Domingo de Ramos A

 Domingo de Ramos en la Pasión del Señor A

(Is 50, 4-7; Flp 2, 6-11; Mt 21,1-11; 26,14-27, 66) 

Queridos hermanos: 

Con este domingo de Pasión o de Ramos, comenzamos la Semana Santa que la Iglesia de Oriente llama Grande. La procesión de las palmas tiene su origen en Jerusalén, donde los fieles se reunían el domingo por la tarde en el Monte de los Olivos y después de la lectura del Evangelio caminaban hasta la ciudad. Los niños llevaban en las manos ramas de olivo y palmas. En Roma, la descripción más antigua de esta fiesta, data del siglo X.

Hacemos presente la pasión del Señor, porque Cristo sube a Jerusalén sabiendo que el tiempo de la predicación ha llegado a su fin y comienza el tiempo del sacrificio: Había llegado “Su hora”, la hora de pasar de este mundo al Padre y abrir las puertas del Paraíso a la humanidad; la hora de humillarse hasta la muerte de cruz asumiendo la condición de siervo, lleno de confianza en su Padre y de amor a nosotros.

Cristo es entregado: Dios lo entregó por compasión al linaje humano; Judas por avaricia; los judíos por envidia; y el diablo por temor a que con su doctrina arrancase de su poder al género humano, no advirtiendo que por su muerte se lo arrancaría mejor de lo que se lo había arrancado ya por su doctrina y sus milagros (Orígenes Mat, 35). Cristo mismo, se entrega por amor a nosotros y por obediencia y sintonía total a la voluntad del Padre.

La gente que lo acompaña y lo ensalza en su entrada gloriosa, se diluye entre la multitud que llena Jerusalén esos días, y cuando aparece la cruz, queda solo, a excepción del discípulo y la madre, a los que es el amor el que los hace permanecer unidos a Cristo.

Toda alma santa es en este día, invitada a considerarse el “asno” del Señor, como dice un escritor anónimo del siglo IX. Pero no seamos tan asnos, que pensemos que las gentes echan sus mantos para que los pisemos, en honor al asno.

          Acoger a Cristo con palmas y ramos, debe responder a la adhesión a sus preceptos, a su voluntad, y a su palabra, que se muestra en las obras de misericordia. Aquel que guarda odio o cólera en el corazón, aunque sea sólo hacia una persona, celebra la Pascua para su desventura, y por eso los judíos buscan y eliminan toda levadura, toda corrupción, antes de celebrarla, como un signo de purificación.

          En este domingo proclamamos los misterios de nuestra salvación. Para la Iglesia sería pecado de ingratitud no hacerlo, pero también lo sería para nosotros, el no prestarles la debida atención. Purifiquémonos, pues, y perdonémonos unos a otros en el amor del Señor.

La palma que significa la victoria. Llevémosla, pues, con verdad. 

Oh Dios, a quien amor y afecto son debidos por justicia. Multiplica en nosotros los dones de tu gracia inefable. Concédenos, que así como por la muerte de tu Hijo nos has hecho esperar en aquello que creemos, por su resurrección alcancemos aquello a lo que tendemos.                                                                                                                                                      (Sacramentario Gelasiano)

Proclamemos juntos nuestra fe.

                                      

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Miéroles 5º de Cuaresma

 Miércoles 5º de Cuaresma

Dn 3, 14-20.91-92.95; Jn 8, 31-42 

Queridos hermanos:  

          El mundo es libre para negarse al bien y hacer el mal, pero su esclavitud al diablo, consecuencia del pecado, le impide negarse a sí mismo por amor. Esta libertad para poder amar, tiene que recibirla de Cristo, por la fe, que le obtiene el Espíritu Santo y el amor de Dios: “Si guardáis mi palabra conoceréis la Verdad y la Verdad os hará libres”.

      Hay una libertad, o mejor llamémosla albedrío para actuar a nivel carnal, pero la libertad del espíritu que trasciende el mundo natural y se adentra en lo sobrenatural del amor de Dios, requiere del “conocimiento” de la Verdad que se nos ha manifestado en Cristo, como entrega misericordiosa de Dios, para deshacer la mentira primordial del diablo.

          Quien engendra en nosotros el pecado no es Dios sino el diablo, padre del pecado y la muerte. Un hijo muestra la naturaleza del padre, como el árbol, a través de sus frutos. Hemos escuchado que Cristo en el Evangelio, llama a los judíos que habían creído en él, hijos del diablo. Pero como decimos que la fe en Cristo hace hijos de Dios, podemos deducir que, entre el primer acto de creer y la fe, media todo un camino que recorrer; toda una transformación, un proceso que debe realizarse para pasar de ser hijos del diablo a ser hijos de Dios.           Esa transformación será visible a través de nuestras obras, que deben pasar del ser obras de muerte, de pecado, a obras de vida, de amor, como las de Cristo: “Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, en que amamos a los hermanos.”  Ser hijos del diablo consistirá en que el pecado viva en nosotros y como aquellos judíos: “Queréis matarme a mí que os he dicho la verdad”. En efecto la obra del diablo es el pecado que mata a Dios en nosotros, y la obra de Dios es el amor que nos salva.

          Entre el creer y el amar hay todo un camino que recorrer, como entre la fe y la fidelidad, que san Juan señala claramente: “A todos los que recibieron (la Palabra) les dio poder de hacerse (llegar a ser) hijos de Dios, a los que creen en su nombre” (cf. 1, 12); Si os mantenéis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (8, 31-32). Si el que comete pecado es un esclavo, la liberación del pecado introduce en el ámbito del amor, propio de los hijos de Dios, que permanecen en la casa del Padre para siempre. 

          Que así sea.

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Martes 5º de Cuaresma

 Martes 5º de Cuaresma

(Nm 21, 4-9; Jn 8, 21-30) 

Queridos hermanos: 

Una vez más en este itinerario cuaresmal somos invitados a la fe en la misericordia divina que se ha hecho carne en Cristo. Jesús anuncia su igualdad con Yo soy, y a la vez, prepara su distinción con el Padre dentro del misterio de su unidad. La salvación de los judíos es creer en esta revelación suya, antes que esta Verdad se les imponga cuando sea levantado.

Nadie puede perdonar pecados más que Dios. De ahí que creer en Cristo, como el Señor, sea cuestión de vida o muerte para todos nosotros, como lo fue también para los judíos:Ya os he dicho que moriréis en vuestros pecados, porque si no creéis que Yo Soy, moriréis en vuestros pecados.”

Creer en Cristo es acoger la misericordia de Dios Padre, que lo ha enviado a salvar al mundo perdonando el pecado y destruyendo la muerte. Lo que sucedió en figura cuando Israel murmuraba de Dios y fue mordido por las serpientes en el desierto, se hace ahora realidad universal para cuantos hemos sido mordidos por la muerte del pecado: Cristo es elevado en el mástil de la cruz, como remedio a la muerte, por la fe en él. Mientras Cristo regresa al Padre, cumplida su misión, quien no lo haya acogido no puede seguirlo y permanece en la muerte del pecado: “Donde yo voy vosotros no podéis venir”, porque sois de abajo; yo soy de arriba y vuelvo a donde pertenezco.

Los judíos van a levantar a Cristo en la cruz dándole muerte, y el Padre lo va a exaltar a la gloria resucitándolo, y con él a cuantos lo han acogido por la fe, sentándolos con él en los cielos: “Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios.” “Porque habéis muerto y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios. 

Que así sea.

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Domingo 5º de Cuaresma A

 Domingo 5º de Cuaresma A:

(Ez 37, 12-14; Rm 8, 8-11; Jn 11, 1– 45)

 

Queridos hermanos:

 

Esta palabra habla de muerte y resurrección, y es por eso que ante la cercanía de la Pascua, se nos propone como anuncio de los misterios que nos preparamos a celebrar. En ella encontramos la catequesis bautismal elaborada sobre el acontecimiento de la resurrección de Lázaro. Como en los domingos anteriores, también hoy aparece la profesión de fe, en boca de Marta: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios. Esta es la finalidad de estas catequesis: Suscitar y proclamar la fe. “El que cree en mí, aunque haya muerto vivirá, y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre.”

Jesús comienza diciendo: «Esta enfermedad no es de muerte, es para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella». En consecuencia, Jesús debe esperar dos días a que se produzca la muerte de Lázaro. Como dice San Jerónimo: dos días han de pasar antes de que la resurrección sea manifestada: el del Antiguo y el del Nuevo Testamento, que será sellado con la muerte de Cristo, ya que todo testamento necesita para ser válido, de la muerte del testador. Por eso la resurrección de Lázaro será sólo un signo y un anuncio de la Pascua de Cristo, y del bautismo, por el que nosotros somos incorporados a ella.

Se habla de la muerte de Jesús: «Rabbí, con que hace poco los judíos querían apedrearte, ¿y vuelves allí?»  (Jn 11, 8). Jesús sabe que se juega la vida volviendo a Judea, y lo saben también los apóstoles. Por eso, cuando Jesús dice: “vayamos donde Lázaro”, responde Tomás: “vayamos también nosotros a morir con él”. Jesús arriesga su vida, pero no por Lázaro, sino por la fe de sus discípulos, y por eso dice: “me alegro por vosotros de no haber estado allí, para que creáis”. Jesús está enseñando a sus discípulos a creer, de fe en fe, y a arriesgar la vida junto con él, para que después puedan perderla como él, cuando reciban la fuerza del Espíritu Santo.

          Jesús puede ir al encuentro de la muerte, porque tiene una respuesta a la muerte. No necesita tratar de evitarla ni en él, ni en Lázaro como hace siempre el mundo. Puede entrar en ella y vencerla: “Invocó al que podía librarlo de la muerte y fue escuchado.” Fue resucitado. “Si uno camina de noche tropieza, porque le falta la luz”, pero él, es la luz del mundo: “quién me sigue no camina en las tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”.

          La finalidad de la muerte de Lázaro y de la de Jesús, es la fe: “para que creáis”; “para que crean que tú me has enviado”. Y esta fe, es para la gloria de Dios. Por ella será glorificado el Hijo de Dios y el Padre que lo resucitará para nuestra salvación. “Si crees, verás la gloria de Dios”. Por tres veces se habla de la gloria de Dios en esta palabra.

          La condición para ver la gloria y para glorificar a Dios es la fe. Al igual que la Samaritana y que el Ciego de nacimiento de los domingos anteriores, Marta es invitada a profesar la fe, antes de que se le manifieste la resurrección. La experiencia de Lázaro de ser resucitado en medio de las ataduras y del hedor de su propia muerte, es la de quienes hemos experimentado el amor de Dios y el perdón gratuito de nuestros pecados. La experiencia de la gratuidad de la fe.

          Por la fe, podemos participar de la muerte de Cristo, habiendo sido ya resucitados de la muerte de Adán, de la muerte fatal, sin remedio, consecuencia del pecado. Ahora la muerte física, ha perdido su aguijón, y servirá para que seamos transformados, y nuestra carne sea glorificada, como la de Cristo. Por la fe, podremos contemplar su gloria en la Pascua, en la Eucaristía, y junto con sus ángeles y sus santos, en compañía de la Virgen María, elevar al Padre nuestra bendición y acción de gracias, eternamente en los cielos.

 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Espiritualidad de la Vigilia Pascual

 La espiritualidad de la Vigilia Pascual.

 

          Si acudimos al libro del Éxodo (12, 42), podemos contemplar el origen de la vigilia pascual como institución divina: “Aquella noche, Yahvé veló para sacarlos del país de Egipto. Y esa noche los israelitas velarán en honor de Yahvé, de generación en generación.” Teniendo en cuenta que, ese “velar” del Señor supuso la liberación del pueblo de la esclavitud a la libertad, de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida, podemos comprender el gozo y la alegría que supuso para ellos aquella noche de vigilia que debían observar a perpetuidad.

          Cuando Cristo, en el Evangelio de Lucas (22, 15) afirma: “Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer”, no sólo tiene presente el gozo por la liberación de Egipto, sino la plenitud del gozo y la exultación, que supondrá su Pascua, como liberación perpetua y universal de todos nosotros, de la esclavitud del pecado y de la muerte.

Este es, pues, el espíritu de la Iglesia cuando se reúne a celebrar en la noche de Pascua, el “memorial” perpetuo de nuestra Redención. En esa noche estamos velando, porque el cielo se hace presente en la tierra, y así como los ángeles viven siempre porque velan siempre, ya que la vida celeste es eterno día y vigilia porque no hay allí noche, ni sueño, sino luz, verdad y vida, así al velar nosotros, traemos a nuestra consideración la vida celeste y angélica, porque en la Resurrección seremos como ángeles, según las palabras del Señor. Por eso la presencia del Señor fue día y vigilia en la noche de Egipto, cuando en ella irrumpió la vida celeste, y lo es también para nosotros cuando celebramos el “memorial” de su Pascua, de forma solemne, “entre dos luces” (Lv 23, 5), cuando extinguida la luz del crepúsculo, aguardamos velando la luz de la aurora, hasta la llegada del lucero del alba.

“Escuchó Dios, y vio y conoció los sufrimientos de su pueblo” (Ex 3, 7), y de noche bajó a Egipto, y cambió la noche en día y en vigilia de esperanza. La noche fue clara como el día, y así nació la Pascua del Señor. Ahora, al llegar de nuevo el Día que burló a la noche, han quedado fuera las tinieblas; para que salgamos, y vayamos con Cristo a arrancarle sus muertos al infierno.

Escuchando abundantemente la Palabra, somos introducidos en una comprensión más profunda del misterio de esa noche santa. Noche de la nueva creación, que nos da, el sentido espiritual de la Pascua, como dice Filón de Alejandría. Para el libro de los Jubileos (apócrifo del AT, del 150 a.C ), habría sido Abrahán el primero en celebrar la Pascua al sacrificar un cordero en lugar de su hijo, premiado por el Señor en su obediencia.

          Dice san Jerónimo, que el retorno de Cristo tendrá lugar en la noche de Pascua, y por esto, los primeros cristianos no celebraban la Pascua hasta la media noche. Si no llegaba el Señor comenzaban la celebración.

          Esta es la noche en que Cristo es entregado: Dios lo entregó por compasión al linaje humano; Judas por avaricia; los judíos por envidia; y el diablo por temor a que con su doctrina arrancase de su poder al género humano, no advirtiendo que por su muerte se lo arrancaría mejor de lo que se lo había arrancado ya con su doctrina y sus milagros, comenta Orígenes (Mateo, 35).

          Fue providencia divina, dice san León Magno (sermones 58,1), el que los príncipes de los judíos, que tantas veces habían buscado ocasión de sacrificar a Cristo, no pudieran saciar su furor más que en la solemnidad de la Pascua. Convenía, pues, que lo que había sido figurado y prometido mucho antes, tuviese manifiesto y cumplido efecto, y el sacrificio figurativo fuera sustituido por el verdadero. Se completó así con un solo sacrificio, el de las variadas y diferentes víctimas, para que las sombras desapareciesen ante la realidad, y cesaran las figuras en presencia de la verdad.

El pastor que fue herido regresa de nuevo al frente de su rebaño, y va delante abriendo camino para salir a su encuentro en el testimonio de la misión: ¡La muerte ha sido vencida y el pecado ha sido perdonado! La vida precaria en este mundo ya no volverá a ser lo que fue, porque se ha abierto una brecha en medio de la muerte fatal. La vida celeste ha irrumpido en el infierno. La noche sempiterna se ha vuelto clara como el día. Las cadenas de la esclavitud han sido rotas, y Adán se ha desembarazado de su culpa. Si por la generación nos alcanzó la condena de la desobediencia, por la regeneración de la fe, nos llega la gracia de la sumisión.

          “Cristo resucitado, ilumina con su claridad al pueblo rescatado con su sangre”, lo celebramos en el simbolismo del Cirio pascual, y lo revivimos con la aspersión y la inmersión bautismal, con la que la Iglesia rompe aguas en esa noche. Así recordamos nuestro bautismo y renovamos nuestra adhesión a Cristo, implorando también esta gracia para todos los hombres. 

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Domingo 4º de Cuaresma A Laetare

 Domingo 4º de Cuaresma A Laetare:

(1S 16, 1.4.6-7.10-13; Ef 5, 8-14; Jn 9, 1-41) 

Queridos hermanos: 

          Este domingo contemplamos una nueva imagen del Bautismo, como proceso progresivo de crecimiento en la fe: Como veíamos en la Samaritana, el ciego pasa de considerar a Cristo como “ese hombre” a reconocerlo después como “profeta”, como maestro, reconociéndose así mismo “discípulo”, y finalmente como “Señor”, postrándose ante Jesús.

          Hoy, la figura del Don de Dios, no es el agua viva, sino la luz, y lo que ella representa para el hombre que se encuentra en tinieblas y sombras de muerte por el pecado.

          Jesús se hace hoy el encontradizo con un “ciego de nacimiento”, y al preguntarle a Jesús acerca de la causa de su ceguera: “¿Quién ha pecado?”, Jesús responde que esta enfermedad no tiene relación con el pecado, sino con el plan salvífico de Dios: “Es para que se manifiesten en él las obras de Dios”. Dice un tárgum (Neophyti I, II, Éxodo 66-80): “¿qué mal hizo Isaac para volverse ciego?” Sabemos en efecto, que cuando Isaac fue viejo no era capaz de distinguir a sus hijos, y dio la bendición a Jacob, en lugar de dársela a Esaú (Ge 27, 1-45). Y responde el targum: “es que cuando Isaac estaba amarrado sobre el altar, porque aceptó ser sacrificado, vio la perfección del cielo. Su fe, le abrió el cielo a sus ojos. Y como el hombre no puede ver el cielo, ni puede ver a Dios, se volvió ciego”. En este ciego de nacimiento, la ceguera va a ser el instrumento de su apertura a la fe, abriendo los ojos de su corazón a la contemplación de la gloria de Dios.

          Cristo ha venido a dar esta luz a los ciegos de nacimiento, que como nosotros, pueden decir con el salmo “en la culpa nací; pecador me concibió mi madre”. Para ser curados de nuestra ceguera, necesitamos aceptar el juicio de Dios sobre nuestros pecados. Necesitamos acoger el Evangelio del perdón y la misericordia, reconociéndonos pecadores; la Palabra debe iluminar nuestra ceguera, como dice Jesús a los fariseos: “Si fuerais ciegos no tendríais pecado, pero como decís, vemos, vuestro pecado permanece”. No basta solamente tener delante el agua, hay que beberla, sumergirse en ella como decíamos el domingo pasado; hay que creer. Hay que dejarse iluminar por la luz que se ha acercado a nosotros.

          Con la “luz”, sucede como con el “agua” de la fe, cuya virtud no es la de quitar la sed simplemente, sino la de hacer brotar la fuente en el corazón del que cree en Jesucristo. Así, la “luz” de la fe, no sólo tiene la virtud de iluminar al creyente en Cristo, sino la de hacerlo luz en el Señor, cuyo fruto es toda bondad, justicia y verdad, como dice la segunda lectura. En el corazón del cristiano, por el Espíritu, hay luz. Luz del intelecto y llama ardiente de amor en el corazón, como cantamos en el “Veni Creator”. Luz, también para iluminar a otros y para ver con la mirada de Dios el corazón del hombre, como dice la primera lectura, sin quedarnos en la apariencia de las cosas.

En cuanto el ciego de nacimiento del Evangelio ha tenido el encuentro con Cristo después que le ha curado, aún sin haberle visto, gracias al encuentro de la fe, ya puede iluminar a otros como sucedía también con la samaritana: « Si éste no viniera de Dios, no podría hacer nada.» Si al menos los judíos hubieran reconocido a Jesús como el Cristo, se habrían convertido, hasta que Dios se les hubiese manifestado como al ciego: “Yo Soy”.

En aquella otra parábola, sin la luz del discernimiento, el fariseo solo ve un publicano despreciable, mientras que en el corazón quebrantado y humillado del publicano, penetra la luz de Dios para justificarlo, porque la mirada de Dios no es como la de los hombres.

          Que el Señor nos conceda en la Eucaristía y en esta Cuaresma ojos para ver, oídos para oír, y corazón para convertirnos a él. 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Viernes 3º de Cuaresma

 Viernes 3º de Cuaresma  

(Os 14, 2-10; Mc 12, 28-34) 

Queridos hermanos: 

La palabra de hoy nos sitúa ante el amor misericordioso de Dios que se hace camino de vida eterna que conduce por la conversión, al Reino de Dios. El Reino de Dios es el amor que Cristo ha venido a infundir en el corazón del hombre, por el Espíritu, mediante la fe en él.

Dios depositó su amor en nosotros al crearnos, y el amor produce amor; pero el pecado lo negó, sacando a Dios de nuestro corazón, y dejándonos un vacío insaciable que deseamos llenar con el amor de las creaturas, encerrándonos, e incapacitándonos para amar a alguien por encima de nosotros mismos. Pero buscar ser amado no sacia. Sólo sacia el sabernos amados de Dios, que no ha dejado de amarnos, y nos mueve al amor.

El Levítico partiendo de esta realidad, nos muestra al prójimo, como el camino para salir de nosotros mismos e ir en busca del amor, y así Cristo, como hemos escuchado en el Evangelio, unirá este precepto al del amor a Dios: “el segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. He aquí la vida feliz y el camino indicado por la Ley, que puede llevar al hombre hasta las puertas del Reino: “no estás lejos del Reino de Dios”. El escriba que llama a Cristo, maestro, de corazón, está cerca de la fe, sólo necesita llegar a la confesión de Cristo como Señor para recibir el Espíritu Santo. Sólo en el amor cristiano, la vida feliz trasciende la muerte y salta a la vida eterna. El amar como a sí mismo, pasa, al amar como Cristo. Cristo ha venido a darnos este conocimiento de su amor, dándonos además el poder amar como él nos ama.

En efecto, sólo en Cristo se abrirán las puertas del Reino, con un amor nuevo dado al hombre, en virtud de la Redención; de la “nueva creación”, por la que es regenerado el amor en el corazón del hombre. El amor con el que Cristo se ha entregado a nosotros. “Como yo os he amado” Este será pues, el mandamiento del Reino; el mandamiento nuevo; el mandamiento de Cristo, en el que el escriba del Evangelio es invitado a adentrarse mediante la fe en él: “Que os améis los unos a los otros como yo os he amado.”

Amar, es tener a Dios en nosotros, porque Dios es amor. En efecto dice san Juan que: “El amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero.”

Una vez más, el amor cristiano no consiste en que nosotros hayamos amado a Cristo, sino en que Cristo nos amó primero. Si el amor cristiano es el de Cristo, recordemos las palabras de Cristo: “Como el Padre me amó, os he amado yo a vosotros”. Así, el amor cristiano, no es otro ni diferente, del amor con el que el Padre amó a Cristo desde siempre, y con el que Cristo nos amó a nosotros. Amar al hermano es por tanto signo y testimonio del amor de Dios en el mundo. A esta misión hemos sido llamados en Cristo, porque como dice la profecía de Oseas: “Yo quiero amor; conocimiento de Dios.”

Nosotros pensamos estar en el Reino, pero es el amor el que debe testificarlo con las obras de nuestra fe: Amor a Dios cumpliendo sus mandamientos y amor al hermano; tener el Espíritu Santo. Por este amor nos negamos a nosotros mismos para entregarnos en la integridad de nuestro ser: a Dios con todo el corazón, mente y fuerzas y al prójimo con el amor de Cristo. 

Que así sea.

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Domingo 3º de Cuaresma A

 Domingo 3º de Cuaresma A:

(Ex 17, 3–7; Rm 5, 1–2. 5–8; Jn 4, 5-42). 

Queridos hermanos: 

          En estas catequesis bautismales que nos presentan los Domingos de Cuaresma, hoy bajo el signo del agua se nos muestra al Espíritu, que viene a saciar la sed de Dios del corazón humano, mediante la fe. Pero esta sed sólo puede ser saciada por el Amor y por eso esta palabra se sitúa junto al pozo, lugar de los encuentros amorosos en la Escritura: Isaac, Jacob y Moisés van a encontrar el amor junto a un pozo. Aquí la esposa va a ser Samaría, y en ella la gentilidad -figurada en la “mujer”- llamada a ser esposa de Cristo, como dice San Agustín refiriéndose a la Iglesia.

Cristo manda a los discípulos al pueblo a comprar comida, y él se queda junto al pozo a esperar a la “mujer”. Dice San Efrén (Diatesarón 12, 16-18) , que Jesús va a cazar, y no quiere que le espanten la caza. Jesús, quiere desposar espiritualmente a la “mujer”, llevándola al “conocimiento” del Esposo, ya que los samaritanos adoran sin conocer, dice Jesús, esto es, sin amar, y por eso su culto es exterior, material, pero sin contenido verdadero. Ahora, ha llegado la hora de “conocer a Dios”; de amar a Dios: Padre, Espíritu y Verdad. El amor interioriza el culto en el corazón, lo hace espiritual y verdadero; lo hace real. Así, es como el Padre quiere que se le adore, porque Dios es Amor.

          La “mujer” comienza su encuentro con “un judío”; después descubre “al profeta” y llega a reconocer “al Cristo”. Entonces Jesús testificará a “la mujer” para que su fe sea plena: “Yo Soy”. Su fe será así, perfecta. Yahvé es el Padre, el que le pide de beber es el Hijo, la Verdad, y el que se le promete es el Espíritu.

          La “mujer” ha sido conocida, es decir, amada en su realidad, y perdonada en sus pecados. Ha conocido a Dios. Se ha desposado con Cristo por la fe. Ahora, olvidando su cántaro, como el ciego su manto, y como los apóstoles sus redes, la barca y a su padre, destilando mirra fluida sus dedos como la esposa del Cantar de los Cantares, corre a anunciarlo; va a proclamar lo que ha conocido; va a compartir su “agua viva”. Ya no necesita el cántaro para dar de beber a los suyos. Ahora, de su seno manan torrentes de agua que brotan para vida eterna. Ha sido evangelizada y es evangelizadora. Samaría se ha incorporado a la Iglesia. La llegada posterior de Felipe, Pedro y Juan, (Hch 8, 4-8.14-17) les permitirá recoger abundante fruto de la semilla depositada allí por el Señor.

La presencia de Dios entre los hombres en la persona de Cristo, instaura el verdadero culto en un nuevo santuario. Ahora es posible un verdadero “conocimiento” de Dios en sí mismo y en nosotros, porque Dios se revela y se da en una nueva dimensión a todos los hombres sin distinción de pueblos.

          Cristo entrega a los hombres el Espíritu por voluntad del Padre, y el Espíritu derrama en sus corazones el amor de Dios, como dice la segunda lectura. Surgen los verdaderos adoradores que el Padre quiere, que aman al Padre, con el amor del Espíritu Santo, en la Verdad del Hijo. Este es el verdadero culto: amar a Dios, Padre, Espíritu y Verdad. Este culto sólo puede darse en el corazón del hombre, y no, en uno u otro monte.

          Cristo nos ha amado con el amor del Padre y nos ha entregado su Espíritu, para que nosotros podamos amar a Dios y al prójimo, en un culto espiritual y verdadero. Esto es posible, solamente acogiendo a Cristo y creyendo en él: “Beba el que crea en mí”; “de su seno brotarán torrentes de agua viva”. Ciertamente, “el Señor, está en medio de nosotros” como dice la primera lectura. El haberlo dudado, es lo que llevó al pueblo a tentar a Dios en Masá y Meribá.

Queridos hermanos, reconozcámonos en la samaritana y vayamos a segar la mies que está dorada. Es el tiempo de alegrarse con el Sembrador, y volver cantando, llevando las gavillas.

Proclamemos juntos nuestra fe. 

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Domingo 2º de Cuaresma A

 Domingo 2º de Cuaresma A

Ge 12, 1-4a; 2Tm 1, 8b-10; Mt 17, 1-9. 

Queridos hermanos: 

En este segundo domingo de la Cuaresma, tiempo de pruebas y privaciones, segunda etapa de nuestro camino hacia la Pascua, hacia el encuentro con Cristo Resucitado, la liturgia de la palabra nos hace presente otro camino de pruebas y tentaciones que, Abrahán, llamado por Dios, tuvo que recorrer, en cumplimiento de una Promesa que culminará con la bendición de todos los pueblos de la tierra. En pos de su llamada, debe cortar las amarras del clan, dejando casa, familia, patria, trabajo y religión, para iniciar la aventura de la fe.

Siguiendo la llamada de Dios, también Israel en Egipto va a recibir la llamada de Dios que lo pone en camino en obediencia a su palabra, y retomando la promesa hecha a Abrahán, lo lanza a la conquista de una tierra, presagio del cumplimiento de las ansias de trascendencia que anidan en el corazón humano. Es por eso, que el caminar por el desierto a la escucha del Señor, habitando en tiendas y dependiendo de su providencia, mientras sus caminos coinciden con los de Dios, será siempre para Israel un tiempo idílico, añorado, entrañable e idealizado, que cristalizará en la Fiesta de las Tiendas: “Sucot”[1], en la que todo judío piadoso debe pernoctar en una cabaña, haciendo presente así, su caminar por el desierto a su salida de Egipto, cuando recibió la Alianza y prometió escuchar la palabra del Señor. Esto es lo que hace exclamar a Pedro: “Hagamos tres tiendas”, “sin saber lo que decía”, como señala Lucas. Antes, en efecto, de que la visión beatífica sea permanente hay que descender del monte y subir a Jerusalén; antes de levantar la cabeza, hay que beber del torrente; antes que la cruz sea gloriosa, hay que cargar con su ignominia.

 También nuestra vida como camino, adquiere una meta y por tanto una dirección y un sentido en pos de la consecución de una promesa, que es también misión, iluminada por la fe. Ambas, fe y vida, se amalgaman y se potencian mutuamente en un camino que es catarsis de la existencia. Como dice la Escritura, cuando el hombre abandonando su vocación peregrinante en esta vida, se instala, dejando de tender a la meta de su predestinación gloriosa, se corrompe. 

Pero tanto Abrahán como Israel, han experimentado que, aun en su cumplimiento, todas las promesas de Dios quedan abiertas a una plenitud mayor, trascendente, universal y definitiva, que sólo se alcanzará con la llegada del Mesías, el Profeta revelado a Moisés en el monte (Dt 18, 15.19) a quien hay que escuchar; el Elegido, el Predilecto, el Siervo, el Hijo amado de Dios, en quien su alma se complace. En pos del cumplimiento definitivo de las promesas, Cristo se encamina a Jerusalén a consumar su misión como especifica Lucas (9, 31).

Todo esto, queda sintetizado en el Evangelio de hoy, cuando: “Toma Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los lleva aparte, a un monte alto”. Allí Dios va a manifestar a su Hijo como Palabra que debe ser “escuchada” para tener vida.

Así llevó también Moisés al pueblo a través del desierto al monte Sinaí al encuentro con Dios, para recibir su Palabra. Por eso todas las figuras del pasaje hacen presente el desierto y la Alianza: El monte, desde el que Dios ha manifestado su palabra a Moisés; Elías, que a través del desierto es llamado como Moisés al encuentro con Dios en el monte; la nube, que era luminosa de noche y sombra protectora de día; el rostro luminoso de Cristo como el de Moisés; y la voz de Dios. Todo evoca también al Mesías: al nuevo Moisés, y al Profeta que todos deberán escuchar para mantener su pertenencia al Pueblo de Dios (Hch 3, 22-23).  

El camino de acercamiento progresivo al hombre, iniciado con Abrahán atrayéndole con la promesa de su bendición universal, llegará a su pleno cumplimiento en Cristo, en quién Dios se deja conocer plenamente; en quién a puesto su tienda en medio de nosotros y para siempre, y en quién ha bendecido a “todos los linajes de la tierra”, destruyendo la muerte para siempre y para todos.

En Cristo, la bendición y la promesa hechas a Abrahán alcanzan su plenitud. Éste es: “mi Hijo amado, en quien me complazco; mi Elegido (Lc 9, 35); mi Siervo a quien yo sostengo (Is 42, 1): escuchadle”. Dios había inspirado a Isaías, al Siervo, como el Elegido; ahora el Padre, revela que su Siervo, el Elegido, es su Hijo amado; el Profeta prometido al que hay que escuchar para vivir.

El camino de Abrahán, el del pueblo por el desierto, y el de Cristo, nos guían en el camino de nuestra Cuaresma, en el cual, a través de la consolación de las Escrituras (Moisés y Elías), escuchamos la voz del Padre, acogemos su Palabra escuchando a Cristo, y con él somos fortalecidos para vivir la Pascua; su paso al Padre; “su partida, que iba a cumplir en Jerusalén” (Lc 9, 31), a la que también nosotros somos llamados en la Eucaristía con “vocación santa” asumiendo los “sufrimientos del Evangelio”, como dice san Pablo en la segunda lectura.  

Proclamemos juntos nuestra fe.

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[1] Sucot, o fiesta de las Tiendas (“palmas”, con que se hacían las tiendas o las cabañas en las que durante esos días debe pernoctar todo judío adulto), consistía en la celebración de la alegría fruto de la conversión y del perdón que han recibido en el día de la expiación, en la semana precedente. Evocaban el tiempo del desierto, en el cual los caminos de Dios y del pueblo coincidían; tiempo de la comunión y de la cercanía con Dios; recuerdo entrañable idealizado y añorado, que se unía a la alegría de la recolección, de la vendimia. La celebración alegre de los bienes recibidos. El Templo se iluminaba grandemente cada noche y en el atrio de las mujeres se organizaban músicas, cantos y danzas. Se organizaban procesiones desde la piscina de Siloé con cántaros de agua que derramaban sobre el altar, evocando las aguas que manaban del Templo fecundando la tierra. Así ponían ante Dios sus esperanzas de fecundidad ante la nueva sementera.

Sábado 1º de Cuaresma

 Sábado 1º de Cuaresma  

(Dt 26, 16-19; Mt 5, 43-48) 

Queridos hermanos:         

          Después de hablar del pecado como algo existencial y no sólo legal, hoy hablamos de las leyes y preceptos que Dios dio a Israel, que no sólo eran normas, sino sabiduría, cultura y santidad, que   puso a Israel muy por encima de las naciones circundantes, haciéndolo no sólo diferente de todos los pueblos, sino verdaderamente superior en todo, tanto física, como social y moralmente.  

          Una desproporción aún mayor, como veíamos ayer, hay entre la santidad cristiana y cualquier otra sobre la tierra. La perfección de Dios es tan inalcanzable para la mente y la voluntad humanas, como lo es Dios mismo. Sólo conocemos de Dios lo que Él nos ha querido revelar directamente o a través de sus obras. Del mismo modo, nuestra participación en el ser y los mismos dones que de él recibimos, nunca podrán compararse con el ser de Dios o sus atributos. Los antiguos recibieron el imperativo de ser santos porque Dios es santo, y nosotros de ser perfectos, pero no porque Dios sea santo y perfecto, sino porque es nuestro Padre. La perfección de aquellos no podía igualarse a la nuestra, porque lo que ellos conocieron de Dios no es comparable a lo que a nosotros nos ha sido concedido en Cristo; al Espíritu Santo que hemos recibido, para ser hijos, participando de su naturaleza. Por eso dice Jesús: “si vuestra justicia no es superior a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos”; al que se le dio mucho se le pedirá más.

          Dice San Agustín comentando el salmo 121, que los montes a los que hay que levantar los ojos para recibir el auxilio del Señor son las Sagradas Escrituras. En esta palabra podemos decir que hemos alcanzado su cima más alta, hasta llegar al cielo del amor de Dios. Por este amor, se realiza una verdadera e inaudita transformación en las categorías de amor y “odio”, llegando hasta “odiar” la propia vida y  amar a quién nos odia.

          En el libro del Eclesiástico leemos: “el Altísimo odia a los pecadores, y dará a los malvados el castigo que merecen” (Eclo 12, 6). Y también San Pablo dice: “Ni impuros, ni idólatras, ni adúlteros, ni afeminados, ni homosexuales,  ni ladrones, ni avaros, ni borrachos, ni ultrajadores, ni explotadores heredarán el Reino de Dios.” (1Co 6, 9-10)  Pero añade: “Y tales fuisteis algunos de vosotros.” En el don de este amor gratuito del Espíritu Santo, hemos sido llamados a una nueva vida y a una nueva justicia en el amor, que responde a la gracia y la misericordia recibidas. “Habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios.”

          El “amad a vuestros enemigos” que nos pide el Señor, nos ha sido dado a nosotros con su Espíritu, por el amor con que Él nos amó en la cruz. Por eso podemos entender aquello de “sed perfectos”, diciendo: sed perfectos con los demás, como yo lo soy con vosotros: “amaos como yo os he amado”. El amor, en efecto, es la perfección del Hijo que especifica el Evangelio, y estamos llamados a que sea también la nuestra, si recibiendo el Espíritu Santo, él derrama en nuestros corazones el amor de Dios. “para que seáis hijos de vuestro Padre celestial”.

          La perfección del Padre celestial que hace salir su sol sobre buenos y malos y manda la lluvia también sobre los pecadores, es reproducida en el Hijo, que se entrega por todos y es preceptiva en sus discípulos, para que el mundo la reciba por el amor: “Quien a vosotros reciba, a mí me recibe, y quien que me reciba a mí, recibe a Aquel que me ha enviado.” 

          Que así sea.

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Jueves 1º de Cuaresma

 Jueves 1º de Cuaresma

(Est 14, 3-5.12-14; Mt 7, 7-12) 

Queridos hermanos: 

          El tema que retoma hoy la palabra, es la oración, que nace del conocimiento de la bondad de Dios y de su amor por todo lo que ha creado, y de forma especial por nosotros. Tampoco podemos olvidar su poder y la necesidad que nos envuelve. Además, en la oración de petición hay que considerar la parte subjetiva que condiciona la calidad de la oración; cual es su objeto, y con qué oportunidad, intensidad y conveniencia, suplicamos aquello que deseamos alcanzar. La triple exhortación evangélica de: “pedir, buscar y llamar”, une a nuestra precariedad, la confianza en quien la puede remediar, que nos hace perseverar en la súplica. Necesitamos ser fortalecidos, sobre todo, en esa confianza, que depende de la firmeza de nuestra fe, cuyas compañeras inseparables son, nuestra esperanza, y nuestra caridad hacia aquel a quien invocamos.

          El Espíritu, la cosa buena por excelencia, el Don que Cristo nos ha ganado con su total entrega, debe ser nuestra máxima aspiración, pues aunque Dios provee siempre a nuestras necesidades, hemos sido creados, para nuestra participación en su propia vida divina, en la comunión definitiva con él. Pedir el Espíritu, implica desearlo, amarlo, y anteponerlo a todo; pedirlo con todo el corazón. Él, es el maestro de la oración y viene en ayuda de nuestra flaqueza porque nosotros no sabemos pedir como conviene, como nos recuerda san Pablo.

          Cuando sea el amor lo que nos mueva como fruto del Espíritu, estaremos atentos a procurar a los demás, el bien que también nosotros deseamos, más que responder solamente con la misma moneda con que se nos paga a nosotros. Es el Espíritu, quien nos mueve a actuar por el bien como única razón  sin dar cabida al mal. De una fuente dulce no brota agua amarga. De Dios no sale nunca el mal. El Evangelio está lleno de este responder al mal con el bien, como Dios hace con nosotros. Recordemos aquello de san Bernardo: Amo porque amo, amo por amor. Por eso necesitamos pedir, buscar y llamar, para que se nos dé el Espíritu que Cristo nos ha ganado con su entrada en la muerte y su resurrección y el resto lo recibiremos por añadidura. Pidamos por quienes no conocen el amor del Señor, busquemos a los pecadores, y llamemos a los extraviados para que regresen a Dios. Si no encontramos en nosotros merecimientos para recibir lo que pedimos, busquémoslos en la paternidad bondadosa de Dios, que quiere dárnoslo, como dice el Seudo-Crisóstomo. 

          Que así sea.

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