Monseñor Romero a los altares


Mons. Romero a los altares.

         
          El Excmo. y Rvdmo. Mons. Óscar Arnulfo Romero Galdámez, será, Dios mediante, el primer Arzobispo mártir, y el primer santo de El Salvador.

          Como decimos frecuentemente ante situaciones que nos superan: “Doctores tiene la Santa Madre Iglesia”; nunca esta expresión es más acertada, que cuando, como ahora, se sitúa a la Iglesia, frente a la decisión que debe tomar, ante la vida, la muerte y la obra, de un hombre, al que la Providencia situó en el ojo del huracán, en un país convulsionado por la violencia, la injusticia y la represión, y del cual, debe proclamar sus virtudes heroicas y certificar su condición gloriosa atestiguada por sus obras de vida eterna. En una palabra, para que la Iglesia canonice su santidad; la vida divina en él, después de su muerte.

          Los testimonios de quienes lo conocieron para tal reconocimiento, debían ser estudiados, contrastados y valorados exhaustivamente, así como las inevitables contradicciones, generalmente también numerosas, que envuelven el acontecer de toda una vida, como nos muestra con frecuencia la historia de los santos: “Si al dueño de la casa le han llamado Beelzebul, ¡cuánto más a sus domésticos! Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán”, había anunciado ya el Señor. La Escritura nos hace levantar la mirada al recuerdo del profeta Elías, y a su llamémosle “reencarnación” (con su espíritu y poder) en Juan Bautista, figuras ambas del Justo perseguido, del que toman actualidad los innumerables “mártires cristianos”, de relevo en relevo, cuyo testigo pasó también a las manos de nuestro santo, mártir, Óscar Romero, por la gracia de Cristo.

          No ha sido de otra manera en el caso del ahora proclamado mártir: Mons. Óscar Romero, que fue Arzobispo de San Salvador, y cuya entrega al Amor de Dios ha debido enfrentar la contradicción propia de los elegidos, que renunciando a su propio cuidado, se inmolan, por amor a las ovejas que le han sido confiadas. Esto, en medio de una situación de violencia irreconciliable, entre un estado de brutal represión por parte de la “Junta revolucionaria de gobierno”, y una militancia guerrillera y marxista, ideológica y justiciera, con pretensiones redentoras, impulsada por el odio, que bajo la pretensión de liberarlo, sumergía al pueblo en una espiral de terror que lo engullía en su vórtice mortal.

          El drama del Arzobispo Romero, combatiendo sin más armas que el amor cristiano en favor del débil y oprimido, sin descalificar ni desesperar nunca de la salvación de nadie, y sin inclinarse ante la lógica diabólica de la aniquilación de toda alteridad, condujo al Arzobispo al rechazo tanto de propios, como de extraños, en un difícil discernimiento de las propuestas del mismo magisterio eclesial, ante el que no faltaron interpretaciones arbitrarias y perniciosas, buscando capitalizar la pobreza en beneficio propio, con ideologías espurias. La doctrina de “Medellín”, ciertamente puntera en cuanto a la pastoral eclesial de aquellos años, se vio envuelta en propuestas surgidas de universidades europeas que aplicaban a la realidad un análisis, de corte marxista, claramente antievangélico, que aumentando la fractura social realimentaban la represión, en espera de una síntesis de ruptura, que se iba extendiendo por toda Latinoamérica como reguero de pólvora, y que de hecho, desembocó en El Salvador en guerra civil.

          De forma providencial, Mons. Romero, no se dejó nunca deslumbrar por esa peligrosa falacia doctrinal, que andando los años fue claramente estigmatizada por el Magisterio, pero su incansable fustigamiento de la injusticia que terminó con su vida, hizo así, que fuera tomado como adalid, por aquellos con quienes nunca compartió bandera ni actuación. Esta pretendida identificación, falsa, y unilateral con Mons. Romero, salpicó la pureza de las cristalinas aguas de la caridad del santo, empañando su transparente diafanidad, incluso en ámbitos eclesiales por algún tiempo, pero la luz se fue abriendo camino a través de la Congregación para la Doctrina de la fe, que estudió su predicación; más tarde a través del papa Benedicto, y por último de S.S. Francisco, providencialmente, cercano conocedor de su colega salvadoreño.

          Así hablaba a sus paisanos:

          Es necesario renunciar a “la violencia de la espada, la del odio”, y vivir “la violencia del amor, la que dejó Cristo clavado en una cruz, la que se hace cada uno para vencer sus egoísmos y para que no haya desigualdades tan crueles entre nosotros”.

          Así habló finalmente a quienes detentaban el poder, en esta homilía que se ha denominado “de fuego”, el día 23 de marzo de 1980, en la que se ofrecía a sí mismo en holocausto, y que supuso el comienzo de un nuevo “día” para la nación.

          Quisiera hacer un llamamiento, de manera especial a los hombres del ejército. Y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la policía, de los cuarteles… Hermanos, son de nuestro mismo pueblo. Matan a sus mismos hermanos campesinos. Y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia, y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado. La Iglesia defensora de los derechos de Dios, de la ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre. En nombre de Dios pues, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: Cese la represión.

          Sólo la propia inmolación a ejemplo de Cristo, dejándose fagocitar por el Dragón infernal, hizo posible su eliminación.

          Gracias sean dadas a Dios, que a través de la gracia de su Hijo, suscita siempre profetas, santos y testigos de su amor, para venir en ayuda de los hombres a través de su Iglesia, a través de su Espíritu de fortaleza y santidad. Gracias por Mons. Romero. Gracias por San Óscar Arnulfo Romero Galdámez, obispo y mártir.              
                                                                      
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Domingo 25 del TO B


 Domingo 25 del TO B (martes 7)
(Sb 2,12.17-20; St 3,16-4,3; Mc 9, 30-37)

Queridos hermanos:

Las Escrituras como contenido de la Revelación del amor Dios y de la Historia de la Salvación, necesitan del Espíritu Santo que las unifique en el corazón del creyente, proveyendo los criterios de discernimiento de los acontecimientos pasados presentes y futuros. En efecto, el discernimiento fruto del amor que está a la raíz de todo, sólo el Espíritu Santo lo derrama en el corazón del creyente, abriendo sus ojos a la comprensión de las Escrituras.
A la venida del Mesías sobre las nubes del cielo, glorioso y restaurador de la soberanía de su pueblo, que esperaba Israel, y también los discípulos, debía preceder el “año de gracia del Señor”, que Israel no sabe discernir separadamente a su manifestación gloriosa y sobre todo a su encarnación del Siervo de Yahvé anunciado por Isaías, de cuya vida el libro de la Sabiduría, en la primera lectura, hace una descripción interpretando su rechazo. En el Evangelio, vemos a Cristo  instruyendo a sus discípulos en este discernimiento que será el fruto de su maduración en el amor. A través de la Palabra, también a nosotros el Señor nos abre las Escrituras, haciéndonos crecer en el conocimiento que es la experiencia de su amor.
La causa de la falta de discernimiento del pueblo, sobre este aspecto fundamental de la misión del Mesías, lo atribuirá Jesús, a la ignorancia de los judíos, sobre de aquello de: “Misericordia quiero; yo quiero amor”. Se trata de una falta de sintonía con el corazón de las Escrituras que es el amor, como se lee en la oración colecta, y que Cristo encarnará hasta el extremo, haciéndose el último, mediante el servicio a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas, abrazando la cruz y en ella a la humanidad entera.
Nietzsche, se sintió en el deber de combatir ferozmente el cristianismo, reo, en su opinión, de haber introducido en el mundo el «cáncer» de la humildad y de la renuncia, a las que en su obra Así hablaba Zaratustra, opone la «voluntad de poder» encarnada por el superhombre, el hombre de la «gran salud», que quiere alzarse, no abajarse, oponiéndose a los valores evangélicos.
Nosotros necesitamos hoy que esta palabra nos amoneste, no tanto para aceptarla intelectualmente, como para hacerla viva y operante en nuestra vida. Nuestro discernimiento irá siendo completado por la obra del Espíritu, pero la fe hay que vivirla cada día en la libertad, para que sea amor en el servicio de los hermanos.

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Domingo 24 del TO B


Domingo 24º del TO B (cf. Jueves 32; dgo. 12 C)
(Is 50, 5-10; St 2, 14-18; Mc 8, 27-35)

Queridos hermanos:

          Dios se hace presente en este mundo, en Cristo, para librarlo de la esclavitud al diablo y sellar con los hombres una alianza nueva y eterna, pero antes se presenta primeramente a sus discípulos, como el Siervo que debe entrar en la muerte y resucitar. Ambas cosas difícilmente comprensibles a la mentalidad carnal del momento. Sólo con la venida del Espíritu Santo, se iluminará a los discípulos la cruz, como misterio de salvación envuelto en el sufrimiento del sacrificio redentor de amor, de la misericordia divina: ¿Quién decís vosotros que soy yo? El Espíritu de Dios da la respuesta por boca de Pedro: “Tu eres el Cristo”, que Mateo completa: “El Hijo de Dios vivo.” Entonces Jesús, después de anunciarles su pasión, muerte y resurrección, añade: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame.”
          El Padre revela a través de Pedro la fe que fundamentará y sostendrá a la Iglesia, a Cristo, su misión de Siervo del que habla la primera lectura, en cuya entrega se complace el Padre: “Era necesario que el Cristo padeciera…El Hijo del hombre “debe sufrir mucho”…
          Pedro es pues investido por Cristo, de las prerrogativas de Mayordomo de la Casa de Dios cuyo distintivo son las llaves, como Eliaquín en el palacio de David, (Is 22, 20-22); de las del Sumo sacerdote Simón hijo de Onías, (cf. Simón hijo de Jonás, Mt 16, 17, o Simón hijo de Juan, Jn 1, 42), que puso los cimientos del templo (Eclo 50,1); y de las del Sumo sacerdote Caifás, Kefa, (Cefas), de pronunciar el nombre de Dios el día del Yom Kippur: “Tu eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.”
          Esta designación de Pedro, parte de la elección divina gratuita que lo impulsa a proclamar el nombre de Dios, que sólo era lícito al Sumo Sacerdote, y a que revele la filiación divina de Cristo, fundamento de la nueva fe, que será el cimiento de la Iglesia, como comunidad mesiánica, escatológica, que comienza a existir.
          Por eso, “Cefas”, sustituye a Caifás, cuya función queda tan obsoleta, como su culto en el templo de Jerusalén, una vez que la Presencia de Dios lo abandona, rasgándose el velo del Templo de arriba abajo. Desde aquel año en el que el hilo rojo de las puertas del Templo no fue blanqueado.[1]  Precisamente, el nuevo sacerdocio se inicia fuera del templo y de Jerusalén, en el lugar “profano” de Cesarea de Filipo, y ajeno a la casta sacerdotal de los levitas. La “unción” realizada por Cristo, viene de lo alto, mediante la revelación hecha a Pedro de la nueva fe: “Jesús de Nazaret es el Cristo, el Hijo del Dios vivo”.
          Pedro por inspiración de Dios va a recibir el "primado" en la proclamación de la fe en Jesús de Nazaret: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo, fe sobre la que se va a cimentar la Iglesia, y va a recibir de Cristo la promesa también del primado en el gobierno de la Iglesia misma. La confirmación de este primado la recibirá, cuando haya profesado por tres veces su amor a Cristo (Jn 21, 15-19).
          Dios desvela a los discípulos la persona del Cristo, que viene a salvar lavando los pecados, que Zacarías anuncia como, fuente que brota de la casa de David, en Jerusalén, en medio de un sufrimiento profundo, en el que será traspasado el “hijo único”, que en el Evangelio se revela como: “Hijo del Dios vivo”. De su costado abierto, manarán como de una fuente, agua y sangre. Se derramará “un espíritu de gracia y de clemencia”, en el que la Iglesia ve anunciado el Bautismo que nos salva, y que lava el pecado.
          La dialéctica entre muerte y vida, introducida en la historia por el pecado del hombre, alcanza a la redención que Dios mismo asume en su propio Hijo, para dar al hombre vida eterna, cuando la historia sea recreada por la misericordia divina, mediante la aniquilación de la muerte, en la cruz de Cristo Jesús. Esta fuente abierta está en la Iglesia, y sus aguas saludables brotan sin cesar de su seno bautismal, como del corazón de Cristo crucificado, para comunicar vida eterna, a cuantos se incorporan a él mediante la fe revelada a Pedro, que obra por la Caridad, como dice Santiago en la segunda lectura.

          Proclamemos juntos nuestra fe.
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[1] F. Manns Introducción al judaísmo, cap. V p.73: En la fiesta de Kîppûr, amarraban un hilo rojo a las puertas del Templo y otro hilo rojo a los cuernos del cabrito, que era echado al desierto. Si la oración del sumo sacerdote, la confesión, era sincera, el hilo rojo que estaba en la puerta del Templo cambiaba de color y se transformaba en blanco. Por eso Isaías dice que aunque tus pecados sean rojos como escarlata serán blancos como la lana (cf. Is 1,18). El talmud nos dice que cuarenta años antes de la destrucción del Templo, el hilo rojo no se volvió blanco (en Yom Kippur). Si hacemos los cálculos nos llevamos una sorpresa. El Templo fue destruido en el 70. Entonces, cuarenta años antes significa que nos encontramos justamente en la época de la crucifixión (Pascua) de Jesucristo. Es el talmud quien lo dice.

Domingo 23 del TO B


Domingo 23º del TO B (viernes 5)
(Is 35, 4-7; St 2, 1-5; Mc 7, 31-37)

Queridos hermanos:

 Jesús es el enviado de Dios; es Dios mismo que se hace nuestro prójimo y viene a salvar destruyendo la acción del mal en el hombre y en la creación entera, como anuncia la primera lectura. Como signo de esta restauración, la naturaleza es sanada. Lo mismo que en la primera creación “todo era bueno”, en la nueva creación “todo lo hace bien”, como dice el Evangelio. El mal con el que la creación ha sido herida por nuestros pecados, ha sido sentenciado, y sus días están contados; no tiene ya futuro sobre la tierra porque ha llegado la misericordia de Dios a recrearlo todo de nuevo con su salvación.
Con todo, Cristo no quiere ser confundido con un Mesías temporal que viene a solucionar los problemas de este mundo instaurando un “estado de bienestar” intramundano, e impone el silencio a quienes favorece con los signos de su mesianismo espiritual como en tantas otras curaciones, para llevar al hombre a la trascendencia de la fe.
     Sabemos que las promesas anunciadas por el profeta Isaías en la primera lectura, no se agotan en una restauración física con una vigencia tan breve como esta vida. Si Dios es luz de amor y palabra creadora y omnipotente, hay una ceguera y una sordera mucho más terribles que las del cuerpo, porque impiden que nuestro espíritu se abra a la virtud divina que implica eternidad de amor. ¡Effetá!, es pues, un evangelio de misericordia omnipotente que brota de la iniciativa amorosa de Dios.
          El corazón, seno del encuentro vital con el Señor, tiene unas puertas que lo acogen a través de los sentidos, ya sea como Palabra, como luz, como belleza, como don, y fructifica en nosotros: mente y voluntad, como fe, como alabanza y caridad que se dona agradecida en comunión de amor. Todos los límites, barreras y obstáculos, se desvanecen ante el “dedo” de Dios que cimbra el ser compartido de la creación entera: ¡Effetá!; la salvación llama a nuestra puerta. Porque: “Con el corazón se cree para conseguir la justicia (como dice San pablo; la fe viene por el oído y necesitamos escuchar), y con la boca se proclama para alcanzar la salvación, y así podamos testificar. Cristo, tocando al enfermo, entra por los sentidos del sordo para sanarlo; mete el dedo en sus oídos como puso barro con su saliva en los ojos del ciego.
Necesitamos que nuestros oídos se abran a la Palabra y quizá como el sordo del Evangelio,  que alguien nos presente a Cristo como en el caso también del paralítico, y que venza nuestra incapacidad de escuchar introduciendo su dedo en nuestro oído enfermo; el dedo de Dios que gravó sus preceptos de vida en las tablas de piedra para Moisés, y que nos conceda un encuentro personal con él, separándonos de la gente, para curarnos, centrando nuestra atención en él, e intercediendo por nosotros con gemidos inefables ante el Padre.
Después del tiempo que llevamos escuchando su palabra y tocando a Cristo en los sacramentos, podría decirnos como a aquel ciego que no acababa de curarse: “¿Ves algo?, ¿oyes?, ¡habla!

          Proclamemos juntos nuestra fe.
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