Domingo 1º de Adviento A

 Domingo 1º de Adviento A 

(Is 2, 1-5; Rom 13, 11-14; Mt 24, 37-44). 

Queridos hermanos: 

          En este primer domingo de Adviento, la liturgia de la Palabra nos llama a la vigilancia, en la esperanza de la venida del Señor, a quién hemos conocido por la fe y a quien amamos, por la obra de salvación que ha realizado en favor nuestro: Él, nos amó primero. El que ama, espera, y el que espera, vela.

          En efecto, el velar del que habla el Evangelio no consiste en un mero privarse del sueño, sino en la vigilancia de un corazón que ama, como dice la esposa del Cantar de los Cantares: “Yo dormía pero mi corazón velaba” (Ct 5, 2). El corazón que vigila en el amor, escucha la voz del amado y le reconoce para abrirle al instante, en cuanto llega y llama: Por eso añade: “Ábreme”. “Estén ceñidos vuestros lomos y las lámparas encendidas, y sed como hombres que esperan a que su señor vuelva de la boda, para que, en cuanto llegue y llame al instante le abran” (Lc 12, 35s). Y también: “Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3, 20).

          El siervo que vigila está en la voluntad de su Señor. El sueño es imagen de la muerte y la muerte es consecuencia del pecado. Por eso velar, es caminar en la luz del Señor que es Amor, y es amar: Yo dormía, pero mi corazón amaba y por eso, la voz de mi amado oí.

          Cuando venga el Señor, sólo quién lo ama lo reconocerá; sólo quién vela lo acogerá: “Dichosos los siervos a quiénes el señor al venir encuentre despiertos, en pie, en gracia: “yo os aseguro que se ceñirá, los hará ponerse a la mesa y, yendo de uno a otro, les servirá. Como en la Eucaristía; banquete de las bodas con el Señor.

          San Pablo, hace una llamada a la sobriedad, de modo que también el cuerpo vigile y ayude a la vigilancia del corazón. La sobriedad del cuerpo mantiene vigilante el espíritu. Cuando viene a menos el deseo del Señor, nuestro corazón se enreda en los afectos terrenos de las cosas y de las personas y se va instalando en lo que es de por sí caduco; y como consecuencia se va corrompiendo con los goces inmediatos, que como no sacian, exigen cada vez más satisfacción, en un vano intento de plenitud que nunca se alcanza. 

          Con esta perspectiva, el cristiano puede tener la cabeza erguida y asociarse a la invocación que, según el Apocalip­sis, es el suspiro más profundo que el Espíritu Santo ha suscitado en la historia: "El Espíritu y la novia dicen: ¡Ven!" (Ap 22,17). Esta es la invitación final del Apoca­lipsis (22,17.20) y del Nuevo Testamento: "Y el que lo oiga diga: ¡Ven! Y el que tenga sed, que se acerque, y el que quiera, reciba gratis agua de vida... ¡Ven, Señor Jesús!”

                                         (JUAN PABLO II Catequesis del 3-7-1991.) 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Jueves 34º del TO

 Jueves 34º del TO 

Lc 21, 20-28 

Queridos hermanos: 

Ante el Adviento, la Iglesia concentra su atención en la contemplación de la venida del Señor, y unida al Espíritu lo invoca: ¡Maran-athá! ¡Ven, Señor! ¡Que pase este mundo y que venga tu Reino!

Esta palabra centrada en la venida del Señor, está en conexión con la profecía de Malaquías: “vendrá a su templo el Señor... será como fuego de fundidor y como lejía de lavandero.” El templo contaminado con la abominación de la desolación, será arrasado y con él, Jerusalén sufrirá las consecuencias de su idolatría. Así también en la última venida del Señor, no sólo Jerusalén, sino toda la creación será purificada de los ídolos y de la corrupción a que la sometió el pecado. Nosotros, ante la venida intermedia del Señor, también debemos apartar el corazón de toda idolatría no sea que la purificación nos traiga como consecuencia nuestra destrucción.

          En efectovienen días” dice el Señor, que convulsionarán al mundo con “señales” terribles en el cielo, que llenarán de “angustia,  terror, y ansiedad” la tierra. Será misericordia de Dios para llamar a conversión a los que desoyendo su palabra han puesto su corazón en las creaturas y en las vanidades del mundo.  

A la agitación de la naturaleza,  seguirá el retorno del “Germen justo, el Señor nuestra justicia”, nuestro Señor Jesucristo; “verán venir al Hijo del hombre en una nube con gran poder y gloria”, que viene a liberar a los justos.

Después, el combate contra los enemigos habrá concluido. La carne estará vencida y la apariencia de este mundo habrá pasado. El corazón ejercitado en la sobriedad estará pronto a recibir al Señor y en pie lo acogerá.

Excitar el deseo de su venida, es la obra del amor, que vela porque ansía la presencia del ser amado, y nada le da sosiego en la separación sino el esperar. Indiferente a cualquier otro estímulo, cualquier padecer es para sí insignificante. Su gozo es amar, y su complacencia está fuera de sí, entregada. Compadecido del triste desamor o amor de sí, el Amor busca al amado para perderse, y se pierde para encontrarlo. Lo llama cuando lo encuentra y lo salva cuando se acerca, llenándolo de sí.

          ¡Ven Señor!

           Que así sea.

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Padre, tengo dudas de fe.

 Padre, tengo dudas de fe 

 

          Frecuentemente escuchamos esta queja como algo inevitable e independiente de la propia voluntad: Padre, tengo dudas de fe. 

          Lo mismo que el amor no consiste sólo en sentimientos, sino en hechos, la fe, no se apoya sólo en ideas, sino fundamentalmente en testimonios, pudiendo distinguirse, por tanto, entre dudas de fe y dudas de sola razón. Pascal hablaba de dos excesos: la sinrazón y la razón sola. Efectivamente, sin excluirse, no pueden tampoco identificarse la una con la otra.

          La limitación de la mente para comprender realidades evidentes del mundo físico y natural, viene en nuestra ayuda para no confiar en su capacidad para aferrar realidades sobrenaturales que la superan infinitamente.

          En cuanto a los testimonios inherentes a la fe, uno es, el del espíritu que la niega, sin más recurso que el de la ausencia de una evidencia física propia de los sentidos, contra el cual, el Evangelio afirma expresamente: “dichosos los que sin haber visto, creerán”. Dichosos, porque superarán el testimonio negativo de la carne, con el testimonio positivo del Espíritu que poseen, y que da testimonio a su espíritu, de ser hijos de Dios, de haber sido liberados de sus antiguos pecados, y que provee del amor a los hermanos, y a cuantos unilateralmente persistan en su enemistad hacia ellos, no pudiendo encontrar, no obstante, en su corazón, correspondencia a su enemistad.

          Si a causa del pecado, el corazón humano carece del testimonio del Espíritu, son inevitables las dudas insuperables de la razón ante la perplejidad de una pretendida fe. Para liberarse de estas dudas, será necesario combatir eficazmente el pecado, causante de la ausencia del Espíritu.

 

          ¡Hijo, abandona el pecado, y se extinguirán tus dudas!

 

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Lunes 34º del TO Presentación de la Santísima Virgen María

 Presentación de la Santísima Virgen María

(Ap 14, 1-3. 4b-5; Lc 21, 1-4 ó Za 2, 14-17; Mt 12, 46-50) 

Queridos hermanos: 

          Las Escrituras no mencionan este acontecimiento. Para decir algo de este hecho, hay que recurrir al apócrifo “Protoevangelio de Santiago”, aunque en la opinión de algunos estudiosos, el acontecimiento habría sido algo sencillo, como el cumplimiento de un voto materno. Los padres de la Virgen la habrían consagrado al Señor siendo niña, y habría permanecido en el templo unos años hasta ser desposada con José.

          El hecho es que en la iglesia oriental esta fiesta originada en Jerusalén, con motivo de la dedicación de la iglesia de Santa María la Nueva en el año 543, tiene mucha fuerza, y es considerada día de precepto. Esta fiesta quiere llenar el gran silencio que tenemos acerca de la vida de María. Tiene el sentido de una preparación a su misión, renunciando al mundo movida por el Espíritu Santo.

          La liturgia proclama con el profeta Zacarías: “Grita de gozo y alborozo, Sión, pues vengo a morar dentro de ti, dice el Señor. El Señor quiere morar en nosotros y nos manifiesta su voluntad para que eso sea posible. «Estos son mi madre y mis hermanos.  Pues todo el que cumpla la voluntad de mi Padre de los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre.»

          María entrando al templo para prepararse a servir al Señor es una imagen entrañable. La liturgia maronita, inspirada en el Evangelio, aplica a María las figuras del arca, el tabernáculo y el templo: "Bendita María, porque se convirtió en trono de Dios y sus rodillas en ruedas vivas que transportan al Primogénito del Padre eterno". La Virgen María, llevará en su seno al Mesías, como arca de la Nueva Alianza en medio de su pueblo, suscitando en Jerusalén, como lo hará en su visita a Isabel, manifestaciones de gozo, por la presencia en ella del Señor, suscitadas por el Espíritu. Entusiasmo, "en medio de gran alborozo", como cuando "David danzaba, saltaba y bailaba" con la llegada del Arca. El gozo se traduce pues, en aclamaciones.

          Orígenes, pone en boca de María: "Heme aquí, soy una tablilla encerada, para que el Escritor escriba lo que quiera, haga de mí lo que quiera el Señor de todo" (Com. A Lc.,18).  Hoy diríamos que María se ofrece a Dios como una página en blanco sobre la que Él puede escribir lo que desee.                

          Que así sea también en nosotros, que como miembros de Cristo entramos también a formar parte en la edificación de su Templo. 

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Domingo 34º del TO C "JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO"

 Domingo 34º del TO C “JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO”

(2S 5, 1-3; Col 1, 12-20; Lc 23, 35-43)   

Queridos hermanos: 

          Celebramos hoy la solemnidad de Jesucristo Rey del Universo, con la que terminamos siempre el año litúrgico recapitulando todo en Cristo, por quién y para quién todo fue hecho.

          Para celebrar la realeza de Cristo, la Iglesia contempla en la liturgia, en el Evangelio de Marcos a Jesús condenado a muerte; en el Evangelio de Lucas al Señor crucificado, y en el Evangelio de Mateo, a un rey que ha sufrido hambre, sed, desnudez, enfermedad y prisión.

          Entonces, ¿en qué ha consistido su reinado?: En dar testimonio de la Verdad del amor de Dios, deshaciendo la mentira del diablo.

          Y ¿cómo ha dado ese testimonio?: Muriendo por nosotros en la cruz para perdonar el pecado, amándonos hasta la muerte para destruir la muerte. Este es nuestro Dios, y este es nuestro Rey.

          Ante Pilatos, Cristo, prefiere el título de “testigo de la Verdad” como expresión de su realeza, porque es así como será posible de nuevo su reinado en este mundo: Testificando la verdad del Amor de Dios, con la entrega de su propia vida. “Nadie me quita la vida, la doy yo voluntariamente, y deshaciendo al mismo tiempo la mentira diabólica, con el perdón de los pecados y el don del Espíritu Santo.

          La Palabra nos hace comprender que el Reino universal de Cristo, sitúa al hombre en la eternidad gloriosa de Dios, como germen de una Nueva Creación que es su Iglesia. Cristo en la cruz identifica su Reino con el Paraíso, cuando escucha la súplica del “ladrón”. El Paraíso hace referencia al “mundo” anterior a la muerte del pecado, en el que Dios reinaba en el corazón de todo lo creado. Pero, cuando el hombre escalando el árbol de la ciencia del bien y del mal, expulsó a Dios de su corazón, se excluyó a sí mismo del Paraíso, abrió la puerta al reinado de las tinieblas, y cerró su acceso al árbol de la vida.

          De este paraíso fue expulsado el hombre por el pecado, hasta que Cristo, constituido en Puerta, abierta por la llave de la Cruz, le testificara la Verdad del amor de Dios, y por la fe, le franqueara de nuevo el paso al árbol de la Vida que está en el Paraíso de Dios (cf. Ap 2, 7), y Dios reinara de nuevo en su corazón. Que la puerta esté abierta, indica que el pecado ha sido perdonado. Cristo había dicho que el Reino sufre violencia; está implicado en un combate en el que hay que adentrarse para arrebatarlo. Hay que reconocerse pecador suplicando el perdón de Dios, y acoger su oferta de misericordia en el Evangelio, mediante el Bautismo.

          El malhechor pudo entonces cambiar la maldición de su condena por la bendición de la Cruz de Cristo. Maravilloso intercambio adquirido por la confesión de la fe, y por la invocación del Nombre de Jesús. He aquí las virtudes misteriosas de la gracia que brotan de la cruz: Mientras Pedro, ante la cruz, niega a Cristo, el malhechor colgado en lo más alto de ella, lo proclama Señor. He aquí los frutos de la fe: Ver un crucificado y reconocer al Rey. La gracia que actúa en lo secreto del corazón, espera el momento apropiado para manifestarse. Recordemos a Bartimeo, a Zaqueo, o a la Samaritana, mientras hoy recordamos a quien la tradición llama “Dimas”. La invocación del nombre de Jesús y el reconocimiento de su reinado, han obtenido de Cristo las palabras más emocionantes del Evangelio: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”.

          Acoger a Cristo es acoger al que lo envió, ante quien el pecado se disuelve, porque “nunca las aguas torrenciales podrán apagar el Amor, ni anegarlo los ríos”.

          Los esfuerzos del diablo para impedir que Cristo subiera a la cruz, ya desde las tentaciones del desierto, y las continuas imprecaciones para conseguir que se bajara de ella sin franquear la puerta del Paraíso, no tuvieron éxito. Sólo el diablo, envidioso testigo del Edén, podía reconocer el árbol de la vida, trasplantado en el Gólgota desnudo de sus hojas y sus frutos. Cristo, extendiendo sus manos sobre él, comió de su invisible fruto y lo dio también al ladrón. Se abrieron las puertas del Reino y también las de la prisión mortal. “La trampa se rompió y escapamos”. Cristo reina, y la humanidad es invitada a arrebatar como el “ladrón” su acceso al Reino. En Cristo hemos sido “sacados del dominio de las tinieblas y trasladados al Reino del Hijo de su amor, por cuya sangre hemos recibido la redención y el perdón de los pecados”.

          Por un proceso “natural” propio de la naturaleza caída, mientras vivimos, nuestra vida se va agotando hasta extinguirse. Por el proceso sobrenatural de la vida nueva de la fe, mientras la entregamos, nuestra vida va progresando hasta hacerse Eterna. Convertir este proceso natural en sobrenatural, es posible sólo, mediante el acceso al árbol de la Vida. Como cantamos en la liturgia: El árbol de la Vida es tu cruz, oh Señor. Para entrar en el Paraíso en este mundo, hay que subir a la cruz, que Cristo ha revelado como árbol de la Vida, y puerta abierta del Paraíso. Los mártires, exclamando: ¡Viva Cristo Rey! Afirman con su entrega el testimonio de Cristo acerca del amor del Padre.

          Así como a nuestros padres “se les abrieron los ojos” a la “muerte sin remedio”, al creer la “mentira primordial del diablo y comer del árbol de la ciencia del bien y del mal, así se le abrirán los ojos a la Vida Eterna, al que coma ahora del fruto del árbol de la Vida, como les ocurrió a los discípulos de Emaús y al ladrón crucificado con Cristo. Porque “El que come mi carne tiene Vida Eterna.” Abramos por la Eucaristía, sacramento de nuestra fe, la puerta del Paraíso, comulgando con la muerte de Cristo, y entremos en su Reino bebiendo del cáliz de la Nueva y Eterna Alianza.

 

          Proclamemos juntos nuestra fe. 

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Sábado 33º del TO

 Sábado 33º del TO 

Lc 20, 27-40 

Queridos hermanos: 

          Hoy la Palabra nos invita a fijar nuestra mirada en la vida eterna de la Resurrección, de la cuál tenemos ya por la fe, una “esperanza dichosa”, porque será una vida con Cristo en Dios. Pero esta esperanza no todos la comparten porque “la fe no es de todos”, decía san Pablo: No todos comprenden las Escrituras ni el poder de Dios (cf. Mt y Mc), y el Maligno se sirve de aquellos a quienes ha engañado, para atacar nuestra esperanza y tratar de destruir nuestra fe. Necesitamos por lo tanto ser “consolados y afirmados en toda obra y palabra buena” en el combate contra el Maligno y en la misión del testimonio que supone la vida cristiana. Así, podremos alcanzar a ser dignos de la Resurrección y de tener parte en el mundo venidero, en el que no existirá la muerte, como nos ha dicho el Evangelio, sino los hijos de Dios; los santos, viviendo en el servicio del Señor. Una vez recuperados nuestros miembros, viviremos en la comunión de los santos, en una unión virginal con el Señor que se nos entregará totalmente en la posesión de la visión, haciéndonos un solo espíritu con él.

          En efecto, Dios creó a los ángeles, espíritus puros, pero al hombre quiso hacerlo con la capacidad de colaborar con él en la creación de otros hombres; con la capacidad de transmitir la imagen de Dios que había recibido, hasta que se completara el número de los hijos que Dios quiso llevar a la gloria (cf. Hb 2, 10): “muchedumbre inmensa que nadie podía contar” (Ap 7, 9), y para eso lo hizo fecundo, dándole un cuerpo sexuado. Cuando se complete el número de los hijos de Dios y ya no puedan morir, la humanidad dejará de procrear, y seremos como ángeles en los cielos.

          Ahora mientras perdura este “hoy”, estamos llamados a dar razón de nuestra esperanza, afianzados en la palabra buena del Evangelio y en la obra de la evangelización, por nuestro Señor Jesucristo que nos ha amado y consolado gratuitamente. El nos guardará del Maligno y nos sostendrá en el combate, con la tenacidad de Cristo, en su amor.

          Por la fe, vivimos en la esperanza dichosa de la vida eterna, que nos ha sido prometida, y está operante en nosotros, pero que recibiremos en plenitud en la Resurrección, y que la Caridad, visibiliza ya ahora como garantía de la vida nueva recibida de Cristo, por la efusión del Espíritu en nuestros corazones, y la comunión con su cuerpo y su sangre en la Eucaristía. “Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, en que amamos a nuestros hermanos”. 

          Que así sea.

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Miércoles 33º del TO

 Miércoles 33º del TO 

Lc 19, 11-28 

Queridos hermanos: 

          Ante el final del año litúrgico y de la contemplación de Cristo Rey, alfa y omega de la historia, la liturgia dirige una mirada a la próxima venida del Señor, como juez, a quien hay que rendir cuentas, y a la preparación cósmica del acontecimiento decisivo de toda la creación.

          La palabra de este día nos presenta el sentido de la vida, como un tiempo de misión para recibir y hacer fructificar el don del amor de Dios que recibimos por la efusión de su Espíritu. El Señor que nos ha llamado a la misión y nos ha dado de su Espíritu, a cada cual según su capacidad, volverá a recibir los frutos y a dar a cada cual según su trabajo, una recompensa buena, apretada, remecida y rebosante sin parangón con nuestros esfuerzos, según su omnipotencia y generosidad extremas. Como vemos en la parábola, el señor no se queda con nada. Incluso el que tiene diez, recibe la parte del siervo malo y perezoso. Es imposible hacernos una idea de los bienes que Dios ha preparado para los que le aman. San Pablo sólo alcanza a decir que: “nuestros sufrimientos en el tiempo presente, no son comparables a la gloria que se ha de manifestar en nosotros.”

          El estar en vela de que habla el Evangelio, consiste en la vigilancia de un corazón que se ejercita en el amor, en consonancia con el don recibido. Pensemos a la esposa del Cantar de los cantares: “Yo dormía, pero mi corazón velaba”.

          El amor es siempre actividad fecunda en el servicio, como vemos en el Evangelio. En cambio el pecado como ruptura con el amor, produce el miedo ya desde los orígenes, como vemos en el libro del Génesis. En eso consiste la infidelidad del siervo malo: en hacer estéril la gracia recibida; en cambiar el amor en un miedo que lo paraliza en la desobediencia, por la incredulidad; en romper con el amor mediante el juicio que lo corrompe, y como un miembro muerto, ser amputado para no exponer a todo el cuerpo a la gangrena.

          A veces nos lamentamos de no alcanzar a comprender la grandiosidad de Dios, de su bondad y de su amor, pero esta incapacidad está en consonancia con aquella otra de no darnos cuenta de la gravedad de nuestros pecados. Dios en su sabiduría va acrecentando la conciencia de nuestras faltas en la medida que progresa nuestro conocimiento de su amor. Lo segundo lleva a lo primero. La pecadora del Evangelio a la que se ha perdonado mucho, muestra en consecuencia mucho amor, porque ha recibido mucho perdón. Ya dice san Juan que: “el amor no consiste en lo que nosotros hayamos amado a Dios, sino en lo que él nos amó primero.”

          Lo más importante es confiar en el Señor y servir a su generosidad con amor, y a su amor, con generosidad, sin mirar excesivamente al resultado, porque es Dios quien da el incremento. El secreto, como en el caso de la viuda, no está en dar mucho o poco, sino en darse por entero.

          Dice Jesús: ”Mi Padre trabaja siempre, y yo, también trabajo”. Es la actividad constante del amor, que Cristo quiere en sus discípulos, para que tengan vida y fruto abundantes en la gran obra de la Regeneración. 

          Que así sea.

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Domingo 33º del TO C

 Domingo 33º del TO C 

(Ml 3, 19-20; 2Ts 3, 7-12; Lc 21, 5-19.) 

Queridos hermanos: 

Este penúltimo domingo, ante el final del año litúrgico y de la contemplación de Cristo Rey, alfa y omega de la historia, la liturgia dirige una mirada a la próxima venida del Señor, como juez, a quien habrá que rendir cuentas, y a la preparación cósmica de tal acontecimiento, decisivo para toda la creación. Es el tiempo de la separación definitiva del mal y sus consecuencias. El tiempo de la restauración del plan de Dios en todo su esplendor.

Esta vida, este mundo y cuanto parece estable y permanente, tiene un final establecido que se acerca velozmente y que nos ha sido revelado junto a la promesa de una vida nueva y eterna, en compañía del Señor, al que nos hemos unido por la fe, haciéndonos vivir en la esperanza dichosa de su regreso, porque lo amamos. Estos dones nos impulsan a testificarlos ante el mundo que gime en la esclavitud del mal, porque el Señor que es amor, se ha entregado por todos en su Hijo, llamándonos en primer lugar a conocer su amor, para que viviendo una vida ordenada y coherente con el don de su gracia, podamos rescatarlos en su nombre, para la vida eterna.

El mundo y el diablo tratarán de impedir nuestra misión como lo hicieron con el Señor, persiguiéndolo y llevándolo a la muerte. El señor victorioso del pecado y de la muerte, nos entrega su victoria y la fuerza de su Espíritu de amor, que nos sostiene en el combate al que somos sometidos, dándonos paciencia en el sufrimiento, y confianza en su asistencia, que nos asegura que no perecerá ni uno solo de nuestros cabellos, obteniendo con nuestra perseverancia la salvación

  Poner el corazón en lo pasajero es una forma de idolatría, que siempre defrauda a quienes se apoyan en los ídolos. La fe por el contrario, nos ayuda a trascendernos en el Señor, la roca firme, y a recibir de él fortaleza ante los acontecimientos, y discernimiento ante los falsos profetas que confunden a muchos.

 Al tiempo del fin precederá un tiempo de impiedad y de arrogancia; tiempo de violencia y de injusticia; tiempo de falsedad y de engaño como el nuestro, contra el cual nos previene el Señor: ”no os dejéis engañar”.

Cuantas sectas y cuantos falsos mesianismos existen en nuestros días y se arrogan la identidad cristiana. Dice el Señor: “no les sigáis”. Perseverad en la fe de la Iglesia, rezando por ella sin escandalizaros de sus defectos o de sus excesos, de sus manchas y arrugas. Que no se enfríe vuestra caridad. No os aterréis por la violencia.

Después, el mal, exasperado por la inminencia de su derrota definitiva, se volverá contra nosotros y seremos perseguidos a muerte. Este será el momento favorable para el testimonio de la Verdad, y el tiempo de la misericordia divina que busca la salvación de los impíos. Que no os desesperen los sufrimientos, porque seréis preservados y “no perecerá uno solo de vuestros cabellos.”

Que el amor nos mantenga vigilantes con el discernimiento de la fe, y a salvo de los engaños constantes del maligno, que desde el principio ha pretendido “ser”. Detrás de cada falso mesías hay una palabra del Señor, que nos despierta y nos purifica. Los ataques a la fe son temibles por su violencia, pero quizá más por su seducción hacia un engañoso bienestar y una falsa paz. Se necesita la iluminación de la cruz y de la historia para reconocer en medio de ellos al Señor. Por último las fuerzas del cosmos serán sacudidas, y la salvación estará en perseverar.

          La misericordia de Dios como en tiempos de Jonás, hará una última llamada a la humanidad, porque el trigo deberá ser purificado y separado de la paja, que será quemada por el fuego, decía Malaquías, mientras para vosotros brillará un sol de justicia que lleva la salvación en sus rayos.

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 32º del TO

 Sábado 32º del TO 

Lc 18, 1-8 

Queridos hermanos. 

          Hoy la palabra nos habla de la oración, que debe ser constante y sin desfallecer. Inculcar esto, quiere decir que no hay otra posibilidad alternativa de vida cristiana que, permanecer unidos a Cristo, a Dios, con el corazón y también con la boca cuando sea posible. No porque Dios requiera de nuestra insistencia extrema, sino porque, como nos dice la parábola, en la vida cristiana se realiza un combate, que debe durar hasta el fin de los tiempos, ya que existe un adversario que sólo será encadenado en el “Día del Hijo del hombre”, cuando venga a hacer justicia, y mientras tanto, el adversario, no cejará en su ataque furibundo contra el creyente.

          Cuando Israel se acerca a la tierra prometida y se prepara para conquistarla, la figura de este adversario era Amalec, que se opone a que Israel llegue a la tierra, y para vencerlo, Israel necesita de la oración de Moisés mientras combate, sin desfallecer. En el Evangelio, la viuda, figura de la Iglesia, necesita de la constancia en la súplica ante el juez, como ayuda contra su adversario. En ambos casos, el adversario es invencible por las solas fuerzas, por lo que se requiere el auxilio de la intercesión poderosa de Dios, mientras dura el tiempo establecido por él, para la acción del Adversario, que normalmente sobrepasa la vida de un hombre. Con todo, Dios que escucha siempre la oración hará justicia pronto, aunque nos haga esperar.

          Cristo al hablar de la necesidad de orar siempre sin desfallecer, ya nos pone sobre aviso, acerca de que el combate nos acompañará toda la vida, entonces se le quitará todo poder al Adversario. Sólo entonces se alcanzará la victoria definitiva y el combate no será ya necesario.

          Una tal oración, implica una fe en consonancia con ella que la haga posible. Cristo lo manifiesta así, cuando une oración y fe: “Pero cuando el Hijo del hombre venga ¿encontrará la fe sobre la tierra? La fe que hace que sus elegidos estén clamando a Él día y noche mientras esperan en su justicia frente a su adversario.

          El Señor hace esperar a sus elegidos que claman a él día y noche, como hace esperar al ciego de Jericó, Bartimeo, porque con su clamor, hacen presente la salvación de Cristo, testificando con su fe el amor de Dios a cuantos les rodean.

          La oración garantiza la victoria, y la fe hace posible la oración.

En la oración no son necesarias muchas palabras, pero debe ser constante, lo cual nos hace comprender que se trata, sobre todo, de una actitud del corazón, que busca la cercanía, la unión con el amor que es Dios, y descubriendo la propia precariedad confía plenamente en él. Más importante que lo que pedimos, es que lo pidamos; que nuestro corazón se mantenga en constante relación de amor, de bendición y de agradecimiento con Dios, haciéndole presente también nuestras preocupaciones y necesidades y sobre todo las de nuestros semejantes. Ya decía san Agustín, que la oración es el encuentro de la sed de Dios (que es su amor), con la sed del hombre, (que es su necesidad de amor y de amar). Como dice el salmo: “Sea el Señor tu delicia y él te dará lo que pide tu corazón”. 

          Que así sea.

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Domingo 32º del TO C

 Domingo 32º  del TO C 

(2M 7, 1-2. 9-14; 2Ts 2,16-3,5; Lc 20, 27-38.) 

Queridos hermanos: 

Hemos escuchado a Cristo en el Evangelio, afirmar el hecho de la resurrección, frente a aquellos que dudaban del poder de Dios y no comprendían las Escrituras. Ya en el Antiguo Testamento encontramos testimonios de resurrección en Elías y Eliseo, como también en el Nuevo, se nos relatan tres por parte de Cristo, y también una por parte de Pedro y de Pablo.

La fe de la Iglesia, con todo, no se basa en esos hechos milagrosos, sino en la Resurrección de Cristo, anunciada en los Evangelios y testificada por los apóstoles, que no consiste en un mero retorno a esta vida, sino en una resurrección gloriosa del cuerpo, a una vida nueva en la que ya no habrá muerte, y la condición humana será espiritualizada (serán como ángeles), aunque conservando el mismo cuerpo.

En la Virgen María se da una doble excepción tanto en su redención como en su resurrección, anticipándose al resto del Cuerpo, a excepción de Cristo, la Cabeza.

Para nosotros, la resurrección prometida por Cristo, el último día, es todavía objeto de esperanza, fundada en la resurrección de Cristo, como lo fue para los macabeos de la primera lectura, aunque se haya realizado ya místicamente en nosotros por el Bautismo, como afirma el Nuevo Testamento: “Sepultados con Cristo en el bautismo, con él también habéis resucitado” (Col 2, 12).

San Juan nos dice cómo podemos saber si realmente hemos resucitado con Cristo: “Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, si amamos a los hermanos”. Sabemos también, si somos ya hijos de Dios, si amamos a nuestros enemigos.

Hoy la Palabra nos invita a fijar nuestra mirada en la vida eterna de la Resurrección, de la cuál tenemos ya por la fe, una “firme esperanza” como la de los macabeos; una “esperanza dichosa” como dice la segunda lectura, porque será una vida con Cristo, en Dios. Pero esta esperanza no todos la comparten porque “la fe no es de todos”, decía san Pablo, ni todos comprenden las Escrituras ni el poder de Dios (cf. Mt 22, 28 y Mc 12, 24), y el Maligno se sirve de aquellos a quienes engaña, para atacar nuestra esperanza y tratar de destruir nuestra fe.

Necesitamos por lo tanto, ser “consolados y afirmados en toda obra y palabra buena” -decía san Pablo-, en el combate contra el Maligno y en la misión del testimonio que supone la vida de fe, para alcanzar a ser dignos de la Resurrección y tener parte del mundo venidero, en el que no existirá la muerte como nos ha dicho el Evangelio, sino los hijos de Dios; los santos, viviendo en el servicio del Señor como ángeles en el cielo.

En efecto, Dios creó a los ángeles, espíritus puros, pero al hombre quiso hacerlo con la capacidad de colaborar con él en la creación de otros hombres; con la capacidad de transmitir la imagen de Dios que había recibido, hasta que se completara el número de los hijos que Dios quiso llevar a la gloria (cf. Hb 2, 10): “muchedumbre inmensa que nadie podía contar” (Ap 7, 9), y para eso lo hizo fecundo, dándole un cuerpo sexuado. Cuando se complete el número de los hijos de Dios y ya no puedan morir, la sexualidad dejará de ser fecunda, y seremos como ángeles en los cielos.

Recuperaremos nuestros miembros como decía la primera lectura, para vivir en comunión con los santos, y en una unión virginal, con el Señor que se nos entregará en la posesión de la visión, haciéndonos un solo espíritu con él.

Ahora mientras perdura este “hoy”, estamos llamados a dar razón de nuestra firme esperanza, afianzados en la palabra buena del Evangelio y en la obra de la evangelización, por nuestro Señor Jesucristo que nos ha amado y consolado gratuitamente. El nos guardará del Maligno y nos sostendrá en el combate, con la tenacidad de Cristo, en su amor.

Por la fe, vivimos en la esperanza dichosa de la vida eterna, que nos ha sido prometida, que está operante en nosotros, que recibiremos en plenitud en la Resurrección, y que la Caridad, visibiliza ya ahora como garantía de la vida nueva recibida de Cristo, por la efusión del Espíritu en nuestros corazones, y la comunión con su cuerpo y su sangre en la Eucaristía. 

 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 31º del TO

 Sábado 31º del TO

Lc 16, 9-15 

Queridos hermanos: 

          Como dice la conclusión refiriéndose a los fariseos, la clave está en ver la actitud del corazón que ama el dinero y no a Dios, atesorando bienes terrenales, y desplazando a Dios de su lugar para colocar el ídolo. Es el corazón del hombre el que puede hacer que las cosas sean “malas”, ya que las cosas en sí mismas han sido creadas buenas por Dios: “todo era bueno” (Ge 1,25). También el dinero es un bien, que el corazón puede idolatrar y pervertir.

          Por supuesto que si la ganancia es fruto de cualquier injusticia o maldad, el dinero obtenido es totalmente injusto, por lo que ya la moral exige la restitución. Difícilmente este dinero podría servir para hacerse amigos con vistas a las moradas eternas, ya que en justicia debe restituirse. No sería por tanto a este dinero al que Cristo se refiere. Si tenemos en cuenta, en cambio, la “destinación universal de los bienes”, toda acumulación tiene en sí, una connotación injusta, aunque haya sido legalmente adquirido, ya que se le priva de su finalidad última, de ser útil a quien lo ganó, y al bienestar y prosperidad de la sociedad. Este dinero injustamente atesorado y acumulado, si que puede ser purificado, utilizándolo para el bien común, la limosna y todo tipo de caridad, que además del dinero en sí, limpia el corazón del que lo posee, ya que: “donde esté tu tesoro allí estará también tu corazón.”

          El corazón estará limpio del amor al dinero, cuando lo considere lo último e insignificante. Entonces podrá serle confiado lo importante.        El dinero siempre será algo “ajeno” y externo a nuestro ser, aunque pueda pervertir aquel corazón del cual se adueña. En cambio por el bautismo, nuestro ser recibe el don del Espíritu, que lo transforma ontológicamente, porque no queda como algo adherido y extraño, sino como algo propio del nuevo ser que ha sido constituido “hombre nuevo”. El don del Espíritu es por tanto algo “propio”, “nuestro”, que Dios da a quien ha sido fiel en lo “ajeno”. El amor al dinero es abominable para Dios porque, sitúa la abominación de la idolatría en el corazón desplazando a Dios. 

          Que así sea.                                                

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Juves 31º del TO

 Jueves 31º del TO

Lc 15, 1-10 

Queridos hermanos: 

Estas parábolas llamadas de la misericordia, ven la realidad del pecado y del pecador desde el corazón de Dios, en el que cada hombre es un hijo querido aunque sea un malvado. Sus entrañas misericordiosas, ven al pecador como una pérdida de algo propio y no como a un trasgresor de su voluntad. Así se revela en las Escrituras: «Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por mil generaciones y perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado; mi corazón se conmueve dentro de mí, y al mismo tiempo se estremecen mis entrañas; yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en compasión, te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás al Señor; sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido; misericordia quiero y no sacrificios».

La ley que rige toda la creación, toda la historia de la salvación y la redención realizada por Cristo es el amor. Dios ha plasmado su naturaleza de amor en todo, pero el amor no es una cosa meliflua, sino algo que implica todo el ser y se manifiesta esplendoroso en la cruz de Cristo: Cuando Cristo dice: “Mi alma está angustiada hasta el punto de morir”; esto es: “¡me muero de angustia por ti!, está expresando con palabras, el amor y el dolor que se consumarán físicamente en la cruz, pero que lo consumen internamente desde su encarnación.

Todos los hombres estamos en el corazón amoroso de Dios, que deja libre al ser amado para que corresponda a él, pero se duele de nuestro desdén. “Cuántas veces he querido reunir a tus hijos bajo las alas y no habéis querido.” Dios no condiciona su amor a nuestra respuesta, ni se deja vencer por nuestra maldad. Es a nosotros a quienes dañan nuestros pecados, de los que el amor se duele, y a quien alegra nuestra conversión. Son las razones del amor que nuestra razón no comprende.

Los judíos murmuraban, diciendo: «Éste acoge a los pecadores y come con ellos.» Pero Dios ama también a los fariseos y a los escribas y trata de conducirlos al conocimiento de sus entrañas de misericordia, por las que busca el bien de los pecadores y quiere su salvación. “Id a aprender aquello de ¡Misericordia quiero!” El Señor va en busca del pecador para llamarlo a su amor, y se alegra de su conversión con todos los ángeles del cielo, porque quien ama se alegra del bien de la persona amada, y se duele de su extravío.

          En la Eucaristía, el Señor nos introduce en sus entrañas de misericordia, implantándola en las nuestras. 

          Que así sea.

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