Domingo 7º del TO C

 Domingo 7º del TO C 

(1S 26, 2.7-9.12-13.22-23; 1Co 15, 45-49; Lc 6, 27-38). 

Queridos hermanos: 

          La perfección del amor de Dios está en que ama también a malvados y pecadores, buscando su salvación, mediante la conversión para el perdón de sus pecados. Esta es la perfección a la que llama a sus discípulos dándoles su Espíritu Santo que los hace hijos: “amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, rogad por los que os persiguen, bendecid a los que os calumnian”. Este es el espíritu que vemos en David en la primera lectura, un hombre según el corazón de Dios, que ama concretamente a su enemigo, no sentimentalmente, sino con hechos: perdonando su vida por amor a Dios. El amor de los discípulos no puede ser igual al de los escribas y fariseos, publicanos y pecadores, después de haber sido amados así por Cristo. Su amor debe superar el amor natural del hombre terreno, con el sobrenatural del hombre celeste que le ha sido dado.

          Desde el hombre terreno y carnal consecuencia del pecado, al celestial, hay un camino que recorrer, que es la fe en Cristo. Nosotros hemos sido amados con esta perfección divina siendo pecadores y enemigos de Dios, y si hemos acogido su amor en el corazón, ningún mal podrá dañarnos. Al contrario podremos vencerlo con el bien que poseemos. En cambio, si dejamos al mal penetrar en nuestro corazón, engendrará allí sus hijos para nuestro mal.  

En el libro del Eclesiástico leemos: “el Altísimo odia a los pecadores, y dará a los malvados el castigo que merecen” (Eclo 12, 6). Y también san Pablo dice: “Ni impuros, ni idólatras, ni adúlteros, ni afeminados, ni homosexuales, ni ladrones, ni avaros, ni borrachos, ni ultrajadores, ni explotadores heredarán el Reino de Dios.” (1Co 6, 9-10)  Pero añade: “Y tales fuisteis algunos de vosotros.” En el don de este amor gratuito y del Espíritu Santo, hemos sido llamados a una nueva vida en el amor, que responde a la misericordia recibida, con nuestra justicia. “Pero habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios.”

Dice San Agustín comentando el salmo 121, que los montes a los que hay que levantar los ojos para recibir el auxilio del Señor, son las Sagradas Escrituras. En esta palabra podemos decir que hemos alcanzado su cima más alta, hasta llegar al cielo del amor de Dios. Por este amor, hay que llegar a odiar la propia vida y a amar a quién nos odia.

Este amor es sobrenatural; la carne ama lo suyo y detesta lo que le es contrario. Dice san Pablo, que carne y espíritu son entre sí antagónicos. Para recibir este amor espiritual, es necesario odiar la propia carne como dice el Señor en el Evangelio:  «Si alguno viene junto a mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío».

En Cristo hemos sido amados así, y de él podemos recibir su Espíritu que nos hace hijos de su Padre, y su naturaleza en nosotros se hace patente en el amor a los enemigos. Aquello de: “sed santos porque yo, Yahvé, vuestro Dios, soy santo” (Lv 20, 7), ahora se cambia en: “sed perfectos porque es perfecto vuestro padre celestial; porque habéis recibido su misma naturaleza divina, su Espíritu Santo, siendo adoptados como hijos.

Ya que ningún mérito hemos tenido para ser amados, merezcamos amando a quienes no lo merecen, para que puedan amar y merecer también ellos. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

 

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