Lunes 8º del TO

 Lunes 8ª del TO

Mc 10, 17-27. 

Queridos hermanos: 

Jesús habla del Reino de los Cielos, y los Apóstoles entienden salvación. Ambas realidades, el Reino de los Cielos y la salvación, son experimentables ya aquí mediante el encuentro con Cristo por la fe. “El Reino de los Cielos ha llegado”, y con él la salvación, porque “todo es posible para Dios”. Ahora, encontrarse con Cristo por la fe, es encontrarse con Dios.

La pregunta del rico se presta a todo un razonamiento filosófico y teológico, porque tanto en Marcos como Lucas se habla de “herencia”, lo que implica la muerte del testador; si además lo que se pretende heredar es la vida eterna, podemos deducir que el propietario de la vida eterna, debe morir, lo que parece una contradicción, a menos que entremos en un discurso teológico, en el que Dios debe morir para que nosotros tengamos vida, que es lo que nos revela el Evangelio a través de la Encarnación y la muerte redentora del Hijo de Dios en Jesucristo. En este caso, tiene sentido hablar de herencia, sin correspondencia alguna con las acciones del heredero, que debe tan sólo aceptar el don recibido gratuitamente.  

Jesús no quiere entrar en razonamientos, y su respuesta inmediata a la pregunta del “rico” es decirle: ¿Por qué me preguntas lo que la Escritura afirma con tanta claridad: “Escucha Israel. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas  y al prójimo como a ti mismo. Haz esto y vivirás”. Jesús le habla de los mandamientos, porque toda la Ley y los profetas y por tanto los mandamientos, penden de este amor. Una cosa le falta a quien pretende haber cumplido los mandamientos del amor al prójimo: Amar a Dios sobre todas las cosas. El que ama así, los cumple, y es de ese amor, del que proviene la salvación, pero el que pretende compartir su amor a Dios con el de sus bienes, deprecia a Dios, y se “ama” más a sí mismo, equivocada y carnalmente. Por eso los apóstoles dudan de la posibilidad de salvarse, y Jesús mismo les confirma que ese amor no es posible a los hombres con sus solas fuerzas. Sólo el conocimiento trinitario de Dios: Padre, Espíritu y Verdad, lo puede dar, entendiendo por conocimiento, la experiencia de su vida divina: de su amor, de su espíritu, y de su gracia.

Lo mismo podemos deducir del pasaje del Evangelio según san Lucas, que habla de un rey, que con diez mil quiere enfrentarse al que viene contra él con el doble de fuerzas (cf. Lc 14, 31). Es necesario discernir la propia impotencia, para buscar ayuda en Dios con todo nuestro ser, porque “todo es posible para Dios. 

El llamado “joven” rico, se ha encontrado con un “maestro bueno” y quiere obtener de él la certeza de la vida eterna, que el seudo cumplimiento de la Ley no le ha dado. Cristo le pregunta, que tan maestro y que tan bueno le considera, ya que sólo Dios es el maestro bueno, que puede darle no sólo una respuesta adecuada, sino alcanzarle lo que desea. Sabemos que se marchó triste porque tenía muchos bienes, pero su tristeza procedía, de que su presunto amor a Dios, era incapaz de superar el que sentía por sus bienes, que le impidió creer que en aquel Jesús estaba realmente su Señor y su Dios, para seguirle, obedeciendo su palabra. Le fue imposible encontrar el tesoro, escondido en el campo de la carne de Cristo. Le fue imposible discernir el valor de la perla que tenía ante sus ojos, pues de haberlo descubierto, ciertamente habría vendido todo y le habría seguido. Como le dijo Jesús, una cosa le faltaba, pero no como añadidura, sino como fundamento de su religión: el amar a Dios más que a sus bienes.

Es curioso además, que en Marcos y Lucas el rico hable de “herencia”, como si esperase alcanzar la vida eterna, con el mismo esfuerzo con el que se obtienen los bienes en herencia, es decir, sin ningún esfuerzo. Si vemos el desenlace del encuentro, podemos suponer que es así, ya que no estuvo dispuesto a vender sus bienes. Según Mateo, parecía dispuesto a hacer algo para alcanzar la Vida, pero no fue así. Jesús parece decirle al rico: Has heredado muchos bienes y quieres asegurarlos para siempre, pero en el cielo esos bienes no tienen ningún valor, si no son salados aquí por la limosna. La vida eterna es la herencia de los hijos, por eso, cuando hayas vendido tus bienes, “ven y sígueme”; hazte discípulo del “maestro bueno”; cree, y llegarás a amar a tus enemigos, y entonces “serás hijo de tu padre celeste”, y tendrás derecho a la herencia de la vida eterna propia de los hijos.

En nosotros habita la muerte a consecuencia del pecado, pero Cristo la ha vencido para nosotros. Aquella parte de nosotros que abrimos a Cristo es redimida por él y transformada en vida y aquella que nos reservamos, permanece sin redimir y en la muerte. Si nuestro ser, en la Escritura es designado como: corazón, alma y fuerzas, sólo abriéndolo a Dios completamente, nos abriremos a la vida eterna. Hay que amar a Dios con todas las tendencias del corazón, con toda la existencia y por encima de toda creatura, para alcanzar en él la Vida.

Una cosa le faltaba ciertamente al rico seudo cumplidor de la Ley: acoger la gracia que abre el corazón y las puertas del Reino de Dios, y da la certeza de la “vida eterna que se nos manifestó”; vida eterna que contemplamos en el rostro de Cristo, y de la que tenemos experiencia por su cuerpo y su sangre, pues “el que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna”. Pero la carne de Cristo, es su entrega por todos los hombres y su sangre, es la oblación que se derrama para el perdón de los pecados. Así pues, nos hacemos uno con la carne de Cristo y con su sangre, cuando consecuentemente nuestra vida se hace entrega en Cristo por los hombres; cuando nos negamos a nosotros mismos, tomamos la cruz y lo seguimos”, pues dice el Señor: “Donde yo esté, allí estará también mi servidor”. “Yo le resucitaré el último día” para incorporarse a la vida eterna de Dios. 

Que así sea.

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Domingo 8º del TO C

 Domingo 8° del TO C

(Eclo 27, 5-8; 1Co 15, 54-58; Lc 6, 39-45) 

Queridos hermanos: 

La mejor forma de hablar, o de exhortar, ante este tema sobre la prohibición de juzgar tan rotunda en el evangelio, es cambiarlo en positivo hablando de la Caridad, de la que afirma san Pablo: todo lo excusa y no lleva cuenta del mal: “¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen!” Es ella, la que hace que nos acusemos a nosotros mismos y excusemos al prójimo; es ella, la que saca la viga de nuestro ojo y no ve la paja en el ojo del hermano; es ella la que sufre por el desvarío del pecador y se alegra por su conversión, rezando, y ayunando por él en lugar de sermonearlo, criticarlo y rechazarlo, considerándolo como miembro nuestro. Recordemos que la Caridad que nos une a Dios, nos une también a los hermanos y si somos hijos de Dios también nos une a los enemigos. La Caridad exalta las virtudes ajenas y minimiza sus defectos. La Caridad que nos une a Dios, nos hace verdaderamente humanos.

Un pretendido celo frente a los defectos y las faltas ajenas, puede esconder un juicio condenatorio o manifestar la ausencia de una caridad que busca su salvación. Sin esta caridad, nuestra visión es turbia y distorsionada, y llega incluso a la ceguera, de manera que mientras agranda las deficiencias ajenas, disimula las propias. La caridad, en cambio, encuentra siempre razones para excusar al prójimo, y cuando no lo consigue intercede en su favor invocando la misericordia divina.

Cristo es la luz, por la que sus discípulos deben dejarse conducir, no juzgando al pecador, sino entregándose por él. El acusador, en cambio, es oscuridad, y conduce a sus tinieblas a cuantos lo siguen, que como ciegos, van derechos al abismo, criticando, juzgando y hablando mal del prójimo.  

Criticar es decir de alguien que ha actuado mal, poniendo de manifiesto su pecado. Siendo verdad, lo habremos difamado, pero siendo mentira, lo habríamos calumniado, que es mucho más grave.

Juzgar es decir no sólo lo que ha hecho alguien, sino que esa es su condición. Proclamar, no un hecho, sino la disposición misma de su alma, pronunciándonos sobre su vida entera al decir que es tal como lo juzgamos, como observa san Doroteo de Gaza. Cristo mismo ha dicho: “Hipócrita, quita primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver claro para sacar la paja del ojo de tu hermano” (Lc 6, 42).

 Todos somos pecadores, y hemos alcanzado misericordia por puro don gratuito de Dios. Lo que pretendemos corregir en los demás forma parte de nuestros defectos. Si acercamos la paja del ojo del hermano a nuestro propio ojo, se transformará en viga. El problema principal no son las “briznas” de las imperfecciones propias y ajenas, sino las “vigas” de nuestra falta de caridad.   

Proclamemos juntos nuestra fe.

 

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Sábado 7º del TO

 Sábado 7º del TO 

Mc 10, 13-16 

Queridos hermanos: 

          El niño, para Cristo, es el pequeño del Evangelio. Lejos del niño la incredulidad, no duda de lo que le dicen, confía en su padre y no se cree alguien, es humilde, sensible al amor. Sus muchos defectos y carencias están a la vista; es malo sin malicia, y acepta la corrección.

          Que Dios se haya mostrado en el camino del sufrimiento, del servicio y de la humildad para acercarse a nosotros, es debido a que su grandeza, su poder y su gloria, forman un todo con su amor misericordioso. Dios es amor, y no hay grandeza mayor que amar. No es cuestión sólo de obediencia, de imitar a Cristo, ni de humildad, sino de amor. Tan grande como su poder para crear el mundo lo es su misericordia para redimirlo, y su bondad para salvarlo. Su Yo, no necesita afirmarse frente a nada ni nadie como lo necesitamos nosotros en nuestra insignificancia. El amor no mira a nadie por encima del hombro, ni se guarda, ni se ensalza a sí mismo, sino que se complace en servir y anonadarse a sí mismo por el otro, como ha hecho Cristo. Como dijo san Bernardo: “Amo porque amo; amo por amar”. Buscar la propia gloria pone de manifiesto la propia insignificancia, pequeñez y vaciedad. Si él, que es grande, se abaja, cuánto más nosotros que tenemos tanto por lo que abajarnos, decía san Juan de Ávila.

          El Señor nos llama a un servicio que consiste en hacer presente al Padre, a través del don con el que hemos sido agraciados en Cristo. Glorificar a Dios con nuestra vida, implica que nosotros reconozcamos nuestra nada en cuanto se nos encomienda, porque todo lo bueno, noble y justo que pueda haber en nosotros, nuestra propia vida, es fruto de su gracia. Él se hizo el último, el menor y el siervo de todos, vaciándose por nosotros, y así mostró su grandeza; por eso sus discípulos podemos hacernos pequeños para mostrar a Cristo. Pequeño es el que se abandona en las manos del Señor, como Cristo, que siendo igual al Padre, se sometió a su voluntad. La humildad y el amor se dan la mano, como lo hacen la soberbia y el egoísmo. Para la obra de Dios, nuestras cualidades sólo son impedimento, y así, aceptar nuestra pequeñez es dejar que aparezca su grandeza. Nuestra verdadera grandeza y nuestra plena realización están en sabernos situar como creaturas ante el creador. El que se hace grande, se predica a sí mismo y no a Cristo, haciendo ostentación de su necedad, y en consecuencia no lleva a los hombres a Dios, en quien solamente se puede encontrar vida.

          El discípulo no es enviado en sus fuerzas sino en el nombre y el poder del Señor, para llevar a los hombres a Cristo. Es su poder el que brilla mediante nuestra humillación. Por eso no hay mayor gloria de Dios que la humillación de Cristo que se abandona en sus manos y se entrega por nosotros: “Este es mi Hijo amado en quien me complazco.” El soberbio, el altanero, el engreído, es un iluso si piensa que ha conocido a Cristo.

          Sin Cristo, el hombre no soporta la humillación, le parece absurda. En cambio por el amor de Cristo, la humillación es “grandeza de alma” como diría San Ignacio de Antioquia, necesaria para negarse a sí mismo por el amor de Dios. 

          Que así sea.

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Viernes 7º del TO

 Viernes 7º del TO

Mc 10, 1-12 

Queridos hermanos: 

Hoy el Evangelio nos habla de matrimonio, repudio y celibato.

Dios ha creado al “hombre”, varón y hembra, para que en esta vida formen una unión fecunda, y los ha unido en una sola carne, para que puedan cumplir su primer precepto: “creced y multiplicaos”, para lo cual, superando los lazos naturales con sus padres, “dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer”, para crear lazos nuevos a través de los cuales se abra camino la vida, llegue a poblar la tierra y a someterla, y vaya así completándose el número de los hijos de Dios, en el Reino que irrumpe con Cristo y culmina con su parusía.

El que Dios haya creado junto al hombre una sola mujer y no varias, muestra su voluntad respecto a la unicidad de la unión: hombre y mujer, y no hombre y mujeres, con la gran repercusión que esto tiene en orden al amor entre los esposos y con los hijos. Ambos se dan y se reciben totalmente del cónyuge y no lo comparten con alguien ajeno, de forma que la unión matrimonial no venga relativizada ni disuelta con la pluralidad.

Abandonar esta misión por el motivo que sea, no forma parte de la voluntad originaria del creador al formar al hombre a imagen de su amor fecundo, y a semejanza de su unidad y comunión inquebrantables. Será siempre la pérdida o la corrupción de esta imagen y semejanza, la causante de que se pervierta el plan originario de Dios, o sea puesto entre paréntesis en alguno de sus aspectos, en espera de su redención. Con la vuelta al “principio”, anterior al pecado, siendo el pecado perdonado en Cristo, y habiendo recibido el don del Espíritu Santo, el repudio, como concesión dada al hombre por la incapacidad de su “naturaleza caída”, no tiene ya justificación alguna.

Sólo en función del desarrollo del Reino al que sirve también la fecundidad humana, como explica el evangelio de Mateo, será dada también al hombre la capacidad de renunciar a la unión matrimonial y a la fecundidad, para una dedicación plena al servicio del Reino, tal como tendrá efecto, cuando el Reino llegue a su plenitud en la vida futura de la bienaventuranza. Entonces lo instrumental dará paso a lo esencial. Ni disminuirán ni aumentarán los bienaventurados, y la fecundidad procreadora habrá concluido su misión. La comunión espiritual será plena entre los bienaventurados e indisoluble en el Señor.

Sea cual sea la misión a la que el Señor nos conceda dedicar esta vida, estará siempre en función de la vocación única, eterna y universal al amor, por la que hemos sido llamados a la existencia y a la que nos unimos en la Eucaristía. Este es por tanto nuestro cometido en esta vida como dice san Pedro (2P 1, 11): “Hermanos, poned el mayor empeño en afianzar vuestra vocación y vuestra elección. Así se os dará amplia entrada en el Reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.” 

Que así sea.

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Jueves 7º del TO

 Jueves 7º del TO

Mc 9, 40-49 

Queridos hermanos: 

          El Señor acompaña a sus enviados que le pertenecen por la fe y se identifica con ellos en su misión, de forma que acogerlos es acogerle a él, según aquello de: “cuando lo hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis, porque en ellos tuve hambre y me distéis de comer,” y lo que sigue. Rechazarlos, es también rechazarlo a él, como se dijo a san Pablo: “por qué me persigues”.

          Ante esta identificación con Cristo, el discípulo es consciente de la gracia y de la responsabilidad de sus actos en relación a su propia vida, y en relación al testimonio de Cristo que está llamado a asumir ante el combate frente al mundo, el demonio y la carne.

Para esto ha sido constituido como sal junto a sus hermanos, sazonando el sacrificio de su caridad en la cruz del sufrimiento a semejanza de la de Cristo, origen de nuestra paz: “De modo que la muerte actúa en nosotros, mientras en el mundo la vida” (cf. 2Co 4, 12). La capacidad de sufrimiento, permite al hombre el equilibrio existencial ante las dificultades inherentes a la alteridad de la condición humana, que conduce a la paz.

          Todos, como dice el Evangelio, hemos de ser probados ante la muerte del sufrimiento, y sólo quienes han sido constituidos en testigos de la victoria de Cristo sobre ella, alcanzarán la Vida y heredarán el Reino de Dios.

          La Eucaristía nos sumerge en la alianza nueva y eterna, en la que Cristo aporta la sal con su sangre derramada por nuestros pecados; alianza de paz y de perdón para la vida del mundo. 

Que así sea.

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Miércoles 7º del TO

 Miércoles 7º del TO

Eclo 4, 12-22; Mc 9, 38-40 

Queridos hermanos: 

          Dios es más grande que nosotros, que a menudo nos creemos los únicos poseedores de la verdad. En el Evangelio vemos cómo la gracia del Señor y la fe, tocan a los paganos y a otras personas que aparentemente son ajenas a Cristo, pero en los que actúa el Espíritu. Incluso Jesús parece sorprenderse o por lo menos se maravilla de la magnanimidad del Padre para revelarse a los pequeños. Los carismas no siempre se comprenden a primera vista; es necesario el discernimiento, sobre todo de los frutos. Es natural amar el propio carisma, pero la apertura a los demás, es fruto del mismo Espíritu, que es siempre comunión en la humildad y la gratitud por el don recibido gratuitamente, sin mérito alguno. El Señor escruta el corazón; no se queda en la apariencia: ¿De Galilea puede salir algo bueno? El Reino de Dios está donde está el Espíritu, que se hace notorio por las obras que realiza en los que lo han recibido, y como dice san Pablo viene acompañado de justicia, y paz, y del gozo propio del Espíritu.

          Expulsar demonios en el nombre de Cristo, es una de las señales que acompañarán a los que crean la predicación y a sus enviados. Dios supera con mucho nuestras expectativas, y reparte sus dones con absoluta libertad y con un discernimiento que supera nuestros criterios carnales, como lo hace su amor respecto al nuestro: “¿Quién ha conocido jamás la mente del Señor; quien le ha sugerido su proyecto? ¿Con quién se aconsejó para entenderlo, para que le enseñase el saber y le sugiriese el método inteligente?

          Lo que muestra verdaderamente la persona, el contenido de su corazón, son sus obras y no, sus fantasías, intenciones y deseos. Son los frutos de los que habla el Señor en el Evangelio: “Por sus frutos los conoceréis.”(Mt 7, 16). Un árbol malo no da frutos buenos y viceversa. En sus obras, la persona implica su mente y su voluntad: su corazón. Santa Teresa ya decía que el hombre está lleno de fantasías, pero lo que realmente tiene valor en él, es esa pequeña parte que son sus obras. Juan Pablo II, antes de ser Papa, escribió “Persona y acción”, para expresar precisamente esto, en un estudio personalista de los actos humanos.

          Pidamos al Señor el discernimiento y la apertura propios de su Espíritu, para acoger la manifestación universal de su gracia entre los hombres. 

          Que así sea.

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Domingo 7º del TO C

 Domingo 7º del TO C 

(1S 26, 2.7-9.12-13.22-23; 1Co 15, 45-49; Lc 6, 27-38). 

Queridos hermanos: 

          La perfección del amor de Dios está en que ama también a malvados y pecadores, buscando su salvación, mediante la conversión para el perdón de sus pecados. Esta es la perfección a la que llama a sus discípulos dándoles su Espíritu Santo que los hace hijos: “amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, rogad por los que os persiguen, bendecid a los que os calumnian”. Este es el espíritu que vemos en David en la primera lectura, un hombre según el corazón de Dios, que ama concretamente a su enemigo, no sentimentalmente, sino con hechos: perdonando su vida por amor a Dios. El amor de los discípulos no puede ser igual al de los escribas y fariseos, publicanos y pecadores, después de haber sido amados así por Cristo. Su amor debe superar el amor natural del hombre terreno, con el sobrenatural del hombre celeste que le ha sido dado.

          Desde el hombre terreno y carnal consecuencia del pecado, al celestial, hay un camino que recorrer, que es la fe en Cristo. Nosotros hemos sido amados con esta perfección divina siendo pecadores y enemigos de Dios, y si hemos acogido su amor en el corazón, ningún mal podrá dañarnos. Al contrario podremos vencerlo con el bien que poseemos. En cambio, si dejamos al mal penetrar en nuestro corazón, engendrará allí sus hijos para nuestro mal.  

En el libro del Eclesiástico leemos: “el Altísimo odia a los pecadores, y dará a los malvados el castigo que merecen” (Eclo 12, 6). Y también san Pablo dice: “Ni impuros, ni idólatras, ni adúlteros, ni afeminados, ni homosexuales, ni ladrones, ni avaros, ni borrachos, ni ultrajadores, ni explotadores heredarán el Reino de Dios.” (1Co 6, 9-10)  Pero añade: “Y tales fuisteis algunos de vosotros.” En el don de este amor gratuito y del Espíritu Santo, hemos sido llamados a una nueva vida en el amor, que responde a la misericordia recibida, con nuestra justicia. “Pero habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios.”

Dice San Agustín comentando el salmo 121, que los montes a los que hay que levantar los ojos para recibir el auxilio del Señor, son las Sagradas Escrituras. En esta palabra podemos decir que hemos alcanzado su cima más alta, hasta llegar al cielo del amor de Dios. Por este amor, hay que llegar a odiar la propia vida y a amar a quién nos odia.

Este amor es sobrenatural; la carne ama lo suyo y detesta lo que le es contrario. Dice san Pablo, que carne y espíritu son entre sí antagónicos. Para recibir este amor espiritual, es necesario odiar la propia carne como dice el Señor en el Evangelio:  «Si alguno viene junto a mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío».

En Cristo hemos sido amados así, y de él podemos recibir su Espíritu que nos hace hijos de su Padre, y su naturaleza en nosotros se hace patente en el amor a los enemigos. Aquello de: “sed santos porque yo, Yahvé, vuestro Dios, soy santo” (Lv 20, 7), ahora se cambia en: “sed perfectos porque es perfecto vuestro padre celestial; porque habéis recibido su misma naturaleza divina, su Espíritu Santo, siendo adoptados como hijos.

Ya que ningún mérito hemos tenido para ser amados, merezcamos amando a quienes no lo merecen, para que puedan amar y merecer también ellos. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

 

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Santos Cirilo y Metodio

 Santos Cirilo y Metodio

Hch 13, 46-49; Lc 10, 1-9 

Queridos hermanos: 

          Hoy celebramos la fiesta de los santos Cirilo y Metodio, evangelizadores de los países eslavos, testigos del Evangelio y de la acción de Dios. No hay mejor forma de hacerlos presentes que, con el Evangelio de la misión de los setenta y dos discípulos, en el que el Señor mismo los envía como pequeños y con la urgencia del anuncio del Reino, a llevar la Paz y a comunicar la Vida Nueva.

          Si ciertamente es importante su obra, más importante es el testimonio de su vida, entregada al servicio del Señor en la evangelización, contribuyendo a la propagación de la fe, haciendo de su vida un culto espiritual a Dios por la predicación del Evangelio, verdadera liturgia de santidad. Ciertamente es una gracia haber sido llamados a encarnar la misión del enviado del Señor, pero su gloria es haberla aceptado, y gastando su vida siguiendo en la Regeneración del mundo, a aquel que murió y resucitó para salvarnos. Cuanta gente malgasta su vida en sobrevivir, sin más fruto que tratar de satisfacer su propia carne, a riesgo de frustrarse a sí mismo en su vocación al amor.

Los discípulos son enviados de dos en dos, como encarnación de la cruz de Cristo y testigos de su amor en el anuncio del Reino. En efecto son necesarios dos para testificar, y para hacer visible la caridad de Aquel, de quien son enviados a dar testimonio de amor, como dice san Gregorio Magno (Hom., 17, 1-4.7s). Decía san Pablo: ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo! Nadie me moleste, pues llevo sobre mi cuerpo las señales de Jesús. Esa es la razón por la cual, siendo grande “la mies” de los que necesitan escuchar, sean pocos los “obreros” dispuestos a trabajar en ella.

Los misterios del sufrimiento y de la cruz acompañan la vida del testigo, como han acompañado la de Cristo. Dar la vida por amor es perderla, negarse a sí mismo en este mundo, en una inmolación que lleva fruto y recompensa para la vida eterna. Pero el amor no se impone y debe ser acogido en la libertad y en la humildad de quienes lo presentan sin poder, como “pequeños” que anuncian al que viene con ellos con la omnipotencia del amor.

También nosotros, llamados a la fe, estamos siendo constituidos en testigos del amor del Señor que nos salva, nos llama y nos envía, incorporándonos a Cristo y a la obra de la regeneración por el Evangelio, como lo fueron  Cirilo y Metodio, y todos los demás discípulos, cuyos nombres están unidos a la historia de la Iglesia, y cuyos hechos contemplamos como acciones del Dios vivo, que sigue, llamando y salvando a la humanidad.

          En cada generación, la Iglesia debe transmitir la fe, e ir incorporando a sus nuevos hijos en el Cuerpo de Cristo, hasta que se complete el número de los hijos de Dios; la muchedumbre inmensa que nadie podría contar, de la que habla el Apocalipsis (7, 9).

          A esto nos invita y nos apremia hoy esta palabra, y esta festividad mediante la fortaleza que brota de la Eucaristía en la que nos unimos a Cristo y a su entrega por la vida del mundo, para testificar el amor del Padre. 

          Que así sea.

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Domingo 6º del TO C

 Domingo 6º del TO C

(Jr 17, 5-8; 1Co 15, 12.16-20; Lc 6, 17.20-26) 

Queridos hermanos: 

          La palabra de hoy nos presenta la irrupción del Reino de Dios sobre la realidad de muerte y de infelicidad consecuencia del pecado. La maldición va a ser desplazada por la bendición que Dios envía en Jesucristo. Cristo resucitado abre a la humanidad un camino a la casa del Padre, y que en este mundo debe pasar por el “valle del llanto”, como en otro tiempo el pueblo tuvo que pasar por el “desierto”, atravesando la tierra de sus enemigos, y pasando por muchas pruebas, dificultades, persecuciones y tentaciones que dificultaban su camino, y fueron sostenidos por su fe, la presencia del Señor, y sobre todo por la esperanza en la “promesa” de la tierra.

          En nuestro caso, caminamos en el “seguimiento de Cristo”, que camina delante de nosotros, nos guía, porque conoce el camino, y aligera nuestra carga, haciendo gloriosa nuestra cruz de cada día, en la que él venció primero. El Señor nos ha llamado para hacernos felices, pero total y definitivamente, cosa que no puede realizarse en esta vida que se acaba: Nuestros seres queridos pasarán, nuestra misma vida se acabará y el mundo entero será consumido, mientras nuestra promesa es de “vida eterna”

          La puerta de entrada al Reino, es la acogida de Cristo en la predicación; puerta angosta de hacerse discípulo de Cristo y ciudadano del cielo, que supone añadir a la precariedad y al sufrimiento propios de está vida, la negación de sí y la persecución por ser discípulo, que a semejanza del maestro perseguido debe tomar su cruz. En esa situación paradójica del Reino, Cristo proclama las bienaventuranzas que se derivan de poner la confianza en Dios, como dice la primera lectura, en contraposición con los que ponen su confianza en sí mismos y en sus conquistas terrenas.

          La resurrección de Cristo de la que nos habla San Pablo en la segunda lectura, desvelará el valor de la fe y de la abnegación del discípulo, y la vanidad de las seguridades mundanas.

          Bienaventurados los discípulos, porque tanto las cosas presentes, como las penas y los sufrimientos pasarán, mientras que el amor permanecerá, en el Reino al que han sido injertados. ¡Ay!, en cambio de los que satisfechos en medio de la maldición del pecado, celosos de sus bienes, menosprecian la vida nueva que Cristo les ofrece. Perecerán como la apariencia de este mundo, sin tener quien los rescate.

          Cuando el hombre por el pecado se ha separado de Dios, su corazón creado para amar a Dios se ha pervertido en el amor a las criaturas que han ocupado el lugar de Dios, sometiendo al hombre a la maldición, porque sólo Dios es la vida y la felicidad; sólo él puede colmar las ansias de plenitud para la que el hombre ha sido creado. Lo decía san Agustín: nos has hecho para ti, y nuestro corazón no halla descanso hasta descansar en ti. Como dice el salmo: “Sea el Señor tu delicia y él te dará lo que pide tu corazón.” Lo hemos escuchado a Jeremías en la primera lectura: “Quien se apoya en la carne es un infeliz”. También san Pablo en la segunda lectura decía: “Si nuestra esperanza se reduce a este mundo, somos los hombres más desgraciados”.

          Sólo quien espera una vida eterna en el amor de Dios que le ha sido dado, puede perder esta por amor. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Nª Sª de Lourdes

 Nuestra Señora de Lourdes

Is 66, 10-14; Jn 2, 1-11 

Queridos hermanos: 

En esta fiesta de la Virgen María, el Señor nos habla de su amor con su pueblo, mostrándonos sus entrañas de misericordia, en las que los exégetas han visto plasmada la maternidad divina, de forma que decir Dios Padre Misericordioso, equivale a decir Dios Padre y Madre.

El Evangelio nos muestra en esta primera señal, la anticipación de aquella sangre con la que realizará los esponsales definitivos y eternos que Dios sellará efectivamente con su pueblo, cuando se apiade de su miserable condición, en la que falta el vino del amor, la fiesta y la alegría, y selle con ellos una alianza eterna, entregándoles el Espíritu de Cristo. Será el Espíritu, quien derramará en el corazón de los fieles el amor de Dios, y con él, la fiesta, y la alegría del perdón y la misericordia. Así la Iglesia, esposa de su amor, será embellecida, sin mancha ni arruga y adornada de los carismas con los que el Esposo la habrá enriquecido.

 El que Cristo acuda a estas bodas con su madre, puede entenderse como un acontecimiento familiar, de parentela o de vecindad, pero que se haga presente con sus discípulos, anuncia, además, una nueva familia y una nueva vida, en la que después del bautismo es conducido por el Espíritu Santo, con la misión de salvar a la humanidad. No está presente sólo, por tanto, el hijo de María, sino el Cristo, el Maestro y el Señor, que viene a proveer el vino nuevo del amor de Dios, mediante el perdón del pecado de la humanidad, cuya madre fue aquella “mujer”, Eva, que alargó su mano al árbol prohibido. Ahora, subiendo a Jerusalén, entregará a la nueva “mujer”, María, una nueva descendencia nacida de la fe y redimida del pecado, representada por el discípulo: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. También nosotros, en ella, “tenemos a nuestra madre”, porque si de Eva nos vino la ruina, de María nos ha venido el Salvador y la gracia.

Como a los criados, también a nosotros, María nos dice: “Haced lo que él os diga”. Pero Cristo ha dicho a los sirvientes: “Llenad las tinajas de agua”. Esto es algo, que estaba en su capacidad, nada importante ni trascendente que puede parecer irrelevante, e incluso sin ningún sentido en aquel trance. Por supuesto, es Cristo quien iba a derramar su sangre para traernos el vino nuevo, pero a nosotros se nos pide, apenas, prepararle el agua. También en nuestra vida, Dios puede pedirnos cosas que no comprendemos, y si no estamos dispuestos a sacrificar nuestra razón, no dejamos actuar al Señor, que quiere transformar nuestra agua en el vino nuevo de su amor.

 

Que así sea.

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Domingo 5º del TO C

 Domingo 5º C (cf. San Andrés; Dgo. 3 B; Dgo. 1º de Cua B)

(Is 6, 1-2a. 3-8; 1Co 15, 1-11; Lc 5, 1-11) 

Queridos hermanos: 

          Cuando la santidad, lo numinoso de Dios se acerca al hombre, este experimenta su indignidad, como nos presenta hoy la palabra, a través de Isaías, san Pablo y san Pedro.  La llamada de Dios, viene precedida de su revelación y acompañada de la misión, a la que son enviados gratuita e inmerecidamente después de ser justificados, como dice san Pablo: “A quienes llamó, a esos también los justificó y los glorificó”, y este llamamiento debe ser antepuesto a todo lo demás, incluso a la propia vida.

          El tiempo presente es de salvación mediante la conversión que se nos ofrece, pero para poder valorar el tiempo, es necesario que la vida tenga una dirección y una meta que le dan sentido, por el Evangelio. La llamada abre así, al hombre un horizonte de esperanza ante el Reino de Dios. El tiempo se hace entonces historia, que brota de la llamada, por la que el hombre se pone en Camino, en seguimiento de la Promesa.

          Dios quiere la conversión, para el bien, y anuncia la buena noticia de su amor, que debe ser acogida en la fe, mediante los enviados que él llama. Jonás deberá advertir la destrucción que los pecados acarrearán el día del juicio, y de la que podrán librarse mediante la conversión de su conducta. Los enviados, son llamados y reciben una primera gracia, que después deberá ser probada en las vicisitudes que supone seguir al Señor, y su perseverancia les confirmará en la fe.

          La vida nueva que trae el Evangelio, relativiza todas las cosas dándoles su verdadera dimensión, pasajera, frente a lo que es definitivo. Los enviados deberán ayudar a los hombres a permanecer fieles y recuperar a quienes se dispersaron subyugados por el mal. Para esa misión serán revestidos de justicia y poder espiritual, renunciando a todo por seguir a Cristo.

          La predicación del Evangelio es, por tanto, la misión por excelencia de la Iglesia, que lo ha hecho llegar hasta nosotros a través de los apóstoles. Jesús ha dicho a sus primeros discípulos: seréis pescadores de hombres. Somos, en efecto, como peces que se sacan del mar con un anzuelo. San Agustín dice que en nuestro caso ocurre al revés que con los peces. Mientras ellos al ser pescados, mueren, nosotros, al ser sacados del mar, que en la Escritura es símbolo de la muerte, somos devueltos a la vida. Lo que mejor nos dispone a este ser pescados por la fe, es el anzuelo de nuestras miserias y sufrimientos, que las Escrituras y la Iglesia denominan, la cruz; ella nos hace agarrarnos fuertemente al anuncio de la salvación, que Dios confía a los apóstoles.

          La llamada a los primeros discípulos en el Evangelio, resalta la iniciativa de Dios que es quien llama, y la respuesta inaplazable e inexcusable del discípulo, que la antepone a todo. Hemos escuchado a san Pablo decir: “el que invoque al Señor se salvará”, porque la salvación viene por acoger la palabra de Cristo, que nos anuncia el amor de Dios. Si el discípulo acoge la llamada y acepta la misión, parte como anunciador de la Buena Nueva y suscita la salvación en quien acoge el mensaje de la fe, que surge del testimonio que da en nosotros el Espíritu, del amor que Dios es, y que nos tiene. Si Dios es en nosotros, nosotros somos en él, y nuestro corazón se abre y abraza a todos los hombres, de manera que ya no vivimos para nosotros mismos, sino para aquel que se entregó, murió, y resucito por nosotros.

          La Eucaristía, nos invita y nos potencia a entrar en comunión con la entrega de Cristo, mediante la nuestra. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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