Martes 12º del TO
Mt 7, 6.12-14
La vida en Cristo como hemos visto a lo largo del Sermón de
la Montaña es una superación de la religión y de la moral, que nace de la vida
nueva en el Espíritu, y que no sólo consiste en no hacer el mal, en no pecar,
sino en amar, cosa que ya la ley y los profetas proponían como el camino de la
vida: Amar a Dios sobre todas las cosas y
al prójimo como a ti mismo. El hombre debe ser liberado del pecado, y el
amor de Dios debe ser derramado en su corazón. El amor, en efecto, es donación,
muerte de sí, mientras el temor a la muerte es consecuencia del pecado.
En
el libro de Tobías ya se decía: “No hagas
a nadie lo que no quieras que te hagan.” El Evangelio lo dice en positivo.
Hay que hacer el bien, y no sólo evitar el mal. Pero esto requiere como
decíamos una nueva naturaleza que procede de la fe en Cristo: “Vino nuevo, en odres nuevos”, y por eso:
“No deis a los perros lo que es santo.” Como
se lee en la “Doctrina de los doce Apóstoles”: El que sea santo, que se
acerque. El Evangelio dice: “Muchos
creyeron en Cristo, pero Jesús no se confiaba a ellos, porque conocía lo que
hay en el hombre.”
Podemos decir que, por el pecado el bien ha sido encerrado
bajo llave y que sólo la cruz de Cristo puede abrir sus cerrojos con el mucho
padecer, del que habla san Juan de la Cruz, lo cual es poco menos que imposible
a quien está sujeto al temor a la muerte, que lo mantiene esclavo del diablo.
Al hombre que ha gustado la muerte, le aterroriza su solo recuerdo, y lo
incapacita para enfrentarse a ella y romper sus cadenas. Amar, en lo que tiene de
auto negación, y de inmolación, es imposible a quien no ha sido liberado de la
esclavitud y ha vencido la muerte. “Sin
mi, no podéis hacer nada”, dice Jesús.
Para entrar por la puerta estrecha que conduce a la vida,
es necesaria la iluminación de la cruz que procede de la fe y que franquea el
paso al árbol de la vida que está en el centro del Paraíso: “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna”, dice
el Señor.
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