La conversión

La conversión

Ya que el hombre se ha hecho incapaz de volver a Dios como consecuencia del pecado, es Dios quien toma la iniciativa creando puentes para encontrarse con nosotros a través de la gracia de la conversión, dándonos la posibilidad de acogerlo; de que se abran nuestros oídos, nuestros ojos y nuestro corazón a su gracia. Acoger la conversión es aceptar caminar hacia el Señor conducidos por él, de su mano, en su compañía, renunciando a la tentación de la autonomía idolátrica del propio yo.

La sintonía con Dios no es algo externo sino algo que debe tocar el corazón: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto (Is 29, 13). San Efrén comentando el Evangelio, hace notar esta falta de sintonía con su padre, de aquel hijo segundo, a quien el padre ha llamado “hijo” pero él le ha respondido diciéndole “Señor” (Mt 21, 28-32). A una relación de amor por parte del padre, el hijo responde con una dependencia servil.

Así pues, Dios busca siempre el corazón. Pero el corazón es mente y es voluntad, potencias que mueven la persona. Por eso dice la Escritura que hay que amar con todo el corazón. No basta con sentir amor o con comprender que debemos amar, el amor debe tocar también la voluntad. Amar es por tanto el resultado de dos operaciones: una toca a la mente que siente y la otra a la voluntad que actúa. Se trata como dice Jesús, de “poner en práctica y de hacer su voluntad”. San Pablo distingue entre sentir y amar, y propone el amor concretamente: “Nada hagáis por ambición, ni por vanagloria, sino con humildad, considerando a los demás como superiores a uno mismo,  sin buscar el propio interés sino el de los demás”. La Escritura está llena de sentencias como esta: “Amar, es cumplir la Ley entera”; la caridad es la ley en plenitud. Dice el Señor: “el que cumple mis mandamientos, ese es el que me ama; y también: vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando”.

La primera respuesta del corazón que posee el amor a Dios, es acoger la llamada a la conversión que nos propone; el que recapacita y se convierte, vivirá. En el Evangelio esta misión la encarna Juan el Bautista y por eso hemos escuchado lo que dice Jesús a los sumos sacerdotes y ancianos: “vino Juan y no le creísteis, cosa que hicieron los publicanos y las prostitutas”.

Cuando el anuncio de la venida del Señor se hace inminente, se acrecienta la alegría por la salvación ya próxima. El Señor trae la justicia a todas las naciones. El Evangelio nos presenta al Salvador “en medio de nosotros” aunque desconocido. Crece la espera, y la atención se aviva ante el deseo de encontrar al esperado de todas las gentes. Hay que agudizar el discernimiento eliminando toda mancha: ¡vigilancia y calma!

La voz de Juan el Bautista, sigue clamando: “preparad el camino del Señor”. Debe ser removido todo obstáculo del corazón ante su llegada. Las murallas de la libertad humana pueden ser franqueadas sólo por las puertas de la voluntad, mediante la conversión. Entonces caerá el velo de nuestros ojos, se abrirán nuestros oídos y nuestro corazón se conmoverá para acoger la salvación. Entonces seremos luz en el Señor y no sólo testigos de la luz como Juan, que aun siendo el mayor hombre nacido de mujer, no puede igualar al menor en el Señor, que ha sido constituido luz del mundo e hijo de Dios por adopción.

         Sumergido en el Espíritu Santo por aquel que da el Espíritu sin medida, todo discípulo de Cristo traspasa las puertas del Reino de Dios y se sienta en la mesa celestial con los patriarcas, los profetas y los apóstoles, mientras Juan, como los Santos Inocentes, recibe su bautismo de sangre por Cristo, testificándolo con su vida, después de haberlo confesado con sus palabras. Humilde como los grandes y grande como los humildes, el amigo del esposo y la voz de la Palabra, se apaga una vez encendida la luz en medio de las rasgadas tinieblas.

San Jerónimo comentando la parábola de los dos hijos, dice que para algunos, estos dos hijos son: los gentiles y los judíos que han dicho: “haremos todo lo que ha dicho el Señor” (Ex 24,3), pero para otros se trata de los pecadores y los justos. Los primeros se arrepienten y los segundos se niegan a convertirse. El Reino de Dios se acerca para que recibiendo el Espíritu santo, sea creado un nuevo pueblo de judíos y gentiles, en el amor y el conocimiento de Dios derramado en nuestros corazones, que nos hace hijos adoptivos de Dios.

Los pecadores son los que han dicho un no a Dios como el primer hijo de la parábola, pero se han convertido, mientras los judíos no han escuchado la voz del Señor. Dice San Lucas (7, 30) que rechazando a Juan, “han frustrado el plan de Dios sobre ellos”.

Nosotros somos los pecadores llamados a amar a Cristo mediante la conversión; pero también somos el primer hijo, por las gracias que hemos recibido, y también somos llamados por el Señor que nos dice: “Hijo, ve hoy a trabajar a mi viña”. La conversión vendrá por la acogida de la gracia, que llegará mediante la acogida del “mensajero” del Señor, que viene delante del Salvador preparando su camino. Después vendrá el Señor a perdonar sus pecados y a bautizar en el fuego del Espíritu. Los  evangelistas, identifican a este mensajero con Juan el Bautista, que prepara el camino de Cristo invitando a la conversión, mediante la confesión de los pecados, la penitencia, y el bautismo de agua en el Jordán.

El camino del Señor, queda preparado en aquel que acoge a su mensajero, en este caso a Juan Bautista, sometiéndose a su bautismo, aceptando la conversión. La gracia que lleva en sí esta palabra, le abre los ojos, los oídos y el corazón a Cristo. En cambio para quien rechaza al mensajero, esta gracia permanece inaccesible: Mirará y no verá; oirá y no escuchará; no comprenderá, y su corazón no se convertirá, y no será curado. (cf. Is 6, 9-10).

          Es por tanto el Señor, quien como el buen samaritano, ansía venir al encuentro del hombre, que se ha separado de él por el pecado: Ha dejado Jerusalén, lugar de su presencia, y se ha encaminado a Jericó, imagen del mundo, cayendo en manos de salteadores, que, después de despojarle y golpearle, se fueron dejándole medio muerto. Los profetas serán los encargados de anunciar con insistencia estos ardientes deseos de la voluntad amorosa de Dios. Juan, será el designado para precederle con el espíritu y el poder de Elías a preparar su camino, y Cristo, el elegido para encarnar su venida.

          Dios es espíritu, y aún a través de Jesucristo, el encuentro del hombre con Dios, ha de realizarse en su espíritu, y por tanto en su libertad. Los obstáculos que encontrará el Señor en su camino al corazón del hombre serán por tanto espirituales. Ningún obstáculo puede oponerse al Señor sino el espíritu del hombre, al cual dotó Dios de libertad, para que pudiera amar: Los “montes” de la soberbia y el orgullo, levantan el yo del hombre, impidiéndole el acceso al Señor, que viene manso y humilde de corazón. Estos montes del orgullo deberán ser demolidos, y rellenados estos “valles”, abismos de la hipocresía y simas insaciables de las pasiones.  Carencias socavadas en el espíritu del hombre que se ha separado de Dios por el pecado. Sólo el Señor mediante la fe, puede arrancar estos montes y plantarlos en el mar de la muerte, para anonadar su poder, y convertir el corazón del hombre, en un vergel en el que florezca la justicia, camino llano para el Señor.

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Octavo domingo ordinario A

Domingo 8º TO A (ver Dgo 18 C; lunes 29)
(Is 49, 14-15; 1Co 4, 1-5; Mt 6, 24-34)

Queridos hermanos:

          Por la experiencia de muerte que todos tenemos a consecuencia del pecado, el amor de Dios queda obnubilado en nuestro corazón, como le ocurre al pueblo en la primera lectura, y si Dios se eclipsa en nuestra vida, la precariedad del mañana nos empuja a tratar de asegurar nuestra subsistencia, a buscar seguridad en las cosas, y en consecuencia a atesorar dinero. El problema está, en que el atesorar implica inexorablemente el corazón y mueve sus potencias: entendimiento y voluntad de forma insaciable, ya que el corazón humano es un abismo que sólo Dios puede colmar. Por eso: “Sea el Señor tu delicia y él te dará lo que pide tu corazón”.
A Dios hay que amarlo con todo el corazón, pero dice la Escritura que nuestro corazón está donde se encuentra nuestro tesoro. Por eso el que ama el dinero tiene en él su corazón y a Dios no le deja más que unos ritos vacíos y unos cultos sin contenido; cumplimiento de normas, pero no amor. Pero Dios ha dicho por el profeta Oseas: “Yo quiero amor y no sacrificios”; e Isaías: “Este pueblo me honra con los labios pero su corazón está lejos de mi.”
Todo en este mundo es precario, pero no Dios. Enriquecerse y atesorar, sólo tienen sentido en orden a Dios, que no pasa, y en quien las riquezas no se corroen y a quien los ladrones no sacaban ni roban. Por medio de la caridad y la limosna, se cambia la maldición del amor al dinero, por la bendición del amor a Dios y a los hermanos: “Dad en limosna lo que tenéis (en el corazón), y todo será puro para vosotros”. Enriquecerse en orden a Dios, equivale a empobrecerse en orden a los ídolos: “Conversio a Deo, aversio ad creaturam” diría santo Tomás, a cuya cabeza está el dinero, que se acrisola salándolo con la limosna como cruz purificadora. Al llamado joven rico de la parábola Dios le da la oportunidad de repartir, pero prefiere atesorar.
Los dones de Dios en un corazón idólatra se convierten en trampas. La necedad está en dejar que la codicia guíe nuestra vida sin calcular lo efímera que es la existencia. En efecto, el hombre tiene una existencia natural, física y temporal, sostenida por el cuerpo, que requiere unos cuidados, porque tiene unas necesidades, pero está llamado a una vida de dimensión sobrenatural y eterna, mediante su incorporación al Reino de Dios, al cual está finalizada su existencia. Encontrar y alcanzar esta meta, requiere prioritariamente de nuestra intención y nuestra dedicación, pues: ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?
Buscar el Reino de Dios, es poner a Dios como nuestro Señor y depositar nuestro cuidado en sus manos providentes que sostienen la creación entera, confiando en él. “Quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará.”
En el Señor está la verdadera seguridad. “Dichoso el hombre que esto tiene; dichoso el hombre cuyo Dios es el Señor.”
         

Proclamemos juntos nuestra fe.
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