LAS SAGRADAS ESCRITURAS VII De la Santa Iglesia Madre, a la Santa Madre Iglesia


De la Santa Iglesia Madre, a la Santa Madre Iglesia.[1]


      
          Paralelamente al pluralismo judío del primer siglo de la era cristiana, en la que encontramos: herodianos, saduceos, fariseos, zelotes y esenios, podemos identificar entre los primeros discípulos, aquellas mismas tendencias que conformaban el ambiente de la nación, y que la fe en Jesús de Nazaret, iría transformando, sin que por eso dejaran de existir completamente, enriqueciendo así la unidad de la comunidad original. Sabemos que Juan era pariente del Sumo Sacerdote, y por tanto cercano a los saduceos, que Simón era zelote, Natanael podía haber sido un buen fariseo, lo mismo que Pablo, etc. Todas estas características podemos apreciarlas también en el pluralismo que nos presenta el Nuevo Testamento: Pedro, Santiago, Marcos, y Mateo, por un lado, Pablo y Lucas por otro, y Juan por el suyo propio. Junto a estas notas distintivas, es mucho más lo que los une en su judaísmo, que habiendo encontrado en Jesús de Nazaret al Mesías, alcanza en ellos una plenitud de realización, a la que aspiraba la nación entera de Israel.

          Es esta conciencia de realización definitiva, la que hace a los discípulos y al entero Nuevo Testamento, saberse y definirse como los verdaderos judíos, que lo son no sólo en la carne, sino y sobre todo en el espíritu. Adherirse a Cristo no supone, por tanto, en modo alguno, dejar el judaísmo, aunque a partir del año 90, tendrían, de hecho, que dejar la sinagoga. Con el cristianismo no nace una nueva religión, sino que el judaísmo alcanza la era mesiánica de realización de las promesas, y en el que se cumplen las esperanzas de Israel. Un judaísmo cristiano, o como se le ha dado en llamar: un Judeocristianismo.

          La apertura inmediata a los gentiles, como mandato expreso de Cristo, viene a realizar el designio divino de que todos los pueblos reconozcan y bendigan al Señor como anunciaron los profetas. No hay que olvidar que “la salvación viene de los judíos”, como dijo el Señor a la samaritana. Lo contrario sería arrancar el cristianismo de la Historia de la Salvación haciéndolo una gnosis, y cayendo en la mayor de las herejías. Dios, en Jesucristo, se hace hombre de la descendencia de David concretamente.

          Mientras para un gentil la única forma de incorporarse al pueblo de Dios es mediante la fe en Jesucristo, para un judío, la fe en Jesucristo, es la única posibilidad de permanecer en el pueblo de la Nueva y Eterna Alianza, sellada en la sangre de Cristo. Los judeocristianos, son aquellos judíos que creen en Jesús, Hijo de Dios Padre, que envía sobre ellos el Espíritu Santo.

          El judeocristianismo, es pues, el judaísmo legítimo del siglo primero que subsistirá en el Nuevo Testamento, mientras el “judaísmo rabínico” (judaísmo actual), que se configura entre los siglos segundo y tercero, prácticamente fariseo, es radicalizado, cerrado y excluyente[1]. Entre sus acciones de contención frente a la aniquilación y la dispersión judía, el rabinismo de ben Zakkai, decreta una mutilación de la Septuaginta, eliminando los escritos posteriores a la muerte de Esdras, y se empeña en la ingente tarea de fijar por escrito la tradición oral, desde Tiberíades, Séforis, y Yabné, que dará origen a la Misnáh, con los graves inconvenientes que supone esclerotizar una tradición oral frente a la adaptación natural de la realidad en constante evolución.

          La expulsión de las sinagogas del judeocristianismo llevada a cabo en el año 90 por Gamaliel II, mediante la inclusión en la duodécima bendición sinagogal de una maldición contra los “nazarenos”, supone su separación definitiva del judaísmo rabínico, a lo cual se une la proliferación cada vez mayor de los cristianos venidos de la gentilidad, que van reduciendo el judeocristianismo a una minoría, aunque cualificada, debido a su conocimiento de las Escrituras, del hebreo y de la tradición judía, y que serían la fuerza impulsora de la comunidad cristiana del siglo cuarto.

          Paulatina y tristemente avendrá después una separación real, cada vez mayor, entre los cristianos venidos del paganismo y los judeocristianos, que hasta el siglo cuarto, fueron un motor en el seno de la Iglesia. Entre otras cosas, el cambio de la fecha de la Pascua será uno de los efectos desencadenantes de la separación. Después con la llegada de los bizantinos llegarán también las teologías y los dogmas, de la Santa Madre Iglesia, no siempre fáciles de asimilar para la mentalidad semita de aquellas primeras comunidades de la Santa Iglesia Madre.

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[1] En Yabné, (Yamnia o Yavneh), antigua ciudad costera al este de Jerusalén, cercana a la actual Tel Aviv, mencionada en los escritos de la época bíblica macabea, que se convirtió en una ciudad judía de importancia, tras la caída de Jerusalén el año 70 d.C., cuando muchos estudiosos judíos tuvieron que huir a esta ciudad y se asentaron en ella; según la tradición, Eliezer ben Hyrcanos y Yehoshua ben Hananyah ayudaron al rabino Yohanan ben Zakkay a esconderse en el ataúd que lo trasladaría hasta Yabné, burlando así a los sicarios que no permitían a los judíos abandonar la ciudad para escapar de la rebelión. 

            Dentro del Judaísmo surge por entonces una disputa sobre el canon correcto de las Escrituras. Mientras los saduceos, sostienen que solamente conforma el canon de las Escrituras el Pentateuco (la Ley, la Torá), otros grupos también admiten los Profetas (Nevi'im) y los Escritos (Ketuvim). El grupo judío predominante entonces era el de los fariseos, que considera un canon, formado por la Ley, los Profetas y los Escritos, y a finales del siglo I, el Judaísmo rabínico naciente, estableció como canon de sus libros sagrados, aquellos que cumplieran tres requisitos: que hubiera una copia del libro en cuestión, y que se supiera que fue escrito antes del año 300 a.C., antes de la muerte de Esdras, (cuando comienza la helenización de Palestina); que dicha copia estuviera escrita en hebreo o cuando menos arameo (no griego, la lengua y cultura invasora, que empleaba además el judeocristianismo en sus escritos) y que tuviera un mensaje considerado como inspirado o dirigido al pueblo judío, no cristiano.

            Lutero usó esta decisión, no cristiana, como base para la formación de su canon bíblico, desestimando el Canon (alejandrino) que usó la Iglesia desde Pentecostés, y que siendo predominante en tiempos de Jesús, fue acogido por la ella, hasta la Reforma Protestante, con la controversia acerca de los libros llamados Deuterocanónicos, que el Judaísmo rabínico naciente, había suprimido, por su cuenta, del “Canon de los Setenta”, a finales del siglo I, tratando de impedir así la continuidad evidente de la revelación divina, con el advenimiento de Jesucristo, en quien hallan cumplimiento las Escrituras y se establece la Nueva y Eterna Alianza en su sangre, que acoge como pueblo de Dios, a cuantos en Israel, y después en el mundo entero creerán en él.


                                                                             


[1]  Cf. De Gasperis, F. R. Cominciando da Gerusalemme (Lc 24, 47). La sorgente della fede e dell’esistenza cristiana, Edizioni Piemme, Casale Monferrato (AL) 1997.

LAS SAGRADAS ESCRITURAS VI Los cánones rabínico y católico


Los cánones rabínico y católico de las Escrituras.[1]

           
          Alrededor del año 280 a.C., Tolomeo II filadelfo, manda traducir, la biblia hebrea, pre canónica, al griego, lengua habitual de la gran comunidad judía de Alejandría, por diversas motivaciones. Esta traducción fue realizada por setenta estudiosos elegidos, por lo que fue denominada “la Septuaginta”, o biblia de los LXX.  

          Con la aparición del cristianismo, las primeras comunidades de lengua griega, utilizaron de forma preferente esta traducción, en la que tanto el mensaje como la figura de Cristo eran acordes al cumplimiento de las promesas y las esperanzas de Israel, en una continuidad de la revelación divina, que sin interrupción alguna llegaba hasta el advenimiento de Jesús de Nazaret en la plenitud de los tiempos.

          Con el descalabro del pueblo judío a causa de las continuas revueltas promovidas por los sicarios contra Roma, la destrucción del segundo Templo, y la expulsión de los judíos de Jerusalén, tanto el Sanedrín como la élite farisea, se desplazaron a la pequeña ciudad de Yabné, (antigua Yamnia, incendiada en tiempos de los macabeos) a orillas del mar, en la que Yohanan ben Zakkai, obtiene la autorización de Roma, para fundar una universidad rabínica, que daría origen al “rabinismo”, nuevo judaísmo casi exclusivamente fariseo, sectario y radicalizado en la observancia, que se propone rescatar a la nación judía de la dispersión de la doctrina, la disolución helenista, la diáspora, y la influencia cada vez más fuerte del incipiente cristianismo de los “nazarenos”, que utiliza el griego en sus escritos.

          Entre sus prioridades, junto al rescate del hebreo, se encuentra la conveniencia de fijar un canon “palestino” de las Escrituras que marque distancia con todo el acontecimiento cristiano, relegándolo a algo tardío, alejado de la revelación y sin conexión alguna con las promesas y las esperanzas de Israel. Como consecuencia se mutila expresamente la Septuaginta, fijando como límite de la revelación, los escritos anteriores a la muerte de Esdras en el siglo V a. C., con excepción hecha, por conveniencia, del libro de Daniel, quedando excluidos siete libros, tenidos como inspirados en el canon “alejandrino”, y consecuentemente todos los escritos cristianos.

          Con estas drásticas medidas, este sínodo judío de Yabné, establece por decreto el silencio de Dios, y se erige en conductor de su propia historia, ratificando su ya suspendida pertenencia a la Alianza del pueblo elegido, con el rechazo de Cristo, según aquellas palabras del Deuteronomio citadas por Pedro en el libro de los Hechos: “El Señor Dios os suscitará un profeta como yo de entre vuestros hermanos; escuchadle todo cuanto os diga. Todo el que no escuche a ese profeta, será excluido del pueblo” (Hch 3, 23).

          Juan Pablo II en Maguncia en 1980 hizo la siguiente declaración: “la Alianza que estableció Dios con Israel no ha sido nunca anulada ni abolida.” El Papa apoyó su declaración en el texto de la Carta a los Romanos (11, 28-29): “Son amados (los judíos) en atención a sus padres. Pues los dones y la vocación de Dios son  irrevocables.” Efectivamente, la alianza con Israel nunca ha sido anulada ni abolida, sino al contrario, ha alcanzado su realización y su plenitud de cumplimiento en Jesucristo, continuando viva en la Iglesia, cuerpo suyo, con María, los apóstoles, los judíos que creyeron en él y los santos, verdadero Israel que ha mantenido su fidelidad a la Alianza, acogiendo en su seno a las naciones, mientras otros se han auto excluido rechazándola.

          Dice, en efecto, la Escritura: Cuando venga el dueño, “arrendará la viña a otros labradores, que le paguen los frutos a su tiempo; por eso os digo: Se os quitará el Reino de Dios para dárselo a un pueblo que rinda sus frutos” (Mt 21, 41.43). “Era necesario anunciaros a vosotros en primer lugar la palabra de Dios; pero ya que la rechazáis y vosotros mismos no os consideráis dignos de la vida eterna, mirad que nos volvemos a los gentiles” (Hch 13, 46). Respecto a la conversión a Cristo de los judíos, que desea san Pablo, no hay por qué dudar ni de la bondad, ni del amor, ni de la misericordia de Dios, que son infinitas.

          A través de esos libros descartados, Dios ha seguido hablando, purificando, y preparando a su pueblo, para la llegada de su Cristo, que llevaría a su culminación la Historia de la Salvación, mediante la Alianza Nueva y Eterna,
sellada con su sangre, centro y culmen de la revelación que se cerrará con la muerte del último de los apóstoles. A esta alianza quedan incorporadas las naciones, que reconociendo a Jesucristo como Mesías, Emmanuel y Salvador,  constituyen un cristianismo abierto a la universalidad de los gentiles, según las promesas hechas a Abrahán.

          En cuanto al canon católico, podemos comenzar diciendo que, como sabemos, Cristo no escribió nada, ni tampoco mandó a sus discípulos escribir, sino predicar, y que fue el Espíritu Santo dado a la Iglesia, el que la ha ido conduciendo a la verdad completa, suscitando dones y carismas para la edificación del Cuerpo de Cristo, hasta su retorno glorioso, cuando haya sido completado el número de los hijos de Dios.

          La Tradición cristiana, partiendo de la predicación y las enseñanzas de Cristo transmitidas a los apóstoles, con el mandato expreso de predicar y enseñar a todas las naciones, irá cristalizando en escritos, cartas y libros, simultáneamente a la vida de las comunidades, a su liturgia, y al progreso de su ordenamiento como pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo.

          Como dijo Christopher Francis Evans, el cristianismo nace con una biblia en su cuna, y a ella se irán uniendo textos inspirados escritos en lengua griega, de forma que al llegar el año 200, puede darse por completado el canon, en el que en el siglo III, Tertuliano menciona el Nuevo Testamento, permaneciendo, no obstante, algunas dudas acerca de la inspiración de la Carta a los Hebreos, la Carta de Santiago, las 2ª y 3ª de Juan, la 2ª de Pedro, y el Apocalipsis, aunque no será hasta medio siglo después de la muerte de Constantino, cuando la Iglesia se plantee la resolución de este asunto. Podemos afirmar que a finales del siglo IV, la aceptación del canon es completa; sólo la Iglesia de oriente mantendrá alguna reticencia respecto al Apocalipsis, que quedará resuelta en el III Concilio de Constantinopla el 681.

          El Concilio de Trento saliendo al paso del intento protestante de modificarlo, proclamará el canon como dogma, el 1563.

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[1] Cf. Apología 2.1.com

LAS SAGRADAS ESCRITURAS I Una luz en las tinieblas


Una luz en las tinieblas


            Las Escrituras son ciertamente el testimonio de la fe de un pueblo. Estas tres realidades: Escrituras, fe y pueblo, que Dios ha hecho nacer, crecer, y desarrollarse simultáneamente, como semillas divinas sembradas en este mundo, al crecer se hacen árbol frondoso, capaz de incorporar en su seno a todos los hombres. Dios se ha manifestado siempre en la historia humana dejándose conocer por el hombre, para hacerlo testigo suyo en medio de los demás hombres, a través de los siglos, de generación en generación, hasta la consumación de los tiempos, cuando haya sido completado el número de los hijos de Dios, como “muchedumbre inmensa que nadie puede contar”, tal como describe el libro del Apocalipsis (cf. Ap 7, 9). Han sido esta fe, esta elección y esta misión, eternas, las que han determinado el nacimiento, el desarrollo universal, y la prodigiosa y sempiterna permanencia de un pueblo, frente al acecho ininterrumpido de la enemistad diabólica, cuyas “puertas infernales” abatirá definitivamente, una vez consumado el drama amoroso de la libertad humana.

            El desarrollo de esta fe, cristaliza en las Escrituras, que sin pretensiones de una exposición histórica estricta y cronológica, van leyendo los acontecimientos y los tiempos, mediante una interpretación teológica de la relación humana con Dios. Verdadera metahistoria, en la que la revelación divina sitúa la existencia del hombre en el mundo proveyéndola de sentido, dirección, y meta que alcanzar, desde la intervención creadora de Dios participando su ser a cuanto existe, hasta su plenitud final en el reino eterno. Dios ha acontecido en el desarrollo del mundo, unas veces de forma más perceptible que otras, a través de su Espíritu, gobernándolo, renovándolo, e inspirando y corrigiendo las acciones de los hombres, para conducirlos, en libertad, al conocimiento de su Amor, omnipresente en la existencia humana desde su principio.

            Las Escrituras surgen como inspiración prodigiosa de Dios a unos hombres sabios exiliados en Babilonia, que en medio de su angustiosa situación, añoran la pérdida de su tierra, la vida y las instituciones de su nación, pero sobre todo, su grandeza de haber sido un pueblo elegido por Dios, en el que habitar en medio de ellos en su Templo de Jerusalén. No pudiendo permanecer indiferentes ante semejante crisis existencial, que pretende aplastar su auto conciencia de ser un pueblo sobre todos los pueblos, y viéndose ahora en tal anonadamiento, recurren a su fe en busca de sentido, siendo guiados por la misericordia divina, para que “entrando en sí mismos”, como el hijo pródigo de la parábola evangélica, descubran en la causa de su grandeza, el motivo de su ruina, por su infidelidad, y aparezca ante ellos el memorial de un Dios vivo en su historia, que les habla desde los acontecimientos del pasado, invitándolos a hacerlos actualidad vital, mediante la invocación del espíritu, según la profecía de Ezequiel (cf. Ez 37, 1-10).

            Entonces recuerdan, y escriben multitud de aquellas tradiciones ancestrales de sus antepasados, comprendiendo que los grandes traumas de su historia, tanto pasados, como presentes, y futuros, como pueblo germinal y paradigmático que son, en el que la fe debe manifestarse, sólo adquieren sentido, mediante una reflexión, que les lleva a advertir, que el quebrantar su alianza con Dios, les hace perder su razón de ser, y de existir, y aunque la fidelidad de Dios no anulará nunca sus promesas, ni su elección, a una corrección paternal, ciertamente severa, sucederá indefectiblemente su misericordiosa compasión y su perdón. Sus escritos, van pues, a ser los encargados de reconstruir su propia identidad, sobre los cimientos de una fe que les una realmente y les engrandezca, sirviéndose para ello, libremente de la historia, como base sobre la que plasmar la existencia, la manifestación progresiva y la providencia de Dios, que se deja conocer del ser humano cada vez más profundamente, abriéndolo al horizonte infinito de su amor.

            Parece probado científicamente en la actualidad, el origen común de Israel con los pueblos cananeos, entre los cuales habrían ocupado posiblemente, los estratos más bajos de servidumbre e incluso de esclavitud, hasta el punto de que algunos habrían tenido que emigrar a Egipto en busca de subsistencia y libertad, mientras otros, pertenecientes a las tribus de Zabulón, Isacar, Aser y Neftalí, hallándose ya establecidos en la tierra, desde una época anterior indeterminada, no habrían bajado a Egipto, y habría sido sólo con la llegada de Josué a Siquén, cuando se habrían adherido progresivamente a la fe en Yahvé, que el grupo de los “rescatados” de Egipto había traído. Unidos a ellos, habrían adquirido progresiva y definitivamente sus territorios, en continua lucha con los cananeos que los habían subyugado hasta entonces, o que simplemente habían supuesto para ellos una amenaza constante. Es digno de fe aceptar que sólo a una intervención prodigiosa de Dios, pueda atribuirse el hecho de semejante conjunción de acontecimientos prodigiosos, que dieron origen a la transformación realizada en un colectivo de esclavos, que quedaría plasmada en la epopeya del Éxodo.

            También en el advenimiento de la Nueva Alianza profetizada por Jeremías y llevada a cumplimiento en la sangre de Jesucristo, encontramos evidencias de estas intervenciones decisivas de Dios que reconducen la historia de forma imprevisible, mediante saltos cualitativos ajenos a cualquier tipo de evolución, a los que sólo la fe es capaz de dar una respuesta cabal. En estos casos, además, no es necesaria una elaboración historiográfica de heroicos y extraordinarios personajes míticos, dada la cercanía histórica de los testimonios. Pensemos, si no, en el grupo de los discípulos de Jesús de Nazaret, de por sí rudos e  incapaces, sumidos en la más espantosa crisis de identidad a causa de la muerte trágica de su maestro: descabezados, desmoralizados, y temerosos, que de repente adquieren fortaleza, osadía para oponerse a la férrea disciplina de las autoridades y las herméticas instituciones judías, y emprenden la aventura colosal de propagar su fe hasta los últimos confines de la tierra, sin más armas que la predicación del Evangelio, la celebración del Memorial pascual de su Señor Jesucristo, y la unidad y el agapé entre los discípulos. Pensemos también en Saulo de Tarso, perseguidor implacable de los seguidores de Jesús, que en un instante, se transforma en su más esforzado apóstol, hasta la entrega de su vida por la fe que pretendía destruir.

            La narración bíblica, en orden a resaltar la elección divina y su predilección por su pueblo, postula una distinción de origen respecto a los clanes autóctonos de Canaán, que habría de transformarse en Judea, Palestina, y Tierra Santa, afirmando una ascendencia aramea de la estirpe. A tal efecto, en la narración, encontramos que, mientras Isaac, en la línea sucesoria del patriarca Abrahán, para defender la pureza de su sangre va en busca de esposa a la tierra de sus ancestros, como hará también Jacob, aunque forzado por otras causas, para formar su familia, conservando así, también él, la pureza de su sangre, Esaú, apartado ya de la primogenitura, no dudará en unirse a las hijas de los hititas (cf. Ge 26, 34) mezclando con ellos su futura descendencia, quedando así alejada de las bendiciones y de la Promesa divina. José, Efraín y Manasés, por su parte, aportarán sangre egipcia a la estirpe de Israel (Ge 41, 50), justificando con ello, y haciendo comprensibles a la vez, sus constantes desavenencias con Judá y las tribus del sur unidas a él, recurrentes en la historia, hasta su desaparición del horizonte del judaísmo posterior al Exilio.

            En realidad, no son necesarias diferencias en el linaje para justificar tales divergencias y enfrentamientos entre hermanos en el seno de la familia. Tal antagonismo, motivado unas veces por las preferencias de los padres, y otras por las propias actitudes de los hijos, llena, de hecho, toda la narración bíblica: Caín mata a Abel; Esaú persigue a Jacob, sus hermanos atentan contra José, y el norte se opone al sur. José, o Efraín, en efecto, pasará a denominar al Israel del norte, hasta su desaparición con la caída de Samaría y su deportación a Asiria el 721, por Sargón II, siendo establecidos en Jalaj, cerca de Jarán, en el Jabor, río de Gozán, y en las ciudades de los medos. Después del destierro, permitiendo Ciro regresar a su tierra a “cuantos pertenecen al pueblo”, los que regresan del destierro, lo hacen, pero cada cual a su ciudad.

            Esdras, sacerdote y escriba, reorganiza entonces el culto a Yahvé convertido ya en “judaísmo”, en el reconstruido Segundo Templo de Jerusalén; se trata de un nuevo Moisés, y un nuevo pueblo, que renueva su compromiso personal con la Alianza. Ahora el pueblo cuenta con una primera redacción de la Biblia hebrea con los cinco libros de la Torah, que comprende las leyes de su relación con Dios y con sus hermanos. La lectura y el estudio de las Escrituras que ha sido el sostén de su fe en ausencia del Templo, durante setenta años, junto a la plegaria con los salmos, entorno a la sinagoga, formará, en adelante, parte cada vez más importante en su relación con Dios, a tal punto, que las Escrituras llegan a constituir el lugar privilegiado en el que escuchar la voz de Dios, y no sólo como encuentro con las lecciones eternas de la historia, sino como: “lámpara para mis pasos y luz en mi sendero”; como “palabra de Dios”, en la que no puede haber error alguno, adquiriendo el rango de “sagradas”, y preparando así al pueblo de forma providencial, para un futuro judaísmo sin templo. El culto se irá espiritualizando interna y externamente, dando paso además a una pertenencia universal al Pueblo de Dios, no tanto por su dispersión en medio de las naciones, cuanto por la acogida en la fe de Abrahán de gentes de toda raza, lengua, pueblo y nación, convocadas por “el Profeta”, al que habrá que escuchar para incorporarse o permanecer en el pueblo de la Alianza.

            Jerusalén, que en un principio formaba parte de la heredad benjaminita, al ser conquistada por David, queda en adelante unida a Judá, que pasará a ser la denominación propia dada a las tribus del sur. Se alcanzará así, la unión definitiva en: “Un solo pueblo y un solo rey”, como había sido anunciado por el profeta Ezequiel (37, 15). En cuanto a la unidad religiosa que Josías había hecho posible en el 640, con su reforma, consiguiendo, la instauración en Israel del monoteísmo, con la exclusividad del culto a Yahvé, en el Templo, y la incorporación fundamental en el 622, del “Rollo de la Doctrina” que hoy conocemos como el Deuteronomio, se perderá de nuevo después de la muerte de Josías en el 609, con el ascenso al trono, de reyes impíos, que arrastrando de nuevo a Israel al politeísmo, le acarrearían el desastre profetizado por Jeremías. Yahvé, “el alfarero divino”, (Jr 18, 1-12) preparaba así un nuevo comienzo para su pueblo, purificándolo con el “Exilio,” a manos de Nabucodonosor en el 589.

            Dios, fiel a sus promesas, no va a permitir que Judá, que con toda probabilidad se precipitaba a ello, se extinga en Babilonia como sus hermanas las tribus del norte, en Asiria. Con la mediación de los profetas, Dios prepara a su pueblo al “gran acontecimiento de la conversión”, a través de la lectura de “las Escrituras”, don precioso y perdurable de su Espíritu para la vida del mundo. La mayor enseñanza que Israel puede sacar de la misericordia divina para con su pueblo a través del Exilio, será el conocimiento de un: Dios justo que castiga la infidelidad, pero que “aunque aflige, usa de misericordia, porque no rechaza para siempre el Señor”, como dice el libro de las Lamentaciones (cf. 3, 31-33).

            Cerramos, así, la reflexión, en torno a cuanto ha dado origen al nacimiento de las Escrituras, dando respuesta a aquella exclamación desgarradora del profeta Isaías (Is 6, 11): ¡Hasta cuándo, Señor!
            “El que dispersó a Israel lo reunirá, lo guardará como un pastor a su rebaño; porque el Señor redimió a Jacob, lo rescató de una mano más fuerte.”(Jr 31, 10).

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LAS SAGRADAS ESCRITURAS II El Dios de Abrahán


El Dios de Abrahán.
            
                                                                              
            La figura de Abrahán es fundamental en el recorrido que Dios ha preparado al hombre para dejarse conocer por él. Lo encontramos, según la tradición, naciendo, muy pertinentemente, en Ur, de donde lo sacó Dios, de en medio de una familia tan politeísta como lo serían todas en aquel tiempo y en aquel lugar. Pero la elección de Dios sobre un hombre, llamado a ser grande entre los grandes, habría puesto en su corazón la intuición insólita y totalmente anacrónica, de la singularidad de un Dios, que intervenía y dominaba la historia, y cuya unicidad iría manifestándose en el desarrollo posterior de la fe. No hay mayor reconocimiento de la gloria que le sea debida al origen de tanto bien. Con este don seminal, se da por comenzada la obra del Señor, que va a conducir a su elegido, elevándolo del común de los mortales, hasta llegar a situarlo, en la plenitud de los tiempos, en el centro del mundo y en la cúspide espiritual del conocimiento de Dios.

            Ur es ciudad que se pierde en la antigüedad de los tiempos remotos, entre mitos sumerios, elamitas y acádicos, hasta el punto que podríamos afirmar de ella, que fue fundada por el mismo Adán cuando fue expulsado del Paraíso, plantando allí mismo su tienda junto a sus puertas, con la esperanza de poder retornar pronto a descansar junto al árbol de la vida, sentado a su sombra a la hora de la brisa, gozando de nuevo de la compañía y la amistad del Señor. Y fue el Señor quien salió en busca de la oveja que se le había perdido, para introducirla de nuevo a su presencia, y la llamó diciéndole: “Sal de tu tierra y de tu parentela y vete a la tierra que yo te mostraré. Haré de ti una nación grande y en ti se bendecirán todas las razas de la tierra”. Edén ya no sería más un lugar mítico al que regresar, sino una meta del espíritu que alcanzar por la obediencia y la confianza en el Origen de toda bienaventuranza al que llamamos Dios. El camino de Abrán sería el de Adán y sus hijos, de generación en generación, y su recorrido para alcanzar tan glorioso destino, sería más espiritual que material, avanzando de fe en fe, a la escucha de la voluntad amorosa de Dios, sin buscar en este mundo lugar alguno en el que reclinar la cabeza.

            Cuando finalizase su propio recorrido interior y sólo entonces, el ser humano: Enoc, Elías, Moisés, y Cristo mismo, sería arrebatado al Paraíso, no terrenal sino celestial. También Abrán y Saray debían hacer ese recorrido, recibiendo el nombre nuevo de su nacimiento de lo alto. Dimas, el llamado “buen ladrón”, el más pequeño y el último, sería el que llegaría primero anticipándose a todos los justos, con excepción hecha de la Virgen María, que ya había sido engendrada en el Paraíso como Nueva Eva, Inmaculada, y con él lo comparte, pero en cuerpo y alma junto a su Hijo. Entronizado Cristo, comenzaría la preparación de “un lugar” también para nosotros entre las “muchas mansiones” de la casa del Padre, antes de su regreso en nuestra busca para llevarnos con él.

            En un instante, en un pestañear de ojos, se encontraría Abrán abandonando todo su entorno natural, afectivo y existencial, impulsado por aquel ardor interior que saciaría todas las aspiraciones de su alma, clamando: “De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y sé tú una bendición. Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan. Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra.” Ur, Mesopotamia, y Jarán, irían quedando atrás, y con ellas todo el panteón local que lo había mantenido anclado a todo aquello. La fe, comenzaba así a manifestarse como capacidad de apoyar la propia vida en el más grande de todos los dioses, viviendo según la voluntad divina, hecha Palabra, y que en la plenitud de la historia y de las Escrituras, quedaría unida al amor, con la experiencia de que “la fe actúa por la caridad,” de la que es inseparable. La fe de Abrahán se constituye, por tanto, don, promesa, alianza, prueba purificadora, y respuesta extraordinaria y sobrenatural, como lo es la vida misma.

            Una indescriptible libertad daría ligereza a sus setentaicinco años, como si acabara de salir del seno materno, y el mundo entero se le ofreciera como un don que arrebatar, cargado de plenitud a su alcance. La impedimenta que lo acompañaba se mostraría totalmente insignificante frente al impulso interior que había sido sembrado en su corazón, y cuya añadidura de supervivencia le había sido concedido intuir, y de la que Saray, su esposa, seguiría todavía ignorante. Cómo trasmitirle aquella euforia vital a una anciana resignada a la frustración profunda de su esterilidad, que aceptaba asombrada el desvarío de aquel viejo esposo suyo que la arrastraba, solamente porque lo veía recuperar incomprensiblemente y de forma creciente, el vigor que hacía tiempo había abandonado también su espíritu.

            De ser un triste soñador nostálgico, Abrán había pasado a ser un eficaz y optimista emprendedor de imposibles. Sin entender profundamente la causa, de aquel impulso, Saray asentiría internamente, las decisiones de Abrán, porque le agradaban las consecuencias de esa repentina fe, capaz de dar vida a los muertos. ¿No sería posible que también su seno muerto reviviera si se dejaba envolver por su virtud? Casi imperceptiblemente la médula de sus huesos comenzaría a estimular su vitalidad caldeando todo su cuerpo. La crispación de su rostro, sombrío, se habría distendido dibujando una leve sonrisa de complacencia al sentirse conocida. Sonreiría más fácilmente, y con facilidad ignoraría los fugaces impulsos de angustia que con frecuencia debían acometerla. ¡Bendito era ciertamente, este Dios del cielo y de la tierra que avanzaba interiormente junto a ellos sin que supieran a dónde los llevaba!

            Abrán comenzaría a percibir los cambios en su esposa y su espíritu se dilataría en su interior viéndola sobreponerse al tedio insuperable de su existencia, mientras avanzaban por aquellos caminos desconocidos. De repente el cielo se cuajaría de incontables estrellas, numerosas como las arenas del desierto: “Así será tu descendencia; y la tierra que pisas será suya para siempre”. Abrahán contemplaría todo a su alrededor, y le parecería el lugar más hermoso que jamás había tenido el gozo de conocer, mientras susurraba interiormente: “Me ha tocado un lote hermoso; me encanta mi heredad.”

            Nada, hasta entonces podía compararse, a los ojos de aquel pequeño que se agitaba lleno de vitalidad, entre los brazos de la anciana Sara, cuando nació Isaac. Ya no le cabía duda alguna acerca de la existencia de ese dios que la había ido seduciendo desde su irrupción en Ur. Abrahán comenzaría a intuir la trascendencia de cuanto sucedía, y una paz profunda lo mantendría firme ante el precipicio de su insignificancia, que se abría frente a él ante la cercanía de Dios.

            Así encontraría a Abrahán aquel día terrible llamado a convertirse en el más glorioso de su existencia: “Toma a tu hijo, a tu único, al que amas, a Isaac, vete al país de Moria y ofrécelo allí en holocausto en uno de los montes, el que yo te diga.”

            ¡Padre! …
            Dios proveerá el cordero, hijo mío.          
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LAS SAGRADAS ESCRITURAS III El Dios de Moisés


El Dios de Moisés


            Preparando la gran epopeya del Éxodo, la Escritura nos presenta a Moisés, elegido por Dios para protagonizar la creación de un pueblo de su propiedad, partiendo de una realidad ínfima de exclusión y sometimiento, que en realidad pudo tener origen en las raíces cananeas de su opresión, que lanzaron a aquellos colectivos a Egipto en busca de una tierra de promisión, ni más ni menos, que como sucede hoy con las migraciones africanas a Europa o las centroamericanas hacia un norte opulento.

            Si tratamos de desvestir al mítico líder, y profeta inigualable, del halo del que fue revestido tan singular personaje, a través de los tiempos en su progresiva historiografía, podemos encontrarnos quizá, con un egipcio educado en la Guardería Real de Egipto, escriba y jefe de escribas, apto conductor de caravanas, que en un momento providencial es llamado por Dios de forma tan misteriosa, como lo fue Akenatón para romper con el panteón egipcio constituyéndose en adalid del primer aunque fugaz monoteísmo conocido. Revestido ya desde su nacimiento con el mito del acádico Sargón, y viendo la luz en medio de una matanza de niños, idóneo para registrar acontecimientos, trazar rutas y constituirse en cabeza de la mayor aventura de la historia, llamada a encarnar en un pueblo la revelación del Dios único, creador del cielo y de la tierra.

            El Éxodo, aparece como la oportunidad única, insólita e irrepetible con éxito, de una sedición acaecida frente a un todopoderoso faraón, por parte de un contingente de esclavos, guiados por nuestro Moisés, ayudados por acontecimientos trascendentales de la naturaleza, atribuibles perfectamente a la providencia divina que gobierna ciertamente la historia, y la conduce a un punto omega de plenitud ultramundano. Un faraón atemorizado por los acontecimientos con los que fue sacudido su reino por parte del cielo, facilitaría la salida de la oprimida multitud alzada en rebeldía. Científicos modernos hacen notar las consecuencias reales que alcanzarían a Egipto, con motivo de la inenarrable erupción volcánica de Santorini que fue contemporánea al Éxodo, y que dada su situación geográfica frente al delta del Nilo, a escasos ochocientos kilómetros de distancia, habría cubierto de oscuridad y cenizas a Egipto, causando además un tsunami de tal magnitud, que habría alcanzado a Egipto en pocas horas, infestándolo después de ranas, mosquitos, langostas, etc.

            El pistoletazo de salida de aquella aventura social y religiosa que se habría ido fortaleciendo en su peregrinación a través del desierto, creando y estrechando lazos entre aquella gente que había roto prodigiosamente el cerco de Egipto, conducida por Moisés, quedaría inmortalizado en la noche de la Pascua, como memorial sagrado del tránsito entre la esclavitud y la libertad, la tristeza y el gozo, la muerte y la vida, por obra del potente brazo de Dios, con el que a través de la historia iría arrastrando generación tras generación, a cuantos se acogen a su poder invocando su Nombre.

            El liderazgo de Moisés se habría ido consolidando a la sombra de la nueva fe, comenzando por constituir como verdadero pueblo, dotando de leyes y de una incipiente historia en común a aquellos fugitivos, alcanzados gratuita y misericordiosamente, por la complacencia divina. Con su llegada a Siquén, se produciría la fusión de aquella confederación trashumante, con aquellas tribus del norte que no habían bajado a Egipto, y que deberían asumir, no sin dificultad, su adhesión a aquella fe en Yahvé, que ahora los constituía, frente a dioses y creencias ancestrales de las distintas facciones. Tendrían que pasar todavía siglos, hasta que cristalizase un primer intento de unificación religiosa a cargo de Josías, que sólo llegaría a ser estable un siglo después con el judaísmo de Esdras en Jerusalén.

            En cuanto a la figura de Moisés, el disolverse en el desierto tanto su vida como su cuerpo, haría posible la idealización permanente de su mítica aureola de héroe legendario, para convertirse en modelo irrepetible, e insuperable hasta la llegada del Mesías, llamado a centuplicar los prodigios del Éxodo. Naciendo como Moisés en medio de una matanza de niños, y ascendiendo a lo más alto desde su humilde cuna, para convertirse de salvado en Salvador, y de siervo en Señor.

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LAS SAGRADAS ESCRITURAS IV El principio del fin y la sinagoga de Satanás


El principio del fin y la sinagoga de Satanás (Ap 2, 9).


            Si bien las consecuencias del drama histórico de la libertad humana comienzan en el Paraíso con la sentencia divina dirigida a la serpiente: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo; él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar”, continuaremos con nuestra reflexión, en un punto ya próximo a su cumplimiento en la plenitud de los tiempos, asomándonos de nuevo a la historia del pueblo elegido para testificar el misterio escondido del plan amoroso de Dios, y encarnar su voluntad misericordiosa respecto a la criatura creada a su imagen y semejanza, y predestinada a la santidad en su presencia por el amor.

            De forma semejante a aquella primera seducción perpetrada en el Paraíso para apartar al ser humano de la comunión con Dios, la serpiente antigua, camaleónica en el devenir de la historia, acecha de nuevo para atacar con furor al “pueblo consagrado”, en su propia tierra, suscitando de entre sus inconscientes secuaces, “un renuevo pecador: Antíoco Epifanes.” Es entonces, cuando contra el intento seléucida de helenización de Judea, se produjo la revuelta de los Macabeos, a la que se unieron los Asideos (jasidines: justos, piadosos), facción fundada probablemente entre los seguidores del Sumo Sacerdote Onías III, al que se atribuye el apelativo de “Maestro de justicia”, que aparece en los manuscritos de Qumrán, y que murió asesinado por el impío Menelao, truncándose así la dinastía de los Oníadas, al ser eliminado el último sacerdote sadoquita legítimo. Su sumo sacerdocio fue usurpado por su hermano Jasón (Jesús), que lo adquirió por dinero, de Antíoco IV (el loco). Onías IV, por su parte, impedido para suceder legítimamente a su Padre en el sumo sacerdocio, se exilió en Egipto, fundando en Leontopolis un templo a imitación del de Jerusalén, que permanecerá hasta el año 74 d.C.

            Tras la precaria victoria macabea del 165 a.C., y la muerte de Judas Macabeo, le sucede su hermano Jonatán el 152 a.C., que a través de un pacto con Alejandro Balas, es reconocido como Sumo Sacerdote, dando así origen a la nueva dinastía -no davídica- de los Asmoneos, y que con Simón Macabeo al frente, se hará hereditaria en el 141 a.C., aunando tanto el poder político como el religioso del sumo sacerdocio. El consecuente desprecio del mesianismo davídico heredero de la bendición divina, unido a la corrupción del culto y del poder unificador sacerdotal ungido por Dios, abriría las puertas al enemigo ancestral disgregador, que unido al poder opresor secular romano, se aliarían, ante el advenimiento del Mesías salvador, redentor de la humana esclavitud y destructor del corruptor universal.

            Ante semejante corrupción en las instituciones judías, se produce entonces la separación entre Asmoneos y Asideos, y de estos últimos surgen a su vez, fariseos y esenios; éstos, se precipitarán en el año 52 a.C., en el abismo del cisma: “Los hijos de la luz”, cortando con el corrupto judaísmo oficial de Jerusalén, y abandonando el culto del templo, marchan al desierto en busca de su “camino” de salvación, centrados en las Escrituras, pre canónicas, de la incipiente biblia hebrea, fundando la comunidad apocalíptica esenia de Qumrán, que después de haber escuchado posiblemente, la Buena Nueva de la inminencia del Reino, será arrasada por Roma el año 68 de nuestra era, quedando como Moisés en el desierto, a las puertas de la “tierra prometida” del Evangelio de Cristo. (Podemos pensar ahora, si no fueron también los cismas cristianos, de la Iglesia de oriente y de la “reforma protestante”, los que gestaron y abrieron las puertas al “dragón rojo” que escupió muerte y destrucción desde 1917, en todo el occidente cristiano, como lo había hecho en 1517 con el cisma luterano y en 1789 con la revolución francesa).

            Mientras tanto, los zelotes, inconformes con la corrupción y la injusta dominación y explotación romana, en busca de la restauración de un reino judío de este mundo con el esplendor de otros tiempos, seguirán promoviendo la subversión violenta con la espada, intento tras intento, y propiciarán que a partir del año 70, se produzcan las mayores aniquilaciones judías de su historia, la destrucción de Jerusalén, y la definitiva ruina del Templo, privado ya de la presencia de la Shekiná divina desde la muerte de Jesús de Nazaret, en la plenitud de los tiempos, habiendo ignorado el “Día de su visita”, vaticinado por “el Profeta”; “el Ángel de la alianza” deseado: Mientras Jesús era sacado de la ciudad para ser crucificado, la gloria de Dios abandonó el Templo, y con su muerte, el velo del Santuario se rasgó en dos, de arriba abajo, no teniendo ya nada que velar; tembló la tierra, se oscureció el sol y toda la tierra quedó en tinieblas. ¿Quién podrá soportar el día de su venida? ¿Quién se mantendrá en pie cuando aparezca?, había dicho Malaquías. Según el historiador Flavio Josefo, se calculan en más de un millón, las muertes de los judíos masacrados por Roma con la última revuelta del año 135.

            Como consecuencia de la progresiva ruina de Judea, y la prohibición a los judíos de residir en Jerusalén, los fariseos que habían aportado una cierta espiritualidad y una ética progresistas, con el rechazo del mesianismo de Jesús de Nazaret, cortaron con la fidelidad a la Nueva y Eterna Alianza, y se radicalizaron ahora, dando origen al “rabinismo”, con Yohanan ben Zakkai, que obtuvo de Tito la autorización para fundar en Yabné una universidad rabínica, dando así mismo, origen, a partir del siglo III, al actual judaísmo, nueva religión sectaria, rigorista, y cerrada, respecto al judaísmo tradicional del siglo I, digamos más ecuménico, en cuya legitimidad se mantuvo el Nuevo Testamento cristiano con su apertura universalista a la revelación divina y a la vocación a la fe de todas las naciones.

            Este fue también el tiempo del afianzamiento saduceo, surgido de la aristocracia judía, que rechazando también el mesianismo judío, permanecerán continuamente unidos a la corrupción reinante en el poder constituido, amantes de la riqueza proveniente del culto del templo, defensores de su estatus de privilegio y escandalosa opulencia frente a la pobreza del pueblo, serán colaboracionistas inveterados de los dominadores de turno. Roma, frente a los conflictos entre fariseos y saduceos, manteniéndolos en el sacerdocio, asume, por su parte, el poder político, delegándolo en su vasallo, el idumeo Herodes (el Grande), y sus descendientes.

            Los saduceos progresivamente irían acaparando el Sanedrín y la casta sacerdotal, tanto en tensión como en connivencia con los fariseos, y en el momento crucial de la historia, unidos como Herodes y Pilatos, conseguirán del poder romano, la condena a muerte de Jesús de Nazaret, que anatematizaba su corrupción, y al que seguirán persiguiendo ininterrumpidamente en sus testigos, como muestra ya el Nuevo Testamento, en el que Juan llega a describirlos, como aquellos que: “se llaman judíos sin serlo y son en realidad una sinagoga de Satanás(Ap 2,9); judíos que expulsarán a los judeocristianos. Recordemos que en el año 90 d.C. Gamaliel II, rector de la Academia rabínica farisaica de Tiberíades, primero en presidir el Sanedrín después de la destrucción del Segundo Templo, concretizó la expulsión de los judeocristianos, incluyendo en la decimosegunda bendición sinagogal una maldición contra "los nazarenos", que como es lógico, provocó que los cristianos dejaran de asistir a la sinagoga, para no tener que maldecirse a sí mismos: "Dejad que los Nazarenos y los herejes perezcan en un instante. Permite que sean excluidos del libro de los vivos y permite que sean separados de entre los justos."

            Actualmente, el bimilenario anticristianismo militante, que parte del primer siglo, en una actuación propia del Anticristo y que ha sobrevivido al "Reino cristiano de los mil años" preconizado por el Apocalipsis, continúa camuflado a través de los siglos, en el secretismo de las logias, en un intrincado contubernio polifacético, al que se atribuye el acaparamiento actual de la economía global, y la trama secreta de un “nuevo orden” geofinanciero, que legitime su hegemónica dominación sobre una humanidad inconscientemente ignorante, y que empleará cualquier medio a su alcance para destruir el Reino de Cristo en la tierra, subsistente en la Iglesia Católica, tratando de conseguir así la implantación de una era poscristiana, gnóstica y luciferina, de retorno a un paganismo fatal, y oscurantista, travestido de luminosidad infernal, bajo el imperio de las tinieblas abismales y el caos.

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LAS SAGRADAS ESCRITURAS V El Dios y Padre de Nuestro Señor Jsucristo


El Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo.


            En aquel ambiente de Judea, que se convertirá en Palestina, por virtud del férreo dominador romano, en el que campaba la tiranía y la injusticia, impregnado de la doctrina legalista farisea, en connivencia con la corrupción saducea, la rebelión de los sicarios y el cisma esenio, descendiendo a la región más deprimida de la tierra, aparece Jesús de Nazaret: “¡Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí, camino del mar, allende el Jordán, Galilea de los gentiles! El pueblo que habitaba en tinieblas ha visto una gran luz; a los que habitaban en paraje de sombras de muerte una luz les ha amanecido.”   

            Descendencia de la mujer”, “que aplastará la cabeza de la serpiente”; “estrella que surge de Jacob”, “león de Judá”, “aquel a quien pertenece el bastón de mando y a quien rendirán homenaje las naciones”, retoño de Jesé, llave de David, sol de justicia, manso y humilde de corazón, bueno, justo, hijo de María, hijo del carpintero, profeta, Hijo del hombre, pan bajado del cielo, puerta de las ovejas, vid verdadera, luz del mundo, camino verdad y vida, testigo de la Verdad, buen pastor, resurrección, aquel de quien escribió Moisés en la Ley y también los profetas, rey de Israel, y de las naciones, príncipe de la paz, Emmanuel, el maestro y el Señor, Mesías, que bautiza con Espíritu Santo y fuego, Hijo de Dios vivo, alfa y omega, primero y último, principio y fin, retoño y descendiente de David, Lucero radiante del alba, uno con el Padre, siervo, y amado del Señor en quien su alma se complace, sabiduría, justicia, santificación y redención nuestra.

            Nacido en Belén, de la descendencia de David como José, su padre legal, perdemos su itinerario vital (en los Evangelios), a partir de los doce años, en que su iniciación doctrinal a la fe, con posibles influencias esenio-fariseas, fue completada: ¿Por qué me buscabais; no sabíais que debía estar en las cosas de mi Padre? Lo volvemos a encontrar veinte años después, alrededor de sus treinta años, cuando al acercarse al bautismo de Juan, comienza a ser manifestado a su pueblo.
           
            Puestos a deducirlo de su enseñanza, en cierta sintonía con algunas orientaciones esenias, podemos preguntarnos sobre la posibilidad de un acercamiento, en aquellos años, a la comunidad esenia de Qumrán, siguiendo posiblemente a su primo Juan el Bautista en su retirada al desierto, influyendo con su doctrina, en la espiritualidad esenia y en su visión apocalíptica del Reino. Efectivamente el Evangelio de Mateo, nos presenta a Jesús viniendo del desierto, al que fue empujado por el Espíritu a prepararse para su misión, y en el que sería tentado por el diablo. La misma opción esenia de salvarse mediante la huida del mundo, que evidentemente no gozó de las bendiciones divinas, si tenemos en cuenta el fin de su opción monacal, pudo ser también la tentación de Jesús frente a su misión redentora, que a través del anciano Simeón le auguraba contradicciones extremas en sintonía con “Moisés y los profetas”. También los esenios habían sido conducidos al desierto, lejos de la corrupción y la violencia, ante la inminencia de la venida del Mesías, que era evidente para quienes escrutaban las señales de los tiempos, y que impregnaba todo aquel ambiente, y al que querían esperar estando en vela, en la contemplación de las Escrituras, y mediante la purificación de sus pecados con un bautismo regenerador, no sólo de la impureza legal, sino también moral.

            No puede extrañarnos, por tanto, que Jesús acudiera a este desierto, al que fue también conducido Juan el Bautista, por el Espíritu, que lo había invadido desde el seno de su madre, para ser preparado allí a su predicación y en el que sería investido de la fuerza y el poder de Elías, para preceder al Señor en su ministerio de salvación. Allí debería clamar la Voz del precursor para reunir a las ovejas dispersas, purificándolas con su bautismo de agua, para perdón de sus pecados, dándoles ojos para ver, oídos para oír y corazón para convertirse y ser curados.

            Puestos a especular sobre aquellos años, podemos imaginar posibles encuentros en su juventud, entre Jesús y Juan, en los que habrían podido compartir, en numerosas ocasiones, las mociones interiores del Espíritu que los impulsaba, y las inquietudes profundas que suscitaba en sus corazones, disponiéndolos a entregarse totalmente a la voluntad amorosa del Padre, sirviéndolo en favor de un pueblo, que se dilataba misteriosamente ante ellos, como las estrellas del cielo o las arenas de las playas marinas, perpetuándose eternamente en el amor. Zacarías, Isabel y después José, los irían dejando en breve, llenos de gozo, habiendo contemplado el madurar de su dorado fruto. Ese sería el momento que abriría la puerta de su desarraigo, para introducirlos por la antesala del triunfo de la glorificación de Dios.

            Juan habría partido presumiblemente el primero al desierto, donde habría permanecido hasta ser enviado a bautizar por aquel que lo había llamado; allí lo encontraría Jesús para despedirlo de la comunidad, mientras él permanecía anunciando a los esenios su doctrina y el advenimiento de su Reino de paz y de justicia, invitándolos a adherirse a su seguimiento, porque el tiempo apremiaba. También ellos formaban parte de las ovejas perdidas de la casa de Israel a las que debía llamar, para que dejando su justicia en las manos de Dios, pudieran recibirla gratuitamente de su misericordia, salvándose así de aquella generación perversa que acabaría por destruirlos.

            Él debía, por su parte, regresar a Galilea, cuna de las insurrecciones violentas, para proclamar el “Año de gracia del Señor”, recordándoles que, “quienes hieren a espada, a espada morirán”, también esto terminaría cumpliéndose tristemente en todas sus revueltas, hasta la última de Simón bar Kojba, que aclamado incluso como mesías, llevó a Judea a su mayor destrucción. Debería pasar después a Judea y subir finalmente a Jerusalén, para que su Padre fuera glorificado en él.

            El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob; de Moisés, de David y de los profetas, se ha manifestado plenamente en Jesucristo, como Padre, y Señor del cielo y de la tierra, que ocultando los misterios del Reino a sabios e inteligentes los ha revelado a pequeños, pues tal ha sido su beneplácito. Único, conocedor del Padre, el Hijo, revela su conocimiento a sus discípulos, para que cumpliendo su voluntad, lleguen a ser sus hermanos, hermanas y madres, y así puedan un día escuchar de sus labios: Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque en vosotros tuve hambre, y me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; era forastero, y me acogieron; estaba desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; en la cárcel, y acudieron a mí.

            De la misma manera que el Padre preparó un Reino a Cristo, él lo prepara a sus discípulos, que creyendo en él, han acogido al Padre que lo ha enviado; así, llegado el momento, se sentarán con él, en el juicio a las doce tribus de Israel, y presenciarán junto a él, siendo sus “pequeños hermanos”, el juicio a las naciones; puesto de honor reservado a su lado, por el Padre. Habiendo acogido a Cristo, y descendido sobre ellos el Espíritu Santo de la verdad, Gloria del Unigénito, según la promesa del Padre y a petición suya, para aquellos que lo aman, permanecerá con ellos para siempre.  El Paráclito, les enseñará todas las cosas y les recordará cuanto les fue dicho de parte suya, dando testimonio de él, a quien el Padre ha entregado todo, para que lo que pidan en nombre suyo, les sea concedido, puesto que lo aman y creen que salió de Dios, viniendo al mundo, para regresar después a él con todos nosotros.  

            Cuando el Hijo, sea glorificado de nuevo después de su vaciamiento obediente, libre y amoroso, glorificará a su vez al Padre. También sus discípulos lo glorificarán, pero no ya en Jerusalén ni en ningún otro monte, sino en el Espíritu y la Verdad, del amor en su corazón, que como en un nuevo templo santo, lo amarán según su voluntad. Esta será su casa de oración, que permanecerá limpia de la sumisión a los demás ídolos, porque el Señor, en su venida gloriosa, acompañado de sus ángeles, arrancará de ella, de raíz, toda hierba mala plantada por el enemigo, y pagará a cada uno según su conducta, de amor y de perdón.

            Sólo el Padre, sabe cuándo llegará este momento, para que así vivamos siempre vigilantes, honrándolo en medio de cada generación adúltera y pecadora, y el Hijo del hombre no se avergüence de ellos, cuando venga a juzgar, en la gloria de su Padre con los santos ángeles; porque el Padre no juzga a nadie; sino que todo juicio lo ha entregado al Hijo, para que todos lo honren  como honran al Padre, ya que quien que no honra al Hijo no honra tampoco al Padre que lo ha enviado.

            El Señor, sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos, y habiendo llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, suplicaba así:

            Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa, pero no sea como yo quiero, sino como quieres tú. Si esta copa no puede pasar sin que yo la beba, hágase tu voluntad. ¡Abbá, Padre!;  todo es posible para ti; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú. Padre, que no se haga mi voluntad, sino la tuya. ¿Qué voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto! Padre, glorifica tu Nombre. Y perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen. Padre, en tus manos pongo mi espíritu.

            Y como el Padre resucita a los muertos y les da la vida, así también el Hijo da la vida a los que quiere. El Padre que tiene vida en sí mismo; también le ha dado al Hijo tener vida, y siendo su mandato vida eterna, ha enviado a Cristo; y le ha mostrado y enseñado y mandado lo que tiene que decir y hablar. Las obras que el Padre le ha encomendado llevar a cabo, las mismas que realiza, dan testimonio de que él lo ha enviado. Por eso el Hijo no puede hacer nada por su cuenta, sino que, lo que ve hacer al Padre, eso es lo que realiza. Como el Padre quiere al Hijo, le muestra todo lo que hace, le ha mostrado muchas obras buenas y él a sus discípulos de parte del Padre, para que creamos que el Padre está en él y él en el Padre, de quien nosotros decimos que es nuestro Dios.    

            Esta es la voluntad del Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna y que él le resucite el último día; pero nadie puede acudir al Hijo, si el Padre que lo ha enviado no lo atrae con lazos de amor. Quien acuda al Hijo, habiendo escuchado y aprendido del Padre, no será ya echado fuera. No es que alguien haya visto al Padre, sino aquel que ha venido de Dios; ése ha visto al Padre, y conocerlo a él,  es conocer al Padre.

            Lo mismo que el Padre ha enviado a Cristo, que vive, el que lo coma, vivirá por él. El Padre que lo ha enviado da testimonio en su favor, pero los que no creen, no conocen ni al Hijo ni al Padre, como sus ovejas lo conocen. El Padre ama al Hijo, porque da su vida por sus ovejas, para recobrarla de nuevo. Esa es la orden que ha recibido del Padre: El que ame al Hijo, guardará su palabra, será amado por el Padre, y el Hijo le amará y se manifestará a él. El Padre y el Hijo vendrán a él, y harán su morada en él.

            Como el Padre amó a Cristo desde siempre, así nos ha amado Cristo a nosotros, para que permanezcamos en su amor, guardando sus mandamientos, como él guarda los mandamientos de su Padre permaneciendo en su amor.   Quien odia a Cristo, odia también a su Padre; ambos han sido odiados sin motivo, por quienes no han conocido ni al Padre ni al Hijo. El Padre, que le ha dado a sus ovejas, es más grande que todos, y nadie puede arrebatar nada de la mano del Padre. Cristo y el Padre son uno. El Hijo del hombre, es a quien el Padre, Dios, ha marcado con su sello. ¿Cómo puede, pues, decir alguno que el Hijo blasfema por haber dicho: “Yo soy Hijo de Dios”, aquel a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo?  

            El Padre que permanece en Cristo es el que realiza las obras. Si Cristo no hiciera las obras de su Padre no le creeríamos; pero si las hace, aunque a él no le creamos, creemos por las obras, y así sabemos y conocemos que el Padre está en él y él en el Padre. Cristo está en el Padre y el Padre está en él. Conocer a Cristo, es conocer también al Padre; conocerlo y haberlo visto, porque, el que ha visto a Cristo, ha visto al Padre. Aquel día podremos comprender que Cristo está en el Padre y nosotros en él y él en nosotros.

            En la casa del Padre hay muchas mansiones; si no, nos lo habría dicho el Señor; que ha ido a prepararnos un lugar. Nadie va al Padre sino por él. Todo lo que pidamos en su nombre, él lo hará, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Esta palabra no es suya, sino del Padre que lo ha enviado. El Padre es más grande que él. Cristo ama al Padre y obra según el Padre le ha ordenado. La gloria del Padre está en que nosotros demos mucho fruto, y seamos sus discípulos. Todo lo que Cristo ha oído a su Padre nos lo ha dado a conocer, de modo que todo lo que pidamos al Padre en su nombre nos lo conceda.

            Oración de Cristo:

            ¡Padre santo; que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Padre los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria, la que me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo. Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido y éstos han conocido que tú me has enviado.”

            Cristo ha subido a su Padre y ahora también Padre nuestro, a su Dios y ahora nuestro Dios, y como el Padre lo envió, también él nos envía, mientras aguardamos la Promesa del Padre, que oímos de él: Seréis bautizados con el Espíritu Santo, que Jesús, exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre.   

            El Hijo Unigénito que está en el seno del Padre, él nos lo ha contado.  

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