Domingo 5º C (cf. San Andrés; Dgo. 3 B; Dgo. 1º de Cua B)
(Is 6, 1-2a. 3-8; 1Co 15, 1-11; Lc 5, 1-11)
Queridos hermanos:
Cuando la santidad, lo numinoso de Dios se acerca al
hombre, este experimenta su indignidad, como nos presenta hoy la palabra, a
través de Isaías, san Pablo y san Pedro.
La llamada de Dios, viene precedida de su revelación y acompañada de la
misión, a la que son enviados gratuita e inmerecidamente después de ser justificados,
como dice san Pablo: “A quienes llamó, a
esos también los justificó y los glorificó”, y este llamamiento debe ser
antepuesto a todo lo demás, incluso a la propia vida.
El tiempo presente es de salvación mediante la conversión
que se nos ofrece, pero para poder valorar el tiempo, es necesario que la vida
tenga una dirección y una meta que le dan sentido, por el Evangelio. La llamada
abre así, al hombre un horizonte de esperanza ante el Reino de Dios. El tiempo
se hace entonces historia, que brota de la llamada, por la que el hombre se
pone en Camino, en seguimiento de la Promesa.
Dios quiere la conversión, para el bien, y anuncia la buena
noticia de su amor, que debe ser acogida en la fe, mediante los enviados que él
llama. Jonás deberá advertir la destrucción que los pecados acarrearán el día
del juicio, y de la que podrán librarse mediante la conversión de su conducta.
Los enviados, son llamados y reciben una primera gracia, que después deberá ser
probada en las vicisitudes que supone seguir al Señor, y su perseverancia les
confirmará en la fe.
La vida nueva que trae el Evangelio, relativiza todas las
cosas dándoles su verdadera dimensión, pasajera, frente a lo que es definitivo.
Los enviados deberán ayudar a los hombres a permanecer fieles y recuperar a quienes
se dispersaron subyugados por el mal. Para esa misión serán revestidos de
justicia y poder espiritual, renunciando a todo por seguir a Cristo.
La predicación del Evangelio es, por tanto, la misión por
excelencia de la Iglesia, que lo ha hecho llegar hasta nosotros a través de los
apóstoles. Jesús ha dicho a sus primeros discípulos: seréis pescadores de hombres. Somos, en efecto, como peces que se
sacan del mar con un anzuelo. San Agustín dice que en nuestro caso ocurre al
revés que con los peces. Mientras ellos al ser pescados, mueren, nosotros, al
ser sacados del mar, que en la Escritura es símbolo de la muerte, somos
devueltos a la vida. Lo que mejor nos dispone a este ser pescados por la fe, es
el anzuelo de nuestras miserias y sufrimientos, que las Escrituras y la Iglesia
denominan, la cruz; ella nos hace agarrarnos fuertemente al anuncio de la
salvación, que Dios confía a los apóstoles.
La llamada a los primeros discípulos en el Evangelio,
resalta la iniciativa de Dios que es quien llama, y la respuesta inaplazable e
inexcusable del discípulo, que la antepone a todo. Hemos escuchado a san Pablo
decir: “el que invoque al Señor se
salvará”, porque la salvación viene por acoger la palabra de Cristo, que
nos anuncia el amor de Dios. Si el discípulo acoge la llamada y acepta la
misión, parte como anunciador de la Buena Nueva y suscita la salvación en quien
acoge el mensaje de la fe, que surge del testimonio que da en nosotros el
Espíritu, del amor que Dios es, y que nos tiene. Si Dios es en nosotros,
nosotros somos en él, y nuestro corazón se abre y abraza a todos los hombres,
de manera que ya no vivimos para nosotros mismos, sino para aquel que se
entregó, murió, y resucito por nosotros.
La Eucaristía, nos invita y nos potencia a entrar en comunión con la entrega de Cristo, mediante la nuestra.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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