado Cristo en su testimonio, que el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él.       

Juan viene a inaugurar el Evangelio con su predicación (Hch 1,22; Mc 1,1-4). Confiesa humildemente a Cristo, de quien no se siente digno de desatar las correas de sus sandalias. Como su nombre indica, el ministerio de Juan Bautista anuncia un tiempo de gracia, en el que “Dios es favorable” para volver a Él. La conversión, como sabemos, es siempre una gracia de la misericordia divina que acoge al pecador. Ahora, la fidelidad a Dios de los “padres”, puede llegar al corazón de los hijos. Es tiempo de reconciliación de los padres con los hijos y de todos con Dios. Es tiempo de alegrarse con la cercanía de Dios y volver a él con gozo, porque: “Al volver vienen cantando”.

          Cristo se somete al bautismo de Juan como signo de su acogida del enviado del Padre como su precursor, y en eso consiste la justicia de los justos ante Dios, de la que se privan los escribas y fariseos rechazándolo (cf. Lc 7,30). No la justicia de los jueces sino la justicia de los justos, como acogida del don gratuito de Dios.

          «Vino para ser testimonio de la luz, a fin de que todos creyesen por él» (Jn 1,7s). La misión de Juan como profeta y “más que un profeta”, no es sólo la de anunciar, sino la de identificar al Siervo, señalándolo entre los hombres: «He ahí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.» Hay que recordar que una misma palabra denomina al siervo, y al cordero. Ambos, toman sobre sí los pecados del pueblo para santificarlo.

Para el desempeño de su misión, Dios mismo va a revelar a Juan en medio de las aguas del Jordán quien es su Elegido: «He visto al Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre él; ése es el que bautiza con Espíritu Santo; ése es el Elegido de Dios.» Ya en tiempos de Noé, sobre las aguas mortales, descendió una paloma, pero regresó sin encontrar a nadie digno sobre quien posarse para dar vida a la nueva humanidad. Ahora, el Espíritu que se cernía sobre las aguas ya en la primera creación, se posa sobre Cristo para que de las aguas de la muerte surja de él la Nueva Creación.

También nosotros hemos sido llamados a un testimonio, y también el Señor nos acompaña, confirmando nuestras palabras como precursores, y más que precursores suyos en esta generación, con los signos de su presencia, sosteniéndonos con su cuerpo y con su sangre.

 Que así sea.  

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Viernes 11º del TO

 Viernes 11º del TO

Mt 6, 19-23

 Queridos hermanos:

    Cuanto dice el Evangelio acerca de la luz, podemos referirlo a la inteligencia, a la sabiduría, o a la escala de valores que rige nuestros actos. Si lo que impulsa nuestra vida es la necedad del amor al dinero, que miserable vida nos espera. Sabemos que la luz en la Escritura se refiere al amor de Dios, y el dinero a Mammón el ídolo por antonomasia, literalmente dios de fundición; al diablo. Hemos dicho muchas veces que nuestro corazón tiende a atesorar, porque ha sido hecho para ser saciado, y nada sino Dios puede llenar el vacío de su ausencia, a consecuencia del pecado.

Por la experiencia de muerte que todos tenemos como consecuencia de la caída, la precariedad del mañana nos empuja a tratar de asegurar nuestra subsistencia y a buscar seguridad en las cosas, y en consecuencia a atesorar bienes. El problema está, en que el atesorar implica inexorablemente el corazón, moviendo sus potencias: entendimiento y voluntad de forma insaciable, ya que el corazón humano es un abismo que sólo Dios puede colmar. “Sea el Señor tu delicia y él te dará lo que pide tu corazón”.

Por eso, como decía san Agustín, no hay nadie que no ame, el problema está en cuál sea el objeto de su amor. El Evangelio no dice que no hay que atesorar, sino que nuestro tesoro esté en Dios, que nuestra luz sea su amor, que nuestra riqueza sea nuestra caridad y nuestros ahorros nuestras limosnas.

La lámpara de nuestro espíritu recibe luz de nuestro corazón, que ilumina nuestros pensamientos, palabras, y sobre todo mueve nuestras acciones, en las que se concretiza el amor, como dice el refrán: Hechos son amores.

A Dios hay que amarlo con todo el corazón, pero dice la Escritura que nuestro corazón está donde se encuentra nuestro tesoro. Por eso el que ama el dinero tiene en él su corazón y a Dios no le deja sino unos ritos vacíos y unos cultos sin contenido; cumplimiento de preceptos, pero no amor. Pero Dios ha dicho por el profeta Oseas: “Yo quiero amor y no sacrificios”; e Isaías: “Este pueblo me honra con los labios pero su corazón está lejos de mí.”

Todo en este mundo es precario, pero no Dios. Por eso enriquecerse y atesorar, sólo tienen sentido en orden a Dios, que no pasa, en quien las riquezas no se corroen y a quien los ladrones no socavan ni roban. Por medio de la caridad y la limosna, se cambia la maldición del amor al dinero, por la bendición del amor a Dios y a los hermanos: “Dad en limosna lo que tenéis (en el corazón), y todo será puro para vosotros”. Enriquecerse en orden a Dios, equivale a empobrecerse en orden a los ídolos, a cuya cabeza está el dinero, que se acrisola salándolo con la limosna, como cruz purificadora. Al llamado joven rico de la Escritura, Dios le da la oportunidad de atesorar entrega, limosnas, pero prefiere atesorar riquezas.

Los dones de Dios, en un corazón idólatra se convierten en trampas. La necedad está en dejar que la codicia guíe nuestra vida sin calcular lo efímera que es la existencia. En efecto, el hombre tiene una existencia natural, física y temporal, sostenida por el cuerpo, que requiere unos cuidados, porque tiene unas necesidades, pero está llamado a una vida de dimensión sobrenatural y eterna, mediante su incorporación al Reino de Dios, al cual está finalizada su existencia. Encontrar y alcanzar esta meta, requiere prioritariamente de nuestra intención y nuestra dedicación, pues: ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?

Buscar el Reino de Dios es poner a Dios como nuestro Señor y depositar nuestro cuidado en sus manos providentes que sostienen la creación entera, confiando en él. “Quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará.” En el Señor está la verdadera seguridad. “Dichoso el hombre que esto tiene; dichoso el hombre cuyo Dios es el Señor.”

Que así sea.

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Jueves 11º del TO

 Jueves 11º del TO  

Mt 6, 7-15

 Queridos hermanos:

           En medio de los pecados de los hombres, Dios ha querido mostrar su  misericordia a través de la oración.

          Desde la oración de Abrahán con sus seis intercesiones, sólo por los justos y que se detiene en el número diez, a la perfección de Cristo, que intercede por la muchedumbre de los pecadores a cambio del único justo que se ofrece por ellos, hay todo un camino que recorrer en la fe que hace perfecta la oración en el amor. A tanta misericordia no alcanzaron la fe y la oración de Abrahán para dar a Dios la gloria que le era debida, y con la que Cristo glorificó su Nombre. En efecto, Sodoma no se salvó de la destrucción.

          Con este espíritu de perfecta misericordia, los discípulos son aleccionados por Cristo a salvar a los pecadores por los que Él se entregó.

          Hoy, la palabra nos plantea la oración y la escucha fecundas de perdón para nosotros y para los demás. Así es la vida en el amor de Dios. Necesitamos la oración para ser conscientes de nuestra necesidad de la Palabra, y para obtener el fruto de ser escuchados por Dios. La oración es circulación de amor entre los miembros del cuerpo de Cristo, abierto a las necesidades del mundo.

          La oración del “Padrenuestro”, habla a Dios de lo más profundo del hombre: su necesidad de ser saciado y liberado, y lo hace desde su condición de nueva creatura, recibida de su Espíritu. Busca a Dios en su Reino, y le pide un pan necesario para sustentar la vida nueva y defenderla del enemigo.

Dios nos perdona gratuitamente y nos da su Espíritu, para que nosotros podamos perdonar, y erradicar así el mal del mundo y para que así, seamos escuchados al pedir el perdón cotidiano de nuestros pecados. Esta circulación de amor y perdón sólo puede ser rota, por el hombre que cierre su corazón al perdón de los hermanos. “pues si no perdonáis, tampoco mi Padre os perdonará”.

          El mundo pide un sustento a las cosas, y a las creaturas. El que peca está pidiendo un pan, como lo hace el que atesora, el que va tras el afecto, el que se apoya en su razón ebria de orgullo o en su voluntad soberbia. Panes todos que inevitablemente se corrompen en su propia precariedad. Los discípulos pedimos al Padre de Nuestro Señor Jesucristo y padre nuestro, el Pan de la vida eterna que procede del cielo. Aquel que nos trae el Reino; “pan vivo” que ha recibido un cuerpo para hacer la voluntad de Dios; una carne que da vida eterna y resucita el último día. Alimento que sacia, no se corrompe, y alcanza el perdón.

          Este es el pan que recibimos en la eucaristía y por el que agradecemos y bendecimos a Dios, que nos da además el alimento material por añadidura.

           Que así sea.

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Miércoles 11º del TO

 Miércoles 11º del TO  

2Co  9, 6-11; ó  2R 2, 1.6-14; Mt 6, 1-6.16-18.

 Queridos hermanos:

           A la limosna, la oración y el ayuno, el Señor los llama “vuestra justicia”. La palabra nos invita a mirar el interior de nuestro corazón para disponerlo a la relación de amor con el Señor en la humildad, purificándolo de la omnipresente vanagloria y de todo afecto desordenado, de sí mismo y de las creaturas, y disponiéndolo a la comunión con los hermanos a través de la misericordia. Lo importante no son las penitencias en sí, ni nuestra pureza, sino la unión con el Señor a la que nos dispone “nuestra justicia”; lo importante es que nuestro encuentro con el Señor sea profundo y no superficial y vano. Por eso la preparación tiene el triple camino del que habla el Evangelio: Entrar en nuestro interior dominando la carne, ayudados por el ayuno, y así disponer el corazón en la doble dimensión del amor: a Dios, mediante la oración y a los hermanos, mediante la limosna.

La ceniza con la que iniciamos cada año la preparación cuaresmal, resume en un signo la actitud de humildad, que reconociendo la propia precariedad se abre a la misericordia de Dios acogiendo el Evangelio.

La palabra de hoy, nos presenta los caminos de la conversión al amor de Dios y de los hermanos, que comienzan negándonos a nosotros mismos, para vaciarnos de nuestro yo.

Nuestra vida se proyecta a la bienaventuranza celeste, consumación de nuestra gozosa esperanza de comunión. Los israelitas en Egipto celebraron el paso del Señor y con él hicieron Pascua de la esclavitud a la libertad; comenzaba para ellos el desasimiento de los ídolos para preparar sus esponsales con Dios. Su alianza con el Señor los constituía en pueblo de su propiedad y estrechaba los lazos que los unían entre sí en una fe común.

Cristo realizó su Pascua al Padre a través de la cruz, arrastrando consigo un pueblo sacado de la esclavitud del pecado, y unido por la comunión en un solo Espíritu, y nosotros somos llamados a unirnos a él y a su pueblo, mientras caminamos a nuestra Pascua definitiva, de Pascua en Pascua, en la celebración de la Eucaristía.

            Que así sea.

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Lunes 11º del TO

 Lunes 11º del TO

(2Co 6, 1-10; Mt 5, 38-42)

 Queridos hermanos:

      Hoy el Evangelio nos presenta dentro del Sermón de la Montaña, las actitudes del “hombre nuevo”, que hacen presente ante todo a Cristo, don de Dios por la fe. Es él, el que no se ha resistido a nuestro mal; quien a nuestras ofensas ha puesto la otra mejilla; quien se ha dejado despojar por nosotros; quien ha sufrido nuestras injusticias sin reclamar para nosotros más que el perdón. Efectivamente, él es esta fuente de la que mana siempre agua dulce, y que al mal responde con el bien, como dice san Pablo en la Carta a los Romanos: No te dejes vencer por el mal antes bien, vence al mal con el bien.”

         Si la Ley ponía límite a la venganza con “el talión”, Cristo anula totalmente la venganza con el amor a los enemigos y con la confianza en la justicia de Dios, que en él, pasa por la misericordia del “año de gracia”, como fruto del Espíritu del Señor que está sobre él. Así será también en sus discípulos, cuando el amor de Dios sea derramado en sus corazones por el Espíritu que les será dado y los constituya en hijos. Por eso la moral cristiana, más que sublime, es celeste; más que exigente, es radicalmente gratuita.

         La gracia es además libre, y por tanto implica responsabilidad. Quien la recibe debe responder con la misma medida del don recibido: “Con la medida con que midáis se os medirá.” Amor, con amor se paga, dice la sabiduría popular. Recordemos la parábola del siervo sin entrañas que habiendo sido perdonado no perdonó a su vez. Dice Jesús: “Si vosotros no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco mi Padre os perdonará. Al que se le dio mucho, se le pedirá más.”

Por tanto, la palabra viene a decirnos: “sed perfectos” en vuestro amor de hijos, con la perfección del amor de vuestro Padre. Sed santos con los demás, como Dios es santo con vosotros, dándoos su mismo amor. No se trata de subir escalones en el amor, sino de recibir la naturaleza divina del amor. Esta palabra es Dios mismo, su amor, su naturaleza, que se nos ofrece en Cristo. No siendo solamente discípulos, sino hijos, para testificarlo a los hombres, como don gratuito que les está destinado.

          Cada cual en el punto en que lo encuentra hoy la Palabra, es invitado a elevar al Padre de nuestro Señor Jesucristo, el canto de nuestra acción de gracias por su Hijo, que se da por nosotros para que recibamos la filiación adoptiva y la Vida eterna, y podamos comunicarla al mundo entero.

            “El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él.”

           Que así sea.

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Domingo 11º del TO A

 Domingo 11º del TO A  

(Ex 19, 2-6; Rm 5, 6-11; Mt 9,36-10,8)

 Queridos hermanos:

           Se nos hace presente la centralidad de la misión de Cristo y de la Iglesia: El anuncio del Reino de Dios comenzando por el Israel creyente, de sinagoga en sinagoga por ciudades y pueblos, con las palabras y los signos que lo acompañan, compadeciéndose también de la muchedumbre abandonada a su ignorancia e impiedad. Precisamente, Cristo ha sido enviado a ellas: “A las ovejas perdidas de la casa de Israel”, aunque no descuida a las “fieles”.

En la primera lectura Dios promete su alianza a su pueblo, si escucha su voz y le obedece, pero como dice el salmo (81, 12), “mi pueblo no escuchó mi voz Israel no quiso obedecer”. Como consecuencia, la corrupción y el desorden reinan en la tierra; el pueblo anda como “rebaño sin pastor”, a la desbandada, como en la derrota frente a Ramot de Galaad (1R 22, 17), inspirando la compasión del Señor.

Como fruto de la misión, el mal retrocederá en el corazón de los hombres y Satanás caerá de su encumbramiento. «Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies.» Pedid que Dios suscite mensajeros a los que enviar para pastorear a los que se pierden por falta de cuidado pastoral.

          Siendo el Señor quien llama, quien lo puede todo y quien quiere la salvación del hombre, invita, no obstante, a los discípulos, a sintonizar con la voluntad de Dios, mediante la oración, para unirlos a la evangelización. Qué gran fuerza la de la oración y que prioritario es en la misión y en la “pastoral vocacional” el deseo y el celo evangelizador de la Iglesia. Dios que lo puede todo, quiere nuestra sintonía con su amor y su voluntad salvadora, para que nuestra vida sea un tiempo de misión, como lo es la de Cristo mismo, unida al Padre en constante oración.

          Dios quiere someter cada carisma de salvación, a la aceptación libre y gozosa, de cada pastor y de cada hombre, como corresponde a un corazón que ama los deseos del Señor. La Iglesia tiene el corazón de Cristo: su celo por la oveja perdida, y así debe ser también el corazón de cada uno de sus miembros. Cuando Cristo envía a sus discípulos les dice: “Id más bien a las ovejas perdidas.” Es fácil encontrar pastores que se apacienten a sí mismos, que cuidan de su propia oveja, pero hay que pedir a Dios que envíe obreros a su mies; pastores que cuiden de sus ovejas, con especial celo por las descarriadas. Pastores con el corazón de Cristo, con su Espíritu, que lo hagan presente al mundo redimiéndolos como su único pastor, salvador y redentor.

         Proclamemos juntos nuestra fe.

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El Inmaculado Corazón de la Virgen María (sábado 10º del TO)

 El Inmaculado Corazón de la Virgen María

Is 61, 9-11; 2Co 5, 14-21; Lc 2, 41-51

 Queridos hermanos:

           Esta festividad  instituida por Pío XII en el año 1944,  acompaña a la del Corazón de Jesús, al que está unida como lo estuvo desde su concepción, nos ayuda a contemplar las gracias con las que María fue adornada, rindiéndole un culto propio de hiperdulía, por la santidad de su relación incomparable con Dios, madre del Hijo encarnado y esposa del Espíritu Santo.

          Todo en María nos remite al amor de Cristo, como expresa el Evangelio de las bodas de Caná, al decirnos: “Haced lo que él os diga”, y siguiendo su ejemplo de “guardar y meditar su palabra en su inmaculado corazón”. Ella, la bendita por haber creído cuanto le fue anunciado de parte del Señor.

          De su inmaculada concepción deriva su inmaculado corazón, redimido el primero en vista de los méritos de Cristo, y en orden a su llamada a dar a luz al Salvador del mundo.

          El evangelio de hoy nos presenta a la madre, comenzando a vislumbrar el resplandor de la espada que atravesará su alma, separándola por tres días del hijo de su amor, hasta reencontrarlo de nuevo en la casa del Padre, a la que también ella será asunta, y donde permanecerán inseparables sus corazones. Sagrado Corazón del Hijo, e Inmaculado de la madre.

          También nosotros estamos implicados en esta conmemoración, que nos llama a la esperanza de ver realizarse en nosotros este misterio de salvación por el que el Hijo ha sido encarnado y la madre preservada de todo mal.

          Dichosos también nosotros que creemos lo que nos ha sido anunciado de parte del Señor: Que el Espíritu Santo descendería sobre nosotros, siendo cubiertos por el poder del Altísimo, para engendrar en nosotros un hijo de Dios. Nuestra pobreza, gracias al don de Dios, no será impedimento a su promesa, como no lo fue la pequeñez de María.

           Que así sea.

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El Sagrado Corazón de Jesús A (viernes 10º del TO)

 El Sagrado Corazón de Jesús A

(Dt 7, 6-11; 1Jn 4, 7-16; Mt 11, 25-30)

 Queridos hermanos:

        Celebramos hoy esta solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús.  Aunque se tienen noticias de esta devoción desde la Edad Media (s. XII), y después con los misioneros jesuitas y San Juan Eudes, no es hasta 1690 que comienza a difundirse con fuerza, a raíz de las revelaciones a Santa Margarita María Alacoque.

Clemente XIII, en 1765 permite a los obispos polacos establecer la fiesta, en esta fecha, del viernes de la octava de Corpus Christi pero será Pío IX en 1856, quien la extienda a toda la Iglesia. Después León XIII consagra al Corazón de Jesús todo el género humano. Pío XII el 15 de mayo de 1956 publica su encíclica: Haurietis Aquas, sobre la devoción al Sagrado Corazón de Jesús.

Los misterios del Reino se revelan a los pequeños, que a través de la misericordia del Padre son conducidos al conocimiento del amor de Dios, en Cristo Jesús. Estos “cansados y agobiados” encuentran en el corazón manso y humilde de Cristo el alivio a sus fatigas.

Esta solemnidad nos lleva a contemplar el amor de Dios que como dice la primera lectura, no olvida las promesas hechas a quien le amó. Amor que se nos ha hecho cercano en Cristo, dándonoslo a cambio de nuestros pecados; amor por el que ha padecido la pasión, derramando su sangre, y por el que su costado ha sido traspasado por la lanza del soldado, herida de la que los Padres ven brotar los sacramentos de la Eucaristía y del Bautismo.

La clave de lectura de toda la creación, y de toda la Historia de la Salvación y de la Redención realizada por Cristo, es el amor por el que Dios se nos revela. Amor de entrega en la cruz de Cristo: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera.»  

Esas son palabras de amor en la boca de Cristo: humildad y mansedumbre, que adquieren toda su consistencia, tratándose de la persona de Cristo de incomparable grandeza y majestad. Como decía san Juan de Ávila: Si el que es grande se abaja, cuanto más nosotros tan pequeños. Si queremos que nuestra construcción sea sólida, hay que comenzarla enterrando profundamente los cimientos de la humildad. Sólo así se elevará hasta los cielos. Si el fuego del amor de Dios ha prendido en nosotros, cubrámoslo con la ceniza de la humildad para que ningún viento lo apague.

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Jueves 10º del TO

 Jueves 10º del TO

Mt 5, 20-26

 Queridos hermanos:

           El Reino de los Cielos es Cristo, y entrar en él Reino es recibir su Espíritu, por la fe, que es incomparablemente superior a la Ley y a sus obras (a su justicia), porque no está fundamentado en el temor sino en el amor cristiano, que es la fuerza que lo impulsa y el criterio que lo gobierna. La primacía en el Reino es el amor, que es también el corazón de la ley. Por tanto, una puerta cerrada al amor lo está también al Reino. El amor, implica el corazón y es ajeno a toda justicia externa de mero cumplimiento de preceptos. Pero la plenitud del amor humano no es comparable a la del amor de Dios, que el Espíritu Santo derrama en el corazón del que cree en Cristo, haciéndolo hijo: “En verdad os digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista; sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es mayor que él (Mt 11, 11).  

          Si este amor se desprecia, se lesionan todas nuestras relaciones con Dios, quedan inútiles, porque Dios es amor. La fe queda vacía y nuestra reconciliación con Dios rota; se rompe nuestra conexión con Dios a través de Cristo. Volvemos a la enemistad con Dios. Nuestra deuda con el hermano está clamando a la justicia de Dios, como la sangre de Abel.

          De ahí la urgencia de las palabras de Jesús en el Evangelio: “Ponte a buenas con tu adversario“, expulsa el mal de tu corazón mientras puedes convertirte, porque de lo contrario la sentencia de nuestras culpas pesa sobre nosotros. El que se aparta de la misericordia, se sitúa bajo la ira del juicio. El que se aparta de la gracia se sitúa bajo la justicia sin los méritos de la redención de Cristo.

          Qué otra cosa puede importar si no se soluciona la vida de Dios en nosotros, o pretendemos vivir la nuestra a un nivel pagano contristando el Espíritu que se nos ha dado.

           Que así sea.

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