Lunes 1º de Cuaresma
(Lv 19, 1-2. 11-19; Mt. 25, 31-46)
Queridos hermanos:
En el Evangelio encontramos dos pasajes en los
que Cristo acoge, alimenta y sacia a las gentes que lo siguen, a través de sus
discípulos; el primero en referencia a Israel, y el segundo a las naciones. Encontramos
también dos pasajes en los que Cristo envía a sus discípulos a predicar, y
también uno está referido a Israel: el envío de los doce, y el otro hace
referencia a las naciones: el envío de los setenta y dos. En estos, es Cristo
quien es acogido o rechazado, en las personas de sus “hermanos más pequeños, que
son sus discípulos, porque quien os acoge a vosotros me acoge a mí, y quien a
vosotros escucha, me escucha a mí, y a aquel que me ha enviado. Cuando en el
evangelio de hoy el Señor habla de que las naciones lo han acogido o rechazado a
él, se está refiriendo a la acogida o el rechazo a sus enviados: a su predicación
del Reino, y a la paz y la salvación que encarnan.
La
relación con Dios de su pueblo, pide de él una conducta consecuente con el don
recibido de amistad, bondad, generosidad, verdad y en una palabra santidad. La
experiencia de los atributos de Dios en su vida debe repercutir en su relación
con los demás. La santidad que Dios pide a su pueblo es concretamente la que él
ha usado con ellos. Aquello de: “Sed
santos, porque yo soy santo”, vendría a ser: Sed santos con los demás,
porque yo lo soy con vosotros. Pórtate con tus semejantes como yo me porto
contigo. Jesucristo dirá: “Sed perfectos
como vuestro Padre celestial es perfecto. Porque él hace salir su sol sobre
buenos y malos y manda la lluvia también sobre los pecadores”. Esta es la
perfección del amor de Dios, que no hace acepción de personas; que ama a sus
enemigos.
La
santidad cristiana, por tanto, es superior a la de Israel, o como dirá Jesús,
superior a la de los escribas y fariseos, y por eso, “el más pequeño en el Reino, es mayor que Juan”; porque es superior
el espíritu de amor al enemigo con el que Cristo nos ha amado, y que mediante
la fe, ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo: “Amaos como yo os he amado”. “Amad a vuestros enemigos y seréis hijos de
vuestro Padre celeste”; y “mis
hermanos más pequeños”.
Esta
es también nuestra misión de encarnar a Cristo en el mundo para que el mundo se
encuentre con él, pueda acogerlo, y se salve:
«Quien a vosotros os escucha, a mí
me escucha; y quien a vosotros os rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza
a mí, rechaza al que me ha enviado.»
Con
mucha frecuencia este texto del Evangelio es usado incluso por el Magisterio,
como apoyo de la incuestionable tesis, según la cual, en las obras de
misericordia realizadas en los necesitados, se encuentra al Señor. Pero la validez
de esta actualización y de otras similares, impide en ocasiones al texto
expresar la riqueza propia de su significado e incluso exponer tesis más
específicas.
Este
texto tiene la virtud de presentar a los discípulos y por tanto a la Iglesia, como
analogía del Verbo encarnado en su misión salvadora, y como norma de juicio
ante las naciones, a través de la filiación divina que los constituye en “pequeños hermanos de Cristo”, y
miembros de su cuerpo místico.
El
apelativo de “pequeños”, está suficientemente aplicado en el Evangelio a los
discípulos y a los enviado a asumir la acogida o el rechazo de las naciones en
nombre de Jesús: “Todo aquel que dé de
beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños por ser
discípulo, os aseguro que no perderá su recompensa” (Mt 10, 42), cf. (Mc 9,
41 y 42; Mt 18, 4 – 6. 10. 14; Lc 10,
21).
“Se escribió a los fieles: "Vosotros sois cuerpo de
Cristo" (1Cor 12,27) Luego así como el alma que habita en el cuerpo, aun
cuando no tenga hambre respecto a su naturaleza espiritual, tiene necesidad,
sin embargo, de tomar el alimento del cuerpo, porque está unida a su cuerpo,
así también el Salvador, siendo El mismo impasible, padece todo lo que padece
su cuerpo, que es la Iglesia. (Orígenes,
in Matthaeum, 34).
Con el nombre de ángeles designó también a los hombres, que
juzgarán con Cristo, pues siendo los ángeles nuncios, como a tales consideramos
también a todos los que predicaron a los hombres su salvación. (San Agustín,
sermones, 351,8).
Si
es suficiente el ejercicio de las obras asistenciales, ¿dónde quedan la fe, el
perdón de los pecados y el testimonio? (Mt 10, 32s); ¿dónde la redención de
Cristo, el don del Espíritu y la vida nueva? ¿Para qué el “vosotros sois la sal
de la tierra, la luz del mundo y el fermento? La misión de la Iglesia se
reduciría a una función asistencial, a la que tristemente es reducida la
pastoral de muchas de nuestras asociaciones clericales olvidando de hecho su
misión fundamental.
Frente
a esta Palabra, los creyentes, no sólo deben tomar conciencia de su realidad
ontológica de ”hijos del Padre” y de “hermanos de Cristo”, sino también de su
misión de “pequeños”, mediadora de la salvación de Cristo a las naciones:
“Quien a vosotros recibe, a mí me recibe”. Misión de destruir la muerte del
mundo en sus propios cuerpos, constituidos en miembros de Cristo, pues
“mientras nosotros morimos, el mundo recibe la vida”, (cf. 2Co 4, 12).
Esta
palabra hace presente la misión salvadora de la Iglesia y exhorta a los fieles
a permanecer unidos al grupo de los hermanos más pequeños de Jesucristo, que la
han encarnado en el mundo, siendo por tanto objeto del rechazo o de la acogida
de los hombres, como lo ha sido Cristo mismo.
Los
cristianos, con el espíritu de Cristo, han hecho presente en sus cuerpos la
escatología. Sobre ellos se ha anticipado el juicio de la misericordia divina
(Jn 3, 18). Son conscientes de haber acogido al Señor, y ahora triunfantes por
haber permanecido unidos a la vid, son norma de juicio para las gentes y
paradigma de salvación o de condenación, frente al que serán medidas “todas las
naciones” (Mt 25, 35 y 36. 42 y 43).
Cuando
un cristiano o una comunidad cristiana escucha la proclamación de esta Palabra,
debe saberse situar en el grupo de los “pequeños hermanos del Señor”. Debe ser
consciente de la salvación que gratuitamente ha recibido y de la cual vive.
Debe recordar perfectamente los padecimientos sufridos por el testimonio de
Jesús y sobre todo las consolaciones de haber visto su mensaje acogido por
tanta gente, sobre la que ha visto irrumpir el reino de Dios y el gozo del
Espíritu Santo, cuando como “siervo inútil”, ha encarnado al mensajero de la
Buena Noticia.
Por
eso, al escuchar esta Palabra y ver que aún es tiempo de salvación y de
misericordia, su celo se robustece pensando en aquellos que aún no la han
conocido. Su vigilancia se renueva, pues por nada quisieran abandonar el lugar
privilegiado cercano a su Señor en el día del juicio y por toda la eternidad;
ni dejar su puesto en la Iglesia o ser despojados de él por el enemigo que
constantemente “ronda buscando a quien devorar”. Contemplan también las obras
santas que les concede realizar Aquel que los conforta, por el cual están
crucificados para el mundo, y no viven ya para sí, sino para Aquel que murió y
resucitó por ellos.
Son ellos, los hambrientos por Cristo, los desnudos, los presos, los enfermos, en los que Cristo es acogido o rechazado. No es ya su vida la que viven, sino que Cristo vive en ellos. Pero si al escuchar esta Palabra, caen en la cuenta de que ya el Maligno les ha desposeído de su puesto junto a los “hermanos más pequeños”, si ya se ven grandes y opresores, e hijos de otro padre, esta Palabra les llama nuevamente, porque cuando nosotros somos infieles, Él, permanece fiel.
Que
así sea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario