El testimonio del amor

EI testimonio del amor


Cuando en los domingos de Pascua los hermanos salen a la plaza de la parroquia a danzar cantando en círculo con sus hijos, entorno a la cruz y al icono de la Virgen, sin ninguna pretensión proselitista, pero con una profunda alegría que transmitir y una experiencia de la misericordia de Dios que propagar, es Dios quien atrae a ellos a los tristes, frustrados o desesperados que no encuentran sentido a sus vidas ni a una religiosidad puramente superficial, pero que ven el gozo de unos hermanos como ellos, unidos y en comunión, que les hacen presente una vida de fe, que puede también testificarse en un segundo momento con palabras auténticas de la Buena Noticia de Jesucristo vivo en medio de ellos. Así lo vio la Iglesia en los primeros tiempos, cuando escribió: "Los paganos decían: ¡Mirad como se aman!"
Ahora que las ciencias quieren avasallar todos los campos del saber y del creer por medio de la exaltación ideológica de la razón y la divinización o absolutización de sus luces, deberíamos recurrir a su mismo escepticismo dubitativo para apoyarnos y afianzar nuestra certeza, como hizo la Iglesia en sus orígenes, en la consistencia del testimonio vivencial del amor: "mirad cómo se aman". Son un solo corazón y una sola alma. Ya decía san Antonio de Padua que: “La palabra tiene fuerza cuando va acompañada de las obras. Cesen, por favor, las palabras y sean las obras quienes hablen. Estamos repletos de palabras, pero vacíos de obras, y, por esto, el Señor nos maldice como maldijo aquella higuera en la que no halló fruto, sino hojas tan sólo. «La norma del predicador -dice san Gregorio- es poner por obra lo que predica».
Si profesamos un Dios de amor, es inútil apoyarnos en ideas y en razonamientos que nos han hecho perder tanto tiempo en controversias, frente a quienes argumentan sin más fundamentos que sus propias palabras y que lo único que han conseguido es acrecentar el número de los ya de por sí innumerables tratados, condenados a recubrirse del polvo del tiempo y del olvido. Hechos son amores

Frente a la deconstrucción sistemática de las certezas de la fe, de la Revelación y de la misma naturaleza, en aras de una pérfida ideología deshumanizadora y corrompida, no hay más dialéctica posible que la del amor. No se trata de descubrir el fuego, sino de encenderlo, que para eso vino ya hace dos mil años el Hijo de Dios: "He venido a encender un fuego sobre la tierra, y que angustiado estoy hasta que se cumpla." Pero una vez encendido, este fuego celeste de la naturaleza divina, debe ser mantenido ardiente, so pena de hacer estéril su sacrificio: "Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado; lo que os mando es que os améis los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si os tenéis amor los unos a los otros".
Mientras el mundo habla, los que nos decimos discípulos somos llamados a hacer visible con el amor que nos ha sido dado, al Dios que el mundo niega con su razón ebria de sí. No se trata de que especulen, sino de que se rindan ante la evidencia trascendente de aquello que suspira en lo más íntimo de su frustración profunda.

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Cuarto domingo de Pascua C

 Domingo 4º de Pascua
(Hch 13, 14.43-52; Ap 7, 9.14-17; Jn 10, 27-30)

Queridos hermanos:

Con esta imagen del pastor y del rebaño, la palabra nos presenta el sentido de la vida como llamada al seguimiento de Cristo, en la escucha de la voz del amado, que nos guía y nos nutre en el camino hacia la meta que nos muestra el Apocalipsis como muchedumbre incontable en la presencia amorosa de Dios y del Cordero, y nos propone las relaciones de su amor solícito (conocimiento) por nosotros para apacentarnos, y cuidarnos hasta la total entrega de su vida, frente a las asechanzas del lobo, y el egoísmo del asalariado a quien mueve sólo el propio interés y no el de las ovejas.
La vida cristiana, comunión de amor fundada en la relación entre el Padre y el Hijo, requiere de la vigilante escucha del pastor, frente al acecho del depredador y es urgida por el amor al culmen de la unidad.
Cristo, con su gracia, no sólo nos da su vida, sino a su propio Padre, mediante la filiación adoptiva que nos hace hermanos suyos. El pastor que fue herido está de nuevo al frente de su rebaño, y va delante de nosotros abriendo camino y nos sale al encuentro en el testimonio de la misión: ¡La muerte ha sido vencida y el pecado ha sido perdonado!
El Señor se compara a sí mismo, al pastor por su amor a sus ovejas, a las que conoce una a una por su nombre y de las que se cuida alimentándolas y haciéndolas descansar a su sombra en lugar seguro, protegiéndolas del ataque de los enemigos y defendiéndolas aun a costa de su vida para salvarlas. Las ovejas por su parte, escuchan a su pastor, al que aman, permaneciendo unidas para no ser dispersadas y dañadas por el devastador mientras dura la tribulación.
Cristo presenta al Padre como protagonista de su condición de pastor porque es uno con él, de él procede todo y a él todo se ordena.
Mis ovejas escuchan mi voz, dice Cristo, palabra del Padre, que hace presente en el pueblo de Israel y con el ministerio de su predicación, va separando las ovejas de los cabritos; los peces buenos de los malos, y va podando y cortando los sarmientos de la vid. En la primera lectura vemos que también los apóstoles siguen reuniendo a las ovejas que escuchan la voz de Cristo, incluso de entre los gentiles.
Yo las conozco y ellas me siguen. A través de su palabra, Cristo, va pastoreándolas en su amor y ellas dejando a sus ídolos, le siguen en su camino hacia la vida eterna, pasando como él por el valle del llanto de la cruz, y bebiendo con él del torrente, para levantar con él la cabeza en su resurrección.
Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás. Escuchando la voz de Cristo por la fe, sus ovejas reciben el Espíritu Santo, que derrama en sus corazones el amor de Dios. La vida divina por la que el Padre y el Hijo son uno, en una comunión perfecta de amor; comunión a la que son incorporadas sus ovejas quedando así preservadas de la malignidad de la muerte.
Y nadie las arrebatará de mi mano, porque en la vida eterna nadie tentará ni será tentado.
El Padre, que me las ha dado, es más grande que todos, y nadie puede arrebatar nada de la mano del Padre. Es decir de mis manos, porque el Padre ha puesto todo en mis manos ya que: Yo y el Padre somos uno.

Proclamemos juntos nuestra fe.

El principio antrópico


El principio antrópico


      La afirmación de que el universo en sus dimensiones espació-temporales, de tamaño y edad, nunca mejor dicho astronómicas y en su perfección imponderable, no representa en absoluto un exceso o despilfarro de fuerzas, materia, energía, espacio y tiempo, sino la medida justa y apropiadamente sabia y necesaria para la formación de la vida en este planeta totalmente único y excepcional llamado Tierra, situado de forma providencial en el Sistema Solar y en el lugar apropiado de la Vía Láctea, supone que el universo, tal como es, responde al proyecto de una sabiduría y un poder infinitamente superiores, finalizado a la fusión de las naturalezas física y    espiritual en un ser que llamamos "hombre", destinado a una existencia perdurable tan prodigiosa y exclusiva como su origen que denominamos Bienaventuranza: relación íntima y personal con el Creador, origen y Señor del universo.

     Si un viaje de los cosmólogos en retroceso a través del tiempo y el espacio al encuentro del Creador* es maravilloso, lo es sobre todo, porque nos conduce y nos sitúa ante las profundidades de su Ser, de su Yo, y porque la realidad misma de su creación, no se agota con la existencia de la criatura humana, sino que se perpetúa con su destino de comunión y la eterna bienaventuranza, junto al que lo concibió y lo plasmó según su propia imagen y semejanza.
Cuanto nos ha conducido a este presente, nos proyecta al encuentro perdurable que da sentido a tanta grandiosidad, llamada a su vez a una transformación inimaginable pero que podemos intuir gracias a la contemplación de la portentosa realidad en la que hemos sido inmersos instrumental y temporalmente.

     Como dice Hugh Ross haciéndose portavoz de los más grandes cosmólogos: Tolomeo no andaba tan desencaminado cuando situaba la Tierra al centro del universo, que aun aceptando que  no  ocupe ese lugar geográficamente hablando, lo ocupa ciertamente en lo biológico y en lo trascendental de su existencia y su destino.
                                                                 
     "Cuando contemplo el cielo, obra de tus manos, la luna y las estrellas que has creado. ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para darle poder? Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad; le diste el mando sobre las obras de tus manos; todo lo sometiste bajo sus pies. Señor, dueño nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la Tierra."

      Admitiendo que la Tierra no es físicamente el centro del Cosmos, como parecía haber quedado demostrado por la ciencia, aunque también eso se pone en discusión en estos tiempos, ciertamente lo es metahistoricamente hablando, al ser el punto alrededor del cual giran en el tiempo los destinos de la creación entera, que ha alcanzado en Cristo su plenitud, y que en él será recapitulada en Dios.

       Cuna en la que ha sido mecida la vida y escenario del drama amoroso de la libertad, la Tierra ha sido elegida por el Creador, para engendrar innumerables hijos para su gloria eterna.
      Por más que el hombre se dé a la imposible tarea de escudriñar el universo entero, no le será posible hallar gloria mayor que aquella que le ha sido concedido desempeñar a nuestra Tierra, en la que Dios ha manifestado la grandeza de su inefable amor.
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*cf. Hugh Ross Ph. D. "Viaje hacia la creación" (http://conozca.jimdo.com/vida/).

El hombre

El hombre.

En el principio sucedió que sobre las tinieblas de la nada, con la Palabra del Señor irrumpió la luz del ser y de la vida que estaba en Dios eternamente, y así como culmen de la creación, fue hecho el hombre: luz, en el espacio, el tiempo y la existencia.
Hubo un primer "momento", y para Dios un día es como mil años y mil años como un día, en el que Dios "modeló al hombre del barro de la tierra a través del proceso evolutivo de la materia y de la vida, y mediante las leyes de su sabiduría, hasta llevarlo a una perfección tal, a una plenitud de su cuerpo humano, de su carne, que le permitiese recibir espíritu.
Hubo un segundo "momento" en el que al recibir el "soplo divino", el hombre despegó del resto de la creación realizándose en él un salto ontológico sin igual en toda la naturaleza creada, que condicionaría la perfección posterior de su cuerpo y de su espíritu,  situándolo en una "condición de libertad" necesaria para poder amar, en relación con Dios, con los demás hombres y con toda la creación. Así comenzó su actividad humana responsable y libre, y se encendió su luz.
Entonces puso Dios al hombre ante los caminos de la vida y de la muerte, y el hombre: vino a ser: luz, y libertad, en el espacio, el tiempo, y la existencia. Pero el hombre eligió el camino de la muerte, y se apagó su luz, y el hombre: tuvo miedo, y vino a ser esclavo1 en el espacio y el tiempo de su existencia. “Se dio cuenta el Señor de que el hombre era incapaz de llevar sobre sí su luz, y tuvo que esconderla bajo su trono hasta que viniera el Mesías.2 Él daría a los hombres ojos nuevos: “un corazón nuevo y un espíritu nuevo” y traería la Luz. Por eso al llegar Cristo, decía en su predicación. “Yo soy la luz del mundo; el que me ve a mí, ve al Padre”; Dios es luz, en él no hay tiniebla alguna. Y trajo la luz a los ciegos y a cuantos vivíamos en tinieblas. Por esa razón y mientras tanto, el cuarto día de la creación, Dios creó el sol, la luna y las estrellas que alumbraran de día y de noche hasta que el hombre fuera nuevamente luz, y fueran creados cielos nuevos y tierra nueva.3 Así lo anuncia Juan en el Apocalipsis cuando describiendo la Nueva Jerusalén (21, 23) dice: "La ciudad no necesita ni de sol ni de luna que la alumbren, porque la ilumina la gloria de Dios, y su lámpara es el Cordero. Las naciones caminarán a su luz."
Y Dios llamó al hombre y le dijo: Abandona en mí tu corazón y tu cuidado y toda tu esperanza, y así lo hizo Abraham, y así el hombre volvió a ser en el tiempo, el espacio y la existencia amigo de Dios. Y así nació la fe.
Y escuchó Dios, y vio y conoció los sufrimientos de su pueblo (Ex 3, 7), y de noche bajó a Egipto, y cambió la noche en día y en vigilia de esperanza: La noche fue clara como el día, y así nació la Pascua del Señor. Y fue el hombre amigo de Dios en la fe y en la esperanza, en el tiempo, el espacio y la existencia.
Envió después Dios a los profetas para recordarnos siempre a los hombres su Alianza universal de amor, y para que no se extinguiera en nosotros nunca la esperanza, hasta que viniera Cristo, nuestra Pascua, a darnos de nuevo la libertad, y así llegáramos a ser en el espacio, el tiempo y la existencia: luz y fe y esperanza, y libertad para poder amar.
Y Resucitó el Señor y nos entregó su Espíritu y nació la Iglesia, y el hombre llegó a ser hijo de Dios. La vida precaria en este mundo ya no volverá a ser lo que fue, porque se ha abierto una brecha en medio de la muerte fatal. La vida celeste ha irrumpido en el infierno. La noche sempiterna se ha vuelto clara como el día. Las cadenas de la esclavitud han sido rotas, y Adán se ha desembarazado de su culpa. Por la generación nos alcanzó la condena de la desobediencia, y por la regeneración de la fe, la gracia de la sumisión.
1 cf. Hb 2, 15.
2 Comentario rabínico.
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3(cf. F. Manns, Introducción al Judaísmo, cap. VII, pp. 141s.)

El hombre y el tiempo

El hombre y el tiempo

         Llamamos tiempo al concepto instrumental imprescindible y maravilloso, con el que medimos el devenir de cualquier entidad situada entre los puntos alfa y omega de la realidad, llamada a la existencia y a la plenitud por el Ser, eterno y creador. Es pues esta tensión a la que todo está sometido, la que da origen al tiempo, que como una burbuja o anomalía en la eternidad, se desvanecerá como el devenir mismo, cuando Dios sea todo en todo.

      Todos tenemos experiencia del ser y del devenir. Todos tenemos un principio y nos encaminamos a una plenitud, por lo que Parménides y Heráclito deben darse la mano como buenos colegas cuando hablamos del tiempo. Según este esbozo provisional de una definición del tiempo -siempre peligrosa como decía Erasmo-, no podemos considerarlo como un ente propiamente dicho, y es por eso posible aplicarle cualquiera de las propiedades de los mismos, cosa que no podemos hacer con alguno en concreto, limitado como está en su esencia y sujeto a una existencia particular.

        El tiempo, del que constantemente hablamos y al que impropiamente atribuimos cualidades tan contradictorias como bondad o maldad, alegría o tristeza y magnitudes de brevedad o largueza, rapidez, lentitud, calidez o frialdad; esencia o existencia, sólo puede ser captado, o podríamos decir creado, por la conciencia, el alma o el espíritu humanos, protagonistas de la historia y receptores a su vez de la entidad y la relación, propias del Creador. Cuanto nos parece la más sólida realidad, las cosas más consistentes, tienen en el tiempo un disolvente que las relativiza absolutamente: El presente se nos deshace entre las manos, y con él la realidad se va transformando en recuerdo hasta su total aniquilación. Creador y criatura, uncidos en Cristo, al yugo del tiempo, avanzan en su albedrío, al predestinado encuentro en el que al fin será consumado. Siendo un concepto tan socorrido en el lenguaje, es sorprendente la facilidad con la que puede ser sustituido e incluso eliminado de cualquier expresión, como dando razón a quienes aseveran su inexistencia. En su intangibilidad puede soportarlo todo, hasta el punto de poder atribuírsele una progresiva negatividad y degradación: “Cualquier tiempo pasado fue mejor”.

        Instante, momento, lapso, periodo, era, o eón, el tiempo, al que podemos denominar andamio metafísico del ser participado de la criatura, ajeno y a la vez poseedor de toda dimensión, hace referencia siempre, hemos dicho, a la tensión del hombre hacia su plenitud, mediante la realización de las promesas divinas y el cumplimiento de las profecías, que lo harán innecesario y prescindible. Su principio coincide con la creación, su plenitud con la redención y su final con la deificación, por la que la criatura, alcanzando la meta de su inserción libre en la eternidad divina, disuelva la anomalía de su misteriosa entidad.

     Para poder valorar el tiempo, es necesario que la vida tenga una dirección y una meta que le dan sentido. El Evangelio abre al hombre sumergido en el tiempo un horizonte de esperanza ante el Reino de Dios. El tiempo deviene historia que brota de la libertad y la llamada por la que el hombre debe ponerse en marcha en seguimiento de la promesa.

Dios alfa y omega de todas las cosas, concede al hombre un tiempo en el que ejercer su libertad en el amor que se nos revela en Cristo. En Cristo, el hombre, como “tiempo y libertad”, sale del caos de una existencia ensimismada, y entra en el cosmos de la historia; ordenándose  en el Ser del Amor. Su tiempo se convierte así, en un: “caminar humildemente con su Dios” (cf. Mi 6,8). Tiempo de misión y de testimonio, de prueba y de purificación en el amor, y por tanto de libertad, en el crisol de la fe. Tiempo de acoger la Palabra, de amar al Señor y de adquirir sabiduría y discernimiento. Tiempo de vida eterna en la comunión de la carne y la sangre de Cristo. Tiempo de Eucaristía. El tiempo de Cristo, lo es de misión y de misericordia: año de gracia del Señor que es necesario discernir antes que llegue el tiempo inexorable de la justicia.

          El libro del Eclesiástico (3, 1-8) habla de diferentes tiempos: Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo: Su tiempo el nacer, y su tiempo el morir;  su tiempo el plantar,  y su tiempo el arrancar lo plantado.  Su tiempo el matar,  y su tiempo el sanar; su tiempo el destruir,  y su tiempo el edificar. Su tiempo el llorar, y su tiempo el reír;  su tiempo el lamentarse, y su tiempo el danzar. Su tiempo el lanzar piedras, y su tiempo el recogerlas; su tiempo el abrazarse, y su tiempo el separarse. Su tiempo el buscar, y su tiempo el perder; su tiempo el guardar, y su tiempo el tirar. Su tiempo el rasgar, y su tiempo el coser; su tiempo el callar, y su tiempo el hablar. Su tiempo el amar, y su tiempo el odiar; su tiempo la guerra, y su tiempo la paz.

  "El amor engloba la existencia entera y en todas sus dimensiones, incluido también el tiempo. No podría ser de otra manera, puesto que su promesa apunta a lo definitivo: el amor tiende a la eternidad". Deus Charitas est, 6.

         Lo que para el mundo es muerte, para quien está en Cristo, no es más que sueño, del que un día, a la voz del Señor despertará. Como Cristo despertó, despertará quien se haga un solo espíritu con él; será un despertar eterno sin noche que lo turbe ni tiempo que lo disipe. Somos introducidos a la existencia y se nos concede un principio, un cuerpo y un tiempo para alcanzar una meta recorriendo un camino.

         La Escritura, cuando trata de cosas tan importantes como la conversión, el Reino de Dios y la Buena Noticia, las enmarca todas en “el tiempo”. Cuando Jonás va a Nínive, el tiempo se concreta en un breve espacio de cuarenta días en los que es posible librarse de la muerte y salvarse mediante la conversión. En el Evangelio, el tiempo de la salvación que han anunciado los profetas y en cuyas promesas ha esperado el pueblo fiel, llega a su perfección en la historia; alcanza su plenitud: “El tiempo se ha cumplido” o como dice literalmente san Pablo: “El tiempo ha plegado velas”, porque la historia ha alcanzado su meta en Cristo. Ha llegado el Mesías, la salvación y el Reino: “Por tanto, los que tienen mujer, vivan como si no la tuviesen. Los que lloran, como si no llorasen. Los que están alegres, como si no lo estuviesen. Los que compran, como si no poseyesen. Los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen de él. Porque la representación de este mundo se termina.” Ya no es tiempo de vivir para este mundo, sino de arrebatar el Reino; de buscar los bienes de arriba donde está Cristo, sentado a la diestra de Dios.

        El tiempo presente es de salvación mediante la conversión que se nos ofrece. Dios es eterno, pero el hombre ha tenido un Principio, siendo llamado a entrar en la eternidad de Dios, mediante una vida perdurable. Llega el tiempo de pedir cuentas, el tiempo de rendir los frutos, del “verano escatológico”. Por eso la higuera del pasaje de los Evangelios de Mateo y Marcos, debe rendir sus frutos. Se ha agotado el tiempo cíclico o cartesiano y ha sobrevenido el “Éschaton”. Ya no es “tiempo” de higos: tiempo de la dulzura del estío, de sentarse bajo la parra y la higuera, ni volverá a serlo jamás. Ahora es el tiempo del juicio (cf. Ml 3, 5), son los últimos tiempos, en los que la mies ya blanquea para la siega, y hay que acoger el testimonio de los segadores del Evangelio, que desde oriente y occidente, del norte y del sur, nos anuncian el cumplimiento de las promesas y de las profecías. “El profeta” ha llegado, el Reino está en medio de nosotros, y la fuente de aguas vivas mana a raudales para saciar la sed sempiterna: “Oh sedientos todos, acudid por agua y los que no tenéis dinero, venid a beber sin plata y sin pagar. El que tenga sed que venga y beba el que crea en mí. El que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás.”

     La Escritura, y toda la Revelación, comienzan evocando este principio de todo lo que no es eterno, de todo lo que no es Dios, y que ha venido a ser, porque Dios es. “Bonum diffusivum sui” (El Bien es difusivo) y: “En el principio creo Dios los cielos y la tierra.” Esta vida perdurable trasciende el tiempo porque no tiene fin; comparte el tiempo con la primera creación, hasta que llega la nueva en Cristo resucitado. Pasar de la antigua a la nueva creación, es posible mediante la conversión. Esto es lo que anuncia y realiza el Evangelio, dando paso al Reino de Dios. En esto consiste el Reino de Dios: en la incorporación del hombre a la eternidad de Dios: “Convertíos y creed en el Evangelio.”

     El Reino de los Cielos ha irrumpido con Cristo, invitándonos a salir de nuestras prisiones y a seguirle en la implantación de su señorío en el corazón de los hombres, arrebatándolos al mar de la muerte con el anzuelo de su cruz. Es el tiempo de la gracia de la conversión. La ira y la condena del pecado, se cambian en misericordia. Se anuncia la Buena Noticia y comienza el tiempo del cumplimiento de las promesas y la realización de las profecías.

     El tiempo presente y la relación con nuestros semejantes, son componentes esenciales para configurar nuestra relación perdurable con Dios en el amor: "Combate el buen combate de la fe y conquista la vida eterna.”

      La Eucaristía, que como dice el Papa Francisco en su encíclica: Laudato si (238), es un acto de amor cósmico, que une el cielo y la tierra, penetrando y abrazando todo lo creado, inserta nuestro tiempo en la eternidad de Dios; nuestra mortalidad en su vida perdurable; nuestra carne en la comunión de su Espíritu: “El que come mi carne tiene vida eterna”.

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Pensando en Dios


Pensando en Dios


         Cuando pienso en Dios, ciertamente que mi razón se enfrenta siempre con el muro insalvable de la pregunta: ¿Cómo puede tanta perfección, grandiosidad, amor, poder y gloria, existir desde siempre sin causa alguna que le haya dado el ser, en lugar de que nada semejante exista y por tanto nada podría haber existido de cuánto existe? Abismo insondable para mi mente el pensar siquiera en el concepto "siempre", sin un principio por antiguo que fuera, que se le pudiera atribuir como a cualquier cosa. La reducción al absurdo se hace totalmente insignificante ante el testimonio de la realidad y la perfección que irradia. Basta el pensar en las dimensiones del universo realmente incomprensibles aunque verbalmente cuantificables, al hablar sin estupor de espacios de miles de millones de años luz, de miles de millones de galaxias y de estrellas, o de cualidades tan asombrosas en el campo de las cuasi infinitesimales partículas elementales, como las del escurridizo bosón de Higgs: La "maldita partícula" que ha venido a ser impropiamente denominada "la partícula de Dios" por aquellos medios a los que poco importa la autenticidad, frente al interesado aplauso de una opinión pública sin más criterio que el sensacionalismo morboso.

         Tamañas maravillas son desde cualquier punto de vista inconcebibles, pero por más inexplicables que nos resulten, están ahí. Nada más tozudo que los hechos para imponerse a nuestra indoblegable razón ebria de sí. Como dicen Lederman y Teresi: "Si el universo es la respuesta, ¿cuál es la pregunta?"

       La imponderable magnificencia de la creación testifica contra la capacidad de nuestra mente para alcanzar a comprender tanta inmensidad, y mucho más contra la posibilidad de aferrar un interlocutor con un poder, sabiduría e inteligencia tales como para formularle la pregunta. En cambio, la realidad como creación, testifica a favor de la sumisión de la mente y la voluntad a su testimonio, confesando a su creador, aferrable sólo por la fe. Sin duda es más asequible aunque no más racional, atribuir al azar o a la nada la auto creación del universo que aceptar el testimonio de su creador.

         Para que el universo pueda crearse de la nada, según Hawking, es necesaria una fluctuación en el vacío cuántico, habiendo alcanzado el verdadero vacío, "la nada", -ya que un falso vacío como el campo de Higgs, podría caer en un vacío verdadero por fluctuaciones cuánticas- es necesario, por tanto, que algo y no la nada hubiera podido fluctuar con anterioridad a la existencia del universo, y que para Hawking habría sido una tal gravedad, considerada tranquilamente ajena al universo y no una propiedad del mismo: preexistente, autosuficiente y en definitiva increada y eterna como Dios, innombrable científicamente, cuya "inexistencia" postula Hawking como en otro tiempo lo hiciera Kant de su "incognoscibilidad", para poder situar al hombre al centro de la realidad, pero no como su finalidad, sino como origen de la misma. Hawking está dispuesto a creer, lo que es incapaz de demostrar: la atribución a la "omnipotente" gravedad de esas cualidades divinas. Y está dispuesto, porque en este caso resulta ser él, el autor de esa fe, a la que todos deben asentir en nombre de su ciencia. El amigo Hawking parece haber comido de aquel mítico fruto "excelente para lograr sabiduría" cuya degustación recibiría como premio el cumplimiento de aquella sentencia: "seréis como dioses", pero que en el transcurso de la historia se ha acreditado como la "mentira primordial".

      La credulidad de los incrédulos es proverbial, y sus conquistas científicas no alcanzan a disimular la magnitud de su ignorancia. Su problema como dijo Chesterton, no es el que no crean en nada, sino el que se lo creen todo y comulgan "científicamente", eso sí, con ruedas de molino, o como dice el Evangelio: cuelan el mosquito para tragarse el camello.


    ¿De dónde, o de qué, aparecería en el punto cero anterior al Big Bang esa llamémosle concentración energética, y qué la haría posible y la mudaría después para hacerla explosionar? Sin duda debe ser muy razonable y científico decir que estuvo ahí desde siempre, que el azar fue quien la formó y quien pulsó el interruptor cósmico que prendió la mecha de la "gran explosión".

     El mismo "vacío cuántico" de Hawking debería ser gobernado por leyes físicas, en este caso por la gravedad, que si Dios no existe debería haberse constituido eternamente de la nada por sí sola o por el azar, con la capacidad de producir no sólo uno, sino innumerables universos, de los cuales, por cierto, no tenemos más pruebas científicas que unas elucubraciones matemáticas sobre el tiempo imaginario en apoyo de sus teorías. Sería capaz también de crear la energía, la materia, y el tiempo, y consecuentemente la justicia, el bien, la libertad, y por fin el amor, y también sus contrarios: la injusticia, el mal y el odio, que al no existir Dios prolongarían su dialéctica hasta una incierta síntesis, que extrapolando los datos de la historia humana, conduciría, contra Hegel, más que al "espíritu", al cataclismo cósmico "absoluto".

      Si la inteligencia de los sabios no ha sido capaz de proyectar más que un poco de claridad, apenas al cinco por ciento de cuanto compone este universo, eso debería hacerlos humildes, o al menos incapaces de atreverse a negar lo que esplendorosamente proyecta más luz que la razón humana sobre toda la materia o la energía oscuras en la contemplación del cosmos, y sobre el amoroso drama histórico de la libertad humana.

Pbro. Jesús Bayarri Haya
  jesusbayarri@me.com                  www.jesusbayarri.com

Abrir las Escrituras

Abrir las Escrituras


¿Hay una forma nueva de interpretar las Escrituras?; ¿una forma distinta de entenderlas, de leerlas?


      Las Sagradas Escrituras, como el universo entero o los múltiples hipotéticos universos, no solamente físicos sino también espirituales, poseen un mismo, llamémosle ADN constitutivo de toda la creación, que los hace participar de la naturaleza de su creador, por  quien están destinados a su plenitud. Están escritas, podemos decir, en clave; hay una llave para abrirlas, que nos permite penetrar en su significado, comprenderlas, y acceder a su conocimiento profundo, no sólo racional, sino vital. Según la llave de que nos valgamos para adentrarnos en ellas, nos mostrarán un texto diferente; según las preguntas con las que nos acerquemos al texto, nos responderá de forma particular. Los ojos son las ventanas del corazón, y y según lo que cada uno lleve en él, verá el texto en forma distinta; un texto distinto, según aquello que dice el Evangelio: "La lámpara de tu cuerpo es tu ojo... pero si la luz que hay en ti es oscuridad, qué oscuridad habrá.

      Todos tenemos "espíritu, mente y voluntad", que las Escrituras denominan con la palabra "corazón", pero el abismo del corazón tiene un contenido distinto en cada ser humano.  Ese contenido es el que forma la propia clave de lectura de las Escrituras; su propio "password" personal; su propia contraseña de acceso, como se dice ahora.

La clave en la que han sido inspiradas las Escrituras es: "Dios es amor". Con esta clave, para un cristiano todo se ve en tres dimensiones: fe en la misericordia omnipotente del Padre, amor del Espíritu Santo y esperanza en el Hijo que está presente, volverá, y nos llevará con él. Para un judío la clave sigue siendo el amor de Dios y su esperanza en el Mesías, aunque no tenga para él el nombre propio que a nosotros se nos ha revelado. Pero le falta el Espíritu Santo que hemos recibido en el bautismo por la fe en Jesucristo, y que derrama en nuestro corazón el amor de Dios. Un judío no puede creer que Jesucristo sea Dios. Es imposible para él, porque en el momento en que lo crea deja de ser judío para ser cristiano. Así le ocurrió a Saulo de Tarso y se convirtió en san Pablo; también a Edith Stein para convertirse en santa Teresa Benedicta de la Cruz, y a tantos otros.

        Podemos prestar a cualquier persona nuestra llave del amor de Dios para leer la Escritura, y si lee, por ejemplo: "Ahora mi alma está angustiada; mi alma está triste hasta el punto de morir, el texto se transformará en: Te amo hasta el punto de morir de tristeza y de angustia por ti. Pero si ponemos esta llave en su corazón por la fe en Jesucristo, el texto se transformará ahora en: El Señor me ama, hasta el punto de morir de tristeza y de angustia por mí.

           En la misma clave que han sido escritas las Escrituras ha sido escrito el Cosmos, en el que Dios se revela "ad extra", para hacernos comprender la grandiosidad de nuestra pequeñez ante la inmensidad de Su amor, y reconozcamos la belleza, la bondad y la verdad que es Dios.

      Cuando los discípulos predican el Evangelio diciendo: ¡Dios es amor!, van transmitiendo por doquier el ADN que es capaz de regenerar la creación entera; esta clave del amor de Dios, va dando sentido a la existencia, y situando al hombre en el centro de la creación elegido por Dios para que se dé el encuentro con él en su propio Hijo. San Marcos dice expresamente: "Anunciad el Evangelio a toda la creación", y también san Pablo dice que la creación entera gime con dolores de parto, aguardando la manifestación de los hijos de Dios. Si la creación entera tiende desde su origen a la fusión entre la materia y el espíritu en el ser humano, predestinado a recibir el soplo amoroso de su creador, la nueva creación es regenerada por la redención de Cristo en el ADN del amor de Dios, a cuya plenitud camina, y en el que tuvo su principio.
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La luz

La luz
          El misterio que representa la luz para los sabios de este mundo, viene también acompañando la Revelación, que llega a presentarla como la misma esencia divina: “Dios es luz, en él no hay tiniebla alguna”, con la que Cristo mismo se identifica en el Evangelio: “Yo soy la luz”, y cuya naturaleza que lleva en sí una misión, comunica a sus discípulos: “Vosotros sois la luz del mundo”
Ya desde el Principio, en el que Dios: “Bonum diffusivum sui”  comenzó a realizar su proyecto de “llevar muchos hijos a la gloria” (Hb 2, 10), accionando el interruptor cósmico que los astrónomos llaman “Big Bang”, “dijo Dios: «Hágase la luz», y la luz se hizo, y, vio Dios que la luz era buena, y separó Dios la luz de las tinieblas; y llamó Dios a la luz «día», y a las tinieblas las llamó «noche» (Ge 1, 3-5).
Así comenzó Dios a comunicar su naturaleza, que la Escritura llama también amor, y que constituye el ADN de la creación entera, llamada a fundirse, sin mezclarse, con el Amor que está al origen del Universo y lo crea
El ser humano para el que todo estaba destinado como vehículo que lo condujese al Amor, debía ser dotado del bien más precioso y delicado que los mismos ángeles pudieron creer como exclusivo de su perfección, y que daría comienzo al drama apasionante de la historia, y en previsión de su “libre albedrío”, y viendo Dios que el hombre aún no estaba capacitado para recibir su luz, como dice un comentario rabínico, tuvo que ocultarla bajo su trono hasta que llegara El Mesías que traería en sí la luz del mundo, y mientras tanto: “Hizo Dios los dos luceros mayores; el lucero grande para regir el día, y el lucero pequeño para regir la noche, y las estrellas; y los puso Dios en el firmamento celeste para alumbrar la tierra, y para regir el día y la noche, y para apartar la luz de las tinieblas” (Ge 1, 16-18).
El hombre debería continuar su caminar bajo estas luces que alternan su existir con las tinieblas, en espera de la luz indeficiente que no conoce el ocaso y que rasgará las tinieblas de la noche, como sucedió en figura en la noche de Egipto, cuando Dios irrumpiendo en medio de la oscuridad, la transformó en luz y en vigilia de esperanza, como signo de su añorada promesa de confundir a los enemigos y alumbrar a los hijos con la fe de su gracia. Los egipcios: “No se veían unos a otros, y nadie se levantó de su sitio por espacio de tres días, mientras los israelitas tenían luz en sus lugares de residencia” (Ex 10, 23). Una magnífica luz brillaba para tus santos que habían de dar al mundo la luz incorruptible de la Ley (Sb 18, 1. 4).
No debían, pues, olvidar su luz, sino añorar el don que les estaba destinado y que aguardaba para manifestárseles desde el cielo como espíritu septiforme que los conduciría a través del desierto del espacio y del tiempo a su verdadera patria: “Harás sus siete lámparas, que colocarás encima (del candelabro) de manera que den luz al frente.” (Ex 25, 37).

Impetrada por sus amigos, la luz acudiría en su ayuda frente a quienes ignorándola se enfrentarían a su amor y a su fidelidad tocando a sus ungidos: «Hiere a esa gente con una luz cegadora.» Y los deslumbró, conforme a la palabra de Eliseo (2R 6, 18).

          A algunos justos les fue concedida su visión, cuando permaneciendo fieles en medio de las pruebas y las tribulaciones, fueron enriquecidos en la esperanza que no defrauda, y fortalecidos en la paciencia. Y mientras su fe suplicaba un auxilio terreno, les fue concedida, sobre todo, una gracia eterna: “Estoy ciego y no puedo ver la luz del cielo; yazgo en tinieblas como los muertos, que no contemplan la luz (Tb 5, 10). Fue oída en aquel instante, en la Gloria de Dios, su plegaria, y fue enviado Rafael a curar a Tobit, para que se le quitaran las manchas blancas de los ojos y pudiera con sus mismos ojos ver la luz de Dios” (Tb 3, 16-17).
          La fe, que trasciende las capacidades finitas de la mente, gime a través del Espíritu de amor, y penetra con la súplica los misterios de Dios ocultos a la carne mortal, alcanzando la omnipotente y misericordiosa luz: ¡Haz brillar sobre nosotros la luz de tu rostro! (Sal 4, 7). Da luz a mis ojos, no me duerma en la muerte (Sal 13, 4). El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? (Sal 27, 1). En ti está la fuente de la vida, y en tu luz vemos la luz (Sal 36, 10). Envía, Señor, tu luz y tu verdad, que ellas me guíen y me conduzcan hasta tu monte santo (Sal 43, 3). Fueron tu diestra y tu brazo, y la luz de tu rostro, los que  conquistaron la tierra; no su espada, ni su brazo el que les dio la victoria, porque tú los amabas (cf. Sal 44, 4). Rescataste mi vida de la muerte,  para que marche en la presencia de Dios iluminado por la luz de la vida (Sal 56, 14). ¡Señor, Dios mío, qué grande eres!  Vestido de esplendor y majestad, la luz te envuelve como un manto (Sal 104, 1-2). Lámpara es tu palabra para mis pasos,  luz en mi sendero (Sal 119, 105).
          En el momento de la prueba, también sus elegidos deberán, como su Cristo, someterse a la amargura de la ausencia y el abandono, como semillas, que fructificarán después en la obediencia saludable de la misericordia: Me ha llevado, el Señor, y me ha hecho caminar  entre tinieblas y sin luz (cf. Lm 3, 2). Pero la luz despunta para el justo, y el gozo para los rectos de corazón (Sal 97, 11). Porque la orden del Señor es lámpara y su enseñanza es luz, y son camino de vida las reprimendas que nos corrigen (Pr 6, 23). La lámpara del malvado se apaga, mientras la luz de los justos luce alegre (Pr 13, 9). Por las fatigas de su alma, verá (mi Siervo) luz, se saciará (Is 53, 11).
          Vana es, en cambio, la apariencia del malvado que se apoya en la contingencia de este mundo que pasa, y se deja deslumbrar por sus engañosos destellos: La luz del malvado se apaga, el fuego en su hogar ya no brilla. En su tienda se extingue la luz el candil que lo alumbra se apaga (Jb 18, 5-6). Ciertamente extraviamos el camino de la verdad, no nos iluminó la luz de la justicia, ni salió el sol para nosotros (Sb 5, 6).
A la admirable compañía del amor y de la luz se une la sutil sabiduría, claridad de la mente y guía de la voluntad, estancias del corazón de la persona y su verdad: Vi que la sabiduría aventaja a la necedad, como la luz a las tinieblas (Ecle 2, 13). La quise más que a la salud y a la belleza y preferí tenerla como luz porque su claridad no anochece. Es reflejo de la luz eterna, espejo inmaculado de la actividad de Dios e imagen de su bondad. Comparada con la luz, sale ganando, porque cierta luz deja paso a la noche, pero a la sabiduría no la domina el mal. (cf. Sb 7, 10. 26. 29-30). Dotado de inspiración divina, posees luz, inteligencia y una sabiduría extraordinaria (Dn 5, 14). Aprende dónde está la sensatez, dónde la fuerza, dónde la inteligencia para aprender aún más, dónde la larga vida, dónde la luz de los ojos y la paz (Ba 3, 14). «Bendito sea el Nombre de Dios por los siglos de los siglos, Él revela honduras y secretos, conoce lo que ocultan las tinieblas, y la luz le acompaña (Dn 2, 20.22).

          Dichoso el hombre que la encuentra y la hace suya, “porque la luz del Señor iluminará su camino. Si pone en práctica (las enseñanzas del Señor), en todo será fuerte (Eclo 50 29.31).

















El ansiado don se hace esperanza que se derrama en profecía. El que viene está cerca, el esperado se anuncia, y se desborda el gozo: “Las entrañas de misericordia de nuestro Dios, harán que nos visite una Luz de lo alto (Lc 1, 78). A los que vivían en tierra de sombras, una luz les brilló (Is 9, 2). El pueblo que habitaba en tinieblas ha visto una gran luz, y a los que habitaban en paraje de sombras de muerte una luz les ha amanecido (Mt 4, 16). La luz de Israel vendrá a ser fuego, y su Santo, llama; arderá y devorará su espino y su zarza en un solo día (Is 10, 17). Yo, El Señor, te he llamado en justicia, te así de la mano, te formé, y te he destinado a ser alianza del pueblo y luz de las gentes” (Is 42, 6). ¡Arriba (Jerusalén), resplandece, que ha llegado tu luz y la gloria de Yahvé sobre ti ha amanecido! Caminarán las naciones a tu luz y los reyes al resplandor de tu alborada. No será para ti ya nunca más el sol luz del día, ni el resplandor de la luna te alumbrará de noche, sino que tendrás al Señor por luz eterna, y a tu Dios por tu hermosura. No se pondrá jamás tu sol, ni menguará tu luna, pues El Señor será para ti luz eterna, y se habrán acabado los días de tu luto (Is 60, 1.3.19-20). Dios conducirá a Israel con alegría a la luz de su gloria, con su misericordia y su justicia (Ba 5, 9).
Y la Palabra se hizo carne. Todo fue hecho por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe: “Ella era la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron. Hubo un hombre, enviado por Dios: se llamaba Juan. Éste vino para un testimonio, para dar testimonio de la luz para que todos creyeran por él. Juan era la lámpara que arde y alumbra y vosotros quisisteis recrearos una hora con su luz (Jn 5, 35). No era él la luz sino quien debía dar testimonio de la luz  La Palabra era la luz verdadera (Jn 1, 4-9).
Y la Palabra se manifestó a los hombres y dio testimonio de la Verdad: «Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8, 12). Por un poco de tiempo, está la luz entre vosotros. Caminad mientras tenéis la luz para que no os sorprendan las tinieblas; el que camina en tinieblas, no sabe a dónde va. Mientras tenéis la luz creed en la luz para que seáis hijos de luz (Jn 12, 35-36). Yo, la luz, he venido al mundo para que todo el que crea en mí no siga en las tinieblas (Jn 12, 46).Se les presentó el ángel del Señor, la gloria del Señor los envolvió en su luz y se llenaron de temor (Lc 2, 9).

Cristo ha venido a dar la luz a los ciegos de nacimiento, que como nosotros, pueden decir con el salmo “en la culpa nací; pecador me concibió mi madre”. Pero para ser curados de nuestra ceguera, necesitamos aceptar el juicio de Dios sobre nuestros pecados. Necesitamos acoger el Evangelio del perdón y la misericordia, reconociéndonos pecadores; la Palabra debe iluminar nuestra ceguera, como dice Jesús a los fariseos: “Si fuerais ciegos no tendríais pecado, pero como decís, vemos, vuestro pecado permanece” (Jn 9, 41). No basta solamente tener delante el agua, hay que beberla, sumergirse en ella; hay que creer. Hay que dejarse iluminar por la luz que se ha acercado a nosotros.
Jesús se hace el encontradizo con un “ciego de nacimiento”, y al preguntarle a Jesús acerca de la causa de su ceguera: “¿Quién ha pecado?”, Jesús responde que esta enfermedad no tiene relación con el pecado, sino con el plan salvífico de Dios: “Es para que se manifiesten en él las obras de Dios”. Dice un targum [1]: “¿qué mal hizo Isaac para volverse ciego?” Sabemos en efecto, que cuando Isaac fue viejo no era capaz de distinguir a sus hijos, y dio la bendición a Jacob, en lugar de dársela a Esaú[2]. Y responde el targum: “es que cuando Isaac estaba amarrado sobre el altar, porque aceptó ser sacrificado, vio la perfección del cielo. Su fe, le abrió el cielo a sus ojos. Y como el hombre no puede ver el cielo, ni puede ver a Dios,  se volvió ciego”. En este ciego de nacimiento, del Evangelio, la ceguera va a ser el instrumento de su apertura a la fe y a la salvación, abriendo los ojos de su corazón a la contemplación de la gloria de Dios. En cuanto el ciego ha tenido el encuentro con Cristo que ha dado luz a sus ojos, aún sin haberlo visto, ya puede iluminar a otros como sucedía también con la samaritana: « Si éste no viniera de Dios, no podría hacer nada.» Aquel fariseo de la parábola (Lc 18, 9-14), sin la luz del discernimiento, solo ve un publicano despreciable, mientras que en el corazón quebrantado y humillado del publicano, penetra la luz de Dios para justificarlo.
Cuando la luz es rechazada, el hombre es emplazado a juicio: “Y el juicio está en que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz para que no sean censuradas sus obras. Pero el que obra la verdad, va a la luz para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios” (Jn 3, 19-21).
A cuantos la reciben, en cambio, les da el poder hacerse hijos de Dios y los constituye en luz. Con la “luz”, sucede como con el “agua” de la fe, cuya virtud no es la de quitar la sed simplemente, sino la de hacer brotar la fuente en el corazón del que cree en Jesucristo. Así, la “luz” de la fe, no solo tiene la virtud de iluminar al creyente en Cristo, sino la de hacerlo luz en el Señor. En el corazón del cristiano, por el Espíritu, hay luz. Luz del intelecto y llama ardiente de amor en el corazón, como cantamos en el “Veni Creator Spiritus”. Luz, también para iluminar a otros y para ver con la mirada de Dios el corazón del hombre, sin quedarnos en la apariencia de las cosas: “Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos (Mt 5, 14-16). Las naciones caminarán a su luz, y los reyes de la tierra irán a llevarle su esplendor (Ap 21, 24). No habrá necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque el Señor Dios los alumbrará y reinarán por los siglos de los siglos (Ap 22, 5)

Si la luz ha llegado a nosotros, escuchemos, pues, al apóstol: Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz (Rm 13, 12). En otro tiempo fuisteis tinieblas; mas ahora sois luz en el Señor. Vivid como hijos de la luz; pues el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad. Examinad qué es lo que agrada al Señor, y  no participéis en las obras infructuosas de las tinieblas, antes bien, denunciadlas,  pues, al ser denunciadas, salen a la luz, y todo lo que queda manifiesto es luz (Ef 5, 8-14). Si decimos que estamos en comunión con él, y caminamos en tinieblas, mentimos y no obramos la verdad. Pero si caminamos en la luz como él mismo está en la luz estamos en comunión unos con otros (1Jn 1, 5-7). La luz verdadera brilla ya. Quien dice que está en la luz y aborrece a su hermano, está aún en las tinieblas. Quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza (1Jn 2, 8-10). Dios que dijo: Del seno de las tinieblas brille la luz, la ha hecho brillar en nuestros corazones, para iluminarnos con el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo (2Co 4, 6). El Padre os hizo capaces de participar en la herencia de los santos en la luz (Col 1, 12). Vosotros sois hijos de la luz e hijos del día (1Ts 5, 5). Vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz (1P 2, 9). A Él, Rey de los reyes y el Señor de los señores, el único que posee inmortalidad, que habita en una luz inaccesible, a quien no ha visto ningún ser humano ni le puede ver. A él el honor y el poder por siempre. Amén (1Tm 6, 15-16).

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[1] A. Díez Macho, Targum Neophyti I. II Éxodo, 66-80, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 1970.

[2] cf. Gn 27,1-45