Santos Pedro y san Pablo, apóstoles
Misa de la vigilia: Hch 3, 1-10; Ga 1, 11-20;
Jn 21, 15-19.
Misa del día: Hch 12, 1-11; 2Tm 4, 6-8.17-18;
Mt 16, 13-19.
La institución y el carisma,
se complementan y se necesitan mutuamente, como el sacerdocio y la profecía a
través de toda la Historia de la Salvación. Cristo es sacerdote y profeta para
el mundo, como lo fue también para Israel, y por él, también la Iglesia que es
su cuerpo místico, comparte su misión. Pedro y Pablo nos hacen visible de forma
muy especial este doble aspecto de la misión de Cristo y de la Iglesia. También
al interior de la Iglesia de la que Cristo es cabeza, Dios suscita la jerarquía
para gobernarla y santificarla y los carismas para renovarla. Esta fiesta, por
tanto, viene a iluminar nuestra llamada en función del mundo y también al
interior de la Iglesia, a través de estos dos grandes apóstoles Pedro y Pablo.
Ambos conocieron el amor y
el perdón de Cristo como nosotros: uno al negarlo y el otro al perseguirlo, y
ambos le amaron también hasta la entrega de su vida.
Ambos encontraron la Verdad
que es Cristo; predicaron lo que habían conocido; vivieron lo que predicaron y
murieron por la Verdad que habían recibido, amando a Cristo. Sus vidas son todo
un programa para nosotros, a quienes el Señor ha llamado a conocerle por la fe,
anunciarle, vivir por él y perder por él nuestra vida.
Cristo es la piedra como
dice san Pablo: "Nuestros padres
bebían de la roca espiritual que les seguía; y la roca era Cristo (1Co 10, 1-4). Pedro por inspiración de Dios va a
recibir el "primado" en la proclamación de la fe en Jesús de Nazaret:
Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo, fe sobre la que se va a cimentar la Iglesia, y va
a recibir de Cristo la promesa también del primado en el gobierno de la Iglesia
misma. La confirmación de este primado la recibirá, cuando haya profesado su
amor a Cristo por tres veces (Jn 21, 15-19).
Pablo recibirá del Señor la
fe, la misión y las gracias necesarias para el combate de la fe, que le
conducirán a la meta de la vida eterna derramando su sangre como sacrificio
(cf. 2Tm 4, 6-7), a través del camino de los gentiles (cf. Ga 1, 16).
Nosotros podemos celebrar
con estos santos la misericordia del Señor, que no sólo no mira la condición de
las personas, sino que vence las miserias humanas, por grandes que sean, de
quienes acogen su gracia y su perdón, arrebatándolos para la regeneración de
los hombres. El amor no desespera nunca de la salvación de nadie, porque las
aguas impetuosas de la muerte, no lo pueden vencer. La negrura del más grande
pecado, se desvanece al sumergirse en la claridad del océano inmenso del Amor.
Donde abundó el pecado, sobreabundaron la gracia y la misericordia infinitas del
amor de Dios.
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