Relativismo

Relativismo

El relativismo, como “inaferrabilidad de la verdad y su inexpresabilidad”, es en realidad una indigestión, una sobredosis, o mejor un empacho del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal del que nos habla el libro del Génesis, cuyos efectos padece ahora nuestra vieja Europa, y que la ha llevado al suicidio demográfico, y cultural, forzándola a acoger en su seno un nuevo “caballo de Troya”, que esta vez sí ha conseguido penetrarla desde el sur para quedarse, mientras por otro lado la acecha inadvertidamente el abrazo del oso estepario del este (sin alusión alguna a Hermann Hesse), que despierta malherido y furioso del letargo de una posesión secular dando zarpazos.
Este cáncer relativista del alma, intenta corroer también las raíces de la fe de la misma Iglesia, mientras el Magisterio lo combate con anticuerpos saludables en su maternal dedicación y vigilancia.

“En el vivaz debate contemporáneo sobre la relación entre el Cristianismo y las otras religiones, se abre cada vez más camino la idea de que todas las religiones sean para sus seguidores caminos igualmente válidos de salvación. Se trata de una persuasión a estas alturas difundida no sólo en ambientes teológicos, sino también en sectores cada vez más amplios de la opinión pública católica y no católica, especialmente aquella más influenciada por la orientación cultural que hoy prevalece en Occidente, que se puede definir, sin temor de ser desmentidos, con la palabra: relativismo.

En base a tales concepciones, mantener que haya una verdad universal, vinculante y válida en la misma historia, que se cumple en la figura de Jesucristo y es transmitida por la fe de la Iglesia, es considerado una especie de fundamentalismo que constituiría un atentado contra el espíritu moderno y representaría una amenaza contra la tolerancia y la libertad.

El principio de la tolerancia como expresión del respeto de la libertad de conciencia, de pensamiento y de religión, defendido y promovido por el Concilio Vaticano II, y nuevamente repropuesto por la Declaración “Dominus Iesus”, es una posición ética fundamental, presente en la esencia del Credo cristiano,  pero este principio es hoy manipulado e indebidamente sobrepasado, cuando se extiende a la apreciación de los contenidos de las diversas religiones y también de las concepciones religiosas de la vida, poniéndolos en el mismo plano, como si no existiese ya una verdad objetiva y universal, porque Dios, el Absoluto, se revelaría bajo innumerables nombres, pero todos los nombres serían verdaderos.

Juan Pablo II en la Encíclica Redemptoris missio (n. 29) afirma: “Cuanto el Espíritu opera en el corazón de los hombres y en la historia de los pueblos, en las culturas y en las religiones, asume un papel de preparación evangélica”.                                                               (Card. Joseph Ratzinger, agosto 2000).

Aunque es verdad, lo dice Víctor Frankl (permítaseme la extrapolación) que: todos los relativismos y todos los escepticismos, se refutan a sí mismos, y que unos a otros se tiran los trastos a la cabeza, sin advertir que los ídolos de barro se resquebrajan, no hay que olvidar que aquellos que se aferran a ellos se hieren con sus despojos.
Al nihilismo como negación del sentido, es imposible la creencia en cualquier sentido. Por eso todo nihilismo equivale a un relativismo axiológico. Y así se pasa de la problemática del sentido a la problemática del valor.
El relativismo axiológico profesa la relatividad de todos los valores. Pero los valores son relativos en un sentido diferente al expresado por el relativismo. Son relativos a un valor absoluto. Sólo desde un valor absoluto es posible emitir un juicio de valor. Toda valoración supone un máximo de valor, lo óptimo. Sólo desde esa base adquieren las cosas su valor.

Hoy se tiende a afirmar que el agnosticismo y el relativismo escéptico son la filosofía y la actitud fundamental que responde a las formas políticas democráticas, y que cuantos están convencidos de conocer la verdad –la Iglesia- y se adhieren con firmeza a ella, no son fiables desde el punto de vista democrático, porque no aceptan que la verdad esté determinada por la mayoría, o sea variable según los diversos equilibrios políticos. En el fondo la cuestión es, que no existe ninguna verdad que no sea el producto del consenso social.                                                           (Centesimus annus, del Papa Juan Pablo II).

Anunciar a Cristo significa mostrar que creer en Él y seguirlo no es sólo algo verdadero y justo, sino también bello, capaz de colmar la vida de un nuevo resplandor y de un gozo profundo, aun en medio de las pruebas. En esta línea, todas las expresiones de verdadera belleza pueden ser re­conocidas como un sendero que ayuda a encontrarse con el Señor Jesús. No se trata de fomentar un relativismo estético, que pueda oscurecer el lazo inseparable entre verdad, bondad y belleza, sino de recuperar la estima de la belleza para poder llegar al corazón humano y hacer resplandecer en él la verdad y la bondad del Resucitado. Si, como dice san Agustín, nosotros no amamos sino lo que es bello, el Hijo hecho hombre, revelación de la infinita belleza, es sumamente amable, y nos atrae hacia sí con lazos de amor.
(Evangelii Gaudium 167)

            Como dijo Emiliano Jiménez: Desde Adán, conocer es dar nombre a las cosas. Dándoles nombre, el hombre las domina, las pone a su servicio, le ayudan a vivir. Conocer es también conocerse, encontrar un sentido a la propia existencia. Y conocer es, además, reconocer al otro, porque “no es bueno que el hombre esté solo”, necesita reconocer al otro, como ayuda adecuada a él, para realizarse en el diálogo, saliendo de sí para entrar en comunión con el otro. Este triple aspecto del conocer es inagotable. Cada nuevo descubrimiento abre toda una gama de incógnitas y de ulteriores interrogantes, pues las verdades no se suman como los libros en una biblioteca. Los nuevos descubrimientos obligan a escribir continuamente libros nuevos; no es suficiente publicar suplementos, como hacen las grandes enciclopedias cada cierto tiempo. La posesión de la verdad no se conserva pasivamente una vez conquistada, como el oro en los subterráneos de un banco; sin que esto sea relativismo ni historicismo. En cada verdad descubierta hay aspectos de absoluto, válidos en cada época y contexto histórico.

No podemos adoptar la postura relativista según la cual no habría ninguna verdad absoluta..., pero la experiencia nos obliga a reconocer el carácter imperfecto, evolutivo y relativo de nuestra posesión de la verdad y, por consiguiente, la posibilidad constante de hacer progresar nuestras visiones anteriores. Gracias a la orientación fundamental hacia lo absoluto, la evolución incesante de la conciencia humana se realiza en una real continuidad. Sería falso decir que la verdad cambia, que lo que era verdadero ya no lo es...; es el punto de vista sobre la realidad lo que cambia, siendo así como nuestro conocimiento se desarrolla desde dentro.[1]

            Esta tensión entre estos dos polos de absoluto y relativo es la que impulsa hacia un incesante progreso el conocer, el conocerse y el reconocer al otro, impidiendo que el hombre descanse en la relatividad de los conocimientos adquiridos. En el campo técnico el hombre, desde sus comienzos, está librando una batalla para dar forma humana a la materia, venciendo sus resistencias. En el campo intelectual se le revela al hombre la verdad no como algo estático, sino dinámicamente; se va abriendo paso por la mente del hombre, que nunca la posee plenamente; lo único que puede hacer es rastrear aquí y allá, tratando de encontrar su camino. En el campo personal el hombre nunca acaba de conocerse del todo, cada día se sorprende a sí mismo con algo nuevo. Y en el campo interpersonal nunca puede sellar al otro, marcándole con una etiqueta definitiva, pues apenas lo hace el otro se encarga de desmentirla una y otra vez.

El naturalismo amenaza vaciar la concepción original del cristianismo; el relativismo, que todo lo justifica y todo lo califica como de igual valor, atenta al carácter absoluto de los principios cristianos; la costumbre de suprimir todo esfuerzo y toda molestia en la práctica ordinaria de la vida, acusa de inutilidad fastidiosa a la disciplina y a la «ascesis» cristiana; más aún, a veces el deseo apostólico de acercarse a los ambientes profanos o de hacerse acoger por los espíritus modernos —de los juveniles especialmente— se traduce en una renuncia a las formas propias de la vida cristiana y a aquel mismo estilo de conducta que debe dar a tal empeño de acercamiento y de influjo educativo su sentido y su vigor.

¿Hasta qué punto debe la Iglesia acomodarse a las circunstancias históricas y locales en que desarrolla su misión? ¿Cómo debe precaverse del peligro de un relativismo que llegue a afectar su fidelidad dogmática y moral? Pero ¿cómo hacerse al mismo tiempo capaz de acercarse a todos para salvarlos a todos, según el ejemplo del Apóstol: Me hago todo para todos, a fin de salvar a todos?
(Ecclesiam suam de Pablo VI, nn. 18 y 33.)

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[1] Cfr. E. SCHILLEBEECKX, Revelación y Teología, Salamanca 1969, p. 253-254.