Domingo 4º del TO A

 Domingo 4º del TO A

(So 2, 3.3, 12-13; 1Co 1, 26-31; Mt 5, 1-12) 

Queridos hermanos: 

          Dios ha creado al hombre para que comparta con él su vida beata, y ha puesto en su corazón una tendencia insaciable a la bienaventuranza que llamamos felicidad. Si tal es nuestra vocación, inscrita en lo más profundo de nuestro ser: la comunión con Dios, podemos comprender el estado constante de frustración que experimenta el hombre, en la medida de su alejamiento del objeto de su bien. Precisamente para hacer posible al hombre alcanzar su bienaventuranza de la que se había apartado por el pecado, nos fue enviado Cristo, “vida nuestra”, en quien Dios, su vida beata, y nuestra bienaventuranza, se han encarnado y se nos dan por gracia en lo que llamamos el Reino de Dios.

          Todas las bienaventuranzas se cumplen en Cristo, que ha asumido la realidad de los pequeños de este mundo y se hace camino que los lleva a la vida, a través de la puerta estrecha de la cruz, abandonando la ancha que sigue el mundo y que conduce a la perdición. Seguir a Cristo supone el enfrentarse al mundo rechazando sus criterios y el asumir la persecución del diablo y de los que le sirven.

          Ante Jesús están la muchedumbre y los discípulos que han creído en él y que en el evangelio vemos acercarse junto a él, y que han acogido el Reino de los Cielos, mientras la muchedumbre es llamada a entrar en él, acogiendo la predicación; por eso hay dos bienaventuranzas que se refieren al presente del discípulo y el resto al futuro de la muchedumbre llamada a creer. Las bienaventuranzas referidas a los discípulos, situadas al principio y al final del discurso, abrazan a las demás y con ellas a la muchedumbre, invitándola a entrar. Los discípulos, son pues, los pobres de espíritu, hambrientos de justicia, y saciados de miserias, prontos a acoger la buena noticia de la misericordia divina, y cuya esperanza los convierte en perseguidos por abrazar la justicia que viene de Dios, y los introduce en el Reino. Ambas: pobreza y persecución, les acompañarán hasta el final del camino a la meta, siguiendo al que ha sido constituido “señal de contradicción”.

          Esta pertenencia al Reino, del discípulo, se caracteriza ahora por la humildad (pobreza espiritual, mansedumbre, paciencia en el sufrimiento), habiendo sido curado de la soberbia, y el orgullo de la rebeldía, a que lo llevó el rechazo de su condición de creatura. Por eso no puede gloriarse ante el Señor, sino por el Señor, como nos ha dicho san Pablo. El Señor viene a decirnos: Quienes poseéis estos dones por causa mía, gracias a mí, ¡alegraos! ¡gozaos! Que vuestra recompensa es grande en los cielos, y de ella gozaréis con los profetas, perseguidos antes que vosotros.

          La primera lectura nos llama a la confianza en el Señor, que viene a restaurar su reinado en nosotros, situándonos en la verdad de nuestra condición. Acojamos a Cristo en la Eucaristía, que nos une a su entrega para enriquecernos con su pobreza, y con nuestro amén comunicarnos la vida eterna de los bienaventurados. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Viernes 3º del TO

 Viernes 3º del TO  

 Mc 4, 26-34 

Queridos hermanos: 

          El Reino de los Cielos es una potente semilla divina de amor al hombre, que hay que dejar crecer y desarrollarse pacientemente al amor de nuestra tierra.

          El Evangelio de hoy nos habla del Reino de Dios como la gran fuerza misteriosamente oculta en la pequeñez de su semilla, que brota humildemente hasta alcanzar la plenitud del fruto por su propia virtud. Brota del germen de Israel mostrándonos la fidelidad de Dios a sus promesas, y tiene después su desarrollo, hasta hacerse un gran árbol capaz de acoger a todos los hombres por la potencia de Dios y su amor universal, si la semilla es mantenida en el corazón de la tierra. El que llegue a ser árbol acogedor, cargado de fruto abundante, depende de la virtud y la fuerza interior de la semilla, después de haberse desarrollado como hierba, tallo, y espiga. El germen divino del Reino es imprescindible, pero pide la libre acogida de nuestra voluntad, para que pueda desarrollarse en nosotros.

          No son comparables los cuidados humanos necesarios, con la virtualidad de la semilla y la inmensa riqueza de la tierra. El Espíritu de Dios que se cernía sobre las aguas al principio, es la acción dinámica que impulsa el Reino de Dios. La suavidad y la paciencia se alían con la fortaleza en un canto a la esperanza y a la fidelidad del Señor. Así es también su misericordia, capaz de pulverizar la más dura roca de un corazón empedernido.

          La semilla del Reino necesitará de un tiempo de discernimiento, de paciencia y de confianza en la acción de Dios, durante el cual, despreciar la debilidad de lo que aparece como hierba, puede frustrar la potencialidad del fruto, que es la acción de Dios. Si es semilla de fe, tendrá la potencia de mover montañas cuando llegue a la madurez del fruto en la caridad. 

          Todo está finalizado al fruto, que debe ser cortado y guardado en el granero, de la unión con Dios que es amor. Al final del trabajo está el descanso, y el amor, que está al origen, es también el impulso y la meta. Alfa y omega, primero y último, principio y fin, hasta que Dios sea todo en todos y para siempre.

          El Reino de Dios es Cristo, retoño verde de Israel, escondido en la pequeñez de nuestra carne como semilla sembrada en un campo, “sin apariencia ni presencia; sin aspecto que pudiésemos estimar” (Is 53, 2). El hijo del carpintero se manifiesta Hijo de Dios y extiende sus brazos sobre el árbol de la cruz, para acoger en las ramas de su cuerpo, que es la Iglesia, a todos los hombres. La semilla divina acogida por María, ha hecho posible, por obra y gracia del Espíritu Santo, el nacimiento de un pequeño niño, que ha venido a ser pueblo universal de salvación. Así ocurre en quien acogiendo el Kerigma en el corazón por la fe, llega a ser un hombre nuevo, hijo de Dios, que un día se manifestará plenamente, cuando pueda ver a Dios tal cual es.

          Hoy somos invitados a acoger al Señor, aunque la realidad del Reino en nosotros sea todavía débil y en apariencia despreciable. Salvación y misión son las características del Reino. Planta que necesita ser cuidada y mantenida limpia al amor de nuestra tierra. A este Reino somos llamados y en él acogidos por la fe, para que en nosotros madure el fruto de la Caridad de Cristo. Campo donde maduran la mies y los racimos; mies segada, triturada y cocida al fuego; racimos prensados y fermentados en el lagar; pan y vino para la vida eterna. Sacrificio y Pascua de Cristo. Eucaristía a la que el Señor dará el incremento con nuestra perseverancia. “Venga a nosotros tu Reino”. 

          Que así sea

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Domingo 3º del TO A

 Domingo 3º del TO A  de la Palabra de Dios  

(Is 8, 23-9,3; 1Co 1, 10-13.17; Mt 4, 12-23) 

Queridos hermanos: 

En este domingo contemplamos a Jesús comenzando su ministerio en Galilea, al extremo de la Tierra Santa que se abre a los gentiles, tierra de donde no sale ningún profeta y donde el pueblo que caminaba entre tinieblas va a ser iluminado, como signo de que el conocimiento de Dios será propagado a todas las naciones: “Poco es que seas mi siervo en orden a levantar las tribus de Jacob, y de hacer volver los preservados de Israel. Te voy a poner por luz de las gentes, para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra.” Allí, a la depresión más profunda de la tierra ha querido bajar Cristo a buscar a los pueblos en otro tiempo olvidados, para iluminarnos con su luz, inundarnos con el gozo del Espíritu y liberarnos del yugo y de la carga que nos oprimían.

De la misma forma que para el nacimiento de su Hijo, el Señor eligió a Belén, la última de las aldeas de Judá, elige ahora, para el comienzo de su ministerio, que saltará después al mundo entero, esta región humillada por la historia, como su mismo nombre indica: “Galilea de los gentiles”, poblada por extranjeros fenicios, desde los tiempos de Salomón y Hirán I, prolífica en sediciones violentas de zelotes y sicarios, y que arranca de las autoridades judías aquella sentencia: ¿De Galilea puede salir algo bueno? Frontera con los pueblos paganos, de allí partirá la misión del testimonio de aquellos galileos ignorados por la historia, constituidos ahora en primicias para el mundo de la luz de Cristo. Si la Antigua Alianza prescindió del testimonio de los galileos, la Alianza Nueva y Eterna, los convierte en primicias para las naciones: Pedro, Andrés, Santiago y Juan, seguidme y os haré pescadores de hombres, y cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria, os sentaréis también vosotros a juzgar a las doce tribus de Israel.

El Reino de los Cielos ha irrumpido con Cristo, invitándonos a salir de nuestras prisiones y a seguirle en la implantación de su señorío en el corazón de los hombres, arrebatándolos al mar de la muerte con el anzuelo de su cruz. Es el tiempo de la gracia de la conversión. La ira y la condena del pecado, se cambian en misericordia. Se anuncia la Buena Noticia y comienza el tiempo del cumplimiento de las promesas y la realización de las profecías.

Cristo viene a tomar el relevo de Juan el Bautista llenando de contenido con la Palabra el eco de la Voz, y a completar el bautismo de agua, con el fuego del Espíritu Santo. El amigo del novio da paso al Esposo y la novia exulta escuchándolo llamar a su puerta: “Levántate, amada mía; mira que el invierno ya ha pasado la higuera echa sus yemas y el tiempo de las canciones ha llegado.”

Esta palabra es para nosotros hoy que, también hemos sido llamados personalmente, para anunciar el Nombre que está sobre todo nombre, y en su poder, proclamar el juicio de la misericordia a esta generación en tinieblas, para que brille para ellos la gran luz del Evangelio y sean inundados del gozo del amor.

Bajemos con el Señor a Galilea a encontrarnos con él, y que él mismo nos envíe a las naciones. Recibamos el pan de su cuerpo y el vino de su sangre, para que nuestra entrega sea la suya, y anunciando su muerte podamos proclamar su resurrección con la nuestra, y glorifiquemos a Dios con nuestro cuerpo. Que mientras nosotros muramos, el mundo reciba la vida, y que los gentiles bendigan a Dios por su misericordia. 

 Proclamemos juntos nuestra fe. 

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Los Hechos de los Apóstoles

 Los Hechos de los apóstoles 

 

          El acontecimiento central de la historia, queda manifiesto con la revelación de que Jesús de Nazaret, es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, su vida, su doctrina, su pasión, muerte, resurrección y el envío del Espíritu Santo, constituye el núcleo de la fe, en torno a la cual va a evolucionar toda la existencia humana, progresando hacia la Verdad completa, conducida por el Espíritu de Cristo. El pensamiento de la humanidad alcanzará su plenitud en la medida en que se ajuste a la fe, mientras toda gnosis que prescinda o niegue explícitamente a Cristo, perderá su ecuanimidad, alineándose así a la acción del Anticristo, ya presente en el mundo desde los comienzos de la proclamación del Evangelio. Todas las herejías serán un intento seductor diabólico, de interpretar la realidad desde la sola razón ebria de sí, prescindiendo y negando a Cristo, el Hijo de Dios venido en carne mortal, alfa y omega de la historia.  

          El germen judeocristiano de la Iglesia, que se adhiere a la Nueva y Eterna Alianza en Cristo Jesús, con Pedro a la cabeza, y que comienza su andadura en medio de la persecución y el rechazo de las autoridades judías, será pronto llamado a  encontrarse, con el mundo griego, a través del prodigioso desarrollo, predestinado, de la obra de Pablo que, mediante la providencial red capilar de las comunidades de la diáspora judía, permeará primeramente el oriente medio, para pasar después al occidente grecorromano.

          En el desarrollo prodigioso de la “semilla de mostaza”, el vigoroso cuerpo de la nueva Iglesia de Cristo, deberá atravesar las crisis propias de su crecimiento, a las que el Espíritu Santo irá dando en cada momento el discernimiento necesario. Entre la profusión de los testimonios escritos relativos a la vivencia de las primeras comunidades, la Iglesia tuvo que decantar un canon, cuya ortodoxia sirviera a la edificación ordenada de su depósito de la fe.

          Será Lucas, a través de sus escritos, y especialmente con “Los Hechos de los Apóstoles”, el encargado de sintonizar el providencial  desarrollo de estas dos realidades del cristianismo primitivo, en su presentación de la Única Iglesia de Cristo, que quedaría sellado con el testimonio dado por algunos padres, del martirio de Pedro y Pablo, en Roma. Así pues, la obra de Lucas hizo patente, así, la  realidad Católica de la Iglesia, abierta a la transformación de un mundo pagano, en Cristiandad, mediante la misión universal de los discípulos, que comenzó cuando fueron dispersados por la persecución, después de la muerte de Esteban.

          Los “Hechos de los Apóstoles”, viene, pues, a resolver el problema que la genial manifestación del Espíritu plantea a los fieles y a los mismos apóstoles, de confundir con un desorden o una arbitrariedad sin sentido, el desarrollo inusitado del cristianismo naciente, con apariencia de desunión, pero que en realidad responde a una manifestación de la catolicidad de la Iglesia, llamada a iluminar, salar y fermentar toda la historia del occidente conocido y de la posterior historia universal. Tiene sentido, por tanto, que Lucas no se preocupe del resto de los apóstoles y de su misión evangelizadora innegable.

          El Espíritu Santo, alma de la naciente Comunidad cristiana, será la fuerza que impulse su misión, conduciéndola a la Verdad completa a través de la historia del mundo, haciendo presente con su vida a Cristo resucitado. Con la llegada del Reino de Dios, el mundo es evangelizado. Es el tiempo del cumplimiento de las promesas y de la realización de las profecías. Gloria a Dios en el cielo y Paz en la tierra a los hombres a quienes Dios ama.

          Con el desarrollo de la Iglesia, llegarán tiempos de disputas teológicas, filosofías, herejías, concilios y dogmas, mientras ahora, la fuerza del vino nuevo, revienta los odres viejos y transforma la faz de la tierra. Gigantes como Agustín o Tomás de Aquino retomarán en su tiempo toda la tradición filosófica platónica y aristotélica, del mundo griego, iluminando desde la fe sus presupuestos, en espera de las inevitables dialécticas con las que el diablo, seducirá una razón, ebria de sí, proponiendo repetidamente pretensiones de auto afirmación, en una ilusoria prospectiva histórica, mientras sólo Dios será quien conducirá la historia hacia un punto omega, trascendente, de recapitulación en Cristo de toda la creación.

 

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Reconciliación y vida cristiana

 

 

 

“Reconciliación y vida cristiana” 

          Dado lo oportuno del título que se nos propone para esta breve reflexión, nos ceñiremos a él tanto como nos sea posible, sin intentar estudiar o comentar ninguno de los documentos emanados del magisterio eclesial acerca del sacramento en sí, ya de hecho tan relevantes y abundantes actualmente.         

          No podemos poner en duda la afirmación de que la vida cristiana es un combate, del que nos hablan las Escrituras en incontables ocasiones, y del que tenemos experiencia por la existencia de los enemigos, que nos enfrentan constantemente en nuestro caminar, y sin menospreciar nuestra lucha con la concupiscencia de nuestra carne y con las seducciones del mundo, nuestra atención se centra preferentemente en aquel “adversario” que, “como león rugiente, ronda buscando a quien devorar”. Recordemos también con la “Carta a los hebreos” aquello de: “No habéis resistido todavía hasta llegar a la sangre en vuestra lucha contra el pecado.” 

          Nuestra breve reflexión acerca de la actualidad de este Sacramento, que reúne tan gran número de denominaciones: Penitencia, conversión, confesión, perdón, reconciliación etc., la centraremos, por tanto, en la vivencia propia de quienes pretendemos vivir en “santidad”, nuestra existencia cristiana, de acuerdo, por supuesto, con los postulados de los maestros de espiritualidad, cuando afirman que, “lo primero que hace el justo es acusarse a sí mismo”. 

          Si tenemos también en cuenta que la Escritura misma, afirma que, “el justo peca siete veces”, aunque también nos amaestra diciendo que, “quien ha nacido de Dios no peca”, no puede pecar, porque su “germen” permanece en él, comprenderemos ciertamente que hay una profundización, y una evolución en el concepto mismo de pecado en la Escritura, sin ignorar un efecto curioso de la Caridad en nosotros, que consiste en engrandecer los propios pecados, mientras disimula los ajenos: “La Caridad todo lo excusa”, según afirma san Pablo. 

          Cuando la luz de Dios, su Caridad, ilumina profundamente el alma, como vemos en los santos, la percepción de los propios pecados se hace ineludible, y no nos referimos a una falsa humildad, sino a aquel “andar en verdad” del que habla santa Teresa. Pero tener la luz de Dios, su Caridad y vivir en su Verdad, no son algo innato en nosotros, sino el resultado del Don de Dios que Cristo nos ha adquirido, gratuitamente, con su muerte y resurrección. No se trata de algo que nosotros hemos conquistado, sino de algo recibido gratuitamente, y por lo que debemos luchar, para defenderlo y mantenerlo, como nos ha dicho el Señor: “Permaneced en mi amor”. “El que persevere hasta el fin se salvará”. Nada más peligroso en la vida cristiana que el pensar que ya estamos convertidos del todo y debilitar así nuestras defensas en la lucha contra el pecado. 

          Cuando apareció Juan bautista predicando su bautismo de conversión “para el perdón de los pecados”, acudió a él el pueblo “confesando sus pecados”, pero la gente debió esperar a Cristo, para ser bautizada en el Espíritu Santo, que derramaría en sus corazones el Amor de Dios, y el amor a los hermanos, como garantía de haber pasado de la muerte a la vida, y prueba fehaciente de la necesidad de la conversión y del perdón cotidianos, en el camino de la santidad.         

          No es comparable el impacto del Sacramento, en aquellos alejados de la vida cristiana en quienes los demonios han hecho morada en su corazón, y que el sacramento debe desalojar, que en aquellos cuyos corazones han sido sanados por la predicación y la acción de la Iglesia, y cuyo combate se centra ahora, en defender la plaza, para impedir que sea tomada al asalto de nuevo, por los diablos, que trayendo consigo a otros siete de sus congéneres, peores que ellos, reduzcan el final de aquel alma, a una situación peor que la que tenía en principio. 

          Es evidente la relación existente entre reconciliación y pecado, pero no lo es tanto en la que existe entre vida cristiana y pecado, o podríamos decir entre santidad y pecado, teniendo en cuenta que, santidad no se corresponde con ausencia de pecado, sino con vivencia amorosa en su doble acepción de amor a Dios y amor al prójimo. No podemos considerar verdaderamente cristiano a quien no peca, sino a quien ama con un amor semejante al de Cristo, infundido en su corazón por el Espíritu Santo que se recibe por la fe en Jesucristo. Es de esta iluminación, de la que nace la consciencia de pecado en el alma fiel, y de la que brota, constantemente, la vigilancia, la conversión, y el combate cotidiano, contra la debilidad de la “carne” que nos envuelve, nos acecha y frecuentemente nos somete. 

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Domingo 2º del TO A

 Domingo 2º del TO A

(Is 49, 3.5-6; 1Co 1, 1-3; Jn 1, 29-34) 

Queridos hermanos: 

          Durante siete siglos, la Escritura, a través de los profetas, ha venido anunciando la figura misteriosa de este siervo del que hablaba Isaías en la primera lectura, en quien Dios sería glorificado no sólo en Israel, sino hasta los confines del orbe, llevando a todos la luz de su amor, por el que quiere salvarnos. El domingo pasado a través del Bautismo del Señor, se nos presentó este Siervo como el Hijo amado de Dios. Hoy la liturgia nos presenta su misión de salvación universal: «Tú eres mi siervo, en quien me gloriaré. Te voy a poner por luz de las gentes, para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra.» Porque Dios quiere gloriarse en su siervo, Jesús ante su pasión dirá: “Ahora mi alma está turbada. Y ¿qué voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto! Padre, glorifica tu nombre. Porque Dios quiere que su luz alcance a todas las naciones, Cristo dirá a sus discípulos: “Vosotros sois la luz del mundo. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que viendo vuestras buenas obras, glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.”

          La misión de Juan como profeta y “más que un profeta”, no es sólo la de anunciar, sino la de identificar a este siervo señalándolo entre los hombres: «He ahí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.» Hay que recordar que en arameo la misma palabra (talya) puede designar al siervo y al cordero. Uno y otro, toman sobre sí los pecados del pueblo para santificarlo, y son sacrificados como el cordero pascual.

          Para el desempeño de su misión, como veíamos el domingo pasado, Dios mismo va a revelar a Juan quien es su Elegido en medio de las aguas del Jordán: «He visto al Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre él; ése es el que bautiza con Espíritu Santo; ése es el Elegido de Dios.»

          El pecado había sumergido al hombre en la muerte bajo las aguas del diluvio, y no era posible la vida sobre la tierra, mientras no fuese purificada del pecado. Una vez terminado el diluvio, Noé soltó una paloma, que al no poder habitar en la tierra regresó al arca.

          Cristo, emergiendo de las aguas de la muerte en su bautismo, recibe el Espíritu de la vida, en forma de paloma, significando así, que en él, es posible a la humanidad vivir de nuevo.

          Para san Pablo, este bautismo en el Espíritu, que marca la diferencia entre el bautismo de Juan y el de Cristo, consiste de un camino que conduce a los creyentes, desde la justificación por la fe, a la santidad de cuantos lo invocan; lo hemos escuchado en la segunda lectura: “a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos, con cuantos en cualquier lugar invocan el nombre de Jesucristo.”

          Si la misión de Cristo es la glorificación de Dios, salvando e iluminando a la humanidad, hasta los confines de la tierra, la nuestra es, invocar su nombre en favor de nuestros hermanos, desde esos mismos confines en los que hemos sido alcanzados por su salvación. Eso es lo que hacemos ahora, en medio de la exultación eucarística, junto al Espíritu y la Esposa diciendo: ¡Ven Señor Jesús! 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 1º del TO

 Sábado 1º del TO

Mc 2, 13-17 

Queridos hermanos: 

          A través de la llamada a Mateo, Cristo busca a los pecadores: “No he venido a llamar a justos sino a pecadores; no necesitan médico los sanos sino los que están mal”. Mientras Cristo se acerca a los pecadores, aquellos fariseos se escandalizan. Si el acercarse Cristo a los pecadores es fruto de la misericordia divina, es ésta la que escandaliza a los fariseos. Quizá estos fariseos tengan menos pecados que los publicanos y pecadores, pero de lo que sí carecen por completo es de misericordia. Por eso Cristo les dirá: “Id, pues, a aprender qué significa  Misericordia quiero, que no sacrificio.” De qué sirve a los fariseos pecar menos si eso no les lleva al amor y la misericordia, y en definitiva a Dios.

Ser cristiano es amar, y no sólo no pecar. Cristo ha venido a salvar a los pecadores. ¿Ha venido para nosotros, o nos excluimos de la salvación de Cristo como los fariseos del Evangelio? Pensémoslo bien, porque ahora es tiempo de salvación. Todos somos llamados al amor, pero esta llamada implica un camino a recorrer de conversión y de progreso en la caridad, hasta llegar a la santidad necesaria que nos introduzca en Dios. El punto de partida de este itinerario es la humildad, que además acompaña toda la vida cristiana. Así lo expresa el Padrenuestro, en el que nos reconocemos pecadores y testificamos el amor de Dios en nosotros. La palabra nos habla del amor de Dios como Misericordia; amor entrañable que no sólo cura como vemos en el Evangelio, sino que regenera la vida, que es recreador. No por casualidad la etimología hebrea de la palabra misericordia: rahamîm, deriva de rehem, que denomina las entrañas maternas, la matriz, órgano en el que se gesta la vida. Si recordamos las parábolas que llamamos de la misericordia, comprobaremos que todas están en este contexto: “este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; este hermano tuyo había muerto y ha vuelto a la vida. También a Nicodemo le dice Jesús: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios.»

Se trata por tanto de un amor que gesta de nuevo, que regenera, como el de san Pablo a los gálatas, que le hace sufrir de nuevo dolores de parto por ellos. Amor fecundo por tanto, profundo y consistente, que implica lo más íntimo de la persona, sin desvanecerse como nube mañanera ante los primeros ardores de la jornada, como decía Oseas. Sólo un amor persistente como la lluvia que empapa la tierra, lleva consigo la fecundidad que trae fruto, y que en Abrahán se hace vida más fuerte que la muerte en la fe y en la esperanza; pacto eterno de bendición universal.

La Misericordia de Dios se ha encarnado en Jesucristo y ha brotado la Vida por la acción del Espíritu, y no para desvanecerse, sino para clavarse indisolublemente a nuestra humanidad, en una alianza eterna de amor gratuito, inquebrantable e incondicional, de redención regeneradora, que justifica, perdona, y salva. Conocer este amor de Dios, es haber sido alcanzado por su misericordia, y fecundado por la fe, contra toda desesperanza, para entregarse indisolublemente a los hermanos. A aprender este conocimiento de Dios y esta misericordia envía el Señor a los judíos, y también nosotros somos llamados a ello, para que la Eucaristía a través de esta palabra sea: “Misericordia y no sacrificios; conocimiento de Dios más que holocaustos”. 

          Que así sea.

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San Juan de Ribera

 San Juan de Ribera

Ez 34, 11-16; Jn 15, 9-17 

Queridos hermanos: 

          La palabra de hoy está centrada en la Caridad de Dios que está a la raíz de todo, dando consistencia a todas las cosas. El amor de Dios alcanza a todos y quiere que todos lo conozcan y puedan recibirlo. En primer lugar lo revela a través de su Hijo hecho hombre, entregándolo en la cruz para el perdón de los pecados, y Cristo mismo, se entrega por amor al Padre y a nosotros, con el mismo amor del Padre que está en él.

Cristo, hace suya la iniciativa del Padre, porque está en sintonía total de voluntad y de amor con él: lo que el Padre quiere, lo quiere igualmente el Hijo. Su entrega, es la del Padre realizada en el Hijo, para que su amor esté en nosotros, a quienes llama a ser sus discípulos, para que nosotros lo testifiquemos ante el mundo. En este amor hemos sido introducidos por su gracia y en él somos invitados a permanecer, adhiriéndonos a sus mandamientos, que se unifican en el amor mutuo.

El Señor desea para nosotros plenitud de gozo dándonos el suyo, que proviene de permanecer en el amor del Padre cumpliendo sus mandamientos. Su gozo estará en nosotros si también cumplimos sus mandamientos, que   son en realidad uno solo: “Que os améis los unos a los otros como yo os he amado.” Así lo ha querido el Padre porque nos ama y así lo ha realizado el Hijo por amor a su Padre y a nosotros. Este amor del Padre y del Hijo es el Espíritu Santo, cuyo fruto en nosotros es el amor mutuo y también el gozo. Para este fruto y misión eligió a sus discípulos, y a nosotros, como a la familia de Cornelio, haciendo descender sobre nosotros su Espíritu. Ahora podemos llamarnos y ser realmente sus amigos si cumpliendo sus mandamientos permanecemos en su amor.

Como al niño se le manda comer y estudiar, a nosotros el Señor nos manda amar; lo que está detrás de este mandato es el amor y no el despotismo o la arbitrariedad del autoritarismo. Se nos invita a amar, no sólo con nuestro afecto, sino sobre todo, con nuestra entrega, que puede llegar a ser extrema, como la de Cristo. Amar, en efecto, es un negarse a sí mismo; un morir cotidiano a nosotros mismos en bien de alguien. El amor de Cristo nos apremia; es solícito del bien del otro, siendo Dios el sumo Bien que se nos ha dado en su Hijo. Su voluntad se identifica con nuestro bien, y se hace mandamiento en el amor cristiano.

Dándonos el Espíritu Santo, y su gozo, su amor en nosotros se hace pleno y testifica el amor del Padre y del Hijo. La consecuencia es pues, el cumplimiento del mandamiento del Señor: “Que os améis los unos a los otros” sin reservaros la vida que yo mismo os he dado. Para este fruto hemos sido elegidos y destinados: “No me habéis elegido vosotros  a mí, sino que yo os he elegido.” El amor entre los hermanos es signo para el mundo del amor que Dios derrama sobre él, llamándolo a la fe; es apremiante para la vida del mundo y se hace mandato ineludible para nosotros. Este amor debe ser como el de Cristo por nosotros, que le ha llevado hasta el don de la vida, no como un ejemplo a imitar, sino como un don a compartir. Este amor va acompañado de la amistad de Cristo, de la total confianza en Dios, y de su gozo, que no se diluye en medio de los sufrimientos del amor, de modo que recibamos del Padre cuanto necesitemos, y que permanezca después de la muerte para la vida eterna que se nos da en la Eucaristía. 

Que así sea.

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El Bautismo del Señor A

 El Bautismo del Señor A

Is 42, 1-4.6-7; Hch 10, 34-38; Mt 3, 13-17

 Queridos hermanos:

         Celebramos la fiesta del Bautismo del Señor. En el Evangelio, el Padre da un testimonio de Cristo, por el que lo designa como su Hijo amado y como el Siervo, en quien se complace. Durante siete siglos la Escritura ha venido anunciando a través de los profetas, esta figura misteriosa de la que hablaba sobre todo Isaías, en quien Dios sería glorificado no sólo en Israel, sino hasta los confines del orbe, llevando a todos la luz de su amor, por el que Dios quiere salvarnos: «Tú eres mi siervo,  en quien me gloriaré. Te voy a poner por luz de las gentes, para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra; Este es mi Hijo amado, en quien me complazco.» El Siervo es pues, el Hijo, el primogénito de la nueva creación, sobre la que se cierne el Espíritu en medio de las aguas.

Porque Dios quiere gloriarse en su siervo, Jesús ante su pasión dirá: “Ahora mi alma está turbada. Y ¿qué voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto! ¡Padre, glorifica tu nombre! Efectivamente, el Padre es glorificado porque por amor a nosotros entrega a su Hijo. El Padre se complace en su siervo, que es su Hijo amado, porque en sintonía total con su voluntad acepta entregarse por la salvación de los hombres. Porque Dios quiere que su luz alcance a todas las naciones, Cristo dirá a sus discípulos: “Vosotros sois la luz del mundo. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que viendo vuestras buenas obras, glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.” La luz de nuestras buenas obras que hemos recibido de Cristo, glorifican por él al Padre.

La justicia ha alcanzado su plenitud en el hombre a través de Cristo, que se somete a la purificación del bautismo de Juan como enviado de Dios, y recibe el Espíritu. Ahora el hombre está preparado para acoger la gracia que viene con Cristo: la efusión del Espíritu Santo. El bautismo de agua en el nombre de Cristo, da paso a la efusión del Espíritu, de manera que sobre el bautizado recaen también la filiación adoptiva y la complacencia del Padre, de modo que pueda decir: “Este es también hijo mío, en cuya fe me complazco”.

La misión de Juan como profeta y “más que un profeta”, no es sólo la de anunciar, sino la de identificar a este Siervo, señalándolo entre los hombres: «He ahí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.» Juan quiere ser bautizado por Cristo, pero el Señor le reserva el bautismo más glorioso del testimonio de su sangre. Para el desempeño de su misión, Dios mismo va a revelar a Juan quien es su Elegido en medio de las aguas del Jordán: «He visto al Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre él; ése es el que bautiza con Espíritu Santo; ése es el Elegido de Dios.»

Después del Diluvio, la muerte reinaba sobre la tierra sumergida bajo las aguas para ser purificada, y Noé soltó una paloma para comprobar si era posible habitar en ella, pero al no tener donde posarse, regresó donde Noé. En esta palabra, Juan da testimonio de la Buena Noticia, porque del cielo fue enviado el Espíritu Santo “en forma de paloma”, y al encarnarse Cristo, en medio de la humanidad sumergida en la muerte, pudo encontrar uno en quien posarse y se escuchó la voz del Padre dando testimonio de Jesús, diciendo: “Este es mi Hijo amado, mi Elegido, en quien mi alma se complace.

Para san Pablo, este bautismo en el Espíritu que marca la diferencia entre el bautismo de Juan y el de Cristo, consiste en un camino que conduce a los creyentes de fe en fe (Rm 1, 17), desde la justificación, a la fidelidad y la santidad de cuantos lo invocan: “A los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos, con cuantos en cualquier lugar invocan el nombre de Jesucristo” (1Co 1,2).

Si la misión de Cristo es la glorificación de Dios, salvando e iluminando a la humanidad, hasta los confines de la tierra, mediante su entrega en la cruz, la nuestra es invocar su nombre en favor de nuestros hermanos, desde esos mismos confines en los que hemos sido iluminados, por su salvación. Eso es lo que hacemos en la exultación eucarística junto al Espíritu y la Esposa diciendo: ¡Ven Señor Jesús! 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Día 7 de eneo

 Día 7 de enero

1Jn 3, 22-4,6; Mt 4,12-17.23-25. 

Queridos hermanos: 

 Hoy contemplamos a Jesús comenzar su ministerio en Galilea, al extremo de la tierra santa de Israel que se abre a los gentiles, tierra de donde no sale ningún profeta y donde “el pueblo que caminaba entre tinieblas ha visto una gran luz”. Allí, a la depresión más profunda de la tierra ha querido bajar Cristo a buscar a los pueblos en otro tiempo olvidados, no sólo de Galilea, sino a todos los gentiles, para iluminarnos con su luz, inundarnos con el gozo del Espíritu y liberarnos del yugo y de la carga que nos oprimían.

El Reino de los Cielos ha irrumpido con Cristo, invitándonos a salir de nuestras prisiones y a seguirle en la implantación de su señorío en el corazón de los hombres, arrebatándolos al mar de la muerte, con el anzuelo de su cruz. Es el tiempo de la gracia de la conversión. La ira y la condena del pecado se cambian en misericordia. Se anuncia la Buena Noticia del Reino, y comienza el tiempo del cumplimiento de las promesas y la realización de las profecías.

Cristo viene a tomar el relevo de Juan el Bautista llenando de contenido con la Palabra el eco de la Voz, completando el bautismo de agua con el fuego del Espíritu Santo. Cuando en el “hoy” de la cruz se abren las puertas del Reino, a la voz del mensajero se une la Palabra diciendo: “Recibid el Espíritu Santo”, como dijo en el principio: “Hágase la luz”, dando así inicio a la nueva creación. El Reino irrumpe entonces en quien acoge la Palabra, y es bautizado en el Espíritu Santo, como anunció Juan. El amigo del novio ha dado paso al Esposo y la novia exulta escuchándolo llamar a su puerta: “Levántate, amada mía; mira que el invierno ya ha pasado la higuera echa sus yemas y el tiempo de las canciones ha llegado.”

Si la Antigua Alianza prescindió del testimonio de los galileos, la Alianza Nueva y Eterna, los convierte en primicias para las naciones. Esta palabra es para nosotros hoy, que, también hemos sido llamados personalmente, para anunciar el Nombre que está sobre todo nombre, y en su poder, proclamar el juicio de la misericordia a esta generación en tinieblas, para que brille para ellos la gran luz del Evangelio y sean inundados del gozo de su amor.

Como dice la primera lectura el que acoge a Cristo, es de Dios; el mundo en cambio lo rechaza y no escucha sus palabras. El Anticristo comienza a actuar en cuanto Cristo comienza a manifestarse, y después de su resurrección, se opone y rechaza a sus discípulos, que saben discernir entre el espíritu de la verdad y el espíritu de la mentira.

Bajemos con el Señor a Galilea a encontrarnos con él, y que él mismo nos envíe a las naciones. Recibamos el pan de su cuerpo y el vino de su sangre, para que nuestra entrega sea la suya, y anunciando su muerte podamos proclamar su resurrección con la nuestra, y glorifiquemos a Dios con nuestro cuerpo. Que mientras nosotros muramos, el mundo reciba la vida, y que los gentiles, bendigan a Dios por su misericordia. 

Que así sea.

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