Domingo 1º de Cuaresma A:
(Ge 2, 7-9; 3, 1-7; Rm 5, 12-19; Mt 4, 1-11.)
Queridos hermanos:
En este primer
domingo al comienzo de la Cuaresma, la liturgia nos lleva a contemplar la creación
del hombre, que Dios sitúa en la felicidad del paraíso en el que él mismo está
presente junto al hombre, y siendo amor, llama al hombre al amor, para lo cual
necesita hacerlo libre, y para eso, en el centro del paraíso sitúa el árbol de
la vida, y el árbol de la ciencia del bien y del mal, que simbolizan su
libertad. Ante él se abrían
así los dos caminos: el camino de la vida sin fin y el de la muerte sin
remedio. Para permanecer en el paraíso, el hombre deberá
ejercer su libertad obedeciendo a Dios, amando y eligiendo la vida, al ser
tentado por el diablo, so pena de perder su comunión bienaventurada con el Señor,
su creador, y convertir así el paraíso en un desierto morada de demonios,
separado del Señor.
El desierto será así campo de batalla
y palestra espiritual, frente al Paraíso, meta de nuestra vocación y objeto de nuestra
esperanza, en el que Dios quiere manifestarse para mudar de nuevo el desierto
en Paraíso; muerte en vida, Moria y Gólgota en Edén, según su plan amoroso de
comunión eterna.
Contemplamos,
hoy, por tanto, a Jesús,
siendo impulsado y conducido, en el desierto, por el Espíritu, al combate con
el diablo y al encuentro con Dios. Ciertamente es necesaria la moción del
Espíritu para ir al desierto y para permanecer en él. El Espíritu, en el desierto,
moverá al hombre a entrar en sí mismo, como al hijo pródigo, y encontrar en su
corazón el amor en el que fue creado, y no vivir ya para sí, sino para Dios,
poniéndose a la escucha.
Es Dios quien llama a su pueblo a la
unión amorosa con él y le conduce al desierto lo mismo que a Moisés, a Elías, a
Juan Bautista, a los profetas y a cuantos va eligiendo, para mostrarles el
Árbol de la Vida, hablarles al corazón, purificar su idolatría, lavarlos de sus
pecados y curar su rebelión.
Solicitado por el mal, sucumbe ante la
mentira y es desterrado lejos del alcance de la vida, y en su albedrío, privado
de la libertad (Hb 2, 15). Se abre así para él un desierto de esclavitud y de
muerte.
Así lo encuentra Dios en Egipto, y tras
formarle un cuerpo, sopla sobre él un aliento de vida en el Sinaí, y lo conduce
por el desierto para introducirlo de nuevo en el Paraíso. Pero sucumbe prueba tras
prueba, y sólo después de cuarenta años, una nueva generación alcanza la tierra
que se abre a la esperanza del definitivo retorno.
Sólo en Cristo, el hombre estará
preparado para recibir de Dios y para siempre, la puerta franca del Paraíso.
Para eso, y una vez recibido el Espíritu, Cristo deberá vencer en el desierto “al que tenía el dominio sobre la muerte, es
decir, al diablo, y liberar a cuantos por temor a la muerte, estaban de por
vida sometidos a esclavitud” (Hb 2, 14s.). La presencia de los ángeles en
la que fue morada de los demonios, y la comunión con los animales del campo
(cf. Mc 1, 13), anuncian ya la irrupción del Paraíso entre los hombres.
“En aquellas tres tentaciones está
compendiada y descrita toda la historia ulterior de la humanidad, y muestran
las tres imágenes a las cuales se reducen todas las indisolubles
contradicciones históricas de la naturaleza humana sobre la tierra:
sensualidad, voluntad de poder y orgullo de superar la condición mortal. Los
tres impulsos más fuertes de la multitud humana; las tres chispas que encienden
continuamente la carne y el espíritu”, como dijo Dostoievski.
El marxismo, elucubrando salvar al
hombre sólo con el pan, reduciéndolo a puro materialismo, ha fracasado, porque:
“no sólo de pan vive el hombre”. Las tentaciones
de Marx, Nietzsche y Freud, maestros de la sospecha como se les ha llamado, son
las ofrecidas a toda la humanidad, como a Cristo: “yo te daré toda esta gloria”; una vez más, Satán, repropone las
mismas tentaciones perennes, por las que: “se
os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal”.
¿Y cuál es la respuesta de la Iglesia?: Seguir
a Cristo. Amarle con todo el corazón: mente y voluntad; con todo el alma:
tomando la cruz; y con todas las fuerzas: apoyándose sólo en él. Todas las estructuras,
toda dialéctica, y toda represión, están totalmente superadas en el Maestro que
lava los pies a sus discípulos, y a todo aquel que lo sigue en pobreza,
obediencia y castidad.
La fracasada historia humana, es conducida por fin, al éxito de la victoria que se consumará en la Cruz: “Te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso”. En esta esperanza nos conduce la Cuaresma al encuentro con Cristo en la Pascua.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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