Domingo 34º del TO C “JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO”
(2S 5, 1-3; Col 1, 12-20; Lc 23, 35-43)
Queridos
hermanos:
Celebramos hoy la solemnidad de
Jesucristo Rey del Universo, con la que terminamos siempre el año litúrgico
recapitulando todo en Cristo, por quién y para quién todo fue hecho.
Para celebrar la realeza
de Cristo, la Iglesia contempla en la liturgia, en el Evangelio de Marcos a
Jesús condenado a muerte; en el Evangelio de Lucas al Señor crucificado, y en
el Evangelio de Mateo, a un rey que ha sufrido hambre, sed, desnudez, enfermedad
y prisión.
Entonces, ¿en qué ha
consistido su reinado?: En dar testimonio de la Verdad del amor de Dios,
deshaciendo la mentira del diablo.
Y ¿cómo ha dado ese
testimonio?: Muriendo por nosotros en la cruz para perdonar el pecado, amándonos
hasta la muerte para destruir la muerte. Este es nuestro Dios, y este es
nuestro Rey.
Ante Pilatos, Cristo,
prefiere el título de “testigo de la Verdad” como expresión de su realeza,
porque es así como será posible de nuevo su reinado en este mundo: Testificando
la verdad del Amor de Dios, con la entrega de su propia vida. “Nadie me
quita la vida, la doy yo voluntariamente, y deshaciendo al mismo
tiempo la mentira diabólica, con el perdón de los pecados y el don del Espíritu
Santo.
La Palabra nos hace comprender que el
Reino universal de Cristo, sitúa al hombre en la eternidad gloriosa de Dios,
como germen de una Nueva Creación que es su Iglesia. Cristo en la cruz
identifica su Reino con el Paraíso, cuando escucha la súplica del “ladrón”. El Paraíso hace referencia al “mundo”
anterior a la muerte del pecado, en el que Dios reinaba en el corazón de todo
lo creado. Pero, cuando el hombre escalando el árbol de la ciencia del bien y
del mal, expulsó a Dios de su corazón, se excluyó a sí mismo del Paraíso, abrió
la puerta al reinado de las tinieblas, y cerró su acceso al árbol de la vida.
De este paraíso fue expulsado el
hombre por el pecado, hasta que Cristo, constituido en Puerta, abierta por la
llave de la Cruz, le testificara la Verdad del amor de Dios, y por la fe, le franqueara
de nuevo el paso al árbol de la Vida que está en el Paraíso de Dios (cf. Ap 2, 7), y Dios reinara de nuevo en su
corazón. Que la puerta esté abierta, indica que el pecado ha sido
perdonado. Cristo había dicho que el Reino sufre violencia; está implicado en
un combate en el que hay que adentrarse para arrebatarlo. Hay que reconocerse
pecador suplicando el perdón de Dios, y acoger su oferta de misericordia en el
Evangelio, mediante el Bautismo.
El malhechor pudo entonces cambiar la
maldición de su condena por la bendición de la Cruz de Cristo. Maravilloso
intercambio adquirido por la confesión de la fe, y por la invocación del Nombre
de Jesús. He aquí las virtudes misteriosas de la gracia que brotan de la cruz: Mientras
Pedro, ante la cruz, niega a Cristo, el malhechor colgado en lo más alto de
ella, lo proclama Señor. He aquí los frutos de la fe: Ver un crucificado y
reconocer al Rey. La gracia que actúa en lo secreto del corazón, espera el
momento apropiado para manifestarse. Recordemos a Bartimeo, a Zaqueo, o a la
Samaritana, mientras hoy recordamos a quien la tradición llama “Dimas”. La
invocación del nombre de Jesús y el reconocimiento de su reinado, han obtenido
de Cristo las palabras más emocionantes del Evangelio: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”.
Acoger a Cristo es acoger al que lo
envió, ante quien el pecado se disuelve, porque “nunca las aguas torrenciales podrán apagar el Amor, ni anegarlo los
ríos”.
Los esfuerzos del diablo para impedir
que Cristo subiera a la cruz, ya desde las tentaciones del desierto, y las continuas
imprecaciones para conseguir que se bajara de ella sin franquear la puerta del
Paraíso, no tuvieron éxito. Sólo el diablo, envidioso testigo del Edén, podía
reconocer el árbol de la vida, trasplantado en el Gólgota desnudo de sus hojas
y sus frutos. Cristo, extendiendo sus manos sobre él, comió de su invisible
fruto y lo dio también al ladrón. Se abrieron las puertas del Reino y también
las de la prisión mortal. “La trampa se rompió y escapamos”. Cristo
reina, y la humanidad es invitada a arrebatar como el “ladrón” su acceso al
Reino. En Cristo hemos sido “sacados del dominio de las tinieblas y
trasladados al Reino del Hijo de su amor, por cuya sangre hemos recibido la
redención y el perdón de los pecados”.
Por un proceso “natural”
propio de la naturaleza caída, mientras vivimos, nuestra vida se va agotando
hasta extinguirse. Por el proceso sobrenatural de la vida nueva de la fe,
mientras la entregamos, nuestra vida va progresando hasta hacerse Eterna.
Convertir este proceso natural en sobrenatural, es posible sólo, mediante el
acceso al árbol de la Vida. Como cantamos en la liturgia: El árbol de la
Vida es tu cruz, oh Señor. Para entrar en el Paraíso en este mundo, hay que
subir a la cruz, que Cristo ha revelado como árbol de la Vida, y puerta abierta
del Paraíso. Los mártires, exclamando: ¡Viva Cristo Rey! Afirman con su entrega
el testimonio de Cristo acerca del amor del Padre.
Así como a nuestros
padres “se les abrieron los ojos” a la “muerte sin remedio”, al
creer la “mentira primordial del diablo y comer del árbol de la ciencia del
bien y del mal, así se le abrirán los ojos a la Vida Eterna, al que coma ahora del
fruto del árbol de la Vida, como les ocurrió a los discípulos de Emaús y al
ladrón crucificado con Cristo. Porque “El que come mi carne tiene Vida
Eterna.” Abramos por la Eucaristía, sacramento de nuestra fe,
la puerta del Paraíso, comulgando con la muerte de Cristo, y entremos en su
Reino bebiendo del cáliz de la Nueva y Eterna Alianza.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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