Domingo 18º del TO A

 Domingo 18º del TO A

(Is 55, 1-3; Rm 8, 35. 37-39: Mt 14, 13-21) 

Queridos hermanos: 

          La primera cosa que aparece en esta palabra es un banquete gratuito que sacia y sobreabunda, y que es servido por los apóstoles. Está en el contexto de la Pascua, y lleva a plenitud él pasaje de Eliseo que con veinte panes de cebada sacia a cien hombres según la palabra del Señor: “Comerán, se saciarán y sobrará”.

          Es Cristo quien trae el alimento que sacia de vida a quien escucha, como dice Isaías en la primera lectura. Él es la palabra que sella la Alianza eterna del amor del Padre, del que nadie podrá separarnos como dice san Pablo en la segunda lectura. Él es el profeta prometido y esperado a quien había que escuchar: “Este es mi Hijo amado ¡escuchadle!

          El Evangelio de hoy, está en el trasfondo pascual de la Eucaristía. El alimento que trae “el profeta” para saciar al hombre, partiendo de la precariedad humana, sobre la que es pronunciada una palabra del Señor que la hace fruto inagotable de evangelización, primero para Israel y después para las naciones.

          Estos son los signos que quisiéramos ver a nuestros pastores y a nuestros gobernantes. A Cristo, quisieron hacerlo rey por saciar de pan a la gente, pero él no los hizo para solucionar el problema del hambre, sino como signo de su misión mesiánica de saciar profundamente el corazón del hombre.

          No son los 20 panes de Eliseo ni los 5 de Cristo los que sacian, sino Cristo mismo con su Pascua, a la que somos invitados por la fe y el bautismo. Llamada a formar un solo pueblo y un solo cuerpo en Cristo que es la Eucaristía.

          Cristo es el pan del cielo, que no cae como el maná, sino que se encarna en Jesús de Nazaret, y a través de la Iglesia sacia al hombre generación tras generación en su inagotable sobreabundancia de vida y de gracia. Pan que baja del cielo y da la vida al mundo, para que lo coman y no mueran.

          La Eucaristía nos incorpora a la Pascua de Cristo, que como Alianza eterna, nos alcanza y nos une en sí mismo al Padre. Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es la meta y una la esperanza en la vocación a la que hemos sido convocados como dice la segunda lectura. La Eucaristía injerta nuestro tiempo en la eternidad de Dios; nuestra mortalidad en su vida perdurable; nuestra carne en la comunión de su Espíritu.

          ¿Realmente hemos sido saciados por Cristo? ¿Sobreabunda en nosotros su gracia, para ser capaces de dar de comer a esta generación el pan bajado del cielo que es Cristo? 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 17º del TO

Sábado 17º del TO (cf. jueves 25)

Mt 14, 1-12 

Queridos hermanos: 

          Hoy la palabra nos presenta la fama de Jesús haciendo prodigios y asombrando a todos con su predicación sus obras y las de sus discípulos, que parten anunciando el Reino. Hasta al impío Herodes alcanzará su popularidad, pero no por eso se convertirá. El conocimiento de Cristo que tienen los demonios, tampoco les sirve para creer en él. Le gustaba oír a Juan Bautista pero lo mandó decapitar. A Jesús lo tratará de loco, lo despreciará y se burlará de él. Es interesante la actitud del Señor ante este pobre diablo que es Herodes, porque Cristo, que acoge a los pecadores, le llama zorro, y se niega a dirigirle la palabra.

          No había palabra ni señales para quienes acudían a los padres del desierto, famosos por su santidad, cuando no pensaban convertirse al pedirles consejo. Dice la Escritura que el Señor resiste a los soberbios. Como dice el Evangelio, el Señor ni siquiera se confiaba a quienes en ocasiones habían creído, porque conocía lo que había en el corazón de las personas. “De Dios nadie se burla”, llega a decir san Pablo (Ga 6, 7).

          Si los que rechazaron a Juan Bautista no pudieron acoger a Cristo (Lc 7, 30), cuanto menos Herodes que lo mandó matar. Según san Mateo y san Marcos, a Herodes le gustaba creer que Juan había resucitado, librándose así, en cierta medida, de su remordimiento por la muerte de un profeta.

Dios pasa a través de sus enviados, y ¡ay! del que permanece indiferente o los rechaza: “Quien a vosotros rechaza, me rechaza a mí, y quien me rechaza a mí, rechaza a Aquel que me ha enviado; cuanto hicisteis con uno de mis pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis.” Rechazar al mensajero es rechazar el mensaje. Algo que de alguna forma expresó McLuhan, aplicándolo a nuestro tiempo con aquello de: “El medio es el mensaje.” El Padre no envió a un profeta cualquiera a proclamar el Evangelio, sino a su propio Hijo, que se identifica con sus enviados: “Vosotros sois la luz del mundo y la sal de la tierra. 

Que así sea.

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Viernes 16º del TO

Viernes  16º del TO

Mt  13, 18-23 

Queridos hermanos: 

La palabra hace referencia a aquello de tener ojos para ver, oídos para oír y corazón para comprender. Hay un combate entre la fuerza del Evangelio y las dificultades que le oponen la dureza de nuestro corazón y la seducción del mal para fructificar: La dureza del corazón, los obstáculos del ambiente, el ardor de la vida, la seducción de la carne, mundo, y riquezas.

En definitiva, nuestra naturaleza caída, a fuerza de ofrecer resistencia a la acción sobrenatural de la gracia ha quedado imposibilitada para la conversión, y necesita un suplemento de ayuda, una nueva acción gratuita de Dios que abra el corazón a la omnipotencia de su misericordia. Hace falta acoger el año de gracia del Señor, el tiempo favorable que nos llega con Cristo, por medio del Evangelio. Después seguirá siendo necesario un constante cuidado, vigilancia  y atención, como si del cultivo de un campo se tratara. Dios es el agricultor, por lo que necesitamos estar unidos a él. Recordemos aquello de: “Temo al Dios que pasa.”

Velad y orad; esforzaos por entrar por la puerta estrecha; el que persevere hasta el fin; permanecer en mi amor; el Reino de los cielos sufre violencia. Entre otras, estas son palabras del Evangelio que no contradicen en absoluto la gratuidad de la salvación de Cristo, pero: “Por qué me llamáis Señor, Señor y no hacéis lo que digo”. Nos recuerdan la necesidad del combate inherente a la vida cristiana, para el cual hemos recibido gratuitamente el Espíritu Santo, sin el cual es imposible dar el fruto del amor necesario para alimentar al mundo. Unos treinta, otros sesenta y algunos ciento. 

Que así sea. 

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