Domingo 7º del TO A
Lv 19, 1-2.17-18; 1Co 3, 16-23; Mt 5, 38-48
Queridos hermanos:
Hoy
el Evangelio nos presenta dentro del Sermón de la Montaña, las actitudes del
“hombre nuevo”, que hacen presente ante todo a Cristo. Efectivamente, él es
esta fuente de la que mana siempre agua dulce y que al mal, responde con bien,
como dice san Pablo en la Carta a los Romanos: “No te dejes vencer por el
mal, antes bien, vence al mal con el bien.”
Si la Ley ponía límite a la venganza con “el talión”,
Cristo anula totalmente la venganza con el amor a los enemigos y la confianza
en la justicia de Dios, que en él pasa por la misericordia del “año de gracia”, como fruto del Espíritu
del Señor que está sobre él. Así será también en sus discípulos, cuando el amor
de Dios sea derramado en sus corazones por el Espíritu que les será dado. Por
eso la moral cristiana, más que sublime, es celeste; más que exigente, es
radicalmente un don gratuito que viene del cielo.
Si bien es verdad que la justicia antigua distinguía entre
“enemigos” a quienes había que socorrer: “Si
tu enemigo tiene hambre, dale de comer; y si tiene sed, dale de beber”;
como dice la Escritura (Pr 25, 21), y “malvados” a quienes había que negar todo
socorro: “no des nada al malvado; niégale
el pan”, como se lee en el libro del Eclesiástico (12, 5). Cristo,
diciendo: “Mas yo os digo”, abre un
“kairós” de misericordia y proclama una justicia nueva, por la cual, la bondad
del Padre celestial hacia buenos y malos, que da sus dones también a los
pecadores (Mt 5, 45), es ofrecida a quienes acogen el “Año de gracia del Señor”, que es tiempo favorable de conversión,
antes que al pecador le alcance el tiempo de la justicia que inaugurará
el juicio.
En efecto, como dice la Escritura (Eclo 12, 6): “Dios odia a los pecadores, y dará
a los malvados el castigo que merecen”, pero en espera del juicio, usa con ellos de bondad y misericordia,
dándoles la oportunidad de convertirse a su amor (Mt 5, 45). También
Santiago (cf. 2, 13), afirma que “habrá
un juicio sin misericordia, para quien no se adhirió a ella”, en el tiempo
de la misericordia.
Escuchar
a Cristo decir: «Habéis oído que se dijo:
Amarás a tu prójimo y odiarás a
tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos», es algo que se
puede entender, aunque no sea tan sencillo vivirlo, pero Jesús dice mucho más: «Si alguno viene donde mí y no odia a su
padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y
hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío.» No se trata, por tanto, de una sublimación del
amor, ni de una generalización del objeto de nuestro amor, que alcance incluso
a los enemigos. Se trata de un cambio copernicano en las relaciones de amor y
odio; y en las categorías de prójimo y enemigo. No es cuestión de progreso,
sino de algo distinto: De una nueva naturaleza de amor, no centrado en sí
mismo, puro don gratuito que se nos ofrece en Cristo, en orden a la salvación
del mundo.
Dios ha dicho en el levítico: «Sed santos, porque yo soy Yahvé, vuestro Dios.» (Lv 11, 44; 19, 2; 20,
7), ahora, en cambio, Cristo dice: “amad
a vuestros enemigos”, sed perfectos, pero no, porque yo soy vuestro Dios,
sino porque Dios es vuestro Padre: “para
que seáis hijos de vuestro Padre celestial”. Por tanto, no se trata
solamente de obedecer a su palabra porque es Dios, sino de tener su naturaleza,
de participar de su santidad; de ser sus hijos.
Pero ¿cuál es la naturaleza de Dios?: Que el Padre, viendo
a su Hijo amado en quien se complace, y viéndonos a nosotros sus enemigos (cf.
Rm 5, 10), ha enviado a su Hijo a la muerte, para ganarnos a nosotros. Se ha
negado a sí mismo, ha “odiado” a su prójimo, y ha amado a su enemigo. Y el
Hijo, ha odiado su propia vida, por amor a nosotros. Por tanto, “sed perfectos” en vuestro amor de
hijos, con la perfección del amor de vuestro Padre. Sed santos con los demás,
como Dios es santo con vosotros, dándoos su mismo amor. No se trata de subir
escalones en el amor, sino de recibir la naturaleza divina del amor. Esta
palabra es Dios mismo, su amor, su naturaleza, que se nos ofrece en Cristo. No para
ser solamente discípulos, sino hijos.
Cada cual en el punto en que lo encuentra hoy la Eucaristía, es invitado a elevar al Padre de nuestro Señor Jesucristo, el canto de nuestra acción de gracias por su Hijo, que se da por nosotros para que recibamos la filiación adoptiva y la Vida eterna.
Proclamemos
juntos nuestra fe.
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