Domingo 13º del TO A
(2Re 4, 8-11.14-16; Rm 6, 3-4.8-11; Mt 10, 37-42)
Nuestra relación con Dios, pasa pues, a
través de nuestra acogida de Cristo. Pero Cristo ha querido dejar su presencia
en el mundo en la Iglesia, continuadora de su misión, en sus “hermanos más pequeños”, en sus
discípulos. A través de ellos, el mundo puede acoger a Cristo, y al Padre que
lo ha enviado: “El que a vosotros recibe
a mí me recibe y el que me recibe a mí, recibe a aquel que me ha enviado; el
que os dé de beber tan sólo un vaso de agua por el hecho de que sois de Cristo,
no perderá su recompensa.” “Id pues, y haced discípulos a todas las gentes,
bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo, y del Espíritu Santo; id por
todo el mundo y anunciad el Evangelio”.
Todo cuanto existe tiene una función instrumental,
de medio, que debe llevarnos a Dios: nuestra vocación, misión y predestinación;
quedarse en los medios es la idolatría, que trunca el sentido de nuestra
existencia, contradiciendo la universal voluntad salvadora de Dios: para la
vida eterna. Sólo ordenados al amor que es Dios, adquieren fundamento y entidad
los demás amores. Querer compaginar el amor a Dios, a Cristo, con cualquier
otro medio, y no ir a Dios como el primero y único fin, es despreciarlo y
hacerse indigno de él: “Si alguno viene
donde mí, y no odia hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío”.
Hasta la propia vida debe ser inmolada
en el seguimiento y el amor de Cristo, para recibirla de él, con persecuciones,
llevando la propia cruz, que puede ser total, como la de los mártires, o
cotidiana como la de quienes se entregan para formar una familia cristiana.
El Evangelio viene a esta triste condición nuestra, para sumergirla gratuitamente en la inmensidad del amor que es Dios, venciendo la muerte de nuestro miedo a inmolarnos, y a comunicarnos la libertad de una vida sin límites.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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