Domingo 2º de Cuaresma A
Ge 12, 1-4a; 2Tm 1, 8b-10; Mt 17, 1-9.
Queridos hermanos:
En este segundo domingo de la Cuaresma, tiempo
de pruebas y privaciones, segunda etapa de nuestro camino hacia la Pascua, hacia
el encuentro con Cristo Resucitado, la liturgia de la palabra nos hace presente
otro camino de pruebas y tentaciones que, Abrahán, llamado por Dios, tuvo que
recorrer, en cumplimiento de una Promesa que culminará con la bendición de
todos los pueblos de la tierra. En pos de su llamada, debe cortar las amarras
del clan, dejando casa, familia, patria, trabajo y religión, para iniciar la
aventura de la fe.
Siguiendo la llamada de Dios, también Israel
en Egipto va a recibir la llamada de Dios que lo pone en camino en obediencia a
su palabra, y retomando la promesa hecha a Abrahán, lo lanza a la conquista de
una tierra, presagio del cumplimiento de las ansias de trascendencia que anidan
en el corazón humano. Es por eso, que el caminar por el desierto a la escucha
del Señor, habitando en tiendas y dependiendo de su providencia, mientras sus
caminos coinciden con los de Dios, será siempre para Israel un tiempo idílico,
añorado, entrañable e idealizado, que cristalizará en la Fiesta de las Tiendas:
“Sucot”[1], en
la que todo judío piadoso debe pernoctar en una cabaña, haciendo presente así, su
caminar por el desierto a su salida de Egipto, cuando recibió la Alianza y
prometió escuchar la palabra del Señor. Esto es lo que hace exclamar a Pedro: “Hagamos tres tiendas”, “sin saber lo que
decía”, como señala Lucas. Antes,
en efecto, de que la visión beatífica sea permanente hay que descender del
monte y subir a Jerusalén; antes de levantar
la cabeza, hay que beber del
torrente; antes que la cruz sea gloriosa, hay que cargar con su ignominia.
También nuestra vida como camino, adquiere una meta y por tanto una dirección y un sentido en pos de la consecución de una promesa, que es también misión, iluminada por la fe. Ambas, fe y vida, se amalgaman y se potencian mutuamente en un camino que es catarsis de la existencia. Como dice la Escritura, cuando el hombre abandonando su vocación peregrinante en esta vida, se instala, dejando de tender a la meta de su predestinación gloriosa, se corrompe.
Pero tanto Abrahán como Israel, han
experimentado que, aun en su cumplimiento, todas las promesas de Dios quedan
abiertas a una plenitud mayor, trascendente, universal y definitiva, que sólo
se alcanzará con la llegada del Mesías, el Profeta revelado a Moisés en el
monte (Dt 18, 15.19) a quien hay que
escuchar; el Elegido, el Predilecto, el Siervo, el Hijo amado de Dios, en quien
su alma se complace. En pos del
cumplimiento definitivo de las promesas, Cristo se encamina a Jerusalén a
consumar su misión como especifica Lucas (9, 31).
Todo esto,
queda sintetizado en el Evangelio de hoy, cuando: “Toma Jesús consigo a
Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los lleva aparte, a un monte alto”. Allí Dios va a manifestar a su Hijo
como Palabra que debe ser “escuchada” para tener vida.
Así llevó también Moisés al pueblo a
través del desierto al monte Sinaí al encuentro con Dios, para recibir su
Palabra. Por eso todas las figuras del pasaje hacen presente el desierto y la
Alianza: El monte, desde el que Dios ha manifestado su palabra a Moisés; Elías,
que a través del desierto es llamado como Moisés al encuentro con Dios en el
monte; la nube, que era luminosa de noche y sombra protectora de día; el rostro
luminoso de Cristo como el de Moisés; y la voz de Dios. Todo evoca también al
Mesías: al nuevo Moisés, y al Profeta que todos deberán escuchar para mantener
su pertenencia al Pueblo de Dios (Hch 3, 22-23).
El camino de acercamiento progresivo al
hombre, iniciado con Abrahán atrayéndole con la promesa de su bendición
universal, llegará a su pleno cumplimiento en Cristo, en quién Dios se deja
conocer plenamente; en quién a puesto su tienda en medio de nosotros y para
siempre, y en quién ha bendecido a “todos los linajes de la tierra”,
destruyendo la muerte para siempre y para todos.
En Cristo, la bendición y la promesa
hechas a Abrahán alcanzan su plenitud. Éste es: “mi Hijo amado, en quien me complazco; mi Elegido (Lc 9, 35); mi Siervo a quien yo sostengo (Is 42, 1): escuchadle”. Dios había inspirado a
Isaías, al Siervo, como el Elegido; ahora el Padre, revela que su Siervo, el
Elegido, es su Hijo amado; el Profeta prometido al que hay que escuchar para
vivir.
El camino de Abrahán, el del pueblo por el desierto, y el de Cristo, nos guían en el camino de nuestra Cuaresma, en el cual, a través de la consolación de las Escrituras (Moisés y Elías), escuchamos la voz del Padre, acogemos su Palabra escuchando a Cristo, y con él somos fortalecidos para vivir la Pascua; su paso al Padre; “su partida, que iba a cumplir en Jerusalén” (Lc 9, 31), a la que también nosotros somos llamados en la Eucaristía con “vocación santa” asumiendo los “sufrimientos del Evangelio”, como dice san Pablo en la segunda lectura.
Proclamemos juntos nuestra fe.
[1] Sucot, o fiesta de las Tiendas
(“palmas”, con que se hacían las tiendas o las cabañas en las que durante esos
días debe pernoctar todo judío adulto), consistía en la celebración de la
alegría fruto de la conversión y del perdón que han recibido en el día de la
expiación, en la semana precedente. Evocaban el tiempo del desierto, en el cual
los caminos de Dios y del pueblo coincidían; tiempo de la comunión y de la
cercanía con Dios; recuerdo entrañable idealizado y añorado, que se unía a la alegría
de la recolección, de la vendimia. La celebración alegre de los bienes
recibidos. El Templo se iluminaba grandemente cada noche y en el atrio de las
mujeres se organizaban músicas, cantos y danzas. Se organizaban procesiones
desde la piscina de Siloé con cántaros de agua que derramaban sobre el altar,
evocando las aguas que manaban del Templo fecundando la tierra. Así ponían ante
Dios sus esperanzas de fecundidad ante la nueva sementera.
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